¿Es posible el perdón en delitos de pederastia? El caso de Ian, que abusó de sus propios hijos
La psiquiatra forense y psicoterapeuta Gwen Adshead traza el perfil de un pederasta y el posible reencuentro con su hijo años después en el libro 'El demonio que hay en ti'
—Ha llegado a su destino — pronunció el GPS.
Acerqué el coche al bordillo de una anodina calle de las afueras y miré los números descoloridos de las casas con incertidumbre. Ahí estaba, una casa de ladrillo de dos plantas al final de la calle. Las viviendas para personas en libertad condicional deben ser discretas, sin señales ni ningún otro distintivo. Había un pequeño equipo de seguridad en la puerta y uno de los trabajadores me pidió que mostrara mi documentación. Al igual que el barrio, el hombre que bajó las escaleras para recibirme era anodino. Como muchas personas que han pasado mucho tiempo en la cárcel, tenía un cierto aire de desconfianza y tristeza.
Ian había salido de la cárcel una semana antes, después de cumplir una larga condena por abusos sexuales a sus dos hijos pequeños. De mediana edad, hombros estrechos y complexión delgada, tenía el pelo rojizo muy corto y unas cuantas pecas en el puente de una nariz afilada y llevaba vaqueros y una sudadera sencilla por encima de una camisa. Recuerdo que hace años trabajé en la cárcel con un hombre condenado por delitos sexuales contra menores y un funcionario de prisiones me comentó que "parecía el típico pedófilo". Es importante, sobre todo por motivos de seguridad, que todo el mundo acepte que los delincuentes sexuales no tienen rasgos distintivos, como tampoco los tienen los terroristas. Mi primera impresión de Ian fue "pulcro y aburrido", al igual que otros hombres en su situación, que por lo general no quieren llamar la atención, ni dentro ni fuera de la cárcel.
(...)
Por aquel entonces, seguía trabajando en prisiones, pero también me había incorporado a un equipo de salud mental que colaboraba con el servicio de libertad condicional para ayudar a los presos recién puestos en libertad, como Ian. Cada vez había más preocupación por el riesgo de suicidio entre los hombres en libertad condicional y la petición de que viera a Ian fue en parte por este motivo. Había recibido tratamiento para la depresión en prisión y estaba en proceso de reinserción en la sociedad tras una década en la cárcel, algo que nunca es fácil. Me habían dicho que había aceptado a reunirse conmigo sin dudarlo, lo que podía indicar una actitud receptiva, pero también podía significar que estaba institucionalizado, acostumbrado a hacer lo que le dijeran.
(...)
Seguí con delicadeza, preguntándole si las cosas habían cambiado mucho desde la última vez que había vivido en la zona. Al ser puestos en libertad, la mayoría de los delincuentes son rehabilitados en su distrito de origen, a menos que exista alguna objeción o restricción. A Ian lo habían instalado a solo un par de kilómetros de su antiguo barrio, pero no había necesidad de una "zona de exclusión" ya que su familia se había mudado hacía tiempo. Un rubor le subió por el cuello hasta colorearle las cetrinas mejillas y se agarró con la mano al brazo del sofá.
—El barrio no ha cambiado mucho. —Se encogió de hombros—. Ya no conozco a nadie por aquí, y la familia se fue hace mucho… Bueno… No sé adónde. —Tragó saliva y añadió—: No había remite en… la carta esa.
La carta era otra de las razones por las que me habían pedido que hablara con Ian. Uno de sus hijos, que ahora tenía diecinueve años, se había puesto en contacto hacía poco con el servicio de libertad condicional para preguntar si podía ver a su padre, en una carta breve y educada en la que no revelaba nada de sus sentimientos o intenciones. En casos como este no es común que los familiares se pongan en contacto y la petición causaba cierta inquietud al equipo de libertad condicional. El joven era mayor de edad, un ciudadano particular. Nadie tenía derecho a cuestionar o controlar sus actos, ni tampoco el deber de protegerlo, pero sí la responsabilidad de ayudar a Ian, que ya estaba en una posición vulnerable y frágil. El equipo había sopesado la posibilidad de no comunicarle el deseo de su hijo durante unos meses, hasta que se asentara, pero habían decidido que tal falta de honestidad perjudicaría el trabajo que habían hecho con él. Unos días antes, cuando Ian había acudido a la reunión semanal con su agente de la condicional, le habían enseñado la carta. Me habían dicho que su reacción había sido una mezcla de sorpresa y alarma, por lo que intenté asegurarle que yo no estaba allí para empeorar las cosas.
—No tenemos que hablar de la carta hoy si no quieres.
—Supongo que sí quiero —dijo Ian con poca energía—. A ver, no le gusta a nadie.
—¿Qué no le gusta a nadie? —pregunté.
—Pues eso, la idea.
Le pregunté por qué creía que la gente no quería que viera a… Busqué el nombre de su hijo, incluso a la vez que me preguntaba si era una buena idea invocarlo así.
—¿... Hamish?
Ian se encogió un poco, una respuesta involuntaria que nos alertó a ambos de que el pasado estaba vivo y era doloroso. A esas alturas, yo ya sabía lo importante que era leer una señal así y esperar a que tuviéramos cierta confianza antes de intentar profundizar. Me di cuenta de que sería difícil.
