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Testigo de la gloria y miseria del Donbás: la odisea de Serguéi Vagánov
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un médico que se hizo fotoperiodista

Testigo de la gloria y miseria del Donbás: la odisea de Serguéi Vagánov

La entrevista con Serguéi Vagánov se celebra en Úzhhorod, una placentera ciudad de Transcarpatia, en el oeste de Ucrania. La última vez que soldados rusos pusieron aquí sus botas fue en 1968

Foto: Trabajadores de la mina Skochinsky, en Donétsk. (Vagánov)
Trabajadores de la mina Skochinsky, en Donétsk. (Vagánov)

“Esta es mi foto favorita de Rinat Ajmétov”, dice Serguéi Vagánov, mostrándome la imagen del oligarca más rico de Ucrania llevado en volandas por los jugadores de su equipo, el Shájtar Donétsk, en 2011. La mano de uno de los futbolistas está en la entrepierna de Ajmétov. “Parece que le están agarrando de las pelotas”, comenta Vagánov. El álbum que tenemos delante, y que comprende las dos décadas de trabajo de este fotógrafo de 63 años, es una crónica visual del auge y caída del Donbás.

Si representásemos la historia reciente del Donbás en forma de campana, esa foto de Ajmétov, con el estadio lleno, el sudor y el júbilo en las caras de los jugadores y una mano en las pelotas del Gran Jan, sería el punto álgido: el momento más luminoso y amable de esta región minera, su día de mejores perspectivas, antes de precipitarse a los abismos de la descomposición civil y de la guerra. Un declive que Vagánov tuvo el doloroso honor de presenciar 'in situ', con asiento de primera fila.

“Hasta el siglo XIX no había nada en Donétsk. Solo naturaleza salvaje. La ciudad surgió gracias al empresario galés John Hughes”, dice el fotógrafo, en referencia a los proyectos metalúrgicos que Rusia encargó a este ingeniero y hombre de negocios. “El Donbás siempre fue una región industrial. Últimamente, en los últimos años, se volvió un lugar más civilizado. La Eurocopa de 2012 supuso un gran salto adelante en el desarrollo de Donétsk. Se construyeron carreteras, viviendas, el nuevo estadio...”.

Foto: La ciudad de Bucha (Ucrania), destruida. (EFE/Roman Pilipey)

Pese a la corrupción inherente a los grandes proyectos públicos, la Eurocopa de fútbol, que ese año compartieron Polonia y Ucrania, sirvió para actualizar el Donbás y elevar un amor propio que había sido castigado por la desindustrialización y otros problemas adyacentes, como la fuga de talento joven, la baja natalidad, el alcoholismo y la violencia mafiosa. Se levantó un aeropuerto, el funcional y diáfano Serguéi Prokofiev, que abría la boca de los turistas extranjeros que se atrevían a venir a la estepa, y la avenida Lenin, que atraviesa Donétsk, se llenó de cafés híspter. Por encima de todo, como una inmensa corona de cristal, brillaba el estadio del Shájtar Donétsk. Uno de los más modernos y sofisticados de Europa.

placeholder Estadio Donbás Arena, Donétsk. (Vagánov)
Estadio Donbás Arena, Donétsk. (Vagánov)

Allí estaba siempre Vagánov, fotografiando los claroscuros de la región: desde los partidos de fútbol a los accidentes mineros que se cobraban decenas de vidas; desde inauguraciones, bodas y concursos de belleza a escenas del crimen. Un caleidoscopio de politicastros corruptos, con el pelo fijado con laca y un anillo de oro del tamaño de un globo ocular, y mineros quemados, languideciendo con la piel negra de hollín y roja de sangre, en la camilla de una ambulancia.

De médico a fotoperiodista

La sensibilidad profesional de Vagánov tenía un secreto. Antes de vivir de la cámara, había desarrollado un conocimiento íntimo, cercano, casi físico, de la región en la que vivía. Serguéi Vagánov fue traumatólogo durante 15 años en el hospital de Avdiivka, una localidad situada en el centro geográfico del Donbás, conocida por su planta de coque —una fábrica de estructuras metálicas y otros complejos herrumbrosos típicos de la zona—.

