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"Lucharemos hasta el último aliento": el otro ejército ucraniano que Putin no esperaba
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Un país en constante resistencia

"Lucharemos hasta el último aliento": el otro ejército ucraniano que Putin no esperaba

En el número 85 de la calle General Chuprynky, en la ciudad ucraniana de Lviv, un ejército de voluntarios trabaja incesantemente para absorber las consecuencias de la guerra

Foto: Matviy, en el interior del búnker en Lviv. (L. Proto)
Matviy, en el interior del búnker en Lviv. (L. Proto)
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Mientras bajamos las escaleras hacia el búnker, Matviy suelta una carcajada. "¿Sabes lo más irónico? Este lugar lo construyeron los rusos durante la época soviética. Ahora lo usamos contra ellos".

El joven ucraniano me orienta por el laberinto de pasillos del refugio subterráneo. La luz tenue, las telarañas y el polvo en suspensión dan al sitio la sensación de llevar décadas sin ser utilizado. Puede que así fuera hasta el jueves de la semana pasada, cuando las alarmas antiaéreas, despertadas de su largo letargo por el riesgo de los misiles de Rusia, volvieron a escucharse en las calles de Lviv y devolvieron al búnker su propósito original. Ahora, con sacos de dormir, mantas y palets llenos de botellas de agua desperdigados por todas partes, vuelve a ser parte del día a día de los ocupantes del edificio.

Estamos en la parte más profunda del número 85 de la calle General Chuprynky, también conocido con el nada fascinante nombre de Centro de Servicios Administrativos del distrito Frankivskyi, uno de los seis que componen la ciudad. Es un edificio de aspecto tan soviético que parece un estereotipo. Un bloque de hormigón con una fachada de cuatro plantas de alto por 15 ventanas de largo cuyo único color discernible es el amarillo y azul celeste de las tres banderas ucranianas que ondean a ambos lados de la entrada y en el techo.

Antes de que Vladímir Putin ordenara la invasión a gran escala de Ucrania, era un lugar dedicado a trámites burocráticos y poco más. Ahora, es un hervidero de la resistencia al ocupante. Tras una entrada custodiada por policías y militares armados hasta los dientes, una marabunta de voluntarios opera incesantemente. Están coordinando el flujo de refugiados que llegan, hora tras hora, desde el este ucraniano huyendo de los misiles, bombas y tanques rusos. Desde la estación de tren y las carreteras orientales, los recién llegados son trasladados a los diferentes centros administrativos de distritos, acogidos temporalmente y redirigidos a refugios de larga duración o, si así lo desean, hacia las fronteras occidentales.

placeholder Sacos de dormir en el búnker. (L. Proto)
Sacos de dormir en el búnker. (L. Proto)

Los del 85 de Chuprynky son solo una diminuta fracción de una legión de ucranianos autodenominados 'ejército civil'. Decenas de miles de voluntarios que se movilizaron desde el primer aviso de la ofensiva militar rusa, dispuestos a lo que haga falta. Trasladar refugiados, administrar las donaciones masivas de productos de primera y segunda necesidad, llenar sacos de arena para bloquear carreteras, aprovisionar de medicamentos a los asentamientos militares, fabricar cócteles molotov. Para lo que sea, allí están. Lviv no es la excepción, relatan, sino la norma. En la ciudad central de Dnipropetrovsk, mucho más cerca del frente de combate, aseguran que las decenas de barricadas antitanques que ahora protegen la urbe fueron construidas cada una en menos de una hora a base de palas, sacos y hombros.

'Shock', trauma y negación

Matviy es uno de los rangos intermedios al frente de la actividad del edificio. El coordinador general está durmiendo sus primeras tres horas seguidas en cuatro días. Me dicen que luego podré hablar con él y ya me advierten de lo joven que es: “Tiene 24 años”. Por las apariencias, Matviy no puede ser mucho mayor que él. Tras el paseo por el búnker, subimos a la primera planta, donde la hilera de habitaciones del edificio está repleta de recursos que los residentes de Lviv traen sin parar y a todas horas, solo interrumpidos por las alarmas antiaéreas. Hoy, todavía no ha sonado ninguna en la ciudad. Para los voluntarios, es una señal de que Rusia va perdiendo.

Son tantas donaciones que las salas son temáticas. Está la habitación del papel higiénico, la del agua embotellada, la de la comida, la de los productos de limpieza, la de la ropa, la de los abrigos, la de los cojines y las mantas. Cualquiera que llegue puede agarrar lo que necesite, sin necesidad de preguntar. Matviy explica que los ciudadanos de Lviv se han volcado de un modo que nunca hubiera imaginado. “Somos mejores que Estados Unidos”, presume. “Ellos son todo blablablá. Nosotros nos ponemos manos a la obra”. Él mismo tiene a seis ex residentes de Kiev durmiendo en el suelo de su casa.

placeholder El salón, con los refugiados. (L. Proto)
El salón, con los refugiados. (L. Proto)

En la misma planta hay un gran salón con un escenario decorado con gigantescas cortinas de los colores de la bandera ucraniana. Antaño, servía para acoger eventos y conciertos. Ahora, todas las sillas han sido apiladas al fondo para dar espacio a los refugiados que duermen en ella y el suelo ha sido tapizado de colchones, mantas y alfombras. Veo a varias familias con niños. Me piden no mostrar el rostro de nadie que no esté allí voluntariamente.

