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Crees que sabes por qué Putin invadió Ucrania, pero dentro de 50 años seguiremos discutiéndolo
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La batalla entre realistas e idealistas

Crees que sabes por qué Putin invadió Ucrania, pero dentro de 50 años seguiremos discutiéndolo

Dentro de 50 años los historiadores se seguirán preguntando las razones de la invasión de Ucrania, pero vamos a revisar algunos de los factores que lo explican

Foto: Un hombre camina frente a un edificio destruido en Mariúpol, en diciembre de 2022. (EFE/Sergei Ilnitsky)
Un hombre camina frente a un edificio destruido en Mariúpol, en diciembre de 2022. (EFE/Sergei Ilnitsky)
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Se acaba 2022 y no hace falta debatir cuál es el acontecimiento más relevante del año. La invasión rusa de Ucrania continúa sin visos de conclusión, matando miles de inocentes, destruyendo infraestructuras y proyectando una sombra sobre el futuro de Europa. Siempre se dice que, en relaciones internacionales, resulta muy complicado hacer predicciones. Hay demasiados factores en juego. Pero casi podemos decir lo mismo del pasado. A veces, la historia reciente es igual de nebulosa que el futuro. ¿Por qué? ¿Qué llevó a Vladímir Putin a tomar esta decisión aciaga cuyas ramificaciones globales solo están empezando? Dentro de 50 años los historiadores seguirán haciéndose la misma pregunta, pero, aunque sea como ejercicio mental, vamos a adelantarnos y a tratar de revisar algunos de los factores que pudieron llevar a Rusia a atacar Ucrania a gran escala el pasado 24 de febrero.

Antes de ponernos con ello, es conveniente destacar que muchas personas parecen considerar que las aparentes causas de la invasión son excluyentes. Es como si solo pudiera haber una: o A o B. Hay quienes preferirían morder una cápsula de cianuro antes que reconocer, por ejemplo, que la ampliación de la OTAN y su estrecha relación con Ucrania pudieron tener algo que ver con la decisión rusa. Y luego están aquellos incapaces de percibir en la anexión ilegal de territorios, en el uso del terror, en la eliminación sistemática de la cultura ucraniana y en la retórica pseudo-histórica del Kremlin, las señales inequívocas de una guerra imperial de conquista. Así que sería útil, sin ánimo de buscar una de esas blandas y cómodas posiciones equidistantes, sentar las dos hipótesis a dialogar y ver cuál es el resultado.

Foto: Vadim Tarasenko, residente de Mariúpol, en las ruinas de su ciudad tras los ataques rusos. (Reuters/Alexander Ermochenko)

Nadie toma una decisión tan terriblemente categórica como invadir otro país, sobre todo en una época tan interconectada, por una única razón. Y menos Vladímir Putin. Aunque, a la vista de las circunstancias, esto suene contraintuitivo, el presidente ruso siempre ha sido un líder bastante reacio a correr riesgos. Es famoso por tardar mucho en tomar decisiones, por ejemplo, y su manera de operar siempre ha sido con pasos pequeños y cubriéndose las espaldas. Su política económica es prudente en extremo, basada en pilares seguros: las ventas de energía, una fiscalidad conservadora y una gestión tecnocrática competente. Y su dictadura, al menos hasta hace unos meses, ha sido impuesta gradualmente, centímetro a centímetro, de forma híbrida, concentrando la represión en figuras visibles y dejando algunas voces independientes como florero o como válvula de escape. Todo bañado en un continuo y adormecedor bombardeo propagandístico.

Ni siquiera la invasión original de Ucrania, la de 2014, fue lanzada con todas las consecuencias, sino de una manera parcial y concentrada, como tratando de disimular. La anexión ilegal de Crimea se hizo al abrigo de la noche y de la inestabilidad de una Ucrania temporalmente descabezada. Putin lo negó todo hasta el final. Tampoco en el Donbás se implicó al 100%. Moscú se esforzó en maquillar su intervención de revuelta popular ucraniana y trató de mantener este baile de disfraces durante ocho años, hasta el pasado 24 de febrero. Los rusos jamás llegaron a reconocer que tenían tropas en Ucrania, pese a las pruebas en contra.