Le hice saber a Ian que tendría que elaborar un historial como parte de la evaluación, pero que no teníamos que hacerlo hoy. Pareció muy aliviado. ¿Podía decirme qué le parecía la carta de su hijo? Ian se echó hacia delante, un poco más animado.
—Sé que no quieren que responda. ¿Qué pensaría la gente si saliera en el periódico?
Era una respuesta interesante, ya que no decía nada sobre qué le parecía a él; estaba pensando en los funcionarios de la condicional. Era esperanzador; podría significar que también podía mentalizar las emociones de sus víctimas. Pero también podría implicar un motivo egocéntrico, disfrazado de preocupación por los demás: una preocupación por cómo podría afectarle la exposición pública. La voz de Ian se volvió amarga, casi un gruñido.
—"Un pedófilo local visita a su hijo", ¿no? Seguro que dirían eso.
El delito de Ian fue abusar de sus dos hijos. En prisión preventiva había negado los cargos, pero finalmente se había declarado culpable
Su equipo ya me había puesto en antecedentes. La junta de libertad condicional había concedido a Ian permiso para salir de la cárcel tras cumplir diez de los veinte años de su condena. Aunque saliera de la cárcel, la libertad condicional no equivale a estar en libertad. Es una prolongación de la prisión, con estrictos sistemas de regulación y comunicación destinados a vigilar al delincuente y prevenir la reincidencia mediante el reingreso en prisión, si el riesgo lo justifica. El delito de Ian fue abusar de sus dos hijos, Hamish, que entonces tenía nueve años, y su hermano Andrew, de once. Su esposa, Sheila, lo había denunciado a la policía. Mientras estaba en prisión preventiva, había negado los cargos, pero finalmente se había declarado culpable. Por lo que sabía, Ian no había tenido ningún contacto con su familia desde la noche de su detención y Sheila se había divorciado de él mientras estaba dentro.
Tenía razón en que los periodistas probablemente se abalanzarían a publicar un artículo sobre un crimen como este en primera página con la foto de su ficha policial. Un pedófilo siempre llama la atención de los lectores, como alguien a quien todos tenemos permiso para odiar. Me he dado cuenta de que el relato ficticio contemporáneo más famoso, Lolita de Nabokov, se menciona a menudo en los medios, sobre todo si hay una niña implicada; el señor Humbert es la imagen del "pedófilo" por antonomasia. Pero para mí, el relato de un hombre como Ian tiene mucho más en común con el camino inexorable que Dostoievski traza en Crimen y castigo: la concepción progresiva de algo repugnante, su surgimiento en el ser y en la acción, el lento desencadenamiento de las consecuencias y el tortuoso desenlace.
Fascinación por los pederastas
Si hiciéramos una encuesta a una muestra representativa de la población actual y les pidiéramos que clasificaran los peores ejemplos de maldad humana, es muy probable que los "pedófilos" o, para ser más concretos, los pederastas, ocuparan el primer lugar. Tengo mis dudas acerca de la noción de cualquier tipo de jerarquía del mal, pero sé que la fascinación pública por los pederastas roza la obsesión en su intensidad. Esto no era así al principio de mi carrera, que yo recuerde, ni creo que pueda explicarse por el aumento de condenas por abusos sexuales a menores en los últimos años. Las cifras se han mantenido estables durante tres décadas. Incluso teniendo en cuenta que no se denuncian todos los casos, los abusos sexuales a menores son menos frecuentes que otros tipos de maltrato infantil.
Una de las explicaciones de esta atención actual a los pederastas tiene que ver con internet y las redes sociales, que dan a conocer todo tipo de actividades, cercanas y lejanas, y con el auge de la producción y el uso de la pornografía infantil, que es obviamente una forma de abuso sexual de menores. También se sabe que la victimización violenta, en todas sus formas, ha aumentado últimamente, por primera vez en medio siglo. Una intrigante investigación realizada por colegas estadounidenses, entre ellos el profesor Jim Gilligan y otros, revela una correlación, sobre todo entre los hombres, entre la vergüenza y los mayores índices de violencia en épocas de mayor inestabilidad social y desigualdad económica.
(...)
Cuando llevaba ya unos años en prisión, Ian había accedido a participar en un programa de tratamiento para delincuentes sexuales. Estos programas se han desarrollado en el Reino Unido durante las dos últimas décadas para ayudar a los delincuentes sexuales a disminuir su riesgo tratando el daño causado y fomentando la conciencia de sí mismos. En Estados Unidos, la Agencia Federal de Prisiones cuenta con programas similares para delincuentes sexuales que han sido condenados, aunque no están muy extendidos y varían de un estado a otro; al igual que en el Reino Unido, se centran principalmente en la gestión de riesgos más que en la rehabilitación y la terapia. Por el contrario, el Parlamento Europeo aprobó en 2011 una directiva para la reducción de los abusos sexuales a menores que hace énfasis en el valor de los programas de prevención e intervención para pederastas. Hay psiquiatras en Escandinavia y Alemania que tratan de ayudar a los agresores potenciales antes de que cometan un delito. Se centran en los adolescentes, para intentar frenar un patrón delictivo antes de que se convierta en compulsivo, sobre todo si existen otros factores de riesgo de delincuencia, como el abuso de sustancias y el aislamiento social.
