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Viaje al reino del silencio con los últimos cazadores de unicornios marinos
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EN LA TIERRA DE LOS INUIT

Viaje al reino del silencio con los últimos cazadores de unicornios marinos

A lo largo de estos días que llevamos conviviendo con los cazadores inuit, hemos podido comprobar lo extremadamente dura que resulta su vida en el Ártico

Foto: Cazador inuit despiezando un narval. (EC)
Cazador inuit despiezando un narval. (EC)

"¡Aay, aay, aay, aaay…!! ¡¡Jako, jako, jako, jako, jaakooo, jaakooo…!!". Con estas incomprensibles órdenes que Adolf daba a su tiro de perros groenlandeses, empezaba a deslizarse el trineo sobre la banquisa, y daba también comienzo nuestra aventura sobre el mar helado acompañando a los últimos cazadores inuit de narvales. Aunque, en realidad, todo había empezado mucho antes, cuando Ramón Larramendi —probablemente el explorador polar vivo más importante del mundo— le había ofrecido a nuestro común amigo Pio Cabanillas la posibilidad de organizarle una expedición al gran norte groenlandés para intentar hacer algo que él mismo no había tenido todavía la oportunidad de vivir: ver narvales y presenciar cómo los inuit daban caza, a la manera tradicional, a estos misteriosos cetáceos árticos.

Cuando Pio me propuso acompañarle, mi irreprimible curiosidad natural no podía decir que no, aunque las muchas incertidumbres, incógnitas y quizá riesgos del viaje tampoco aconsejaban decir que sí. Este era uno de esos viajes sobre los que mi madre siempre hacia el mismo comentario: "Pero, hijo, pudiendo no ir". Al final, y como no podía ser de otra forma, me sumé a la expedición. A partir de ese momento, comencé a dedicar buena parte de mi tiempo a ir haciéndome a la idea y a hacer acopio de todo el material necesario para la aventura, ello con la ayuda de algún amigo montañero, como Agustín Casado.

Foto: Manuel Calvo, con las botas que se llevará al Ártico, uno de sus perros y un trineo primitivo, en los jardines de su casa de Málaga (Agustín Rivera)

Cima, Barrabés, Makalu, Ansport… fueron lugares de obligada visita. Alguno de estos establecimientos, como, por ejemplo, Plumas las Cruces, superespecializado en cosas tan concretas como confeccionar patucos de plumas. Durante los días previos a iniciar el viaje, me invadió una inevitable sensación de impaciencia, pero también de inquietud, alimentada por la casi total incertidumbre sobre cómo se desarrollaría la expedición; pues desconocíamos casi todos los detalles de la aventura en la que nos estábamos embarcando.

En palabras del propio Ramón Larramendi: "El único plan es que no hay plan". "Todo se organizará sobre la marcha, al más puro estilo inuit". Parecía que habría que resignarse a que los imprevistos fueran lo más previsible de este viaje. Solo sabíamos que, si todo iba bien, viajaríamos a Copenhague; después volaríamos a Kangerlussuaq, lugar en el que haríamos escala para ir a Ilulissat; desde donde, por fin, llegaríamos a Qaanaaq; eso sí, previas dos nuevas escalas en Upernavik y Thule.

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Qaanaaq, probablemente sea, con Siorapaluq, una de las dos o tres poblaciones en las que se asientan comunidades humanas más al norte del planeta, y uno de los lugares más remotos del mundo. En Qaanaaq habitan los últimos grupos de la cultura inuit más genuina; son los llamados inughuit, que en su lengua significa 'grandes hombres' o 'auténticos hombres'. Los inughuit tienen su propio dialecto —inuktun, que solo hablan 1.000 personas— derivado del kalaallisut groenlandes, y son los únicos inuit que mantienen vivas las costumbres y formas de vida más tradicionales de su pueblo; entre otras cosas, practicando la caza de los narvales con arpón, como hicieron durante siglos sus ancestros. Actualmente, el número de inughuit que todavía caza así a los unicornios del mar, posiblemente no supere la treintena. Las habilidades desarrolladas por estos pobladores del Ártico para soportar las terribles condiciones de su hábitat natural, y su innata capacidad para sacar el máximo partido de los limitadísimos recursos ambientales, hace que se les considere como la etnia cazadora mejor adaptada a un medio extremo, y, por ello, el pueblo indígena más admirable del mundo.

En Ilulissat, donde hicimos escala antes de volar a Qaanaaq, se nos unió Ángel Sánchez, más conocido como Piza, que será nuestro guía en esta expedición polar. Piza es un español afincado en Noruega que trabaja para Tierras Polares y para diferentes organizaciones escandinavas en actividades que tienen al hielo y al frío como protagonistas principales. Adiestrador de perros, alpinista, guía ártico y, en tiempos pretéritos, también empresario, informático y fotógrafo. Piza tiene cuatro hijos y tres nietos, una edad que su rostro curtido enmascara enigmáticamente y una actitud siempre afable y dispuesta.

Desde nuestro rojo bimotor turbohélice de 25 plazas se divisa el infinito blanco del Inlandsis, esa gran masa de hielo de hasta 3.000 metros de espesor que recubre la mayor parte de esta enorme isla que es Groenlandia (cuatro veces España). Gran parte del mar que alcanzamos a ver en nuestra ruta aparece congelado, o fragmentado en gigantescas bandejas de hielo marino. Antes de llegar a Qaanaaq, hacemos una última y rápida escala en la base aérea que EEUU tiene en Thule; cerca de la cual, a principios de 1968, tuvo lugar un accidente similar al de Palomares en España, cuando un avión B-52, que llevaba a bordo varias bombas atómicas, se estrelló en la zona.