“Mi momento de mayor felicidad, como médico, llegaba después de los turnos más duros”, explica Vagánov. “Cuando sales del hospital y la ciudad continúa durmiendo, y reconoces el hecho de que le has salvado la vida a un niño usando tu conocimiento, tus propias manos. Pero el salario de un médico no era suficiente como para sostener a una familia. Algunos pacientes me traían dinero, pero yo no quería aceptarlo. No podía”, continúa. Poco a poco, las fotografías que tomaba en su tiempo libre empezaron a encontrar demanda en la prensa local y extranjera. Un día de 1999 dio el salto. Cambió de profesión. “Fue una decisión difícil”, reconoce.

Vagánov dice que la tragedia que sufre el Donbás desde 2014 llevaba tiempo fraguándose. La región estaba mentalmente desconectada del resto del país. “Era una región prorrusa. La propaganda local decía que en Donétsk se trabajaba muy duro, pero que el Gobierno de Kiev le daba un presupuesto mucho menor que a otras regiones, por ejemplo las del oeste, en las que se trabajaba menos. En Donétsk no había partidos o líderes proucranianos”, añade. “En ese momento, incluso en 2005, la gente de Kiev no quería viajar al este porque tenía miedo de ser recibida con bates de béisbol en la estación de tren. Había propaganda en ambos lados”.

Foto: Soldados ucranianos en Járkov. (EFE/Orlando Barría)

La rebelión del Maidán, que acabó con la huida del presidente Viktor Yanukóvich en febrero de 2014, inflamó los sentimientos políticos del Donbás. Manifestaciones prorrusas y proucranianas chocaron en las calles. A la anexión ilegal de Crimea siguió una campaña de desestabilización en Donétsk. Una mezcla de separatistas locales y agentes rusos empezó a preparar el terreno para declarar la independencia.

“La guerra híbrida de 2014 se desarrolló de manera lenta pero efectiva”, cuenta Vagánov. “Cada semana teníamos huelgas y asaltos a distintos edificios oficiales. Los prorrusos eran como una boa constrictora: asfixiaban lentamente. Mis amigos y yo esperábamos que este circo de freaks fuera detenido por la policía o el [servicio secreto ucraniano] SBU. Mis colegas periodistas jóvenes me preguntaban, Serguéi, ¿de dónde salen estos marginados? Yo les decía que siempre habían estado ahí, pero nunca se mezclaron. Yo los conocía porque el 80% de ellos habían sido pacientes míos. La traumatología es la medicina militar del tiempo de paz. Apuñalamientos, palizas en casa, accidentes, adicciones al alcohol o a las drogas. Por eso mis colegas jóvenes jamás habían visto a esta gente, pero yo sí. Y realmente mi experiencia me ayudó para comunicarme con ellos. Sabía cómo hacerlo y eso me ayudó a sobrevivir en Donétsk en 2014. Podía usar sus palabrotas y su argot. Adoro las palabrotas”.

Fotos oscuras y violentas

En este punto, las fotografías del álbum de Vagánov se tornan oscuras y violentas. Hay muchedumbres, banderas, golpes, muchas capuchas y muchas chaquetas de cuero. Los protagonistas de las fotos despliegan gestos y actitudes simiescas; es como una pelea a la puerta de un instituto, solo que entre adultos y multiplicada. El fotógrafo dice que, además de los chavales problemáticos que él había tratado como médico, había activistas rusos que se hacían pasar por ucranianos descontentos.

“Los reconocía por el acento y porque no sabían orientarse. Siempre estaban perdidos”, cuenta Vagánov. “Yo les preguntaba qué hora era y ellos me daban la hora de Rusia. Un día, un grupo se dirigía al edificio del Gobierno regional, pero llegó al Ayuntamiento. Se trataba de lugares muy evidentes y no sabían dónde estaban. Pero luego insistían en que Moscú no tenía nada que ver con ellos. Yo les preguntaba quiénes eran sus líderes, y resultaban ser Ígor Girkin [jefe militar temporal de la insurrección, con sede en Slovyansk] y Aleksandr Borodai [jefe político los primeros meses]. Eran rusos. ¿Cómo es que podían ser independientes de Rusia?”.

Foto: Bombardeos sobre Mariúpol. (Reuters/Alexander Ermochenko)

Las protestas llevaron a los asaltos, los asaltos a las escaramuzas y las escaramuzas a la guerra. Los rusos y prorrusos tenían localizado a Serguéi Vagánov. Un día, cuando este fue a cubrir uno de los actos oficiales prorrusos, en Donétsk, lo detuvieron. Slovyansk había caído en manos ucranianas y los ánimos estaban calientes. “Me dijeron que sabían que yo era un buen fotógrafo, pero que no me dejarían trabajar para el enemigo. Me ofrecieron una posición en Estrella Roja [periódico oficial del Ministerio de Defensa ruso]. Les pregunté si me ofrecían, por tanto, un empleo en el Gobierno de Rusia. Dijeron que sí. Les pregunté qué sucedería si me negaba. Me dijeron que, en ese caso, me pondrían a cavar trincheras gratis”.

