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"No queremos ser esclavos de Putin": Ucrania lucha su guerra de la independencia
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Lucha existencial por su soberanía

"No queremos ser esclavos de Putin": Ucrania lucha su guerra de la independencia

Esta guerra es, para los ucranianos, mucho más que una invasión de su territorio. Es una lucha existencial

Foto: Funeral en Lviv de tres soldados ucranianos fallecidos en combate. (EFE/Mykola Tys)
Funeral en Lviv de tres soldados ucranianos fallecidos en combate. (EFE/Mykola Tys)
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Lugar: Lviv, en el oeste ucraniano. Dirección exacta: desconocida, y así prefieren sus dueños que permanezca. Al final de un pasillo sin iluminación alguna, semioculta tras unas escaleras, una pesada puerta de madera no da señal alguna de haber sido abierta en años. Dos golpes con los nudillos bastan para desmentir las apariencias. “¿Contraseña?”, pregunta una voz grave desde el otro lado. “¡Slava Ukraini! [gloria a Ucrania], gritamos, el lema nacionalista ucraniano por excelencia, prohibido durante los años de la Unión Soviética. Un hombre regordete, con cara de pocos amigos y una vetusta ametralladora en la mano, abre la puerta. “¡Gloria a sus héroes!”, responde, antes de revisar nuestros documentos y cachearnos en busca de armas.

El lugar se llama Kryivka, que puede traducirse como 'oculto'. Se trata, según se autodescribe, del último escondite del ejército insurgente ucraniano de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Tras comprobar que no vamos armados, el hombre, dueño del local y cuyo nombre es Mykola, abre una falsa estantería que esconde unas escaleras. Pero al final de ellas, con la iluminación tenue propia de un búnker subterráneo, no nos esperan soldados, sino camareros. Estamos en un restaurante temático, un gran trampantojo que nos transporta al periodo entre 1942 y 1945, cuando una organización militar clandestina que buscaba la independencia de Ucrania operaba en el país. Uno en el que te sirven la sopa 'borsch' en cazuelas militares y donde, antaño, se podía posar con fusiles y practicar el tiro al blanco contra una fotografía de Stalin.

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Pero lo que antes era un mero atractivo turístico, ahora resuena con más fuerza que nunca en un país en guerra donde '¡gloria a Ucrania!' ha pasado de ser una exclamación patriótica que se escuchaba anecdóticamente en las zonas más occidentales del país a ser repetida ‘ad infinitum’ por políticos, militares y ciudadanos de todo el territorio por igual. Del mismo modo, que un uniformado armado revise tu documentación antes de entrar a un establecimiento ya no es algo anacrónico, sino una realidad a la que cientos de miles de ucranianos se enfrentan cada día. Un puente temporal une 1942 con 2022, ya que, 80 años después, Ucrania vuelve a luchar por su independencia.

“Los últimos 30 años han sido un preludio a este momento histórico. Técnicamente, recibimos la independencia tras la ruptura de la Unión Soviética, pero por aquel entonces la dimos por hecho, sin prestar mucha atención a los peligros que seguían emanando del este”, explica Serhiy Kiral, vicealcalde de Lviv, en entrevista con El Confidencial. En Occidente, la estructura moderna del Estado-nación está tan engranada en nuestra mentalidad que asumimos su soberanía como un hecho. Pero durante todo este tiempo que dimos por segura la realidad de una Ucrania independiente, Moscú la veía con otros ojos. Una visión que el presidente Vladímir Putin dejó clara en su discurso previo a la invasión, en el que describió el país vecino como una región rusa que solo existe como Estado independiente por los “errores históricos” de la URSS.

placeholder Una joven se despide de su novio, que va a ser desplegado a la línea del frente, en la estación de Lviv. (Reuters/Kai Pfaffenbach)
Una joven se despide de su novio, que va a ser desplegado a la línea del frente, en la estación de Lviv. (Reuters/Kai Pfaffenbach)

Por eso, esta guerra es, para los ucranianos, mucho más que una invasión de su territorio. Decenas de entrevistados en Lviv desde el inicio de la invasión han descrito el conflicto como una lucha existencial. “Esta es nuestra guerra de independencia. También es nuestra guerra por el reconocimiento global de Ucrania, de nuestra existencia. Una guerra para abrir los ojos de los europeos, brasileños, argentinos, chinos y el resto de ciudadanos del mundo sobre quiénes somos en realidad”, asevera Kiral.

