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La Ucrania que ya controla Putin y que no va a devolver: "Ya empezaron a repartir rublos"
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La Ucrania que ya controla Putin y que no va a devolver: "Ya empezaron a repartir rublos"

Cada refugiado tiene su propio rosario de calvarios, de penas y pérdidas. Y también pedacitos de información de lo que está sucediendo en ese territorio que Moscú ya reclama como propio y que no tienen intención de devolver

Foto: Tranvía destrozado en Mariúpol tras la invasión rusa. (Reuters/Alexander Ermochenko)
Tranvía destrozado en Mariúpol tras la invasión rusa. (Reuters/Alexander Ermochenko)

Vyacheslav Smyk nunca imaginó que le tocaría revivir las historias de la destrucción nazi de Mariúpol que sus padres le contaban cuando era pequeño. A sus 70 años, este maquinista ferroviario jubilado acaba de vivir los tres meses más duros de su vida. Perdió la ciudad que lo vio nacer, prosperar y formar una familia. Perdió sus casas, sus enseres y todo aquello que no pudo meter en una maleta. Sobre todo, perdió una hija. Un dolor, dice, que lo está pudriendo por dentro, del que no se va a poder recuperar nunca. Esta es la guerra vista por un hombre que solo esperaba envejecer tranquilo, ver crecer a su nieto y pescar en las costas del mar Azov. Algo que ya, difícilmente, va a suceder.

Choca ver al anciano conductor de trenes, vestido de riguroso luto, desgranar los horrores vividos estas semanas sentado en un hotel de cinco estrellas de Zaporiyia. Forma parte de la gran oleada de refugiados del este y sur de Ucrania que está rompiendo en esta ciudad de más de 700.000 habitantes bañada por el río Dniéper, donde el conflicto —por el momento— ha pasado de puntillas. Son 12 millones de desplazados en total, de los que más de la mitad se han movido dentro de las fronteras del país, según cifras de la ONU. De aquí, la mayoría van al oeste y algunos al norte, donde la ofensiva rusa remitió hace semanas.

Pero esta última andanada es distinta a los que llegaron en los primeros compases del conflicto huyendo de las tropas rusas. Escapan del territorio bajo control de los "orcos", como muchos ucranianos se refieren despectivamente a los invasores. Cada uno tiene su propio rosario de calvarios, penas y pérdidas. Y también cada uno trae pedacitos del puzle de lo que está sucediendo en ese territorio que Moscú ya maneja como propio y que no tienen intención de devolver. Un seguro geopolítico para el presidente Valdímir Putin, consciente de que ni la Unión Europea —ni la OTAN— admitirían a un socio con 120.000 kilómetros cuadrados de territorio en manos extranjeras. Además, esa presencia militar en puntos neurálgicos asegura que Ucrania difícilmente pueda prosperar económicamente , tratando de convertir al país en un Estado fallido, consideran analistas.

placeholder Vyacheslav Smyk huyó de Mariúpol; allí perdió a una hija en los bombardeos. (Fermín Torrano)
Vyacheslav Smyk huyó de Mariúpol; allí perdió a una hija en los bombardeos. (Fermín Torrano)

"Nunca creímos que esto podría pasar. Estábamos esperando la primavera, pero cuando las bombas nos despertaron a las 04.00 de la mañana del 24 de febrero sentí que estábamos en 1941 [cuando las tropas nazis arrasaron con Mariúpol], como las historias que contaban mis padres de la Segunda Guerra Mundial", recuerda el hombre.

Durante tres meses, el Ejército ruso se ha dedicado a bombardear con artillería pesada y misiles navales la ciudad, que comenzó a asediar desde la autoproclamada República Popular de Donetsk (RPD) con infantería, columnas de tanques y obuses. Para el 2 de marzo, las fuerzas ocupantes anunciaban que habían rodeado completamente la ciudad. Ese día, la artillería rusa abrió fuego durante 15 horas seguidas contra áreas residenciales. Comenzó entonces un cerco brutal al enclave portuario, un punto clave para el Kremlin en su estrategia de asegurar un corredor terrestre entre el Donbás y la península de Crimea (anexionada ilegalmente por Rusia en 2014).