Los programas de las prisiones británicas suelen contar con la participación de adultos supervivientes de abusos sexuales que están preparados para ir y hablar de sus experiencias. Estas charlas pueden ayudar a los delincuentes a tomarse en serio el daño que han causado. Me enteré de que Ian se había sentido muy conmovido tras escuchar a un joven hablar de los abusos que había sufrido a manos de un familiar. En la cárcel, le dijo al encargado de su caso que había comprendido lo que habían sufrido sus hijos y que aceptaba plenamente la responsabilidad de sus agresiones. Después cayó en una larga depresión y tuvo tendencias suicidas, algo que puede ocurrir cuando la gente se da cuenta de lo que ha hecho. Ian me dijo en nuestra primera reunión que le parecía muy bien seguir tomando los antidepresivos que le habían recetado en aquel momento, porque sabía que le ayudaban, cosa que me tomé como una buena señal. El cuidado de uno mismo puede ser el primer paso para cuidar de los demás.
Ian le dijo al encargado de su caso que había comprendido lo que habían sufrido sus hijos y aceptaba la responsabilidad de sus agresiones
Tendríamos seis sesiones, en las que mi específico y limitado objetivo consistiría en asesorar sobre posibles riesgos y ayudar a los agentes de la condicional a reflexionar sobre la urgente cuestión de un posible contacto con su hijo. Aparte de la posible repercusión en la prensa, la posibilidad de una reunión de este tipo planteaba cuestiones éticas y prácticas que debatimos en la reunión de equipo. Alguien preguntó qué pasaría si Hamish quisiera vengarse o si Ian intentara hacerle grooming a su hijo de nuevo. No me gusta esta palabra, el anglicismo que describe el engaño que hace un pederasta para ganarse la confianza de un menor, pues se usa demasiado e ignora la complejidad de las maneras en las que los agresores consiguen que sus víctimas obedezcan. La idea del grooming tampoco refleja el dilema de la víctima sobre su relación con el agresor y lo difícil que puede ser rechazar a alguien en quien confías y a quien quieres. Dije que me parecía poco probable que Ian intentara algo así con su hijo adulto y que dudaba incluso de que accediera a verlo. Peter, el agente principal de Ian, propuso una reunión previa con Hamish y sugirió que yo podría asistir y observar. No hablaría de Ian en concreto ni actuaría como ningún tipo de terapeuta para Hamish, pero podría responder a algunas preguntas generales sobre los pederastas y el trato con ellos. No suelo reunirme con las víctimas de mis pacientes, pero tampoco es algo inaudito en mi trabajo fuera de las instituciones penitenciarias, y estaba dispuesta a hacerlo si era útil para todos los implicados. En aras de la transparencia, se lo haría saber a Ian de antemano.
En la siguiente sesión se lo mencioné y se enfadó. ¿Iba yo a advertir a Hamish o algo así?
—¿Decirle cosas que he dicho aquí?
Le aseguré que no le contaría a su hijo nada de lo que me dijera. El tono con el que hablaba se suavizó.
—¿Y va a ver si tiene… la… fuerza suficiente?
No, le dije, no sería la terapeuta de Hamish. Mi prioridad era Ian. Añadí que me parecía que tenía curiosidad por su hijo y por cómo era ahora, de adulto. ¿Era así? Ian dejó caer la cabeza entre las manos y su respuesta sonó amortiguada:
—No sé... No sé nada.
Percibí su desesperación y su sentimiento de pérdida, y su tristeza pareció llenar el espacio que nos separaba.
Mientras escribo esto, soy consciente de que el lector puede estar experimentando fuertes sentimientos negativos al imaginar este encuentro. Es comprensible y humano que brote una especie de ira justificada ante una persona que ha hecho daño a un niño, que se ha aprovechado de la confianza de un inocente. ¿Cómo se atreve un pedófilo a mostrarse triste o vulnerable? ¿Cómo puedo sentir compasión por un hombre así y ofrecerme a escucharlo y comprenderlo, sobre todo cuando las víctimas de abusos sexuales no suelen recibir tal apoyo? ¿Y de qué sirve? Me hacen estas preguntas a menudo, y parte de mi respuesta es que privar a personas como Ian no mejorará los servicios prestados a las víctimas. De hecho, podría empeorar la situación para futuras víctimas si no se apoya a los agresores en sus esfuerzos por rehabilitarse ni se les ofrece una oportunidad de mejorar. Y como médica sé en qué me meto cuando me siento a trabajar con pederastas, igual que un neumólogo sabe que sus pacientes van a toser cuando entra en una unidad respiratoria.
La gente también me pregunta cómo puedo trabajar en esto "como madre". Explico que empecé a trabajar con pederastas a mediados de los noventa, antes de casarme y tener hijos. En aquel entonces me estaba formando e intentaba ganar experiencia como psicoterapeuta. El servicio de libertad condicional estaba probando grupos de terapia para delincuentes sexuales y tuve la oportunidad de participar en un grupo que trataba a pederastas varones. Para algunos participantes era una condición para no volver a prisión, mientras que para otros era una condición de la libertad condicional, después de haber cumplido una condena. El trabajo en grupo era cada vez más frecuente en el ámbito forense y se recomendaba en el caso de los delincuentes porque fomentaba el comportamiento prosocial al exigirles que trabajaran con los demás, escucharan con respeto y hablaran por turnos. También era eficaz porque muchas personas con antecedentes delictivos tenían aversión a estar a solas con una figura autoritaria o una persona que desempeñara un papel de cuidador y necesitaban estar en grupo para sentirse seguras. Para los pederastas tuvo un valor añadido porque tenían que gestionar sentimientos de vergüenza y culpa, emociones de autocrítica que imaginan la respuesta de una audiencia.