Qaanaaq, probablemente sea, con Sirapaluq, una de las poblaciones en las que se asientan comunidades humanas más al norte del planeta

El pequeño pueblo de Qaanaaq se localiza en el margen oriental de un ancho, profundo y abrupto fiordo. La panorámica que se contempla desde la suave ladera en la que se asienta la aldea ártica es imponente. En la lejanía, más allá de la banquisa y de la infinidad de icebergs que, como gigantes cautivos, quedaron atrapados en la inmensa llanura marina congelada, se perfila una cadena de elevadas y oscuras formaciones montañosas. 12 formidables pirámides truncadas, todas como en formación, unidas o separadas por otras tantas desmesuradas lenguas glaciares que descienden y se funden, en blanco brillante, con el mar helado.

En Qaanaaq, los posibles alojamientos se reducen a una especie de minihostal con cinco o seis habitaciones y alguna pequeña casita de alquiler. Esta última fue precisamente nuestra opción, que, además, resultó ser especialmente interesante porque nos dio a conocer una inesperada y curiosa historia que iba a enriquecer emocionalmente nuestra experiencia ártica. Hasta llegar a Qaanaaq, desconocíamos que este lugar hubiera sido la base de operaciones escogida por Robert Peary y Mathew A. Henson en su búsqueda y conquista del Polo Norte. Aquí es justo hacer un pequeño inciso en nuestra historia para significar un hecho poco conocido; que, como Henson —asistente y compañero de Peary en sus incursiones polares— era afroamericano, tardó mucho tiempo en recibir los merecidos reconocimientos a su hazaña, ello, paradójicamente, pese a ser para algunos quien llegó al polo 45 minutos antes que el propio Peary.

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Los dos célebres exploradores pasaron largas temporadas en Qaanaaq y, como ya se sabe que el aislamiento, la obligada inactividad y el frío intenso favorecen el contacto humano, ambos tuvieron relaciones con mujeres inuit; como consecuencias de lo cual, no solo dejaron en el poblado ártico imborrable memoria de sus aventuras en los hielos, sino también su herencia genética, porque, tanto uno como otro, tuvieron descendencia en la zona. Casualmente, para nuestra gran sorpresa, nuestros caseros —Kitdlaq y Kista Henson— resultaron ser bisnietos del famoso explorador, y, al parecer, muy orgullosos de serlo, como lo confirmaba el hecho de que la casa estuviera llena de imágenes y libros sobre el personaje y su epopeya.

En Qaanaaq, los posibles alojamientos se reducen a una especie de minihostal con cinco o seis habitaciones y alguna pequeña casita de alquiler

Después de esto, echamos a volar la imaginación y pensamos, no sin cierto fundamento, que también era posible que los cazadores con los que en poco tiempo emprenderíamos nuestra pequeña expedición ártica pudieran ser, asimismo, descendientes de alguno de aquellos cuatro inuit —Egierwah, Seegloo, Ootah y Ooguea— que acompañaron a los insignes conquistadores polares.

Nuestro primer día en Qaanaaq lo dedicamos a conocer a los cazadores inuit con los que haríamos la incursión en el mar helado y a ultimar con ellos los detalles de la expedición. Aprovechamos igualmente la jornada para ordenar nuestros equipajes de cara a la salida y para proveernos de alimentos en el pequeño súper que hay en el lugar que parece tener todo lo necesario para sobrevivir en estos lares; desde arpones, rifles y munición para la caza hasta carne fresca de foca, así como gran variedad de productos envasados, algo de ropa y enseres diversos para la casa. También es el centro de la vida social del poblado; el único sitio en el que puede encontrarse y relacionarse la gente.

"Piza ve a los cazadores confiados en que nosotros podamos ver, y ellos cazar, a estos extraños mamíferos marinos"

Por fin conocemos a los cazadores inuit. Son tres hermanos de mediana edad: Poulus, Adolf y Pita que no hablan más que inuktun, lo cual dificulta bastante comunicarse con ellos porque Piza, nuestro guía, habla groenlandés, pero no el raro dialecto local de los inughuit. Poulus, Adolf y Pita son, además, bastante lacónicos; hablan poco e introducen largos y desconcertantes silencios en la conversación. La mímica y el lenguaje corporal nos tendrán que ayudar a entendernos. Finalmente, cerramos el acuerdo con ellos, que incluye un pago por día y cazador, así como la compra de la comida necesaria para alimentar a los perros. Según ha entendido Piza, el plan inmediato será hacer una primera salida hasta alcanzar el borde del mar helado, o algún canal abierto en mitad de la banquisa que abra pasillos de agua por los que puedan aparecer los narvales. Piza ve a los cazadores confiados en que nosotros podamos ver, y ellos cazar, a estos extraños mamíferos marinos. Habrá que esperar y confiar en la suerte y habilidad de los cazadores.

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La idea es salir mañana y pasar cinco o seis días explorando los hielos; y luego, si tenemos éxito, regresar a Qaanaaq para, después de alguna jornada de descanso, volver a salir de nuevo —ya con el trofeo en nuestra memoria y en nuestras cámaras— y realizar alguna otra incursión en el área para visitar algún otro asentamiento inuit y disfrutar de los espectaculares parajes de la zona. Siento que la ansiedad generada antes del viaje por el temor a lo desconocido se está convirtiendo en una sana impaciencia y un positivo y expectante deseo de que la aventura dé, por fin, comienzo.