Ahora va una declaración mucho más extraña todavía. Desde un punto de vista cínico y, en el marco de las obsesiones putinistas, uno de los grandes errores estratégicos del presidente ruso, en su actual agresión a Ucrania, fue, precisamente, el exceso de cautela. Hubo otros fallos, como la flagrante subestimación de Ucrania y sus aliados o la exagerada confianza en las tropas y espías rusos, pero las medias tintas del ataque están probando ser bastante desastrosas para Putin.

Foto: Artillería rusa en Donetsk. (EFE)
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Cuando Adolf Hitler invadió Polonia, un país más pequeño y con algo menos de población que Ucrania, movilizó 1,5 millones de soldados. Vladímir Putin, este año, movilizó 190.000. Una de las razones que esgrimían los escépticos antes del ataque era precisamente esa: las tropas concentradas en torno a Ucrania eran insuficientes para una ocupación. Sus soldados y sus líneas de suministro se disolverían en la estepa como un azucarillo en un gran vaso de café, como parcialmente sucedió.

Pero así es Putin. En lugar de preparar una movilización masiva para atenazar realmente a Ucrania, lo cual habría acarreado el coste político de reclutar y de meter en la guerra al ruso medio, acostumbrado a vivir adocenado en el limbo de la despolitización, optó por mandar una fuerza expedicionaria que hiciese el trabajo sucio en tres o cuatro días de la manera más rápida posible, sin salpicar la estabilidad de Rusia. La "operación especial militar", como observó el historiador y especialista Stephen Kotkin, no era un eufemismo. Es posible que Putin quisiera matar o capturar a Volodímir Zelenski, nombrar un gobierno títere y hacerle firmar una lista de demandas rusas, como la desmilitarización de Ucrania, su neutralidad forzosa y el reconocimiento de Crimea como parte de la Federación Rusa. Fuera cual fuera su objetivo, los hechos prueban que tendría que haber apostado más fuerte.

Otro matiz es que, si bien las causas de la invasión son variadas, obviamente su peso no tiene por qué ser el mismo. Algunas causas son más poderosas y determinantes que otras. Por esta razón es bueno establecer una jerarquía entre ellas, y eso es lo que vamos a intentar hacer. Empezaremos por las causas más circunstanciales y acabaremos con aquellas que, por lo que intuimos, pudieron ser el estímulo clave.

placeholder El presidente ruso, Vladímir Putin. (EFE EPA/Mikhael Klimentyev)
El presidente ruso, Vladímir Putin. (EFE EPA/Mikhael Klimentyev)

Si EEUU no quiere jardines, mejor para Putin

Una de las grandes preguntas tiene que ver con el calendario. ¿Por qué ahora? ¿Por qué invadir en febrero de 2022 y no, por ejemplo, en marzo de 2019, o el año que viene, o incluso en 2014? Una de las hipótesis más extendidas es que la presidencia de Donald Trump era un activo para Vladímir Putin. En un escenario realista, el presidente estadounidense, que siempre mostró simpatía hacia Rusia y desdén hacia Ucrania (véase su primer impeachment), podría acabar presionando a Kiev para que firmase los Acuerdos de Minsk (que habrían incluido, probablemente, un alto grado de influencia rusa, a través de sus títeres del Donbás, en los asuntos ucranianos).

En un escenario optimista para Moscú, Trump podría haber acabado cumpliendo el sueño húmedo más salvaje de cualquier presidente ruso: sacar a Estados Unidos de la OTAN y dar así el tiro de gracia a la alianza. Algo que Trump barajó en 2019, según The New York Times, y que podría haberle hecho ver fuerte en un segundo mandato.