En este grupo vimos cómo surgía un guion recurrente, un "discurso de neutralización", como lo llaman los criminólogos. Esto conlleva utilizar un lenguaje que disminuye la propia voluntad, como todos hacemos cuando nos ponemos a la defensiva desde la infancia, con frases que nos sonarán, como "No ha sido culpa mía" o "Ha empezado él". Las cuidadosas explicaciones que oí en el grupo también presentaban el abuso como algo consentido, con frases como "Ella coqueteó conmigo", "Nunca me dijo que no" o incluso "La quería... Demostrábamos nuestro amor así". También se solapaban descripciones de cómo se aprovechaban de los vínculos afectivos ("¿No quieres a papá?") o se lanzaban amenazas veladas ("Mamá se va a enfadar con nosotros").
En casi todos los casos, las víctimas eran niños a los que conocían y cuidaban como padres, abuelos, padrastros, primos, profesores y amigos de la familia. Los datos prueban sin lugar a dudas que esto es lo habitual en la inmensa mayoría de los pederastas, cuyos delitos se producen en el contexto de una relación existente. Como hemos visto en otros delitos violentos, los medios se centran en las excepciones a la regla. El secuestro de menores por desconocidos es relevante, por supuesto, pero la forma en que se trata puede inducir a error, como si casos impactantes como el secuestro y violación de Jaycee Dugard en Estados Unidos o el de Natascha Kampusch en Austria fueran una especie de norma terrible. Por desgracia, estos abusos por parte de desconocidos suceden, pero es el equivalente en la delincuencia a un accidente de avión. Nos inducen erróneamente a pensar en una amenaza omnipresente "ahí fuera", como si el peligro viniera de un hombre del saco malvado y desconocido. Es probable que esta idea persista porque es demasiado aterrador pensar que una amenaza así esté tan cerca.
A diferencia de los monstruos de la prensa sensacionalista, los hombres del grupo de pederastas no solían ser fríos ni psicópatas y, en muchos casos, parecían bastante empáticos. A cada uno de ellos se le pedía que escribiera un relato de su delito, antes de ponerse en el "punto de mira" y leérselo a los demás, lo cual no era fácil. Después, los otros hombres señalaban sus distorsiones de la realidad, que ellos reconocían fácilmente porque "veían la paja en el ojo ajeno". Si el proceso se gestiona de forma adecuada, es algo excepcional. Aprendí mucho en aquella época, sobre todo sobre la necesidad de delicadeza y precisión a la hora de dirigir un grupo. Con una dirección cualificada y sensata, se puede ayudar a los pederastas en terapia de grupo a caminar por la cuerda floja de la revelación honesta de sí mismos sin morir de la vergüenza.
Cuando empecé a trabajar en Broadmoor, tuve pocas oportunidades de trabajar con pederastas porque allí solo había unos pocos y, a diferencia de los hombres del grupo de libertad condicional, casi todos habían matado a sus víctimas, lo cual es estadísticamente excepcional. Volví a trabajar con pederastas en el servicio de libertad condicional décadas más tarde, y para entonces ya tenía mucha más experiencia como psicoterapeuta. Mientras tanto, había tenido la oportunidad de estudiar con algunos colegas extraordinarios, como el profesor Derek Perkins, que había realizado un trabajo rompedor sobre el tratamiento de los delincuentes sexuales, y la doctora Estela Welldon, pionera en dirigir grupos terapéuticos que reunían a agresores y víctimas, permitiéndoles aprender algo los unos de los otros en la senda de la recuperación.
Para entonces, ya tenía hijos en edad de crecimiento y descubrí que eso me hacía el trabajo más difícil y más fácil a la vez. Podía entender mejor cómo era posible ver a tus hijos como una extensión de uno mismo, casi como un objeto que controlas, algo que había oído a menudo en los "guiones" del grupo de terapia. Era tan difícil como antes imaginar a un niño sufriendo, pero no creo que fuera más intenso que antes de tener hijos o, incluso, que cuando pienso en cualquier víctima de la violencia. Puede que sintiera más empatía por las esposas de los pederastas que abusaban de sus hijos, pensando en su conmoción y miedo al descubrir lo que pasaba, y en la vergüenza y sensación de fracaso que podían sentir debido a la expectativa cultural de que las madres protejan a sus hijos.
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Poco después de las sesiones iniciales con Ian, fui a una sala de reuniones en un anodino edificio de oficinas públicas de la ciudad y esperé a Hamish con Peter, un agente de la condicional de la vieja escuela, que recordaba la época en la que las alianzas positivas y terapéuticas eran el pilar de su trabajo, a diferencia de la gestión de riesgos básica actual. Era un hombre corpulento y amable con un suave acento del sudoeste. Su actitud serena me tranquilizaba, e imaginé que a sus clientes también. Los delincuentes suelen decirme que les resulta más fácil trabajar con agentes mayores que con los más jóvenes, que a veces pueden parecer más rígidos y controladores. Me siento identificada con esto al recordar que, cuando era más joven, a veces ocultaba mi falta de confianza en mí misma bajo una actitud mandona. Ahora entiendo que la falta de experiencia en funciones relacionadas con el cuidado, como cuidar de padres, hijos o incluso de una mascota, es una auténtica desventaja a la hora de tratar con personas dependientes que, a veces, son exigentes. Saber gestionar las diferencias de poder es una habilidad adquirida que requiere años de práctica.