A Vyacheslav, la invasión le pilló solo en casa. Su mujer estaba en el apartamento de su hija de 44 años, empleada también de la compañía ferroviaria. No se podía comunicar con ellas porque las tropas de asedio habían cortado las líneas telefónicas, además de la electricidad, el gas y el agua. La situación empeoró dramáticamente en la siguiente semana, con los soldados rusos incursionando a las afueras de la ciudad y disparando con su flota apostada en el mar Azov y el mar Negro. En un respiro de los bombardeos, el maquinista fue a reunirse con su familia.

Foto: La planta de Azovstal en Mariúpol. (Reuters/Alexander Ermochenko)

"Cuando llegué al dormitorio, encontré a mi esposa deshecha en lágrimas", recuerda. "El día anterior, mi esposa estaba haciéndole un bocadillo a nuestra Natasha cuando un misil impactó en el edificio. Mi hija resultó gravemente herida. Luego vinieron unos soldados rusos que se la llevaron al hospital, pero dijeron que no pudieron salvarla", recuerda con voz temblorosa, tapándose el rostro con las manos. "Lo peor es que nunca pude ir a verla, ni recoger el cuerpo. El bombardeo era tan intenso que no pudimos salir del sótano durante un mes. Luego nos dijeron que había sido enterrada en una fosa común cerca de la morgue".

Reunido con su esposa, se escondieron en el refugio antiaéreo del edificio ante el incesante acoso del Ejército que sitiaba la ciudad. "Teníamos que ir al baño fuera de la casa mientras caían las bombas. ¡Y uno estaba ahí, viéndolo todo! Era aterrador. Ibas corriendo al refugio y te tumbabas mientras estas bombas hacían que todo temblara. Las paredes, el techo, el suelo. Te podías volver loco ahí dentro. Siento que se me escapen las lágrimas, pero todavía siento miedo al recordarlo", se disculpa Vyacheslav, con los ojos humedecidos.

La caída de Mariúpol

Para el 28 de marzo, el alcalde de Mariúpol, Vadym Boychenko, reconocía que la ciudad "había caído en manos de los ocupantes" —aunque Moscú aún tardaría tres semanas en declarar la ciudad conquistada el 21 de abril—. En ese momento empezó una segunda fase de la ofensiva, donde las tropas rusas se centraron en asfixiar a la resistencia del complejo metalúrgico Azovstal, en cuyo laberíntico sistema de túneles y búnkeres se resguardaban miles de civiles —familias con niños y ancianos— y dos millares de soldados ucranianos. El maquinista y su esposa salieron del refugio y volvieron al piso de su hija. Los cristales estaban rotos y parte de la casa estaba destrozada por el impacto del misil, pero se podía vivir. No soportaban un día más bajo tierra. Mientras, los rusos comenzaron a hacerse con el control de la ciudad, empezando por los cadáveres.

"Los soldados daban bolsas negras a los vecinos para que arrastraran ellos mismos los cuerpos fuera de las casas hasta las calles. Aquellos que tenían dinero podían pagar para enterrar a sus familiares en los jardines. Los cuerpos estuvieron tirados en las calles durante semanas. Pilas de cadáveres rodeados de escombros y basura. Después comenzó a pasar un camión ruso que retiraba las bolsas", continúa su relato Vyacheslav.

Foto: Fábrica de Azovstal. (Foto cedida por Viktor Mácha)

El antiguo ferroviario dice que la población comenzó a cooperar con el enemigo por supervivencia, pero que no había relación con ellos. El Ejército ruso instaló puestos para repartir comida donde se apiñaban los residentes durante horas para recibir su ración en sus barrios cuajados de edificios negros y semidestruidos. Le sorprendió ver a tantas familias con niños. Aun así, las bombas seguían cayendo regularmente en varias partes de la ciudad, donde todavía persistían focos de resistencia.

