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Esos padres que se quejan de que sus hijos no sueltan el móvil pero lo miran más que ellos
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'TRINCHERA CULTURAL'

Esos padres que se quejan de que sus hijos no sueltan el móvil pero lo miran más que ellos

Aunque no lo admitan, muchos adultos son tan adictos al móvil como sus hijos, escuchan vídeos en voz alta, pasan horas haciendo 'scroll' y han perdido muchísima concentración

Foto: "Qué guapos los tanques". (Reuters/Evgenia Novozhenina)
"Qué guapos los tanques". (Reuters/Evgenia Novozhenina)

Si usted es padre, me atrevo a asegurar que en algún momento se habrá quejado de que sus hijos no saben vivir sin móvil. Si está leyendo este artículo, es también muy posible que lo esté haciendo en su smartphone. Y que si levanta la cabeza, encuentre a su retoño, a aquel al que le recrimina que no suelta el dichoso aparatejo, observándole con una ceja levantada. Le explicará que es más interesante este artículo que los vídeos que devora en TikTok, pero ya se lo digo yo: no lo es, lo siento.

También es muy posible que haya compartido en algún momento esa fotografía que retrata a un grupo de niños concentrados en sus móviles, de espaldas a La ronda de noche de Rembrandt. Una indignación recurrente desde 2014, cuando el fotógrafo, Gijsbert van de Wal, ya sugirió la posibilidad de que tal vez lo que estaban contemplando los estudiantes fuese la aplicación móvil del museo que proporciona información sobre sus cuadros.

Los adultos padecen los mismos síntomas que sus hijos, pero no lo reconocen

Usted tendrá la conciencia tranquila, porque habrá leído e incluso compartido algún artículo sobre la posverdad y cómo en la sociedad moderna nos hemos acostumbrado a creer cualquier mentira solo porque coincide con nuestra visión del mundo. Lo habrá hecho, posiblemente, desde su teléfono móvil.

Conviene no ponerse moralista con los usos y costumbres de los demás porque es fácil que tarde o temprano nosotros mismos terminemos incurriendo en ellos. También conviene recordar que muchos treintañeros, cuarentones, cincuentones, sesentones y generaciones posteriores padecen los mismos síntomas o peores que los de los jóvenes, pero les cuesta mucho más reconocerlo.

Si pregunta a su hijo, quizá le responda que cuando le está contando cómo le ha ido el día, usted tampoco levanta la vista del móvil. O que no desvía la mirada del televisor, su pantalla preferida. O que es frecuente ese gesto que le lleva a ponerse nervioso, a tantear su bolsillo y a terminar sacando el teléfono para mirarlo de soslayo "por si me han escrito del trabajo". O que él también está harto de ver cómo deja su móvil sobre la mesa de la terraza para poder consultarlo de reojo cada dos por tres. "Es que me tiene que escribir tu tía".

placeholder Mi primer iPhone, chispas. (Reuters/Brendan McDermid)
Mi primer iPhone, chispas. (Reuters/Brendan McDermid)

O que se ha chocado con multitud de adultos que se detienen repentinamente en mitad de la calle para consultar su teléfono, como si una simple vibración les hiciese olvidar el contexto físico que les rodea.

O que ha contemplado con curiosidad a esos viajeros del metro que abren su novela, le dirigen una mirada tímida, consultan el móvil, vuelven a concentrar su mirada en el libro y terminan bajándose tres paradas después sin haber pasado página.

O que sabe, porque lo ha visto con sus propios ojos, que hay cientos de prejubilados liquidando sus horas muertas en autobuses, salas de espera y colas del supermercado jugando al Candy Crush o equivalentes.

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O que tal vez ellos saquen el móvil en el Prado, pero que también lo hacen esos señores que se plantan delante de Las Meninas, se abren de piernas y tardan dos minutos en encontrar el móvil, buscar la aplicación de la cámara, enfocar como buenamente pueden y tomar una instantánea borrosa que nunca más volverán a contemplar. No hablemos mejor de los estragos que ocasionó el palito de selfie entre los boomers.

O que a ellos también les hace gracia escuchar esas conversaciones de sobremesa que nacen de un "mira lo que me mandaron el otro día al WhatsApp" y terminan con un meme circulando de mano en mano entre los comensales. O, en su defecto, un artículo entero leído de principio a final al grito de "qué interesante esto, tenéis que oírlo".