En busca de respuestas
Había tomado asiento en un extremo de una mesa rectangular, desde donde podría ver a los dos hombres sin tener que mover la cabeza de un lado a otro como en un partido de tenis. Era consciente de que estaba nerviosa, aunque no sabría decir por qué. Me recordé a mí misma que solo estaba allí para observar. Hicieron pasar a Hamish, que aparentaba menos edad de la que tenía a sus diecinueve años, con la cara redonda y bien afeitada, pelo rubio y complexión delgada. Se disculpó por llegar tarde, aunque no lo había hecho, me miró a los ojos y me estrechó la mano con firmeza, como había hecho su padre al conocernos. Tras unas breves presentaciones, Peter le dio las gracias por venir y comenzó diciendo que nos gustaría entender un poco mejor a qué se debía la petición de ver a su padre. El joven suspiró.
—Nadie quiere esto.
Otro eco inconsciente de su padre, pensé.
—Creo que necesito respuestas —decía Hamish—. Mi madre y mi hermano… no creen que deba verlo. Ella dice que es mejor dejar el pasado atrás, y nos ha ido bien sin él todo este tiempo… Es verdad, nos ha ido bien. —Apartó la mirada fija de mí para dirigirla a Peter—. Bueno, Andy lo pasó peor que yo. E hicimos terapia sobre todo esto, justo después… A ver, no mucho tiempo, mi madre no podía permitírselo. Pero recuerdo que el terapeuta dijo que a lo mejor en el futuro querría cerrar el ciclo de lo que había pasado.
—¿Cerrar el ciclo? —Peter arqueó una ceja.
—Es que recuerdo cosas de él antes y algunas son buenas, ¿no? De fútbol, vacaciones, cosas así. Quiero decir que era mi padre y luego pasó todo y puf, de un día para otro, ya no estaba y… Sé que no es… Sé que ya no es papá, pero ¿ahora quién es? ¿Y qué va a pasar ahora que sé que está fuera? Me lo podría encontrar en la calle o algo así.
No pude evitarlo.
—¿Te da miedo tu padre?
Peter me lanzó una mirada y Hamish frunció el ceño como si la pregunta fuera absurda.
—Para nada… No sé si siento algo por él. Solo quiero ver… no sé, a este hombre del saco del que no hemos podido hablar durante diez años. Sigo emparentado con él, ¿no?
Percibí algo de rabia cociéndose a fuego lento no muy por debajo de la superficie. Como si me leyera el pensamiento, Hamish se apresuró a asegurar que no quería ningún tipo de venganza, y empecé a sentir una reticente admiración por un joven que se estaba armando de valor para hacer algo tan difícil. Ni Peter ni yo respondimos inmediatamente con un plan de contacto, y el tono de Hamish se volvió suplicante, casi desesperado.
—¿No hay algún tipo de proceso que pueda seguir? He leído sobre el tema; una víctima y la persona que le hizo daño se sientan juntas en una habitación… Es todo lo que quiero, una reunión para poder preguntarle…
Se refería a la justicia restaurativa, una práctica de reconciliación que comenzó en Canadá en los años setenta, con programas experimentales que consistían en la reparación verbal por parte de los delincuentes a las víctimas de sus hurtos o actos de vandalismo. En última instancia, contribuyeron al desarrollo en la década de los noventa de la mediación formal entre víctima y delincuente, y a su adopción y promoción por parte de la ONU, el Consejo de Europa y otras organizaciones, incluido el Colegio de Abogados de Estados Unidos. En la época en la que trabajaba con Ian y el servicio de libertad condicional, la práctica se iba abriendo paso cada vez más en el imaginario colectivo del Reino Unido. Pero yo sabía que ninguna víctima tenía derecho a este tipo de reparación, sin importar lo que hubiera sufrido; el agresor siempre tenía derecho a negarse, por el motivo que fuera.
¿Cuál crees que sería la primera pregunta que le harías a tu padre? "No sé, tal vez si lo siente ahora. Y… ¿por qué lo hizo? ¿Por qué?"
—¿Cuál crees que sería tu primera pregunta en esa reunión? —Peter habló en voz baja y amable.
Hamish se sonrojó, y por un momento vi el rostro de su padre como la primera vez que me senté con él en el albergue.
—No sé, tal vez si lo siente ahora. Y… ¿por qué lo hizo? ¿Por qué?
Aquellas dos sílabas cargaban con años de dolor. Peter asintió.
A Hamish le cambió la cara, decepcionado, como si hubiera esperado que aquella reunión fuera más concluyente. Me daba la impresión de que era poco probable que aquel joven hiciera daño a su padre. Pero aún no era del todo adulto y no había reflexionado a fondo sobre el impacto que podría tener ver a su padre después de tanto tiempo, no solo en él, sino también en su madre y su hermano. Un encuentro así podría alterar la dinámica familiar de forma imprevisible. También me preocupaba el impacto en Ian, especialmente por su riesgo de depresión clínica. Lo recordé encorvado en aquel sofá lleno de bultos con la cabeza entre las manos, y pensé que, si yo estuviera en su lugar, ver a Hamish podría romperme el corazón.