"Nos daban raciones deshidratadas, casi siempre pasta y carne enlatada que era pura grasa. Había que hacer una cola kilométrica a las 05.00 am y las puertas no abrían hasta a las 11.00 am. Había miles de personas en fila. Miles. Los que tenían niños podían ponerse en una cola más corta. No había agua tampoco. Para llenar dos botellas tenía que caminar tres kilómetros de ida y los tres de vuelta, siempre con miedo a morir", cuenta. "He perdido tanto peso que ahora no me da ni el último agujero del cinturón para sujetarme los pantalones".

Según pasaban los días, el control ruso se afianzaba. En los pueblos aledaños a Mariúpol como Bezimenne, los invasores instalaron lo que los desplazados identificaron como "campos de filtrado". Se trata de instalaciones administrativas que el Kremlin utiliza para identificar a todos los residentes que quieren salir de la zona. En las primeras semanas, la única opción era ir a Rusia, donde muchos tienen familiares. Ahora se utilizan también para los que quieren moverse hacia territorio ucraniano por los corredores humanitarios. El centenar y medio de evacuados que llegaron esta semana a Zaporiyia desde la ciudad de Mariúpol y la planta Azovstal, donde a día de hoy siguen los combates, informaron de este proceso para obtener un permiso sin el que no se pueden mover por el territorio. Un primer censo que apunta a un esfuerzo burocrático en marcha para identificar a la población y controlarla con salvoconductos.

En paralelo, los rusos también han comenzado a infiltrar la economía local, entregando subsidios a los residentes en divisa rusa. "Empezaron a repartir rublos. Pero en mercados locales que los ucranianos pusieron en marcha no los quieren aceptar. '¿De dónde voy a sacar grivnas (divisa ucraniana)?', les preguntaba. Llevo tres meses sin cobrar la pensión", detalla el jubilado.

Vinieron para quedarse

La identificación de la población y el intento por cooptar la moneda local son dos avisos claros de que Rusia tiene vocación de permanencia en los territorios ocupados del oriente y el sur. Esto concuerda con su actuación en otras zonas que fueron tomadas con menos esfuerzo bélico, como las ciudades de Jersón o Melitopol, donde se ha dedicado a reemplazar a los funcionarios locales con operadores políticos afines a Putin. Incluso se especula con la posibilidad de que Rusia celebre una suerte de falso referéndum en estas zonas para dar un barniz de legitimidad a la ocupación.

Desde principios de mayo, también en estas ciudades están tratando de implantar forzosamente el rublo, pese a la resistencia de la población. Con su posición afianzada desde hace dos meses, Moscú ha cortado el internet y los canales de televisión ucranianos, reemplazados por afiliados al Kremlin que emiten desde Crimea; ha sustituido todas las banderas nacionales por enseñas rusas y patrulla con vehículos blindados las calles. Los residentes han protagonizado manifestaciones que han sido dispersadas a tiros por los ocupantes. Pero, poco a poco, la ciudad se va quedando tranquila.

El recibimiento hostil a las tropas rusas en territorio ocupado ha hecho que se muestren más agresivas con los locales, como explican muchos de los que han conseguido escapar en las últimas semanas. Oleksandr Holovko, un albañil de 32 años, decidió abandonar el pequeño pueblo de Bilmak —unos 90 kilómetros al norte de Mariúpol— cuando unos soldados rusos irrumpieron en el piso de su familia hace unos días.

Foto: Imágenes de satélite del aeropuerto de Jersón, foco de batalla entre las tropas. (Reuters)

"'Oficialmente' estaban buscando armas. Pero yo creo que estaban buscando desertores. Me interrogaron porque vieron que tenía una marca roja en el ojo. Les intenté explicar que fue jugando hace un tiempo con mi hijo y el gato. Me presionaron para que admitiera que era un francotirador. Uno de los soldados me apuntó con su fusil y llegó a quitar el seguro. Pensé: 'hasta ahí he llegado'", explica ahora desde Zaporiyia.