Durante los días que pasemos en los hielos, nos alimentaremos básicamente de algún plato precocinado, sopa, arroz con algo, y, ocasionalmente, fiambre y galletas. También llevaremos barritas energéticas y, por supuesto, café e infusiones. En cuanto a la comunicación, a partir de mañana únicamente dispondremos de un teléfono satélite solo para emergencias. Por lo que respecta a la cobertura sanitaria, las posibilidades serán todavía más precarias, porque, aparte de la enfermera que hay en Qaanaaq, el médico más próximo estará a más de 600 km, y solo a través de la vía aérea semanal. Por todo esto, aunque el gran escritor y viajero Colin Thubron decía aquello de "Lo peor que puede pasar en un viaje es que no pase nada", en nuestras actuales circunstancias, lo perfecto sería lo contrario, que lo mejor que puede pasar es que no nos pase nada.

Cuando parecía que todo iba a dar ya comienzo, los cazadores nos dicen que hace demasiado viento para salir y que debemos esperar a ver si las condiciones atmosféricas mejoran. Definitivamente, parece que, en estas regiones extremas, lo inseguro e incierto es lo único cierto y seguro. Con el tiempo, uno se convence de que los imprevistos y contratiempos viajeros hay que encararlos cuando se producen, y nunca antes, porque preocuparse por si acaso no sirve más que para generarle a uno ansiedad y tensión.

"Parece que, en estas regiones extremas, lo inseguro e incierto es lo único cierto y seguro"

Aunque por la época de nuestro viaje —finales de mayo— las temperaturas que previsiblemente tendremos en nuestro periplo por los hielos no parece que vayan a ser muy bajas, tampoco podemos estar muy seguros de ello, porque sabemos que en el Ártico la climatología puede variar mucho y muy rápidamente; además, una cosa es la temperatura ambiental y otra la sensación térmica mucho más baja que puedes tener yendo en el trineo con el viento de cara, o soportando una ventisca. En todo caso, preferimos pasarnos de precavidos e ir lo más equipados posible. Para proteger la cabeza, una balaclava, además de la capucha del anorak y un gorro
polar; una braga invernal al cuello, y las gafas de ventisca. En las manos, un par de guantes o unas gruesas manoplas; en el cuerpo, ropa interior larga de lana merino, un mono completo del mismo material, un grueso forro polar, un plumas ligero y un contundente anorak impermeable y cortavientos, además de un pantalón de trekking de dos forros. Para los pies, tres calcetines enfundados en unas aparatosas botas Sorel. En la mochila de mano, también llevamos alguna otra prenda por si hubiera que reforzar la cosa.

Visto el día que está haciendo, parece que hemos hecho bien en no salir hoy porque, tras los cristales, el viento parece haberse transformado en temporal. Entre las pequeñas casitas de Qaanaaq, una especie de humareda lo recorre, envuelve y difumina todo a gran velocidad; no es el humo de las chimeneas —inexistentes en el poblado—, es el polvo de nieve aventado proveniente de la banquisa que barre de parte a parte el sitio. Por fin ha llegado el día. Nos reunimos con los cazadores al borde del mar helado, en medio de un estrépito de ladridos y gran confusión de cuerdas. Adolf, Pisa y Poulus se afanan en poner arneses a los perros y colocarlos en la línea de tiro; al tiempo que estiban materiales y equipos en los trineos. Los animales parecen ansiosos por iniciar la marcha. Las fustas restallando en el aire ponen orden en el impaciente grupo canino. Pio, Piza y yo, haciendo caso del lenguaje gestual inuit, intentamos acomodarnos en el trineo que nos ha tocado en suerte, procurando imitar las posturas y movimientos de los cazadores y tratando de encontrar un hueco en el laberinto de fardos, pieles y bultos amontonados en el peculiar vehículo de tracción animal.

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El trineo en el que yo viajo —de algo más de cuatro metros—, es el de Adolf que, aunque no es el mayor de los tres hermanos inughuit, será quien, de forma natural, lidere la caravana, y también la expedición, como iremos viendo a lo largo del viaje. Adolf es un exitoso y respetado cazador que el pasado año cobró 14 narvales, dos osos polares y una morsa, contribuyendo así, decisivamente, al sostén y bienestar de su clan familiar. Adolf se sitúa en la parte delantera del trineo, sentado lateralmente, a la manera amazona, con ambas piernas del mismo lado. Esta postura facilita y hace más rápidas las frecuentes bajadas y subidas del ingenio inuit para azuzar o poner orden entre los animales, deshacer enredos en las cuerdas y reaccionar rápidamente ante cualquier situación inesperada o de emergencia. Para quien dirige el trineo la funcionalidad de la postura es indudable, pero para el inexperto pasajero se convierte en una pequeña y constante tortura al obligarle a viajar, en continuo vaivén, sin respaldo en el que apoyar espalda y riñones.

Los trineos tradicionales —como los tres en los que nos desplazamos— están hechos de madera de deriva —dejada por el mar en el litoral—, y sus listones y traviesas están cuidadosamente atadas o cosidas a los dos largos patines, que son como las quillas de esta especie de catamarán de los hielos. La razón de que se cosan o aten con cuerdas —antes se hacía con tendones y piel de animales—, y no se claven o encolen como haría un carpintero, es que así la estructura del trineo puede articularse y adaptarse mejor a las irregularidades del terreno. Adolf maneja a la perfección esta primitiva nave ártica con la que surcamos hielos y nieves. Las órdenes que dirige a sus perros son pocas e imperativas, y siempre con un algo primitivo y musical. Para ponerse en movimiento: “¡¡Aay, aay, aay,… aaay…!!”. Para ir más rápido: “¡¡Jako, jako, jako, jako… jakooo... jakooo…!!”. Para detenerse: “¡¡Hey, hey, heey… heeey, heeey…!!”. Para sentarse o tumbarse: “¡¡Ayuss-tik,ayuss-tik,ayuss-tik…!!”.