No era algo que pudiéramos resolver de la noche a la mañana. Tendríamos que seguir el proceso oficial de intercambio de información en el equipo, como era habitual, y me pedirían mi opinión tras terminar las sesiones que me habían asignado con Ian. Después de que Hamish se fuera, le pregunté a Peter por la idea de la justicia restaurativa.
—¿Hay alguna posibilidad?
Pareció dudar.
—En teoría sí, pero no sé si se ha hecho en un caso como este. Es más para que atracadores o ladrones vean a la gente a la que no han hecho mucho daño. No se me ocurre nadie que pudiera organizarlo.
No era algo para lo que yo tuviera formación y, sin embargo, al recordar ese momento más adelante, me pregunté: "¿Podría haber hecho algo más?" Pero incluso si hubiéramos encontrado un mediador cualificado para ayudarnos, ¿qué hubiera respondido Ian al gran "por qué" de Hamish?
En cuanto nos sentamos en la sala de la televisión, Ian quiso que le dijera cómo había ido mi reunión con su hijo y se lo conté
La siguiente vez que vi a Ian en la casa, parecía más vivo, menos demacrado. No parecía deprimido y me dijo que estaba comiendo y durmiendo bien. Le comenté que parecía que se estaba permitiendo disfrutar de haber salido de la cárcel y me dio la razón. En cuanto nos sentamos en la sala de la televisión, quiso que le dijera cómo había ido mi reunión con su hijo y se lo conté.
—¿Quiere preguntarme cosas? ¿Qué cosas?
Le di la vuelta.
—Si fueras Hamish, ¿qué querrías preguntar?
Pero Ian negó rápidamente con la cabeza; no podía o no quería contestar. Me dio la espalda y miró hacia la ventana, llevándose las manos a los ojos como si quisiera contener las lágrimas. Al cabo de un rato, volví a hablar, con la esperanza de mantener su atención.
—No puedo estar segura, pero a lo mejor quiere ponerte un nombre y una cara, tal y como eres ahora, para tenerte menos miedo.
—¿Me tiene miedo?
Tuve que pensar en la mejor respuesta para aquella pregunta y le dije que tal vez, en la mente de su hijo, Ian estaba ligado a un momento de su vida que no comprendía, un momento en el que sintió miedo.
—Ah. —Ian sonaba sorprendido, así que le pregunté si era el caso o si no entendía por qué su hijo quería verlo—. ¿Después de lo que hice? Pues claro que no.
—Ian —dije en voz baja, manteniendo el contacto visual—, ¿puedes intentar hablarme de lo que pasó, como lo ves ahora, a toro pasado?
Contarme el delito no iba a ser fácil, pero sabía que tendría que habérselo contado a policías, abogados, terapeutas y demás. Como parte de la evaluación, necesitaba saber qué pensaba ahora al respecto. Cuando repasara la historia, estaría atenta a cualquier pequeña "señal lingüística" que pudiera indicar un sentimiento de grandiosidad o de superioridad, una sensación de injusticia o un incumplimiento de las normas, factores que pueden indicar un riesgo latente.
La historia de Ian
Decidió empezar remontándose a su infancia, quizás porque quedaba lejos de lo que había hecho. Comenzó diciéndome que siempre había tenido una relación problemática con sus padres. Su madre era alcohólica, entrando y saliendo de rehabilitación y hospitales durante gran parte de la joven vida de Ian. Cuando sus padres se divorciaron, ella lo dejó con su padre. Ian tenía solo trece años, y su hermano menor, doce. Ian describió a su padre como lejano y hostil, un hombre "frío como el hielo", y añadió que hacía que "se cagara de miedo". No hice ningún comentario, pero Ian pareció percibir mi interés y se apresuró en asegurarme que su padre nunca había abusado de él física o sexualmente. No tenía motivos para no creerle. Aunque es cierto que algunos pederastas perpetúan el abuso que sufrieron en la infancia, solo es un factor de riesgo. Haber sufrido abusos sexuales en la infancia no es imprescindible ni suficiente para que alguien pase de víctima a agresor.
Ian dejó los estudios y se fue de casa en cuanto pudo, trabajando como aprendiz de albañil en otra ciudad. Había leído sus antecedentes policiales y sabía que solo había tenido un encuentro previo con la policía, una amonestación por exhibicionismo cuando tenía diecinueve años. No lo mencionó y pareció avergonzado cuando le pregunté por el tema, diciendo que no era nada, que se había emborrachado y lo habían pillado meando en un parque público por la noche. Dijo que había hablado de ello cuando estaba en el programa para delincuentes sexuales en la cárcel y que mucha gente tenía historias parecidas, que no significaba nada. Yo no estaba tan segura; mucha gente con condenas por exhibicionismo cometía otros delitos sexuales, pero también era verdad lo contrario, que muchos exhibicionistas no suponen ningún peligro para nadie. No nos daba tiempo a entrar en eso, pero sí me fijé en el consumo de alcohol, un desinhibidor. De momento, este era uno de los pocos "números" del candado de bicicleta que podía distinguir en Ian; pero por muy útil que fuera ese modelo para evaluar el riesgo, no dejaba de aprender que la ausencia manifiesta de factores de violencia conocidos (tan evidentes en vidas tan plagadas de adversidades como las de Gabriel o Charlotte, por ejemplo) podía ser igual de reveladora. No tuve más que pensar en Zahra para recordarlo. Ian y yo hicimos una pausa y acordamos continuar donde lo habíamos dejado en la siguiente sesión.