Darlo todo para no quedarse sin nada

Dimko es un joven residente de Lviv que trabajaba para una empresa neozelandesa y que ahora lleva 13 días sin descanso ayudando a refugiados, coordinando campañas de donaciones al Ejército y transportando material de apoyo logístico y militar, entre otras tareas. Su día empieza y acaba con un mismo objetivo en mente, el de contribuir todo lo posible al esfuerzo bélico de su nación. En una de las pocas pausas que se permite, me explica en términos muy sencillos por qué resulta difícil encontrar a ucranianos que no estén dando todo lo que está en sus manos para ayudar a paliar y repeler la invasión rusa: “¿De qué sirve el dinero si perdemos nuestro país?”.

El desarrollador de 23 años es solo una gota en el mar de voluntariado que ha inundado Ucrania desde que los primeros misiles rusos empezaron a llover sobre el país. En las calles de Lviv es difícil encontrar un solo restaurante que no ofrezca descuentos a militares o refugiados, o empresas de cualquier tipo que no estén donando gran parte (o la totalidad) de sus beneficios al Ejército ucraniano. “Todo el mundo que conozco quiere ayudar de algún modo. En mi equipo de trabajo, por ejemplo, nuestra mánager está intentando comprar botiquines tácticos de primeros auxilios y transportarlos a la frontera”, relata Yevheniia Mitriakhina, científica de datos que tuvo que escapar de Kiev y ahora, como la mayoría de la ciudad, está inscrita en programas de voluntariado en Lviv.

Foto: Matviy, en el interior del búnker en Lviv. (L. Proto)

Y la ayuda no se limita al interior de las fronteras ucranianas. “Mis otras compañeras que han salido del país están involucradas en un proyecto que monitorea las redes sociales para determinar los movimientos de las tropas rusas”, agrega Yevheniia. La joven puede aportar decenas de ejemplos más, y eso únicamente en sus círculos cercanos. En Lviv, ni siquiera es necesario conocer a alguien para darse cuenta del espíritu de voluntariado que se ha adueñado de la ciudad. Un simple paseo bastará para encontrarse numerosos carteles como el que decora la entrada del número 4 de la calle Tyktora: “Comida gratis para refugiados a las 13:00 y 17:00”.

En su interior, Julia cocina más comida de la que ha tenido que preparar en su vida. “Calculamos que podemos servir gratis a 300 personas al día”, me comenta. Su restaurante, K-Food, es coreano, igual que ella. Nació en Ucrania, pero tiene la nacionalidad de Corea del Sur y sigue contando con fuertes lazos con el país asiático, especialmente a través de la comida tradicional. Sin embargo, cuenta con la ciudadanía ucraniana y se dice completamente comprometida con los esfuerzos por absorber el impacto de la guerra. “Antes de que comenzara todo esto, ya ofrecíamos comidas gratis para personas discapacitadas, sin hogar o con problemas de adicción”, relata.

placeholder Voluntarias en Lviv preparan comida para los soldados en el frente. (Reuters/Pavlo Palamarchuk)
Voluntarias en Lviv preparan comida para los soldados en el frente. (Reuters/Pavlo Palamarchuk)

Julia ha vivido toda su vida en este país, tiempo en el que también ha visto su lado menos amable. Durante su infancia, le tocó vivir a menudo el racismo de compañeros de clase, que se burlaban de su apariencia oriental. “Tuve que enfrentar algo de ‘bullying’ de una sociedad no muy acostumbrada a la presencia de extranjeros”, lamenta la trabajadora del restaurante familiar. Sin embargo, asegura haber estado percibiendo un cambio social acelerado y sin precedentes durante los últimos años. “La gente ha empezado a ver a los extranjeros y al mundo, en general, de otra manera”, asegura.

Las rencillas que antaño parecían irreconciliables ahora son cosa del pasado

Una guerra que se percibe como una batalla por la propia soberanía de la nación está destinada a cambiar las prioridades de sus ciudadanos. Las rencillas que antaño parecían irreconciliables ahora son cosa del pasado. El tópico repetido hasta la saciedad durante la última década sobre las presuntas divisiones enraizadas entre la población ucraniana occidental y oriental ha muerto con la guerra. Ha quedado sepultado bajo decenas de vídeos de los ciudadanos saliendo a las calles de las ciudades ocupadas del este para protestar contra unos soldados rusos que esperaban ser recibidos como héroes salvadores. “Esta guerra ha unido a todos los ucranianos en torno a una misma idea: la libertad. Sean del este o del oeste, rusoparlantes o no, todos luchan contra la agresión de Putin porque no quieren ser esclavos. No quieren vivir bajo un régimen autoritario. Quieren ser libres", sentencia Kiral.