En una pausa del camino, preguntamos a nuestros amigos inughuit —o más precisamente inughuit—, qué tiempo podríamos tardar en llegar al mar abierto, o a alguno de los canales surgidos en la banquisa, donde sería posible avistar narvales. Su respuesta es tan imprecisa como lógica: tres, cuatro, cinco, seis… horas. Su inconcreción horaria tiene, en el fondo, todo el sentido; porque, además de no saber los imprevistos que podríamos encontrarnos en la ruta —grietas, pasos difíciles…— , sobre todo, es que estábamos viajando con gente que vive de la caza, lo cual quiere decir que, si en algún momento surge una oportunidad de capturar lo que sea, ello siempre tendrá prioridad sobre cualquier posible horario a cumplir.

Foto: Cortijo con el rostro de piedra en el fondo, que había permanecido olvidado por los indígenas durante generaciones. (Foto: Diego Cortijo)

Hacia el norte, en la distancia, los grupos de icebergs que se divisan en el mar helado son como pequeñas y bellas ciudades, o lejanos archipiélagos blanco azulados; al oeste, al otro lado del mar blanco y sólido, una cadena de oscuras elevaciones amuralla el fiordo. A bordo del trineo, camino a donde quiera que lleguemos hoy, procuro hacerme plenamente consciente del excepcional lugar en el que estamos, y de la mucha suerte que tenemos de poder vivir una experiencia como esta; veamos o no narvales.

Mientras el trineo avanza y el tiempo pasa, tras mis gafas de ventisca no tengo otra cosa que hacer que disfrutar de lo que veo. Fantaseo y trato de encontrar parecidos razonables entre el paisaje que contemplo y las imágenes que me sugiere. Desviando la mirada hacia el sur, se divisa una elevada meseta cuyas inclinadas laderas parecen talladas en forma de gigantescas puntas de lanza o descomunales hojas de helechos blanquecinos. Si dejo correr la mirada y la imaginación hacia el distante noroeste, las lejanas y caprichosas formas de las montañas nevadas recuerdan algún tipo de pastel de chocolate glaseado.

"Procuro hacerme consciente del excepcional lugar en el que estamos, y de la mucha suerte que tenemos de poder vivir esta experiencia"

Después de casi cinco horas de surfear el mar helado, llegamos por fin a una especie de surco abierto en la planicie blanca. Al parecer, y según nos dice otro cazador, no hace mucho que se ha dejado ver allí una familia de narvales. Decidimos avanzar hacia donde apunta el enorme reguero marino que es como la abertura líquida que hubiera dejado a su paso un rompehielos. Como llevo un potente teleobjetivo, puedo alcanzar a ver y fotografiar cuatro o cinco bultos grisáceos en la superficie del agua. Aunque están muy muy lejos, pienso para mí que, si no llego a ver narvales más de cerca, siempre podré tener el consuelo de, por lo menos, decir que no dejé de verlos.

Acampamos junto al canal. Adolf, Poulus y Pita comienzan a sacar bártulos y a montar las tiendas; una de ellas, sobre los dos trineos más grandes, y la otra, de mucho peor aspecto, directamente sobre el hielo y el trineo más pequeño. La pinta de la última tienda recuerda bastante a los primeros y más precarios alojamientos de lona utilizados por los exploradores polares de principios del siglo pasado; pequeña, sucia, vieja, rota por mil sitios, sin doble techo, levantada sobre dos inseguros puntales e inestablemente tensada con deshilachados vientos fijados al hielo.

"Los grupos de icebergs que se divisan en el mar helado son como pequeñas y bellas ciudades"

Cuando Pio y yo esperábamos que nos asignaran la tienda más grande, la que mejor aspecto tenía y más equipada estaba, nuestros anfitriones nos indican que la nuestra es la otra. Una falta de sensibilidad y cortesía con sus huéspedes que no parece coincidir para nada con la fama de legendaria hospitalidad de los pueblos del gran norte; capaces de llegar, según se ha dicho, a compartir su pareja con el viajero. Después, a lo largo de la expedición, iríamos entendiendo el profundo sentido de la aparente actitud fría y desconsiderada de los cazadores para con nosotros. Comprenderíamos que su comportamiento venía determinado por siglos de lucha por sobrevivir en el medio más hostil del planeta, y que no podíamos juzgarlos con nuestra acomodada, educada y cortés visión occidental. Adolf, Poulus y Pita, al igual que sus antepasados, antes de nada, tenían que velar por ellos mismos; ya que de su bienestar y de sus habilidades cazadoras dependía no solo su supervivencia, sino la de su familia y su clan. Nuestra salida a los hielos estaba claro que no era el típico viaje confortable organizado por un atento y meticuloso turoperador. Nosotros, pese a haber satisfecho nuestro pasaje, y aunque fuera crudo reconocerlo, éramos para los cazadores inuit una presencia innecesaria, no esencial en absoluto; unos simples y meros espectadores en medio de una actividad humana, extremadamente dura y crucial para la supervivencia de muchas personas.

La baja temperatura de la noche —probablemente por debajo de los -15 °C— unida al intenso viento que se colaba por todo tipo de orificios y rendijas, y que constantemente zarandeaba la tienda haciendo que la vieja tela me golpease una y otra vez en la cara, han conseguido tenerme prácticamente toda la noche en vela. Era como si estuviese vivaqueando. Las largas horas de insomnio viendo el desgastado, desgarrado y descolorido tejido que en su día debió ser beis y que, después de años y años de viajes árticos, temporales y usos intensivos, se ha convertido, al contraluz del sol de medianoche, en un completo repertorio de mugrientas manchas, de mohos ennegrecidos y de rastros sanguinolentos de tantas piezas de carne de foca, oso o ballena, con las que ha debido compartir infinidad de estibamientos viajeros. La imposibilidad de conciliar el sueño le lleva a uno a encontrar en las sucias formas e innobles rastros de la penosa tela perforada surrealistas semejanzas con lo que sea; por ejemplo, con una cabeza algo abstracta de narval asomando en la superficie de un mar revuelto, perros corriendo en la distancia o una tela naturalmente expresionista.