Había leído sus antecedentes policiales y sabía que solo había tenido un encuentro previo con la policía, una amonestación por exhibicionismo
Volví una semana después sabiendo lo que me esperaba, como una médica de urgencias entrando a un turno de noche un sábado. Reanudó la historia cuando, a los veintitantos años, conoció a su mujer, Sheila, que entonces era profesora de secundaria. El cortejo y el matrimonio fueron "normales", dijo, sin explayarse mucho.
—Háblame de ella —le propuse, pero se cerró en banda, con un lenguaje corporal que parecía un cliché, cruzando los brazos sobre el pecho y sacando la barbilla como un niño testarudo.
—No hay nada que decir.
—¿Nada de nada? —pregunté con suavidad.
Negó con la cabeza, firme. Parecía que no iba a dejarme averiguar nada sobre su matrimonio. Entonces, tras un momento, dijo en voz baja:
—La defraudé.
Se precipitó en el relato, hablando con generalidades de aquellos primeros años juntos, cuando estaban reformando su primera casa y planeando formar una familia.
No fue simplista, ni cayó en la arrogancia o la autocompasión; más bien parecía ajeno a todo, como si estuviera describiendo la vida de otro. Me contó que, cuando murió su padre, Sheila y él ganaron algo de dinero. A ella la ascendieron en el instituto y acordaron que él se quedaría en casa y sería amo de casa durante un tiempo. Por su nuevo puesto, Sheila tenía que trabajar hasta tarde un par de noches a la semana, y le pregunté si le molestaba estar tanto tiempo separado de ella. Pareció desconcertado, como si no se le hubiera ocurrido. Le parecía bien, la había animado, porque era un buen trabajo y estaba bien pagado. Estaba orgulloso de ella. Pero admitió que, con el tiempo, le empezó a irritar tener que asumir el papel de cuidador de los niños. No le importaba jugar al fútbol o hacer la cena con ellos, pero se ponía nervioso con cosas como ayudarles con los deberes, ya que él no había sido muy buen estudiante. Discutían por la televisión y el ordenador y él prefería ceder antes que imponer las estrictas normas de su mujer. Odiaba ser "el poli malo" y "hacerlo todo". Empezó a sentirse como un padre soltero. Asentí con la cabeza para mostrarle que comprendía que no era un papel fácil.
—Supongo que fue entonces cuando empezó.
Hizo una de sus largas pausas y esperé pacientemente, escuchando el tictac del reloj y el murmullo de algún que otro coche que circulaba bajo la lluvia en la calle. Cuando empezó a hablar de nuevo, después de respirar hondo, tuve la sensación de entrelazar el brazo con él mientras nos acercábamos juntos a un precipicio, haciéndole compañía mientras se enfrentaba al abismo. De ahí en adelante no le interrumpiría más que para animarle si vacilaba.
(…)
Ian habló de aquel último día en su antigua casa, de cómo se prolongó en una noche tan larga como terrible. Sheila trabajaba hasta tarde otra vez. Los niños no volvieron a casa después del colegio, pero al principio pensó que estarían en casa de un amigo. Estaba confundido y el corazón se le aceleró a medida que pasaban las horas y seguían sin volver. Llamó a Sheila para preguntarle qué pasaba, pero no le cogió el móvil. Volvió a intentarlo varias veces, sin éxito. Luego ordenó la casa y empezó a preparar la cena, con la esperanza de que en cualquier momento la puerta se abriera de golpe, los niños entraran charlando y las mochilas cayeran sobre el banco del vestíbulo. A medida que pasaban los minutos, se dio cuenta de que eso no iba a ocurrir. Comprendió, dijo, que se había acabado.
—¿Qué se había acabado? —pregunté en voz baja.
Era la primera pregunta que hacía desde que había empezado con este capítulo tan doloroso.
—La vida —dijo.
Fue entonces cuando pensó en suicidarse por primera vez. Consideró conducir hasta el Cabo Beachy, el célebre punto suicida de Reino Unido, en la costa de Sussex, pero sería mucho más sencillo tomar una sobredosis de paracetamol y bajarla con whisky. Revolvió el botiquín, se echó las pastillas en la mano, vertió whisky de malta en una taza de café y se lo bebió todo de un trago. Entonces sonó el timbre. Era la policía. Cuando Ian abrió la puerta, era evidente que estaba borracho. Les dijo que había tomado una sobredosis y añadió:
—Pronto estaré muerto, no se preocupen.
Eso me pareció raro. ¿Que no se preocuparan por qué? ¿Porque les hiciera más daño a sus hijos? ¿Porque se resistiera? Lo subieron al coche de inmediato y lo llevaron al hospital.
Me había enterado por el expediente de Ian, que incluía algunos informes policiales y transcripciones del juicio, de que Sheila no vaciló ni puso en duda lo que los niños habían dicho; llamó a la policía y se los llevó a casa de sus padres. No fue a casa ni se puso en contacto con Ian; nunca volvieron a hablar. Como muchas madres antes que ella, sentía una gran culpa. Le había dicho a la policía:
—Nunca me lo perdonaré.