Foto: La congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez, una de las firmantes de la carta. (EFE/Peter Foley)

Pero Trump perdió las elecciones y Joe Biden adoptó, como era de esperar, una línea dura contra Rusia en Ucrania. Así que Putin miró a su alrededor en 2022, y, ¿qué vio? En Estados Unidos, un Biden impopular y con múltiples frentes abiertos. Sobre todo, un Biden cuya decisión estratégica más importante había sido la retirada de Afganistán el verano anterior. Una operación que resultó funesta y humillante. Los 20 años de ocupación americana fueron saldados con los talibanes campando serenamente con sus barbas y sus bazocas por los pasillos del Palacio Presidencial de Kabul.

La lectura, para Putin, debió de estar clara. Lo último que quieren ahora los polarizados estadounidenses es meterse en otro jardín geopolítico, como por ejemplo Ucrania. Un país que, al fin y al cabo, ya había sido invadido en 2014 sin generar grandes consecuencias para Rusia, más allá de muchos comunicados y unas pocas sanciones.

La democracia estadounidense, además, había desarrollado una clara tendencia aislacionista encarnada en la presidencia de Donald Trump. No había apetito para aventuras militares y lo único que interesaba a la élite de Washington era China y la gran partida por el Pacífico. Europa solo era una cosa vaga y desdibujada en los confines del Atlántico. Un continente con sus propios problemas.

Foto: EC.

Reino Unido seguía sumido en la turbulencia pos-Brexit. Boris Johnson era considerado un cadáver andante, como confirmó meses después su dimisión. Francia e Italia afrontaban año de elecciones y en Alemania acababa de inaugurarse un Gobierno nuevo y frágil, una coalición tripartita encabezada por el socialdemócrata Olaf Scholz, cuyos antecesores de partido habían estado tradicionalmente inclinados a la disensión con Rusia. El ambicioso Nord Stream 2 estaba a punto de empezar a bombear más gas a los hogares alemanes y además Rusia se acercaba a Pekín.

Por eso Putin percibió, probablemente, una excelente ventana de oportunidad para cumplir la que consideraba su misión. El ahora o nunca de la invasión de Ucrania, a la que Occidente, ensimismado y distraído, respondería con una lluvia de comunicados virtuosos para salvar la cara sin mojar ni siquiera un dedo meñique en las sucias aguas de la guerra.

La ceguera y la estupidez de un líder

El tiempo demostró que esta apreciación de las circunstancias era errónea. Bajo el concierto de Estados Unidos, las democracias occidentales se unieron en la respuesta a Rusia, tanto en la imposición de fuertes sanciones económicas como en el sostenido apoyo financiero y militar a Ucrania. Lo cual nos lleva al siguiente escalón en la jerarquía de causas. La percepción de Vladímir Putin, probablemente, estaba viciada por una de las inevitables lacras de las dictaduras: la ceguera y la estupidez. Dos grandes males inherentes a regímenes como el suyo.

Como observaron los académicos Georgy Egorov y Konstantin Sonin en un trabajo publicado en 2011, las estructuras de gobierno rígidas, particularmente las dictaduras, tienden a fomentar una selección negativa de figuras políticas. Es decir, aquellos que llegan alto no suelen ser los más brillantes y preparados, sino las figuras que, debido a su mediocridad, no le hacen sombra y por tanto no amenazan al líder. Los aduladores, los trepas y los cortesanos que le dicen al jefe lo que quiere oír, aislándolo de los detalles desagradables. Por ejemplo, que la inmensa mayoría de los ucranianos no estaba dispuesta a tolerar una ocupación rusa, o que las democracias occidentales, como sucedió en la Segunda Guerra Mundial, se adaptan a las crisis y pueden tanto negociar como golpear si así lo requiere la ocasión.

Foto: Varios ciudadanos pasan por delante del centro de prensa para la 34º cumbre de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (Asean). (EFE)

Los errores de cálculo de Putin parecen indicar una situación similar a la descrita. 22 años en el poder habrían calcificado las estructuras y el flujo de la información, con el añadido del creciente aislamiento del mandatario desde la pandemia. Hay razones para pensar, en base a los someros perfiles que trazan sus biógrafos, que el antaño dinámico presidente es hoy un señor de 70 años tecnófobo e hipocondríaco.