El fotógrafo entendió la situación en que se encontraba. Dado que los milicianos que lo retenían estaban esperando a su jefe, Vagánov aprovechó para pedirles que le dejaran, mientras tanto, sacar unas fotos del evento. “Vale, vete. Te encontraremos”, le respondieron. Vagánov se escapó. A las seis de la mañana del día siguiente, estaba en un autobús rumbo a la ciudad donde tenía un apartamento que había pertenecido a su madre, fallecida unos meses antes. La ciudad en la que se había criado y donde había terminado sus estudios. Una ciudad situada en el territorio libre ucraniano. Vagánov se dispuso a empezar una nueva vida en Mariúpol.

Tu mujer ha muerto

La entrevista con Serguéi Vagánov se celebra en Úzhhorod, una placentera ciudad de la región de Transcarpatia, en el oeste de Ucrania. La última vez que soldados rusos pusieron aquí sus botas fue en 1968, cuando las tropas soviéticas se dirigieron, por sus adoquinadas calles, a aplastar la revolución en Checoslovaquia. Hoy, Úzhhorod es relativamente segura. El misil ruso más cercano impactó a unos 100 kilómetros y las sirenas suenan pocas veces a la semana. Sus avenidas arboladas, sus edificios austrohúngaros, sólidos como la eternidad a la que aspiraban, y el río Uh, que avanza perezoso entre las rocas, refuerzan su calidad de limbo. Un lugar hospitalario y soñoliento donde atracan los náufragos del Donbás.

Antes de continuar con la fase de Mariúpol, le pregunto a Vagánov si estaba casado. Él guarda silencio. Luego me dice: “Eres el primer periodista al que le cuento esto”. El fotógrafo se emociona y respira hondo. Es extraño ver lágrimas en los ojos de un profesional curtido, con el pelo cano de la experiencia y los rasgos nobles de un león.

placeholder Vagánov.
Vagánov.

“Sí, estaba casado. Mi mujer había sido médica también. Trabajaba conmigo. Era jefa del departamento de reanimación del hospital. Aunque ya estaba jubilada”, cuenta Vagánov. “Se trataba de un empleo muy duro. Ella no tenía conexión con el resto del mundo. El hospital absorbía todo su tiempo. En primavera de 2014, se presentó como voluntaria del [prorruso] Batallón Vostok y se encargó de la ayuda médica. Yo le pregunté por qué. Eran traidores. Mi mujer respondió que, si no lo hacía ella, nadie les daría tratamiento médico. Así que se convirtió en la voluntaria médica de una banda terrorista. Fue muy duro. La atmósfera en casa era muy dura. Por el día yo iba a cubrir las protestas; luego, de noche, era siempre la misma discusión. Era difícil convencerla. A medida que pasaba el tiempo, ella estaba cada vez más convencida. Cuando me iba, le pregunté: ¿qué debo hacer? Ella respondió: eres adulto y puedes tomar tus propias decisiones. Así que me fui”.

Doce días después de llegar a Mariúpol, Vagánov recibió la llamada de un desconocido. A medianoche. La voz le dijo que su mujer había muerto. “Hubo un tiroteo en Karlivka entre los batallones Donbás [proucraniano] y Vostok. Ella se llevaba a los heridos y murió en un accidente de automóvil. La última vez que estuve en Donétsk fue el 24 de julio de 2014. Para su servicio funerario. Lo hice por ella”.

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La razón por la que Vagánov nunca le había contado esto a un periodista, según me explica, es porque no quería dar la impresión de que en Ucrania había una guerra civil. La historia de una pareja dividida por la política, con un marido proucraniano y una mujer prorrusa, hubiera sido perfecta para reforzar esta narrativa. Una manera de ver las cosas errónea, ya que la insurrección prorrusa solo se produjo en dos provincias de un total de 27 y estuvo desde el principio orientada y alimentada materialmente, y más tarde con tropas, por el país vecino. Ahora que Rusia había reemplazado esta guerra híbrida, camuflada, por una invasión tradicional, el contexto de la situación en Ucrania ya no requería disimulos ni explicaciones.

