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Esos modernos que no han pisado un barrio en su vida ahora son más de barrio que tú
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'TRINCHERA CULTURAL'

Esos modernos que no han pisado un barrio en su vida ahora son más de barrio que tú

Los invasores estamos generando un relato romantizador que haga más tolerable haber tenido que mudarnos a los barrios, esos lugares que antes se despreciaban y ahora son cuquis

Foto: Modernos toman sus últimas cañas en El Palentino. (EFE/Kiko Huesca)
Modernos toman sus últimas cañas en El Palentino. (EFE/Kiko Huesca)
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Me gusta bajar a comer el menú del día de Los Pinchos porque me siento parte de una potente metáfora social. A un lado, los paletas, los matrimonios recién jubilados, los ancianos solos que no quieren o no saben cocinarse, los parados al sol y los asalariados aprovechando su día libre. Al otro, los universitarios con pendiente y uñas pintadas o los artistas que salen de los talleres de arte del polígono industrial ISO. Yo, claro, soy del último grupo. El periodista que llegó a Carabanchel desde el otro lado del Puente de Toledo. El invasor.

La diferencia entre unos y otros es que los primeros son el barrio y los segundos performan su idea de lo que es el barrio, que incluye hitos culturales como bajarse a comer un menú del día a Los Pinchos. Está empezando a aflorar en los barrios de las grandes ciudades de España, especialmente en barrios de Madrid como Carabanchel, Usera o Vallecas, gente que nunca ha vivido en un barrio y que ahora resulta que es de barrio de toda la vida. Las víctimas colaterales de los impagables alquileres del centro.

La modernidad romantiza la experiencia que había despreciado para hacerla aceptable

Habrá visto que en el anterior párrafo la palabra "barrio" aparece seis veces. A los invasores de los barrios no se nos cae la palabra de la boca, sobre todo cuando no estamos en el barrio, como si se tratase de un elemento de distinción para darnos golpes en el pecho. El término ha adquirido connotaciones mitológicas, como hace unos años "pueblo", "campo" o "España vacía", porque proporciona una autenticidad difícil de obtener en un momento en el que todo parece falso.

Los invasores de barrio nunca hemos vivido en barrios. Quizá nos criamos en ciudades del extrarradio, más (Móstoles) o menos (Alcobendas) obreras, o en otras comunidades autónomas. Hasta ahora nos habíamos podido pagar un piso en Malasaña o Lavapiés, los barrios del centro que habían dejado de ser barrios. Nos hemos vistos obligados a conquistar esos lugares a los que hace unos años nadie quería ir porque nadie había inventado una narración bonita para ellos, salvo tiernos costumbristas como Elvira Lindo.

placeholder Una pareja en Puente de Toledo. (CC/La Citta Vita)
Una pareja en Puente de Toledo. (CC/La Citta Vita)

Como escribe Umbral, "Madrid, visto allá abajo, desde los escombros, a la sombra del Puente de Toledo, era una masa viviente que se alzaba al sur". Los políticos de izquierdas decían hasta no hace mucho que había que bajar a los barrios, como si descendiesen desde las alturas (de Arganzuela) para congraciarse con esas pobres masas. Más tarde lo cambiaron por ir a los barrios y ahora ya dicen estar en los barrios, quizá porque ellos mismos también se han visto obligados a escapar del centro y a convertirse en neomodernos de barrio después de ser modernos pseudointelectuales, como los denomina Ainhoa Rebolledo en Atractiva jugada perdedora.

Nosotros, los invasores, estamos generando un nuevo relato romantizador que haga más tolerable la caída en desgracia de pasar de ser un pijo del centro a un desclasado de la periferia. Una historia que muestre que los barrios molan, de verdad que molan, no como el centro, que ya no es lo que era porque ahora da asco pasear por Malasaña. Toda migración forzada necesita un relato embellecedor para suavizar el ajuste de expectativas que supone haber tenido que renunciar a lo que uno deseaba. La modernidad no deja de ser romantizar la experiencia que habíamos despreciado para hacerla psicológicamente aceptable.

Todo lo que incomoda del barrio es sustituido por su versión romantizada

Hemos identificado todas esas cosas de los barrios que son susceptibles de formar parte de nuestro repertorio cuqui: el pequeño comercio (aunque vayamos con el paquetito de Amazon bajo el brazo), los abuelillos (tal vez señores algo machistas y racistas), las fiestas del barrio (a las que vamos porque no nos llega la pasta para el Primavera Sound) o el bar de viejos (en realidad, un bar neocastizo que ha montado algún colega que ya no podía permitirse los alquileres del centro). Como hace unos años, los ceviches en platos pintados a mano, las puestas de sol en el Templo de Debod o los graffitis de Okuda, los barrios han pasado a ser los decorados donde los neomodernos de barrio viven esas aventuras de las que son protagonistas, mientras que los vecinos de toda la vida son figurantes sin frase.