Putin, que se informa con dosieres en papel y usa un teléfono fijo como si fuera 1980, ha ido limitando el acceso a su presidencial oído. El asesoramiento parece ser escaso y ya no viene de las ramas reformistas de su administración, podadas a lo largo de la última década. Quienes hablan con él son personas del mismo perfil: exmiembros de los servicios de seguridad nacidos en la década de los cincuenta.

El papel de la OTAN

Avanzando por la jerarquía llegamos a las posibles causas estructurales, aquellas que dominan la discusión. La ampliación de la OTAN a los países del este de Europa, por un lado, y el sempiterno imperialismo ruso, por otro. Estas dos posturas son holgadas y diversas, y esgrimen a su favor numerosas razones. Aquí las trataremos, por motivos de espacio, de forma muy simplificada.

La escuela gruñona de las relaciones internacionales, también conocida como la escuela realista, es partidaria de la primera hipótesis, aquella de que Moscú, fundamentalmente, estaría reaccionando ante la extralimitación del poder militar de Estados Unidos, interesado en hacer de Ucrania un "bastión occidental" en la frontera de Rusia mediante su potencial ingreso en la OTAN. Se trata de una hipótesis políticamente incorrecta. En medio de las imágenes de bombardeos y fosas comunes, sugerir que la culpa de esta guerra, si tiramos del hilo, es de Occidente, huele a propaganda rusa y a complicidad. Pero nadie dijo que las relaciones internacionales fueran un paseo por el parque. Por eso los realistas nos invitan a aparcar por un momento la moral y a mirar a las crudas leyes de la supervivencia, que son las que determinan, en su opinión, la actuación esencial de los estados.

Según académicos norteamericanos como Stephen Walt, John Mearsheimer o los miembros de think tanks como Defense Priorities o el Quincy Institute for Responsible Statecraft, la manera en que funciona el mundo es bastante simple. Las grandes potencias solo respetan el derecho internacional cuando este coincide con sus intereses. Y sus intereses pueden identificarse de forma precisa, casi objetiva. A veces basta con mirar el mapa.

Foto: Jens Stoltenberg y Ursula von der Leyen. (Reuters/Andreas Gebert)

Uno de los intereses fundamentales de las grandes potencias es la "profundidad estratégica", la necesidad de preservar un vecindario amigable o neutral que les permita dormir tranquilas y tener un margen de reacción ante posibles ataques. Otros intereses son el acceso a recursos naturales, la salida al mar o la protección de las rutas de comercio. Las grandes potencias son capaces de cualquier cosa con tal de no perder estas ventajas. Pongamos el ejemplo de las Américas.

Todos los países del continente americano son técnicamente soberanos. Es decir, pueden tomar las decisiones que quieran sin tener que consultarle a ningún poder extranjero, incluidas decisiones estratégicas. Si mañana Guatemala o México quieren firmar una alianza militar con China, su decisión estaría en línea con todos los tratados internacionales que se invocan estos días. Ahora bien: Estados Unidos siempre se ha reservado el derecho de considerar América Latina su zona de influencia. Una región en la que ninguna otra potencia del globo puede colocar unos misiles o una base militar. De pasar algo así, la Casa Blanca tomaría medidas, por decirlo suavemente, bastante tajantes. Véase un embargo, la creación de contrainsurgencias o una invasión. Entre 1898 y 1994, EEUU intervino directamente en 41 países latinoamericanos, lo que demuestra que su preocupación por la soberanía ajena, los derechos humanos y los tratados internacionales es selectiva.

Conclusión de los realistas: el derecho internacional es fantástico y ojalá se aplicara siempre. Pero, a la hora de la verdad, siendo realistas, lo que predomina es la fuerza de las potencias. Y son estas leyes de la fuerza las que tenemos que respetar para no desequilibrar las cosas y acabar en una situación catastrófica.