Aquí termina el álbum

Instalado en Mariúpol, a tan solo 25 kilómetros del frente, el fotógrafo continuó cubriendo la guerra. La demanda de fotos seguía siendo relativamente alta. Las instantáneas del álbum adquieren desde ahora un consistente tono bélico. En ellas se ven trincheras, misiles, soldados cortando leña o ejercitándose con proyectiles reconvertidos en mancuernas. A veces Vagánov señala a alguno de los fotografiados y cuenta sus hazañas, o explica que este ya no se encuentra entre los vivos.

En una de las fotos se ve a un capellán bendiciendo a soldados que están a punto de partir hacia el frente. Los soldados llevan pasamontañas. “Son de Mariúpol y no querían ser reconocidos por sus vecinos”, dice Vagánov. “Cuando colgamos esta foto en el ayuntamiento, en una exposición, una mujer reconoció a su hijo fallecido. Un joven llamado Andrusha. Según su madre, era marino mercante y tenía una carrera prometedora. Lo mataron en 2015. El cura de la foto, por cierto, se salvó del asedio de Mariúpol. Pero su iglesia fue quemada. Y su madre murió tiroteada”.

placeholder Protestas prorrusas en Donétsk, 2014. (Vagánov)
Protestas prorrusas en Donétsk, 2014. (Vagánov)

Aquí se termina el álbum. La curiosidad internacional acabó secándose. Un buen día Vagánov dejó de recibir encargos de las agencias para las que trabajaba. Cuando les enviaba algunas fotos, los editores mostraban extrañeza. ¿A quién le importaba esa guerra olvidada en los cofines del este de Europa? Así que Vagánov, un día de 2018 y a las puertas de la sesentena, colgó el equipo y decidió jubilarse en la misma ciudad que lo había visto crecer.

Mariúpol era más provinciana que Donétsk”, dice el fotógrafo. “Era como si se hubiera mantenido congelada en el tiempo. Cuando llegué, era igual que cuando había terminado mis estudios, en 1976. Un día le dije al alcalde que yo caminaba por las mismas aceras que cuando iba a la escuela y este se mostró de acuerdo”.

Pese al declive de la región, sin embargo, Mariúpol estaba a punto de emprender una marcha a contracorriente y vivir su momento de auge. El hecho de que Mariúpol hubiera sido escenario de combates y bombardeos, en 2014 y 2015, y de que fuera una de las puertas de entrada a la Ucrania libre desde las zonas ocupadas, hizo que el Gobierno de Kiev le dedicara un cariño especial. Convertir Mariúpol en un próspero enclave ucraniano, un escaparate para que los desplazados del Donbás encontrasen un empleo y empezaran de nuevo, se volvió una prioridad de las autoridades.

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En 2014 el Gobierno lanzó una descentralización que duplicó, en tres años, el dinero de los presupuestos regionales. Según varias fuentes consultadas durante una visita a Mariúpol en febrero, la inyección se notó en las infraestructuras y en el clima de negocios de la ciudad, e hizo que algunos jóvenes se mudaran allí para iniciar sus proyectos y montar sus pequeñas empresas. Mariúpol también se convirtió en un centro de activismo y de apoyo a las tropas que luchaban a media hora en coche.

“La descentralización hizo que las autoridades locales dispusieran de más dinero para mejorar la ciudad. Por lo menos el centro”, dice Vagánov. “Había carreteras nuevas y empezaron a modernizar el transporte público. Adquirieron 80 buses y trolebuses. Los antiguos desaparecieron. El verano pasado estaba sentado en un autobús y me di cuenta de que el aire acondicionado funcionaba. Fue increíble”.

Un sueño premonitorio

El fotógrafo dice que le costó adaptarse a su nueva vida. Introvertido por naturaleza, no frecuentaba a mucha gente, pero acabó formándose un círculo de amigos. Y se volvió a casar. La vida en la ciudad más contaminada de Ucrania cobró dinamismo. Parte de la clase empresarial que había huido de Donétsk residía ahora en Mariúpol, y la antigua Avenida Lenin, rebautizada como Avenida de la Paz, empezaba a acoger restaurantes y cafés parecidos a los que lucía Donétsk cinco años antes. Incluso Rinat Ajmétov, el Gran Jan, había mudado aquí el cogollo de su imperio metalúrgico. Pero, pese a la proliferación de banderas ucranianas y de centros de voluntarios, como el de Jalabuda, que libraría un importante papel durante el asedio de marzo y abril, parte de la población de Mariúpol seguía siendo eminentemente prorrusa.