Entre los encargados de ayudar a quienes llegan huyendo del este se encuentra Yulia, quien les brinda asistencia psicológica. La mayoría, indica, llegan en estado de 'shock', que tarda días en desaparecer. En algunos casos se enquista y hay quien se niega a aceptar la realidad de su país en guerra. “Les digo que sí es cierto, que sí están aquí, pero que este es un sitio seguro. Algunos siguen sin creerlo”, lamenta la terapeuta. Los niños lo suelen llevar mejor que los padres. “Se ponen a dibujar y se olvidan. Se abstraen mejor que los adultos. Pero sigue siendo un trauma espantoso que es posible que los acompañe toda la vida”, advierte.

Foto: Refugiados ucranianos en el paso fronterizo con Rumanía (EFE/Robert Ghement)

La gran mayoría de los refugiados son ucranianos, pero hay de todo, especialmente en el caso de los estudiantes. Adnane nació en Melilla y creció en Nador, ciudad marroquí a escasos kilómetros al sur de la ciudad autónoma española. Explica, en español, que llevaba más de seis de sus 26 años estudiando ciberseguridad en Járkov, la segunda mayor ciudad de Ucrania y que ayer logró repeler un asalto a gran escala de las fuerzas. Hace dos días escapó de allí en coche junto a otro compañero de Marruecos, un egipcio y una chica de Líbano, un viaje de más de 1.000 kilómetros por carretera mientras caían las bombas. “Qué rápido cambia el mundo”. Es una historia prácticamente idéntica a la de Hasán, otro marroquí que trabajaba de taxista en la ciudad oriental para pagarse la universidad. Ahora solo espera poder volver a su país.

Los 'boy scouts' de la resistencia

Me indican que el coordinador ya se ha despertado. Se acerca y me estrecha la mano. Esperaba a alguien joven, pero sigo sorprendiéndome. Ante mí se encuentra alguien que me cuesta creer que supere la veintena, extremadamente delgado, con acné y cara de recién salido de la cama, que en su caso han sido tres sillas alineadas en batería. Hablamos y me saca de mi error. La persona al frente de la operación en el edificio, encargada de decenas de personas de las que dependen cientos más, no tiene 24 años: acaba de cumplir los 18.

"Hace dos noches, llegaron 10 trenes en 40 minutos"

Su nombre es Maxim. ¿Cómo es posible? “Necesitaban a alguien con experiencia a la hora de gestionar a otras personas”. ¿Qué clase de experiencia tiene alguien apenas mayor de edad? “Llevo 10 años como miembro de Plast”. ¿Qué es Plast? Es el equivalente ucraniano a los Boy Scouts, con la misma flor de lis, la misma pañoleta al cuello y el mismo saludo con el índice, corazón y anular en alto. La única diferencia es que en este país los seguidores del legado de Robert Baden-Powell tienen una mayor inspiración castrense que sus pares europeos. El coordinador también dice tener “experiencia en organización de eventos” y ser alumno de la Academia de Liderazgo Ucraniana.

A lo largo de nuestra conversación, varias personas se acercan a consultarle sobre turnos, sobre rutas en coche, sobre que falta personal en este lado o en el otro. Maxim está ahí para resolver problemas. Su trabajo no remunerado de cuatro días de antigüedad así lo exige. “No tenemos manera de saber cuándo van a llegar los trenes llenos de desplazados. Recibimos el anuncio con 20 minutos de antelación”, relata. Por eso los llaman 'trenes fantasma'. Durante horas y horas, no aparece ninguno. De pronto, frecuentemente tras caer el sol, todos de golpe. “Hace dos noches, llegaron 10 en 40 minutos”, afirma. Cada uno lleno hasta los topes, asientos y pasillos por igual.

placeholder La fachada del edificio 85 de la calle General Chuprynky. (L. Proto)
La fachada del edificio 85 de la calle General Chuprynky. (L. Proto)

La charla no dura mucho, el volumen de trabajo acumulado tras tres horas de sueño no lo permite. Al despedirse, me asegura que están capacitados y tienen la energía para seguir haciendo esto y más, si es necesario, durante meses. Antes de abandonar el edificio, Matyiv también me dice que el cansancio no va a hacer mella en el ejército civil ucraniano. Me recuerda que esta guerra no empezó hace tres días, sino hace ocho años.

Lucharemos hasta el último aliento. Ucrania oriental es nuestra tierra. Crimea es nuestra tierra. A Putin pueden darle por el culo”, asevera el voluntario, repitiendo el insulto que se ha convertido en un eslogan en el país después de que los guardias fronterizos ucranianos de la Isla de las Serpientes lo exclamaran contra un barco de guerra ruso que les exigía su rendición.

La sombra del edificio soviético me acompaña hasta la siguiente calle. Minutos después, a pocas cuadras de distancia, un ucraniano fornido y barbudo que carga una gran garrafa de agua me pregunta, primero en ucraniano y luego con gestos y en ‘ucringlish’, si conozco cómo llegar al Centro de Servicios Administrativos, cuya dirección aparece apuntada en uno de los cientos de carteles pegados por toda la ciudad. Le doy indicaciones en inglés y parece entenderme. Se llama Vassily. Como tantos otros, llegó de Kiev hace dos días. Le pregunto cómo ve la situación en la capital. Se encoge de hombros y sonríe. “¿Los rusos? Van a morir todos”, asegura antes de partir hacia el 85 de General Chuprynky.

Mientras bajamos las escaleras hacia el búnker, Matviy suelta una carcajada. "¿Sabes lo más irónico? Este lugar lo construyeron los rusos durante la época soviética. Ahora lo usamos contra ellos".

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