Plantar a la OTAN frente a Rusia tiene un precio

Por eso, en opinión de estos pensadores y estadistas de los propios Estados Unidos, Rusia habría reaccionado al hecho de que Ucrania, su zona de influencia más inmediata, estaba escandalosamente cerca de convertirse en un miembro o peón de la OTAN. Si no sobre el papel, por el momento, al menos en la práctica. Con entrenamiento, armas y apoyo atlántico desde bastante antes del 24 de febrero. Y todo después de que tantos otros países de Europa del este entrasen en la Alianza sin que el debilitado Moscú pudiera hacer nada. En ese caso, así es la vida, Rusia siempre ha sido más débil que EEUU. Pero meter a Ucrania en el paquete ya sería intolerable, tal y como han dejado claro los rusos en decenas de ocasiones.

Los partidarios de esta visión recuerdan que el realismo político fue la teoría dominante de la Guerra Fría. Una combinación elegantemente simple de fuerza, persuasión, mano izquierda y negociaciones con el diablo. No era un mundo ideal, pero se evitó que ardiésemos en un holocausto atómico. Muchos de estos perros viejos de la política exterior especializados en contener a la Unión Soviética, como el diplomático e historiador George F. Kennan, el secretario de Defensa William Perry, el embajador de Ronald Reagan en Moscú, Jack Matlock, y otros, advirtieron que algún día se pagaría un precio por plantar a la OTAN en las puertas de Rusia. Por eso, según los realistas, ahora estaríamos padeciendo las consecuencias de las decisiones tomadas después de 1991 por líderes americanos borrachos de unipolaridad.

Foto: El Belgorod, el submarino que carga el peligroso torpedo ruso. (Marina rusa)

El bando contrario, que podríamos llamar, a falta de mejor nombre, idealista, es actualmente el más popular entre los gobiernos y opiniones públicas de Occidente. Para el idealista, el mundo también funciona de forma sencilla. Las reglas de la convivencia, consensuadas tras la Segunda Guerra Mundial, están para cumplirse. Entre estas reglas está la de no redibujar a capricho y a las bravas las fronteras del país vecino. La propia Rusia firmó estas reglas que ahora viola, con la intención de rehacer su imperio y de consolidarse como tercera potencia mundial, o potencia bisagra, en la gran rivalidad que surge entre Estados Unidos y China.

Los idealistas acusan a los realistas de obsesionarse con los "intereses de seguridad de Rusia", cuando, en realidad, nadie amenaza a los rusos. Más bien al revés. Desde 1991, Rusia ha estado implicada en una docena de guerras. Ninguna de ellas defensiva. Así que los intereses de seguridad que tienen que ser protegidos son los de aquellas naciones europeas que, desde hace siglos, han sido habitualmente invadidas, ocupadas y troceadas por Moscú. Son ellas las que necesitan protección, no una potencia nuclear contra la que nadie osaría lanzar un ataque.

placeholder Soldados rusos. (Cedida)
Soldados rusos. (Cedida)

La base del actual problema en Ucrania, por tanto, no son esas frías leyes de la geopolítica, supuestamente quebrantadas por Estados Unidos, sino las obsesiones y los traumas históricos de Rusia. Cuando los bálticos entraron en la OTAN, por ejemplo, Vladímir Putin llevaba unos años en el Kremlin y no hizo ningún aspaviento. Con Ucrania, sin embargo, ha terminado lanzando una guerra de conquista en línea con el tradicional comportamiento ruso hacia el país vecino, que ha ido controlando, desmembrando y rusificando desde el siglo XVII.

Cuando los ejércitos de Pedro el Grande ocuparon Kyiv, la OTAN no existía. Cuando la emperatriz Catalina destruyó a los cosacos zaporogos, tampoco había OTAN. Ni siquiera existían los Estados Unidos. Cuando Stalin forzó una hambruna que mató entre cuatro y siete millones de ucranianos en 1932-1933, aún quedaban casi dos décadas para que se fundara la Alianza Atlántica. Por tanto, culpar a la OTAN de la enésima agresión colonialista rusa contra Ucrania solo refleja mala fe o ignorancia.