“A veces veía a gente de mi infancia, antiguos vecinos. Obviamente eran prorrusos”, dice Vagánov. “Pero no había nada que hablar con ellos. Era inútil. Como la gente con la que jugaba al tenis. No quería convencerlas de nada. Ellos creían que había una guerra de América contra Rusia y que se libraba en territorio ucraniano. Yo simplemente jugaba al tenis con ellos. Ganarles era suficiente”.

Foto: Hiroaki Kuromiya, experto en el Donbás. (Cedida)

En retrospectiva, sin embargo, el fotógrafo se ha dado cuenta de que jamás llegó a relajarse. El frente quedaba muy cerca. Rusia respiraba en la nuca de los territorios libres del Donbás, empezando por la codiciada Mariúpol, que había sido atacada en 2015 y se había llegado a acostumbrar al sonido de la artillería.

“Recientemente encontré un post en Facebook que colgué en 2020 y en el que contaba un sueño que tuve”, dice Vagánov. “En el sueño, yo estaba de pie delante de mi cama y en mi cama estaban todas mis pertenencias. Intentaba decidir qué me llevaría en caso de catástrofe. Decidí llevarme la ropa de invierno porque después podría comprar ropa ligera en tiendas de segunda mano. En 2020 mi subconsciente ya me decía lo que se avecinaba”.

Vagánov cuenta que su segunda mujer, Iryna, siempre estaba tratando de convencerlo para que repararan y remodelaran su apartamento, pero él se negaba. “No sabemos qué pasará en el futuro”, respondía. Hoy cree que, subconscientemente, se estaba preparando para la guerra a gran escala. “Nos intentábamos convencer de que no pasaría de nuevo, por segunda vez”.

"Cariño, estamos en guerra"

*El pasado 24 de febrero empezó como un día cualquiera en el hogar de los Vagánov. Cada mañana, Serguéi sacaba fotos a los pájaros que tenía en un comedero. Luego abría su ordenador y leía las noticias. “Mi mujer se despertó en ese momento y me preguntó qué tal estaban los pájaros”, dice Vagánov. Dado que vivían junto al mar, en el lado opuesto a la zona donde habían comenzado los ataques, el matrimonio no se percató de las explosiones de la madrugada. “Yo le respondí: 'Cariño, estamos en guerra'. Es muy duro decirle algo así a alguien que se acaba de despertar”.

Esa mañana Vagánov salió con su cámara a hacer fotos. Dice que la ciudad estaba paralizada y que había colas en los cajeros y a la puerta de las tiendas. “Una atmósfera ansiosa. Igual que en 2014. Pero, en este caso, nadie se esperaba una invasión”.

Foto: Un soldado ucraniano dispara un obús en la región de Mykolaiv, a 90 km de Jersón. (Reuters/Oleksandr Ratushniak)

Esta es una de las paradojas de la actual guerra. Muchos ucranianos, empezando por su propio presidente, Volodímir Zelenski, se mostraban tranquilos y confiados en los días anteriores a la invasión a gran escala. Hasta que los misiles rusos no empezaron a llover sobre sus ciudades, el mantra general era que el país ya llevaba ocho años en guerra, que los soldados rusos siempre habían estado al acecho y que sería una locura, por parte de Vladímir Putin, intentar ocupar un país tan grande.

La calma, aún más paradójicamente, era mayor en Mariúpol. Los ocho años de conflicto en el Donbás, la experiencia de los bombardeos, la familiaridad de ver a soldados en la calle y las historias vecinales de dolor y de sangre, más que desarrollar una fina sensibilidad al peligro, abotargó a los habitantes. Los acostumbró, los vacunó contra el miedo. Otra de las supervivientes del asedio me lo explicó de esta manera: “Si arrojas a una rana en una caldera de agua hirviendo, la rana escapará rápidamente para no morir abrasada. Pero, si metes a esa rana en una caldera de agua tibia, y luego subes poco a poco la temperatura, la rana acabará pereciendo”.