Todas esas cosas que hace no tanto habían sido objeto de mofa, desprecio o simple olvido, ahora parecen haber pasado por el filtro Wes Anderson. Dibujan ilustraciones sobre el barrio, escriben canciones sobre el barrio, toman fotografías del barrio, se disfrazan de chulapos en San Isidro (la diferencia entre vestirse y disfrazarse es la misma que separa ser del barrio o performar el barrio) o escriben columnas como esta. O abren restaurantes canallas llamados La Chingona, La Malcriada, La Pilla o La Mamona, como contaba la compañera Ángeles Caballero.

El bar de viejos al que ninguno de estos modernos iría porque es muy de viejos es sustituido por el metabar de viejos, que es lo mismo, pero sin señores mayores raros; la discoteca latina a la que nadie iría porque está llena de latinos es sustituida por la metadiscoteca latina, que es lo mismo, pero con una proporción mucho menor de inmigrantes de clase baja, y la tienda de toda la vida se sustituye por la metatienda de toda la vida, que pronto cerrará sus puertas porque una mercería old school solo funciona en las series de Atresmedia. Bajo este proceso no hay otra cosa que la sustitución sutil de lo que incomoda del barrio, de lo feo (los ancianos, los inmigrantes) por blancos universitarios de clase media alta que adoptan poco a poco las costumbres de los primeros, pero dándoles una pátina respetable. De aquí de Carabanchel de toda la vida.

La ciudad inventada

Cuenta el urbanista Mike Davis en Control urbano. Más allá de Blade Runner (Editorial Virus) que la representación más certera que existe hoy de Hollywood no está en Hollywood, un barrio degradado, sino en los parques temáticos que grandes compañías como Disney o MCA abrieron en estados como Florida, imitando esa idea de la meca del cine que se ha transmitido a lo largo de las décadas. El parque de la Warner de San Martín de la Vega se parece más a Hollywood que el propio Hollywood.

Los barrios parecerán cada vez más auténticos, porque encajarán en el cliché

Algo semejante está pasando en los barrios, que irónicamente se parecen cada vez más a lo que la gente que nunca ha vivido ahí espera que sea un barrio, lo que provoca que parezcan cada vez más auténticos, pero auténticos como el decorado de una serie. Ya no son ese lugar de delincuencia quinqui, drogadicción y dramas sociales que promocionaron las películas de los años ochenta y noventa, sino un paraíso perdido. El barrio como lugar cuqui, entrañable, tierno, lleno de abuelillos y simpáticos migrantes, secundarios en la sitcom de nuestra vida.

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Lo irónico es que si hay algo que define los barrios españoles durante las últimas décadas es su falta de relato, o al menos, la ausencia de una visión compartida que permita entender los cambios que han experimentado. El envejecimiento de sus vecinos, su expulsión o el aislamiento en sus hogares, destruidos los lazos comunitarios, la llegada de una inmigración masiva que ha compensado la huida al extrarradio en busca de pisos nuevos y grandes, la sustitución de una economía industrial por otra de servicios, de obreros a riders y camareros.

placeholder El simulacro es más real que la realidad. (EFE/Javier López)
El simulacro es más real que la realidad. (EFE/Javier López)

Es otra pata del proceso de conversión en simulacro que están sufriendo las grandes metrópolis occidentales, primero los centros urbanos que ahora son decorados para turistas y más tarde las periferias que se convierten en decorados para las clases creativas, que son los primeros en remangarse para acabar con el barrio tal como es.

Quizá la única identidad posible del barrio sea la de un purgatorio entre el cielo y el infierno. Un lugar intermedio que recibe a los desclasados del centro y a los migrantes que aspiran a montarse en el ascensor social. Pero la mayoría de la gente en España ya ni sube ni baja, ni necesita crear relatos para justificar que vive donde vive. Quizá la única identidad posible del barrio sea la del lugar donde vivimos todos, tarde o temprano y, precisamente por eso, un espacio sin identidad, o con una identidad en pugna que corre el riesgo de todas las identidades: convertirse en postal, en cliché.

Me gusta bajar a comer el menú del día de Los Pinchos porque me siento parte de una potente metáfora social. A un lado, los paletas, los matrimonios recién jubilados, los ancianos solos que no quieren o no saben cocinarse, los parados al sol y los asalariados aprovechando su día libre. Al otro, los universitarios con pendiente y uñas pintadas o los artistas que salen de los talleres de arte del polígono industrial ISO. Yo, claro, soy del último grupo. El periodista que llegó a Carabanchel desde el otro lado del Puente de Toledo. El invasor.

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