El poder del proyecto 'post-imperial'

Lo único que hay que hacer para ver las cosas como son es leer y escuchar al propio Vladímir Putin. El control de Kiev, considerada por los rusos como la ciudad en que nació su civilización, siempre ha sido un asunto de la máxima carga emocional para los sucesivos líderes moscovitas desde antes incluso de la creación del zarato por Iván el Terrible, en 1547. Putin no es una excepción. En sus discursos ha dicho explícitamente que no considera a Ucrania un país y que rusos y ucranianos son el mismo pueblo. Una agenda revisionista de tintes étnicos y mesiánicos que nada tiene que ver con la OTAN o con Estados Unidos.

Los idealistas dicen no tener estómago para el constante whataboutism de los realistas, que siempre están recordando los crímenes ajenos para quitar hierro a aquellos que parecen justificar. Piensan que la visión realista es plana, mecánica y sórdida, y que las cosas son más complejas y funcionan de otra manera. Para empezar, los imperialismos de Estados Unidos y de Rusia son esencialmente distintos.

Foto: Rueda de prensa de los jefes de la diplomacia europea y rusa en febrero de 2021 en Moscú. (Reuters/Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia)

EEUU, que sin duda es culpable de agredir a otros países y de permitir abusos selectivos, ve el mundo como un gran mercado. Este beneficia a sus intereses, ya que incrementa su riqueza e influencia, pero, al mismo tiempo, lentamente y no sin dificultades, amplía derechos y libertades en el resto de países. Se trata de un orden abierto potencialmente beneficioso, a la larga, para todos sus participantes. La Pax Americana ha ido acompañada en los últimos 30 años de una significativa reducción global de la pobreza y de sucesivas olas democratizadoras. Desde hace dos siglos, su modelo político, la democracia representativa, ha pasado de estar vigente en el 2% de los países a estarlo en el 61%. Testimonio, en suma y pese a los mil peros que se le pueden poner, de un éxito que va más allá de las armas.

Occidente es un proyecto por el que merece la pena luchar, dicen los idealistas, porque nos demuestra que el progreso es posible tanto en la economía como en la manera en que funcionan las sociedades. Fijémonos en la Unión Europea. Es el primer imperio de la historia al que los vecinos están deseando pertenecer. Todo el mundo quiere ser "anexionado" por Bruselas. Es un proyecto, en palabras del historiador idealista Timothy Snyder, "post-imperial". Una alternativa viable a los miles de años de reino de la espada. La OTAN no es muy distinta. Esas ampliaciones han sido más fruto de la presión de los países de Europa del este que de EEUU, y han venido bendecidas en todos los casos por la legítima voluntad soberana de cada país.

placeholder Una concentración a favor del referéndum prorruso en Lugansk. (EFE/EPA/Stringer)
Una concentración a favor del referéndum prorruso en Lugansk. (EFE/EPA/Stringer)

El concepto imperial de Rusia, por el contrario, estaría anclado en el culto antiguo del territorio. Para ella, la grandeza de un país se mide por el espacio que ocupa en un mapa y los problemas globales no se tratan en foros llenos de miembros pequeños e insignificantes, sino entre quienes mandan. Hombres arremangados que se reparten el mundo con escuadra y cartabón. Este sería el ecosistema en el que vive Vladímir Putin. Un ecosistema caduco y ajeno a las sensibilidades contemporáneas. De ahí el shock producido por su invasión. Casi nadie pensaba que seríamos trasladados de golpe, a sangre y fuego, a la jungla de la era colonial. Tal es el nivel del sentimiento de posesión que siempre ha tenido Rusia con Ucrania.

Así que comparar a Estados Unidos y demás con Rusia es una postura que está viciada de raíz. De hecho, los países occidentales, pese a lo que dice el victimismo ruso, han querido integrar a Rusia en ese orden comercial abierto y construir un proyecto más o menos común. Lo suficientemente común como para evitar una guerra. En 1997 se invitó a Rusia a ser parte del G7, por ejemplo. Luego entró en la Organización Mundial del Comercio. Hasta la OTAN ha firmado distintos acuerdos de cooperación con Rusia. Aun así, esta no ha logrado superar sus vetustos traumas.