Esto fue lo que habría pasado en la ciudad más castigada, hasta el momento, por la invasión rusa. Cuando sus habitantes comprendieron la catástrofe que se les venía encima, ya era demasiado tarde para huir de forma relativamente segura.

placeholder El líder separatista prorruso Pável Gúbarev, Donétsk, 2014. (Vagánov)
El líder separatista prorruso Pável Gúbarev, Donétsk, 2014. (Vagánov)

“Al día siguiente, leí que Jalabuda [un centro de voluntarios y activistas de la sociedad civil] estaba aceptando suministro para las Defensas Territoriales [milicias ucranianas que operan en la retaguardia]”, dice Vagánov. “Así que les llevé mi casco y mi chaleco antibalas de corresponsal de guerra, mis botas, jerséis y chaquetas americanas de estilo militar. Lo doné todo a las Defensas. Luego leí que el enemigo había entrado en Melitópol y que Mariúpol estaba rodeado. Supe que eso era el fin”.

El momento de la verdad, para muchos mariupolienses, llegó el cuarto día, cuando la ciudad se había quedado sin gas, luz, agua, ni conexión telefónica. Y ya no se podía salir. La única esperanza eran los rumores sobre un corredor verde que serviría para evacuar a los civiles. Vagánov contactó con un amigo que tenía un coche y que aceptó, en caso de que fuera posible salir, llevarse a la pareja. “Eso nos alivió. Esperábamos un corredor verde. Pero, al final, no hubo corredores. Al día siguiente de que se cortara la luz, todas las tiendas y farmacias fueron saqueadas”.

Dada la inutilidad de las alarmas, con la policía ocupada en labores más urgentes y la ciudadanía tratando de sobrevivir, numerosos negocios de Mariúpol fueron saqueados. Sobre todo los supermercados. Pero no solo. “Una cosa era cuando la gente se llevaba agua y comida, y, otra distinta, cuando se llevaban tinte para el pelo o electrodomésticos en una ciudad sin electricidad”, continúa Vagánov.

Vivir día a día

El matrimonio se vio abocado a la más básica supervivencia, así que estableció dos reglas. “La primera, que mi mujer y yo no discutiríamos ni nos criticaríamos. Esa era la principal idea. Seríamos la mejor pareja del mundo”, dice Vagánov. Y la segunda: “Como nada dependía de nosotros y no podíamos planear a largo plazo, vivíamos día a día. Por las noches nos preguntábamos qué haríamos al día siguiente: reuniríamos maderas para hervir el agua, por ejemplo, y por la noche cocinaríamos”.

Más que ninguna otra ciudad de Ucrania, Mariúpol aguantó en sus carnes todo el peso de la guerra total rusa. La ciudad se convirtió en un campo de batalla. Los misiles caían en los barrios, día y noche, y las tropas rusas y ucranianas se enfrentaban en las calles, cubiertas de escombros, cristales, vehículos calcinados, cadáveres. De la noche a la mañana, sus habitantes, que pocos días antes iban aseados y bien vestidos al trabajo, se colocaron varias capas de abrigo para resistir el frío, casi tan letal como las balas, y vieron cómo sus caras y sus ropas ennegrecían junto a las hogueras que encendían por las noches para cocinar y entrar en calor. Era como si se hubieran despertado en una de esas fotos de la Segunda Guerra Mundial, llenas de edificios derruidos y desplazados harapientos, casi famélicos.

“Nuestro apartamento no tenía calefacción, ni horno de leña”, cuenta Vagánov. “Y algo le pasó al edificio de al lado. Explotó y la explosión reventó todas nuestras ventanas y hasta los marcos. Volaron por los aires. Estábamos a ocho grados bajo cero. Lo único que podíamos hacer es ponernos encima toda la ropa que teníamos”.

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Tal y como relatan otros testigos, lo peor de esta situación infernal era no saber nada. Las calles estaban a oscuras, “más oscuras que las minas que había visitado en el Donbás”, dice Vagánov. Pero también estaban a oscuras las personas. No circulaba información. “No sabíamos qué sucedía con las Fuerzas Armadas ucranianas o con los rusos”. Cuando menguaba la frecuencia de las explosiones, la pareja trataba de contactar con sus amigos para saber si estaban bien. “La única fuente de información era mi amigo Eduard, porque él iba a Jalabuda a menudo y allí tenían una radio. Así escuchábamos algunas noticias. Yo no podía hablar sinceramente con mis vecinos de abajo. Creía que, si venían los rusos, esos vecinos les indicarían dónde vivíamos”.