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El viento que ha soplado a lo largo de toda la noche no parece cesar. Cuando por fin salimos de la tienda intentando huir del incesante y tortuoso golpeteo de la tela, vemos algo que nos sorprende enormemente; donde la tarde anterior había un canal de 10 o 12 metros de ancho abierto en la banquisa, ahora, hasta donde alcanza la vista, no vemos más que un gélido mar oscuro, casi negro. La ventisca de la pasada noche se ha llevado la mitad de lo que parecía una infinita planicie blanca.

Todo es silencio y espera. Poco después de las 13:30 h, Piza nos informa de que los cazadores han decidido que cambiemos de ubicación porque estamos muy cerca de la orilla y el viento, que puede arreciar en las próximas horas, podría hacer surgir nuevas grietas en el mar helado. Recogemos todo y nos ponemos en marcha fiordo adentro. Un par de horas de trineo después, acampamos. Estamos en mitad de la gran llanura blanca rodeados de hielo y silencio. Volvemos a pelearnos toda la tarde con el reloj para ver si conseguimos que marque las horas con celeridad, pero el tiempo sigue transcurriendo con la misma desesperante parsimonia. Hoy nuestra residencia volverá a ser la misma calamitosa tienda de la pasada noche, aunque hemos conseguido que la monten algo más tensa y airosa. Cenamos pronto y nos metemos temprano en los sacos. Pasamos otra larga y heladora noche. A media mañana, los cazadores deciden que desmontemos el campamento y que nos dirijamos a la misma zona que ayer abandonamos por el mal tiempo. Resulta inevitable referirse una y otra vez a la apabullante belleza de estos lugares. Cuando la temperatura es benigna, no hay viento, y el cielo está completamente despejado; el entorno en el que estamos admite pocas comparaciones como paraje incomparable.

Resulta inevitable referirse una y otra vez a la apabullante belleza de estos lugares

Nada más llegar al borde de la banquisa, y contra un fondo de brillantes icebergs y glaciares, comenzamos a ver lo que podríamos denominar la gran parada de los narvales. ¡¡Es fantástico!!, estamos viendo un auténtico e incesante desfile de estos singulares mamíferos marinos. La sucesión de lomos oscuros y de flancos blanquecinos es constante. Ahora un grupo de seis u ocho, luego tres o cuatro más; después, infinidad de ejemplares en línea. De cuando en cuando, algunos de estos misteriosos cetáceos muestran sus colas antes de sumergirse, otros exhiben huidizos sus largos y torneados colmillos. En escasamente media hora, hemos visto más de un centenar largo de ejemplares. Nos sentimos entre asombrados y exultantes ante la suerte que estamos teniendo al poder disfrutar de este raro y excepcional espectáculo de la naturaleza. Estamos presenciando la migración de una enorme manada de, probablemente, la más enigmática de las ballenas.

Como algunos narvales pasan muy cerca de la orilla, Adolf y Poulus, provistos de sus arpones, se emboscan atentos tras las crestas y bloques de hielo cercanos al agua. Poulus realiza un primer lanzamiento, pero los animales han detectado su presencia y eluden la lanza mortal desapareciendo por debajo del gran manto de hielo marino. En un determinado momento, Adolf se sube al kayak y, armado con su arpón, se dirige hacia un pequeño grupo de narvales que pasa cerca. Cuando se encuentra a ocho o 10 metros de uno de los ejemplares que avanza en superficie, levanta el brazo y, con desconcertante naturalidad y llamativa facilidad, lanza el arpón… Y, para sorpresa de todos, ¡¡da en el blanco!!, ¡¡increíble!! En su primer intento de caza, Adolf ha conseguido su propósito. El arpón se ha clavado en el lomo del cetáceo. Una tremenda sacudida del cuerpo herido levanta una dramática ola en medio de un mar en completa calma. El indefenso mamífero se sumerge tratando desesperadamente de buscar en las profundidades una imposible salvación. Arrastra tras de sí la boya, que unida al arpón lastra su huida. Pasados 15 minutos, el flotador emerge en la superficie y, tras él, un cada vez más agotado narval. El acosado mamífero acuático realizará dos nuevas y agónicas zambullidas intentando en vano zafarse de su inevitable destino. Finalmente, sucumbe después de ser nueva y mortalmente herido por el cazador.

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En pocos minutos, hemos sido testigos de una práctica cazadora, casi olvidada, que muy pocos inuit del extremo noroccidental de Groenlandia siguen practicando con las mismas armas, materiales y técnicas cinegéticas que lo hacían sus más remotos antepasados. El cazador lanza el arpón (unaaq) desde su kayak ayudado de un propulsor manual (norsaq) que, a modo de palanca aceleradora, impulsa con mayor fuerza y velocidad el letal venablo. Todavía se utilizan arpones cuyas puntas (sakku) están hechas de hueso o marfil de mamíferos marinos —morsas, ballenas…— o de asta de caribú. En cuanto a los flotadores enganchados al arpón, también los hay tradicionales —de piel de foca—, como el usado por Adolf.

La caza del narval y del oso polar está estrictamente regulada en Groenlandia, donde solo es posible cazar un determinado cupo de piezas. Para los inuit que habitan las regiones más septentrionales del Ártico y que viven prácticamente de la caza y de la pesca, la captura de estos animales no solo es vital para su subsistencia, sino que forma parte indisoluble y esencial de la cultura e identidad de su pueblo.