La cruzada revanchista de Rusia

Por último, la invasión de Ucrania es la consecuencia natural de un régimen autoritario como el de Putin. Las dictaduras, al ser esencialmente ilegítimas, buscan constantemente excusas para validarse. Puede ser la garantía de estabilidad, la lucha contra los oligarcas o la lucha contra un enemigo externo. Tras más de dos décadas en el poder, Putin ha lanzado una cruzada revanchista con la que exprimir los jugos nacionalistas de los rusos, eliminar lo que quedaba de la oposición y de la libertad de prensa, y dar el último paso de su trayectoria: instalar una especie de fascismo ruso.

Todo eso suena muy bien, responden los realistas. Pero la cuestión es la siguiente. Esas razones, al final, no significan nada. Lo único que importa es la percepción de las grandes potencias. Dicho de otra manera, aunque no hubiera motivo alguno para pensar que Rusia está en peligro, si esta cree que sí lo está, que la atracción de Ucrania hacia el eje atlántico supone una amenaza para su existencia, eso es lo que cuenta. Porque Rusia, digan lo que digan los refinados idealistas, puede acabar causando un daño atroz. Que es exactamente lo que está sucediendo ahora. Las grandes potencias, si se notan acorraladas, son implacables. Incluso suicidas. Algo de lo que Estados Unidos y compañía tendrían que haber sido conscientes desde 2014.

Respecto a la historia, nosotros también podemos aportar algunas referencias. Entre 1812 y 1945, Rusia libró de media una guerra cada 33 años en las llanuras del este de Europa. O lo que es lo mismo: durante siglo y medio, todas y cada una de las generaciones de rusos pelearon, sufrieron y murieron en esos lares. Pretender que acepten la presencia de una alianza militar adversaria en Ucrania, país con el que comparten 2.000 kilómetros de frontera, además de estrechos vínculos históricos, es no entender nada de nada. Por no hablar de la base de submarinos de Sebastopol, en Crimea, uno de los dos únicos puertos rusos que son navegables todo el año porque no se congelan. El otro es minúsculo y está en Siria.

Foto: Vladímir Putin durante su discurso en el Kremlin. (Reuters/Sputnik Grigory Sysoyev Kremlin)

A veces circulan por Twitter mapas de Rusia en los que se ironiza con la siguiente pregunta: ¿está Rusia rodeada? A la oeste vemos un puñado de bases de la OTAN acumuladas en los minúsculos países europeos. Al este, la inmensa, vastísima extensión de Rusia central y oriental. Visualmente es impactante, sí. Pero falta un dato. Más del 75% del tejido económico ruso, así como sus ciudades más grandes y sus centros de decisión, están concentrados precisamente al oeste, junto a la Unión Europea y la OTAN. Es esa la franja donde están los órganos vitales de Rusia.

A eso que repiten los idealistas de que meter a Ucrania en la OTAN ni siquiera estaba sobre la mesa, los realistas responden con algunos datos. Primero, fue la promesa que hizo EEUU en la Cumbre de Bucarest de 2008. Segundo, la OTAN lleva desde 2014 entrenando 10.000 soldados ucranianos al año y ayudando a reformar su Ejército según los estándares atlánticos. Tercero, en noviembre de 2021 Washington firmó una declaración junto a Kiev en la que reconocía explícitamente su apoyo a los objetivos ucranianos, entre ellos recuperar Crimea de manos rusas. Y cuarto, entrar en la OTAN y en la UE está recogido como "misión estratégica" en la Constitución ucraniana desde 2019. Todos estos puntos solo pueden ser entendidos por Rusia, nos guste o no, como una amenaza directa a su seguridad.