A temperaturas gélidas, sin saber qué sería de ellos o de sus seres queridos, y con las balas y las bombas volando en derredor, el matrimonio se adentró en un oscuro laberinto emocional. A veces se esforzaban en ser positivos. Con la actividad industrial detenida, por ejemplo, la niebla amarillenta que emitían las plantas metalúrgicas ya no tapaba el cielo, ni las vías respiratorias. “Un día, mi mujer señaló el cielo. Me dijo: mira las estrellas, cuántas hay, cómo brillan”, recuerda Vagánov. “Nunca habíamos podido verlas. Y el aire. Por fin olíamos el aire salobre del mar”. Otras veces se acurrucaban en la cama y esperaban a la muerte.

“Lo que más miedo nos daba eran los bombardeos de la aviación”, dice Vagánov. “Un día, Iryna, desde las siete de la mañana hasta la una de la tarde, contó 21 impactos. Dada mi condición de salud [Vagánov padece un caso fuerte de asma], no podía caminar mucho. A veces no podía salir de cama y miraba los misiles desde la ventana, esperando que uno de ellos nos cayera encima y nos aliviase”.

¿Qué haré con tu cadáver?

A medida que pasaba el tiempo, la pareja adelgazaba y era capaz de colocarse más prendas encima para resistir el frío. Los suministros escaseaban: el agua, que atesoraban en la bañera; las cajas de pasta y las latas de conservas; y los medicamentos. “No sabíamos qué se acabaría antes”, recuerda Vagánov.

Llegados a este punto, las lágrimas desbordan de nuevo al fotógrafo del Donbás. Le propongo detener la entrevista, pero él dice, no, acabemos. Y continúa: “Durante todo este tiempo, mi mujer y yo no podíamos hablar. No hablábamos porque los escenarios que se nos planteaban eran demasiado terribles. No queríamos compartir nuestros pensamientos íntimos y revelar que los dos, en realidad, estábamos pensando lo mismo: qué hacer con el cuerpo del otro cuando llegase la muerte. Sin saberlo, ambos habíamos llegado a la misma conclusión. Dado que hacía mucho frío, el cadáver se conservaría, así que lo enrollaríamos en la alfombra y le pondríamos encima la tarjeta de identificación”.

Foto: Liliia Stupina, mujer de un soldado de Azov, en un momento de la entrevista en Kiev.

Al final no se abrió ningún corredor verde, pero el día 14 de marzo, el amigo de los Vagánov que tenía coche recibió la llamada de alguien que le dijo cómo salir por carretera evitando los combates. Había una zona de Mariúpol donde todavía se podía conseguir, de manera intermitente, conexión telefónica. “Cogimos la carretera del mar, hacia Berdiánsk. Estaba vacía. No había militares. En ese momento era la carretera de Zaporiyia la que sufría combates”, cuenta Vagánov.

“Al llegar a Berdiánsk nos dimos cuenta de que estaba ocupado. Fuimos a través de varios puestos de control. Los militares rusos apuntaron nuestras matrículas y pasaportes. Nos preguntaron por qué nos íbamos, si había combates. Era como si no supieran lo que pasaba en Mariúpol. Los rusos nos dijeron que fuéramos a un antiguo complejo vacacional. En ese momento tuve miedo de que fuera un campo de filtración. Como nadie nos controlaba, no fuimos a ese sitio. Fuimos a un hotel donde no había soldados rusos, pero sí agua, electricidad y conexión telefónica. Nos dimos cuenta de cómo en 20 días una persona podía descender a un estado salvaje”.

***

Iryna y Serguéi, como tantos otros desplazados, retornaron del estado al que los había reducido la agresión rusa. Unos amigos de Úzhhorod los alojaron. Pocos días antes de nuestra entrevista, a finales de julio, varios amigos de Vagánov acudieron a la apertura de una exposición con sus fotos. Un relato gráfico de vida, muerte y redención en las estepas del este de Ucrania. Un relato, de momento, inconcluso.

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“Esta es mi foto favorita de Rinat Ajmétov”, dice Serguéi Vagánov, mostrándome la imagen del oligarca más rico de Ucrania llevado en volandas por los jugadores de su equipo, el Shájtar Donétsk, en 2011. La mano de uno de los futbolistas está en la entrepierna de Ajmétov. “Parece que le están agarrando de las pelotas”, comenta Vagánov. El álbum que tenemos delante, y que comprende las dos décadas de trabajo de este fotógrafo de 63 años, es una crónica visual del auge y caída del Donbás.

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