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Un soldado ucraniano se sincera: "En el Donbás, algunos nos culpan de las bombas rusas"
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MORAL ALTA ENTRE LAS TROPAS UCRANIANAS

Un soldado ucraniano se sincera: "En el Donbás, algunos nos culpan de las bombas rusas"

En solo unos días, Roman ha sobrevivido a un bombardeo, perdido a su madre y su novia le ha dejado. Pero él está más motivado que nunca y mantiene la esperanza en una victoria final

Foto: Un soldado ucraniano patrulla en la región de Donetsk. (EFE/EPA/STR)
Un soldado ucraniano patrulla en la región de Donetsk. (EFE/EPA/STR)

La guerra se presta a sentimientos contradictorios. Recurrentes carcajadas de funeral, completamente fuera de lugar y completamente apropiadas al mismo tiempo. El soldado de artillería Roman tiene los ojos enrojecidos de llorar y hoy arrastra la mirada de las 1.000 yardas. En una semana, su madre falleció en Polonia, su novia lo dejó desde Eslovaquia y él sobrevivió, de milagro, a una muerte segura en el Donbás. Viaja de permiso para cruzarse medio país y arreglar los papeles del testamento. No podrá asistir al funeral, ni verla una última vez, porque no puede salir de Ucrania. Lleva un salvoconducto que tendrá que mostrar en la larga docena de ‘check points’ entre Kramatorsk y Dnipro, con sus correspondientes explicaciones. En realidad, dice, superiores y compañeros han sido muy comprensivos.

placeholder Calle en ruinas en Kramatorsk. (K. A. P.)
Calle en ruinas en Kramatorsk. (K. A. P.)

Pero esto es la guerra, y el militar apenas tendrá 48 horas para lidiar con los trámites de la defunción en su ciudad natal, al oeste del país, y volver directo a su puesto de combate, en un punto que no especificaremos del frente de Lugansk. Tampoco podremos mostrar su rostro, ni detallar su rango o unidad. Tan solo diremos que, a sus 29 años, acaba de pasar la peor semana de su vida. O la mejor, según se mire. “Mi madre ha muerto y yo he vuelto a nacer, como se suele decir”, asegura. Lo dicho, disparatado. Sigamos con Roman.

Para él, la guerra no es nueva. Inspirado por la revolución del Euromaidán, se alistó en 2016 y estuvo destinado en Nicolayev (sur) durante cuatro años. Se dio de baja un tiempo acariciando la idea de colgar el uniforme. El plan, cuenta, era reincorporarse un año más, ahorrar y mudarse con su novia a Eslovaquia. Empezar una nueva vida. Pero nada de eso va a pasar.

Cazando rusos en Nicolayev

El fatídico 24 de febrero no podía dormir y estaba matando el tiempo navegando por internet. En la madrugada, comenzaron a llegarle mensajes de amigos y excompañeros de armas. Rusia había atacado Ucrania. Tuvo un momento de confusión e incredulidad. Pero una rápida búsqueda en redes le confirmó la noticia y entendió que el día que tanto temía había llegado. A las pocas horas, el Ejército lo llamaba a filas urgentemente. “Aquí vamos de nuevo”, fue lo único que acertó a pensar.

Durante el primer mes de la guerra, volvió con su antigua unidad a Nicolayev, una ciudad estratégica en la vía entre Jersón y Odesa, capital del sur y ‘perla del mar Negro’. Durante la primera semana de la guerra, el enclave aguantó un ataque sostenido de artillería, tanques e incursiones terrestres, convirtiéndose en uno de los frentes más duros de la fallida ofensiva ‘relámpago’ con la que Vladímir Putin esperaba someter a Ucrania en los primeros días. Allí, Roman y sus compañeros estuvieron conteniendo el avance de las tropas invasoras que subían desde la península de Crimea y habían tomado la ciudad de Jersón. No solo los frenaron, sino que lograron hacerles retroceder mediante emboscadas y ataques sorpresa. “Los ‘cazamos’ por toda la carretera [hacia Jersón], recuerda orgulloso.

Al mes del inicio de la guerra, el Kremlin dio un volantazo a su estrategia bélica y renunció a conquistar todo el país, limitando sus objetivos a la ocupación total de Donetsk y Lugansk, las dos regiones que componen el Donbás —un área de 60.000 km², una extensión similar a Cáceres, Badajoz y Ciudad Real—. Al comenzar esta segunda fase de la invasión, Roman fue trasladado a un nuevo puesto de comando en el oriente. Su frente estaba en Lugansk, donde ahora luchan con soldados rusos apoyados por los rebeldes pro-Putin, donde la batalla es, por momentos, encarnizada.

Foto: Un soldado ucraniano en un supermercado en Kramatorsk, Donetsk. (Reuters, Jorge Silva)

Allí, cuenta, el enemigo está apenas a 600 metros separados por un bosque, y pueden sentir los obuses surcando el cielo sobre sus cabezas constantemente. “No te puedes preocupar por dónde van a caer. Te puedes volver loco si lo piensas”, cuenta. También escucha los drones sobrevolando cada hora en punto su posición, siempre fuera del alcance de la vista. La mayoría son de reconocimiento, pero algunas veces son ofensivos, capaces de dejar caer una pequeña bomba en sus trincheras.

¿Que nos vayamos de aquí?

Hace unos días, estaba con su pelotón descansando en un cobertizo; piernas cruzadas y hecho un ovillo sobre sí mismo, tratando de conciliar el sueño. Entonces sintió el estruendo. La mala suerte es que la mina de artillería impactó sobre el techo de la construcción; la buena, que dio contra una viga metálica que los protegió de la peor parte de la deflagración. Aun así, explica, el obús destruyó la mitad de la sala. Su fusil, apoyado contra la pared, salió despedido y quedó inutilizado. En las fotos que nos muestra se aprecia el grueso del proyectil encajado en la viga y la estancia medio destrozada. “Fue un fogonazo rojo y luego todo negro”, trata de describirlo.