Una batalla por y contra la historia

Una de las paradojas de esta guerra es que la opción de una salida diplomática, normalmente favorecida por el bando con menor peso militar, no es la preferida por los ucranianos. Políticos y ciudadanos por igual reciben las negociaciones con la delegación rusa con escepticismo y sin grandes expectativas. Aceptar una solución a medias, consideran, es solo una condena a largo plazo. Después de todo, la historia les da razones de sobra para ser escépticos sobre aquellos acuerdos negociados en un despacho.

Poco después de que Ucrania declarara formalmente su independencia en 1991, tras un referéndum en que el sí ganó con más de un 92% de los votos, se vio presionada internacionalmente para que entregara a Rusia sus armas nucleares. Con más de 5.000 (entre ojivas, aviones bombarderos y otros materiales), el país recién estrenado había heredado el tercer mayor arsenal atómico del mundo. Estados Unidos, Reino Unido y Rusia firmaron con Kiev el Memorándum de Budapest, por el cual los ucranianos entregaban su arsenal a cambio del compromiso de Washington, Londres y Moscú de respetar la independencia y soberanía del país “y de sus fronteras actuales”. Cuando Vladímir Putin rompió este acuerdo en 2014 al anexionarse Crimea, la reacción de los otros firmantes fue condenatoria, pero sin graves consecuencias para el Kremlin.

Por eso, los ucranianos saben que ninguna rúbrica en papel alguno servirá mientras Rusia siga viendo su país como un territorio destinado a ser su satélite. La guerra es vista por muchos como una batalla final por su historia y contra aquella que les ha sido impuesta. Una reivindicación de la capacidad de Ucrania de erigirse orgullosa como una nación con más de 1.000 años de historia, en lugar de aceptar el papel de hermano pequeño y sin derecho a réplica que le asigna el gigante ruso. La culminación de siglos de lucha por su derecho a existir, una resistencia plasmada en el poema 'Ucrania aún no ha muerto', escrito en 1862 por el poeta Pavlo Chubynsky y que hoy, con ciertas modificaciones, es la letra del himno nacional del país.

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De vuelta al restaurante Kryivka, la música que escuchan los comensales es una serie de adaptaciones de este himno, además de diversas canciones patrióticas que hasta hace poco solo eran escuchadas por el nicho más nacionalista de la población. Ahora, esta banda sonora es prácticamente indistinguible de la que suena en cualquier cadena de radio ucraniana. Tanto en las paredes como en la propia carta para ordenar, el retrato más destacado es el de Stepán Bandera, una de las figuras más polémicas de la historia del país. Para unos, un héroe nacional que dedicó su vida a luchar por la independencia de Ucrania; para otros, un radical que llegó a colaborar con los nazis (y luego luchó contra ellos). Bandera murió en 1959, después de ser envenenado por la KGB. Su legado ha sido objeto de los debates ideológicos más iracundos en Ucrania, unos que ni siquiera la guerra, por ahora, ha podido apaciguar. Un recordatorio importante de que la unidad ante el invasor no dura para siempre.

Mykola abandona su guardia frente a la puerta oculta y se pasea entre las mesas, permitiéndonos así cruzar unas breves palabras con el dueño del local. Que el país está librando su guerra de la independencia, para él es un hecho. “Pero no ha comenzado ahora, sino hace ocho años”, espeta, en referencia a la anexión rusa de Crimea y el conflicto del Donbás. “Ahora no solo estamos luchando por nosotros, sino por toda Europa. Si nosotros caemos, Europa vendrá después”, agrega, antes de despedirse con el inevitable “¡gloria a Ucrania!”.

Lugar: Lviv, en el oeste ucraniano. Dirección exacta: desconocida, y así prefieren sus dueños que permanezca. Al final de un pasillo sin iluminación alguna, semioculta tras unas escaleras, una pesada puerta de madera no da señal alguna de haber sido abierta en años. Dos golpes con los nudillos bastan para desmentir las apariencias. “¿Contraseña?”, pregunta una voz grave desde el otro lado. “¡Slava Ukraini! [gloria a Ucrania], gritamos, el lema nacionalista ucraniano por excelencia, prohibido durante los años de la Unión Soviética. Un hombre regordete, con cara de pocos amigos y una vetusta ametralladora en la mano, abre la puerta. “¡Gloria a sus héroes!”, responde, antes de revisar nuestros documentos y cachearnos en busca de armas.

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