La tecnología nos molesta cuando la usan los demás, la excusamos si somos nosotros

O que a los adultos no les gustan los móviles, menos cuando les vienen bien para aparcar a sus hijos gracias al efecto hipnótico de Pegga Pig mientras trasiegan una cerveza detrás de otra.

O que ellos también han girado la cabeza sorprendidos ante el sonido de un vídeo a todo volumen para darse cuenta de que el emisor no es un centennial irrespetuoso, sino un respetable boomer que no tiene ningún reparo en que la multitud que les rodea escuche a todo trapo a la orquesta de su pueblo.

O que les sorprende la gran cantidad de tiempo que algunos usuarios ociosos que ya no cumplen los cincuenta destinan a redactar esos tochos de 2.000 palabras en Facebook con reflexiones no solicitadas sobre por qué la última serie de moda no es tan buena como todo el mundo dice, lo último que ha dicho Pedro Sánchez o qué mal que el agua moje.

Foto: Aunque una IA tal vez nos habría librado de Axl Rose. (Reuters/Marcelo del Pozo)

Muchos de estos comportamientos son más o menos habituales entre aquellos que lamentan el uso y abuso de los móviles por parte de los demás, porque los irrespetuosos siempre son los demás. Si hay una regla de oro en el uso de la tecnología es que nos molesta cuando los otros la emplean y la excusamos cuando somos nosotros quienes recurrimos a ella, interrumpiendo la conversación, ignorando a los demás, recreándonos en sus pajas e ignorando nuestras vigas. Porque conocemos nuestras razones, que siempre son buenas, pero despreciamos las de los demás.

No son pecados mortales. Entendemos su torpeza, ingenuidad o inconsciencia, eso que los padres que arrebatan el móvil de la mano de sus hijos de un manotazo no están dispuestos a regalar. La incongruencia se encuentra en esa incapacidad de darse cuenta de que todos molestamos, de que todos ignoramos, de que todos vamos perdiendo capacidad de concentración y de que todos nos colamos por la madriguera de nuestros móviles para reaparecer mucho después. Los adultos se creen inmunes ante los vicios tecnológicos, pero tal vez por ello, son aún más vulnerables.

Los pecados de nuestros hijos

Ese no querer darse cuenta define la mentalidad de toda una generación de adultos, pero también es el signo de una sociedad que prefiere acusar a los demás (más jóvenes, más vulnerables, menos orgullosos) de los pecados que uno no está dispuesto a dejar de cometer que a hacer autocrítica. Cuando los vientos del cambio social y tecnológico arrecian, señalar los vicios de los demás es reconfortante porque nos protege. Uno de esos signos de nostalgia intelectual.

Todos disfrutamos del chute dopamínico de recibir una nueva notificación en el móvil

De lo que los nostálgicos intelectuales no se dan cuenta es que esos comportamientos que reprochan a sus hijos son exactamente los suyos, solo que sin la pátina de respetabilidad que confiere la edad. Que si sus hijos son ruidosos, quizá sea porque ellos lo son, que si son descuidados, vagos o deslenguados es porque ellos son descuidados, vagos o deslenguados. Así es como aprendemos todos: imitando a nuestros modelos.

Una solución apañada es la del profesor David Cerdá, que a partir de las diez de la noche, hace que toda la familia deje sus móviles aparcados para dedicarse a asuntos más constructivos. Al menos, es una medida justa e igualitaria que admite que todos, jóvenes y adultos, centennials y boomers, disfrutamos del chute dopamínico de mirar el móvil cuando nos aburrimos, cuando estamos cansados, cuando no sabemos dónde poner las manos. Así que levante la vista del móvil, que su hijo le está mirando.

Si usted es padre, me atrevo a asegurar que en algún momento se habrá quejado de que sus hijos no saben vivir sin móvil. Si está leyendo este artículo, es también muy posible que lo esté haciendo en su smartphone. Y que si levanta la cabeza, encuentre a su retoño, a aquel al que le recrimina que no suelta el dichoso aparatejo, observándole con una ceja levantada. Le explicará que es más interesante este artículo que los vídeos que devora en TikTok, pero ya se lo digo yo: no lo es, lo siento.

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