A pesar del peligro, en sus líneas, asegura que la moral está alta. No niega que están asumiendo muchas bajas, pero también que están haciéndoles pagar muy caro a los invasores cada metro de tierra que avanzan. Tratan de mantenerse ágiles sobre el terreno, moviéndose constantemente a lo largo de la línea de contacto para burlar al enemigo. Allí, se sincera, todavía hay algunos vecinos que ven a las tropas ucranianas con escepticismo.

Foto: Tranvía destrozado en Mariúpol tras la invasión rusa. (Reuters/Alexander Ermochenko)
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“Algunos nos dicen que los bombardeos rusos son culpa nuestra; que qué hacemos aquí, que nos vayamos para que dejen de bombardear. Tratamos de explicarles que si nos vamos será peor, que entrarán en la ciudad. Y ya hemos visto lo que hacen los rusos cuando entrar en una ciudad”, dice con una nota de decepción en su voz. Según el Gobierno ucraniano, la ocupación se ha cobrado la vida de más de 3.300 civiles, una cifra que no contabiliza los miles de víctimas en las ciudades más castigadas como Mariúpol.

Este es un testimonio anecdótico. Pero ahí está, poniendo los grises a una invasión que ha desatado una ola de fervor nacionalista inédita en Ucrania, incluso en las zonas más rusófonas del oriente del país. Allí reside el núcleo duro —electoral e histórico— de apoyo a Moscú, pese a que la región lleva inmersa en el conflicto desde la insurrección prorrusa en el Donbás de 2014.

Foto: El presidente ruso, Vladímir Putin, en el Día de la Victoria. (Reuters/Maxim Shemetov)

En marzo, el presidente Volodímir Zelenski suspendió a 11 partidos ucranianos alegando “nexos con Rusia”. Pese a que la mayoría eran pequeños o directamente insignificantes, uno, la Plataforma Opositora por la Vida, fue la segunda fuerza política más votada en las elecciones y ocupa 44 de los 450 escaños de la Rada ucraniana. El pasado diciembre, apenas el 12% de los ucranianos veía a Rusia como un aliado —por un 72% que lo calificaba de “Estado hostil”—, según la firma demoscópica ucraniana Rating Group —que excluía a la Crimea anexionada ilegalmente por Rusia en 2014 y los territorios bajo control de los separatistas en Donetsk y Lugansk—.

Los expertos también se apresuran a matizar estos votos. No siempre se trataba de un apoyo ideológico, muchas veces obedecía a un sentimiento familiar, cimentado en vínculos familiares forjados en la época soviética. En otras, simplemente, una indiferencia marcada por la costumbre y la preocupación por asuntos más terrenales, como el trabajo, la vivienda o las carreteras en una de las zonas más pobres y castigadas del país. Ahora, es imposible saber cuántos siguen defendiendo las tesis de Moscú. Y los pocos que lo hacen, lo hacen en privado.

Jóvenes y viejos

Roman, como el resto de militares con los que hemos conversado estos días, asegura que el Ejército ha sentido como nunca el apoyo de una ciudadanía volcada con sus soldados. Hay voluntarios de sobra para la Fuerza Territorial, y ha surgido una resistencia civil que está llegando allí donde ahora no llegan las autoridades ni las ONG profesionales. Asisten a las familias para que los soldados sientan que sus seres queridos no van a ser dejados atrás mientras están en el frente. Pero también nutren a las propias filas, que a veces sufren con la intendencia, cuenta.

placeholder Memorial en la estación de trenes de Kramatorsk. (KAP)
Memorial en la estación de trenes de Kramatorsk. (KAP)

El equipamiento de las Fuerzas Armadas ha mejorado mucho desde las primeras semanas. En esos primeros días, algunos soldados iban al frente sin chalecos antibalas adecuados o con kits médicos muy rudimentarios. Poco a poco, el suministro ha ido sofisticándose. Además, comenzaron a llegar las armas occidentales que, asegura el joven, están siendo cruciales para marcar la diferencia en el frente. “Estuvimos ‘pasándolo bien’ con los NLAW antitanque que mandaron los británicos”, espeta con una sonrisa.

No todo es perfecto, reconoce, pero dadas las circunstancias y las expectativas al principio de la invasión, está ahora más motivado que nunca. “Tenemos dos tipos de mandos militares: los que creen que la guerra deben hacerla los jóvenes, ágiles y fuertes, para tener posibilidades de ganar. Y hay otros que creen que deben hacerla los viejos, para que los jóvenes puedan vivir y tener hijos. Al final, la guerra la estamos haciendo todos”. ¿Confías en la victoria? Me mira y se queda callado, midiendo sus palabras con precisión. “Hay que tener esperanza. No queda otra”, concluye.

La guerra se presta a sentimientos contradictorios. Recurrentes carcajadas de funeral, completamente fuera de lugar y completamente apropiadas al mismo tiempo. El soldado de artillería Roman tiene los ojos enrojecidos de llorar y hoy arrastra la mirada de las 1.000 yardas. En una semana, su madre falleció en Polonia, su novia lo dejó desde Eslovaquia y él sobrevivió, de milagro, a una muerte segura en el Donbás. Viaja de permiso para cruzarse medio país y arreglar los papeles del testamento. No podrá asistir al funeral, ni verla una última vez, porque no puede salir de Ucrania. Lleva un salvoconducto que tendrá que mostrar en la larga docena de ‘check points’ entre Kramatorsk y Dnipro, con sus correspondientes explicaciones. En realidad, dice, superiores y compañeros han sido muy comprensivos.

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