La caza del narval y del oso polar está estrictamente regulada en Groenlandia, donde solo es posible cazar un determinado cupo de piezas

Acompañado por su hermano Pisa, Adolf lleva el cuerpo inerte y flotante del narval hasta la orilla, desde donde es izado a la plataforma helada. Con la ayuda de algunos otros miembros del clan de nuestros cazadores, el cetáceo es diseccionado con sorprendente destreza y rapidez. En menos de media hora, el animal de más de 4,5 m de largo y por encima de 1.200 kg es completamente despiezado, y distribuida su carne, piel y grasa en las proporciones pactadas por el grupo. La costumbre de los inuit del gran norte groenlandés es que quien caza el narval, además de con su correspondiente lote cárnico, se queda con el preciado colmillo que puede llegar a medir hasta 3 m. El colmillo del narval cazado por Adolf tenía una forma perfectamente regular y media 1,80 m.

Adolf podrá vender después el colmillo por 750 o 1.000 €; aunque, en Canadá, las empresas que median entre cazadores y compradores llegan a cobrar por el cotizado trofeo de 6.000 a 8.000 €. Dado su alto contenido en vitamina C —sumamente escasa en estas latitudes árticas—, para los inuit, dos de los bocados más apreciados y también más exquisitos son la piel de narval (mattak) y el hígado de foca; que normalmente se empiezan a comer crudos nada más cazar la presa.

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Por la inusual cantidad de narvales avistados durante el día, nuestros cazadores deciden que permanezcamos acampados en el lugar por si se presentan nuevas oportunidades de caza; algo que terminará por suceder hacia las cuatro o cinco de la madrugada, y que yo tendré la suerte de presenciar. Al oír un cierto alboroto en el exterior del campamento y salir precipitadamente de la tienda, veo, a escasos tres metros de la orilla, varios narvales siguiendo el borde del hielo; detrás del último de ellos veo también un kayak del que surge la inequívoca y rápida parábola que dibuja el arpón en el aire antes de impactar en la jaspeada y brillante espalda del animal.

A partir de ese momento, tiene lugar el ya conocido proceso. La presa fatalmente herida se sumerge arrastrando dolorosamente el flotador. Cuantos más metros gana en profundidad, más fatigosa y agónica resulta su huida. Minutos después, agotado, el cetáceo vuelve a salir a la superficie, donde es acosado por varios kayaks hasta su definitivo final. A lo largo de estos días que llevamos conviviendo con los cazadores inuit, hemos podido comprobar lo extremadamente dura que resulta su vida en el reino del silencio y la espera que es este inmenso y blanco mar helado rodeado de imponentes y ventosos macizos montañosos.

Cuantos más metros gana en profundidad, más fatigosa y agónica resulta su huida

Mientras los cazadores se afanan en el despiece del animal recién capturado, un remolino de bulliciosas gaviotas se pelean por los despojos que, de cuando en cuando, les lanza alguno de los improvisados carniceros inuit. De rato en rato, los perros entonan lo que parece una melancólica melodía aullada a coro por todos los animales del campamento. Este mundo seco y duro es igual para todos; hombres y perros. Aquí el perro grande impone su fuerza sobre el débil; el inuit impone su contundente autoridad sobre los perros; y todos sufren los implacables rigores de la banquisa. Paseando por la inmensa llanura congelada, pienso lo incongruente que resulta que, en pleno mar de hielo, la sequedad ambiental sea casi tanta como la del Sáhara; incluso el viento ha esculpido y peinado como un desierto la banquisa, creando montículos a la manera de dunas con sus característicos estratos ondulantes.

El silencio está en el Ártico y en la cultura inuit tan presente como el hielo. Los inuit hablan poco, y en su entorno todo calla. El tiempo en estas heladas latitudes parece también una dimensión congelada, y la espera es una constante para todo. Hay que esperar para ver cuándo hace buen tiempo; hay que esperar para ver cuándo se sale y cuándo se llega; hay que esperar para ver si aparecen o no los narvales; hay que esperar a que monten o desmonten las tiendas; hay que esperar todo el día para que nunca llegue la noche, y luego esperar en el saco a que sea una hora razonable para levantarse. Hay que esperar para ver si el hielo se va deshaciendo en la olla y podemos tomarnos algo caliente; hay que esperar a que la ventisca pare… La espera termina por agotar las palabras; entonces, el tiempo y el silencio se hacen uno, y también se congelan como el mar Ártico que lo llena todo.

Foto: Fotograma de 'Nanook el esquimal'. (Cedida)

Son las cuatro de la tarde, hemos pasado todo el día aguardando expectantes que, como ayer, aparezcan los navales en una inacabable y masiva procesión; pero, salvo el ejemplar cazado esta mañana, no hemos vuelto a ver ningún otro cetáceo. Comienza a soplar un intenso viento del este que zarandea con fuerza nuestra tienda amenazando con hacerla volar de un momento a otro. Los cazadores deliberan para decidir si la amenaza del temporal puede ir a más y si deberíamos o no abandonar el lugar. Si el viento se recrudece, podría erosionar o fragmentar la plataforma helada y comprometer seriamente nuestra seguridad.

Finalmente, se impone la decisión más prudente y comenzamos a desmontar y cargar todo en los trineos; incluidos los lotes de carne de narval que les ha correspondido a cada uno de nuestros cazadores. Por cierto, la capacidad de los trineos es mucho mayor de la que uno podría imaginar; todo es cuestión de ir haciendo crecer la carga, a lo alto, acumulando estratos y colocando, sobre el último, unas pieles de caribú para que los viajeros puedan atenuar la inevitable incomodidad postural de ir sentado de lado y sin respaldo.