Tras la detención de Ian, los servicios sociales investigaron a fondo a la pobre mujer por no haber protegido a sus hijos, algo rutinario. Puede que suene cruel, pero tanto en el grupo con el que trabajé en los años noventa como después, he visto a muchos pederastas casados que abusan no solo de sus hijos, sino también de sus nietos, a veces con el consentimiento y la cooperación de sus mujeres. Estas parejas no solo negarían que el hombre fuera un pedófilo, sino que tampoco considerarían su comportamiento como un delito sexual. Tanto el marido como la mujer piensan que el hombre de la casa puede hacer lo que quiera con su pareja y sus hijos. Por otro lado, he evaluado a muchos padres que descargan pornografía infantil y que negarían ser unos pervertidos y a quienes les desconcertaría la idea de ser un peligro para sus propios hijos. No ven a sus hijos como objetos sexuales precisamente porque tienen una relación parental con ellos.
He visto a pederastas casados que abusan no solo de sus hijos, también de sus nietos, a veces con consentimiento de sus mujeres
En la última sesión, Ian y yo retomamos el tema de la solicitud de Hamish. Ian al principio fue ambiguo; habló de que quería el perdón de su hijo si podía dárselo, pero comentó que ni así acabaría esto para él. ¿Cómo podría perdonarse a sí mismo, incluso si pudiera Hamish? ¿De qué serviría reunirse? Había echado por tierra su futuro cuando hizo a Hamish partícipe de sus abusos. Le parecía que comprendía mejor el rechazo de Andy; sabía lo que era ser Andy y cortar toda relación con su padre. Después de hablarlo, anunció que no podía ver a Hamish. No podía darle a su hijo lo que quería, ahora no. Le comuniqué esta decisión a Peter, que se quedó muy aliviado y me dijo que todo el equipo implicado en el caso de Ian había llegado a la conclusión de que esto era lo mejor que podía pasar. Hamish se llevaría una decepción (pero había superado cosas peores, dijo sin palabras). Tal vez algún día las cosas cambiarían, le dije, cuando Ian hubiera rehecho su vida. Algún día podría contemplar la posibilidad de una reunión. Peter me miró, con su humanidad atemperada por un realismo fruto de años de experiencia.
—Puede ser.
Más tarde, me vino a la mente la imagen de Ian, sentado en aquel viejo sofá junto a la ventana, cabizbajo y con el ánimo por los suelos, lidiando con su vergüenza. Reflexioné sobre lo complicado que es el perdón y el poco espacio que hay para él en nuestro sistema judicial, y volví a pensar en la justicia restaurativa y en si podría haber funcionado para Ian y Hamish. ¿Qué se había conseguido exactamente manteniendo a Ian en prisión? Nuestra sociedad le había demostrado a él y al mundo lo mucho que odiamos el delito de abuso sexual infantil. Pero diez años de cárcel nos habían costado casi medio millón de libras. ¿Habríamos conseguido el mismo resultado o uno mejor internando a Ian en una residencia comunitaria para delincuentes, con una tobillera electrónica? Se podrían haber destinado esos recursos a darle a él y a toda su familia, juntos o por separado, terapia durante mucho tiempo para superar este grave atentado contra su seguridad y amor. Una terapia así no supondría la reunificación, ni siquiera el perdón. Sin embargo, habría garantizado que tanto el padre como los hijos recibieran la ayuda que necesitaban, y los términos de la sentencia habrían seguido controlando a Ian y expresando la condena social de sus actos. No puedo evitar pensar que haber pasado una década en la cárcel contribuyó a la conclusión de su historia.
—Pronto estaré muerto, no se preocupen —le había dicho a la policía diez años antes, la noche que lo detuvieron.
Cumplió su promesa seis meses después de nuestra última sesión. Había alquilado una habitación y había empezado a trabajar con horario nocturno. Esto se consideró un buen resultado; he visto a personas en la misma situación que salen adelante, que parecen dejar atrás el pasado y empezar una nueva vida. Pero aunque desde fuera pareciera estar bien, Ian vivía en lo que Thoreau llamaba una "desesperación silenciosa". Una mañana, salió de trabajar al amanecer, fue a la estación y se lanzó delante de un tren en marcha. Peter se puso en contacto conmigo en cuanto recibió la noticia. Tendría que decírselo a Hamish, y yo sabía que demostraría su compasión y su larga experiencia ante cualquier duda que pudiera tener el joven sobre si haber solicitado una reunión había contribuido al suicidio de Ian, el acto que pone fin a toda conversación. Sentí mucho que Hamish, un joven tan sincero y angustiado, perdiera a su padre y que nunca tuviera el "cierre" que había buscado.
En mi trabajo siempre existe el peligro de que te ciegue la fantasía de que sabes lo que pasa por la mente de un paciente. Los servicios de libertad condicional y de salud mental se someterían a inspección tras la tragedia, por si se nos había pasado algo por alto. Pero lo que pasa es que, incluso si hubiéramos sospechado que Ian planeaba suicidarse, no teníamos muchas opciones para ayudarlo o disuadirlo, como internarlo contra su voluntad en un hospital psiquiátrico. Incluso si hubiéramos podido hacerlo y si por arte de magia hubiera habido una cama disponible, sospecho que se habrían negado a ingresarlo, alegando que no tenía el tipo de trastorno por el que se le podía internar de forma involuntaria en virtud de la Ley de Salud Mental.
—Ha llegado a su destino — pronunció el GPS.
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