La condena del sentimiento occidental de Ucrania

Uno no lo puede tener todo en la vida, añaden los realistas. A veces hay que elegir. Hay que hacer sacrificios. Con los países pasa un poco lo mismo. Algunos nacen con más suerte que otros. Los hay que gozan de recursos naturales, buen clima, buenos vecinos y una espléndida geografía, como es el caso de EEUU. Otros lo tienen más crudo, como los países que viven junto a una gran potencia. Para estos, lo inteligente sería jugar bien sus cartas. Sufrir un poco ahora (léase: renunciar a aspectos de la soberanía) para evitar un sufrimiento bestial en el futuro (léase: ser invadidos). México, por poner un ejemplo, es oficialmente un país neutral. Lo que significa que ha renunciado parcialmente a su soberanía para ahorrarse una catástrofe.

Cerrando su alegato, los realistas sostienen que la agresión rusa es un crimen y una desgracia, y que Putin tiene la culpa. Al mismo tiempo, creen que Putin hubiera preferido evitar la invasión. Una apuesta a todas luces arriesgada, trágica y de consecuencias simplemente incalculables, también para Rusia. Por eso EEUU, en lugar mantener su proverbial arrogancia estratégica, tratando de extender su influencia sin pagar un precio por ello, tendría que haber aceptado sentarse a negociar con los rusos el 17 de diciembre de 2021, cuando estos le presentaron algunas demandas maximalistas que sin duda podrían haber sido rebajadas. Pero no lo hizo. Y el Kremlin decidió forzar a Ucrania a ser neutral manu militari. Si esta se resiste, Ucrania quedará como un estado muñón, mutilado y sin acceso al mar.

Foto: El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, junto a las tropas del país en Izium, este miércoles. (EFE/EPA)
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A los idealistas esta manera de razonar les parece cruel e incoherente. Si Ucrania sigue existiendo es gracias precisamente a la asistencia de la OTAN. Los idealistas recuerdan que fue Rusia la que obligó a Ucrania a armarse y acercarse a Occidente por pura supervivencia. Hasta 2014 Ucrania era un país neutral que hacía negocios con el este y con el oeste y que no tenía grandes ambiciones estratégicas. Aún así, fue invadido por Rusia, que había prometido respetar sus fronteras a cambio de recibir sus arsenales nucleares, tal y como recogió el Memorándum de Budapest en 1994. Porque esa es la única manera de actuar que conoce Putin, a la fuerza.

Si Rusia, como Estados Unidos, tuviera algo que aportar además de la amenaza militar y energética, Ucrania probablemente se habría visto atraída hacia su forma de vida. En lugar de eso los ucranianos optaron por el modelo de democracia, transparencia, prosperidad e imperio de la ley que ve entre sus vecinos occidentales. Y eso es exactamente lo que los rusos no están dispuestos a perdonar.

Afortunadamente para Rusia, concluyen los idealistas, esa forma de ver las cosas tiene cura. España, Alemania y Japón también fueron en su día feroces potencias imperialistas. Hoy están entre los países más pacifistas del mundo. Ejercen su poder con dinero y cultura, no con bombas. El orden abierto anglosajón, covencedor de la Segunda Guerra Mundial, parece haberles traído prosperidad y democracia. Lo único que, tanto España como Alemania y Japón, tuvieron que pagar un precio. Para hacer esa transición hacia una visión de sí mismos y del mundo como un lugar abierto y dialogante, primero tuvieron que ser categóricamente derrotados.

Se acaba 2022 y no hace falta debatir cuál es el acontecimiento más relevante del año. La invasión rusa de Ucrania continúa sin visos de conclusión, matando miles de inocentes, destruyendo infraestructuras y proyectando una sombra sobre el futuro de Europa. Siempre se dice que, en relaciones internacionales, resulta muy complicado hacer predicciones. Hay demasiados factores en juego. Pero casi podemos decir lo mismo del pasado. A veces, la historia reciente es igual de nebulosa que el futuro. ¿Por qué? ¿Qué llevó a Vladímir Putin a tomar esta decisión aciaga cuyas ramificaciones globales solo están empezando? Dentro de 50 años los historiadores seguirán haciéndose la misma pregunta, pero, aunque sea como ejercicio mental, vamos a adelantarnos y a tratar de revisar algunos de los factores que pudieron llevar a Rusia a atacar Ucrania a gran escala el pasado 24 de febrero.

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