Con su mujer y su hijo a salvo en el oeste, Oleksandr emprendió su camino hacia el norte, la vía más rápida hasta el territorio bajo control ucraniano (unos 140 kilómetros hasta Zaporiyia). Tardó varios días y vio el futuro que le espera a los que no puedan salir. "Hay como 20 'check points' en el camino. En algunos, a los hombres nos obligaban a desnudarnos y buscaban tatuajes con símbolos nazis, el tridente o algo así. También miraban si teníamos moratones o heridas, cualquier signo de que se había participado en la batalla. Si se encontraba algo sospechoso, esas personas eran separadas del grupo e interrogadas en cuartos separados", explica.

placeholder Viktoria, Palina y Richard escaparon de Melitopol, ocupada por los rusos. (KAP)
Viktoria, Palina y Richard escaparon de Melitopol, ocupada por los rusos. (KAP)

La mayoría de los evacuados de las zonas ocupadas informan de docenas de puntos de control en las vías, exhaustivos chequeos e interrogatorios. No está claro cuántos soldados los defienden, pero la cantidad de 'check points' es otra señal de que Rusia no pretende replegarse estratégicamente y que aspira a construir un dominio estable —o, al menos, una sensación de dominio— en las zonas ocupadas.

"Melitopol está en calma, completamente silenciosa", recuerdan Viktoria, una trabajadora social de 46 años. Al final logró escapar con su hija Palina, de 13, y su perro Richard en su quinto intento. Tuvieron que atravesar 19 check points hasta Zaporiyia —más de seis horas en un viaje en bus en el que se tardan dos—. En todos los puntos les pedían la documentación y les revisaban toda la información del teléfono: contactos, fotos, aplicaciones, mensajes, llamadas. Se sentían ya extranjeras en su propio país.

"Los rusos no nos querían dejar marchar", recuerda la mujer mientras bebe un té caliente en la carpa que levantaron los trabajadores humanitarios para recibir a los evacuados. "Pero allí ya no queda gente joven, apenas hay comida o medicinas. Y muchos, muchos, muchos soldados", avisa.

placeholder Vyacheslav Smyk en la entrevista. (KAP)
Vyacheslav Smyk en la entrevista. (KAP)

Ahora los refugiados tratan de decidir su futuro. Muchos tratarán de ir al extranjero, como Viktoria y Palina, cuyo destino es Polonia. Otros se quedarán, pero lejos de sus ciudades natales. Es el caso de Vyacheslav, quien se prepara ahora para mudarse al oeste, donde vive su otra hija. Tiene miedo de no poder volver a hablar ruso, su lengua natal. Tiene miedo de no poder volver a pescar. Y tiene miedo de que la guerra nunca acabe. Pero lo que más miedo le da es la idea de vivir con el recuerdo de su hija, a la que no pudo despedir ni dar sepultura.

"Es horrible cuando pierdes a tus seres queridos y tú sobrevives milagrosamente. Si mi hija estuviera viva, no me importaría haber perdido el apartamento y las casas, todo lo que logramos tras toda una vida de duro trabajo", asegura. "Y no puedes llenar este vacío. No puedes hacer nada con él".

Vyacheslav Smyk nunca imaginó que le tocaría revivir las historias de la destrucción nazi de Mariúpol que sus padres le contaban cuando era pequeño. A sus 70 años, este maquinista ferroviario jubilado acaba de vivir los tres meses más duros de su vida. Perdió la ciudad que lo vio nacer, prosperar y formar una familia. Perdió sus casas, sus enseres y todo aquello que no pudo meter en una maleta. Sobre todo, perdió una hija. Un dolor, dice, que lo está pudriendo por dentro, del que no se va a poder recuperar nunca. Esta es la guerra vista por un hombre que solo esperaba envejecer tranquilo, ver crecer a su nieto y pescar en las costas del mar Azov. Algo que ya, difícilmente, va a suceder.

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