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A diferencia de los tiros de perros canadienses o de Alaska que se forman en línea, con dos perros por fila, en Groenlandia, especialmente en su extremo norte, la configuración es en abanico, con hasta 16 animales en formación. La razón no es caprichosa, sino práctica. En Canadá, Alaska y Siberia hay grandes bosques, lo cual aconseja que los perros vayan en línea, y de dos en dos, para así hacer posible la marcha; sin embargo, en Groenlandia, las grandes extensiones de hielo del mar no tienen más obstáculos que las ligeras irregularidades del terreno, por ello, los perros pueden correr, sin problema, en abanico; además, en caso de topar con una grieta, todos los animales podrían saltar al tiempo, porque no tendrían ningún congénere delante, mientras que, si fuesen en línea, la primera pareja salvaría el obstáculo, pero las siguientes no tendrían espacio para hacerlo.

Del trineo de Adolf tiran 14 perros desplegados, como ya hemos dicho, en abanico; todos unidos mediante un habilidoso entrelazado que, pese a su aparente complejidad —de extraño encaje de bolillos—, permite que todos los animales tiren por igual del trineo, aunque de vez en cuando intercambien sus posiciones y parezca que el caos se apodera del grupo canino.

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Como de costumbre, partimos sin saber muy bien cuál será nuestro destino; si acampar en algún punto del interior de la gran llanura blanca o dirigirnos directamente, y un día antes de lo previsto, a Qaanaaq, como finalmente haríamos. Como ya es sabido, los inuit en general, y los inuit en particular, son gente de pocas palabras, acostumbrados a hablar con sus hechos y, sobre todo, con sus elocuentes silencios y su expresivo lenguaje corporal.

Después de pasar estos días en la banquisa sin quitarnos la ropa ni para dormir, ni asearnos en absoluto, una simple ducha caliente, una cama normal y un entorno cálido nos parecen el paraíso. En pocas horas, parecía como si hubiéramos hecho un viaje de siglos; del pasado más duro al presente más confortable.

Como de costumbre, partimos sin saber muy bien cuál será nuestro destino

Aunque en nuestro plan inicial habíamos previsto permanecer en Qaanaaq dos semanas completas para intentar cumplir el principal objetivo de nuestro viaje, que no era otro que poder avistar algún narval, y, ya en el desiderátum de lo deseable, conseguir presenciar alguna escena de caza; excepcionalmente conseguido todo lo ambicionado, decidimos adelantar algo nuestro regreso, no sin antes realizar una nueva incursión en los hielos; esta vez para disfrutar del fondo del gran fiordo de Qaanaaq, y, con suerte, ver cazar alguna foca. Para realizar esta última salida, únicamente pusimos una condición a nuestros cazadores: no volver a dormir en la lamentable tienda de campaña.

Aceptada nuestra exigencia, y asegurado el hecho de que esta vez podríamos dormir en una pequeña cabaña de cazador, emprendimos viaje de nuevo. Adolf, como siempre, encabeza la caravana de trineos. De vez en cuando, se vuelve hacia mí para hacerme ver alguna cosa, o llamar mi atención sobre algo. Lo primero que me señala es una foca tomando el sol a 200 metros de nosotros; más adelante me muestra algo que yo, inicialmente, no comprendo. Como me insiste, fuerzo la vista y, a lo lejos, adivino una pequeña línea oscura que parte trasversalmente en dos el horizonte blanco. Ahora veo claro lo que quería mostrarme el cazador inuit; se trata de una gran fisura que se ha producido en la banquisa y que forma un canal insalvable para los trineos. No queda más remedio que dar un gran rodeo hacia el oeste para evitar el fatídico obstáculo.

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Hacemos un alto en el camino para tomar algo caliente y dejar que los animales que tiran de nosotros tengan también un respiro. Aprovechando la parada, a través de Piza, le pregunto a Adolf si piensa que él y sus hermanos son parte de la última generación dedicada a vivir exclusivamente de la caza y de la pesca. Adolf cree que sí, porque la gente joven prefiere vivir de otra manera. Si eso llegara a ser así, se perdería una de las principales señas de identidad de la cultura inuit.

Poco más de tres horas después de nuestra segunda salida de Qaanaaq, alcanzamos el litoral oeste del gran fiordo, justo al final de la morrena de un desgastado glaciar. A un lado del enorme pedregal arrastrado por los hielos milenarios, hay un par de minicabañas junto a los restos de un poblado de cazadores y pescadores de principios del siglo XX. Deambulamos por las playas que hay al pie de los grandes farallones ahora cubiertas por un hielo resquebrajado y refulgente. Como en julio este enclave lo ocupan cazadores de belugas, es fácil descubrir discos o vértebras completas de algunas de estas pequeñas ballenas blancas. Echo a la mochila alguna de ellas como recuerdo del viaje. Pasamos la noche en una de las viejas cabañitas, e iniciamos la que será nuestra última salida a los hielos marinos.

Adolf cree que sí, porque la gente joven prefiere vivir de otra manera

Adolf, aun sin proponérselo, no puede dejar de evidenciar su carisma y autoridad natural. Adolf es el que encabeza siempre el grupo de trineos; el primero que caza; quien más habilidosamente despieza las presas; el que antes descifra el tiempo que hará; quien decide si nos quedamos o nos vamos; en definitiva, el que asume las grandes decisiones del grupo en la banquisa. Si no fuera en el trineo de Adolf, me intranquilizaría bastante ver cómo corremos en paralelo al canal que parte en dos el desierto de hielo. Mientras Adolf parece buscar la existencia de algún lugar por el que podamos cruzar la gran grieta, sus dos hermanos, Poulus y Pita, permanecen observándonos prudentemente retirados 100 o 200 metros. La superficie por la que avanzamos no es un lecho de nieve fina por el que deslizarse con un placentero y suave fhissss… de fondo, sino un resbaladizo espejo congelado que hace mucho más difícil e inseguro el control de perros y trineo.

Como de costumbre, Adolf tira de ingenio y capacidad de iniciativa y coloca bajo el patín derecho del trineo una cadena metálica que actúa como el mejor freno ante cualquier posible tirón de los perros o giro brusco del trineo. Seguimos ceñidos a la inquietante abertura tratando de encontrar un punto en el que la gélida ranura líquida se estreche lo suficiente como para que perros y trineo puedan salvar la dificultad. Pita, el hermano menor de Adolf, no es capaz de soportar más la tensión del momento y dice que la zona en la que nos estamos moviendo es muy peligrosa porque está sembrada de grietas y aberturas, y, además, el espesor del hielo marino es muy escaso; y todo eso a él no le gusta nada. Pita decide finalmente abandonar la ruta, y a nosotros, y regresar a Qaanaaq. En condiciones normales, la decisión de Pita, que ha nacido y vivido toda su vida entre los hielos y mares polares, debería habernos alarmado a nosotros —visitantes ocasionales de estos lugares—, pero, a estas alturas, el efecto Adolf puede con todo.

La superficie por la que avanzamos no es un lecho de nieve fina

Tardamos mucho en localizar un pequeño estrangulamiento en el frío y oscuro reguero marino, que Adolf aprovecha para azuzar a su tiro de perros y conseguir que salven el comprometido paso y nos lleven al otro lado del canal que, con su agresivo zic zac, rompe la planicie helada. Hoy, el objetivo de Adolf es aprovechar el buen día que hace para alcanzar la otra orilla del mar helado y enseñarnos un imponente glaciar y unas espectaculares y raras formaciones rocosas. Su idea también es aprovechar la ocasión para cazar alguna foca si se presenta la oportunidad; algo que, por cierto, no tardará en suceder. En un momento determinado, Adolf susurra más que grita a sus perros: "¡Heey, heey, heey, heeeey, heeeeey…!". Los animales se paran en silencio y el cazador señala, a lo lejos, un diminuto punto negro. Es una foca tomando el sol junto al agujero que ha hecho en la placa de hielo que separa el frío Ártico líquido de la sólida llanura blanca. La profundidad del orificio no tiene más de 50 cm —cuando en esta época del año debería ser más del doble—, algo que te da que pensar en relación con la fragilidad de la superficie sobre la que nos estamos moviendo.

Entre todos los bártulos que transporta en el trineo, Adolf extrae una pequeña bolsa que contiene un mono blanco, con capucha; y se lo pone. Coge el viejo y oxidado rifle que siempre lleva con él y, sigilosamente, se dirige en dirección a la lejana mancha negra. Su aproximación a la foca es lenta y cautelosa; casi felina. A unos 200 metros del animal…, se agacha…, se tumba…, apunta… y, en la lejanía se escucha una tenue detonación. Para mi sorpresa y sobresalto, el sonido del disparo es la secreta señal esperada por los perros para abandonar su quietud y salir a la carrera arrastrando velozmente el trineo y a mí con él, en pos de su jefe. Menos de un minuto después, estamos todos junto al cazador y a la infeliz foca que no tuvo tiempo de ganar su refugio acuático. Adolf vuelve a demostrar una vez más su determinación, dominio de la situación y eficacia fuera de lo común. A lo largo del día, no será esta la última vez que demuestre su categórica supremacía.

Muy cerca ya de Qaanaaq, la ruta se dificulta aún más con los hielos de presión que convierten la planicie blanca en una auténtica yincana repleta de grandes bloques de hielo y pequeños precipicios que hay que ir sorteando. La destreza de Adolf consigue que superemos el mal paso sin ningún especial contratiempo. No le sucede lo mismo a su hermano Poulus, que ha precipitado su trineo y arrastrado a sus perros y a nuestro compañero Pío a una pequeña sima helada de la que le cuesta un rato salir. Poulus descarga su frustración golpeando a los inocentes animales, que no tenían más culpa que haber seguido las órdenes equivocadas de su amo.

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Cuando por fin alcanzamos Qaanaaq, al despedirme de Adolf no puedo evitar preguntarle si —como recuerdo del viaje— me vendería la fusta que a lo largo de estos días ha hecho restañar, más para intimidar e imponer su autoridad sobre los perros que para golpearlos. Cuando finalmente accede a venderme su instrumento de trabajo, me muestra —por si me gusta más— una fusta completamente nueva y más bonita. Yo prefiero quedarme con la desgastada que ha usado él durante estas memorables jornadas de caza que con la que todavía está por estrenar.

Mientras me alejo del campo de hielo en el que Adolf se queda instalando a sus perros y recogiendo sus cosas, me voy pensando en la enorme fortuna que he tenido pudiendo convivir estos días con unos cazadores inuit que nos han permitido experimentar los extremos rigores de su existencia y hacernos partícipes de una forma de vida y una genuina cultura indígena en trance de desaparecer.

Yo prefiero quedarme con la desgastada que ha usado él durante estas memorables jornadas de caza

Más allá de haber tenido la excepcional oportunidad de disfrutar de una singular experiencia ártica; de conocer uno de los lugares más extremos, grandiosos y salvajes de la tierra, y de convivir con un pueblo de costumbres ancestrales; sobre todo hemos podido conocer un mundo que tiene muy poco que ver con el nuestro. Un mundo burbuja en el que el tiempo cobra otra dimensión. Un mundo sin noticias, sin conexiones con el resto del mundo; que te pone a salvo de tu estresante pequeño mundo de todos los días, y del agobiante gran mundo de la actualidad nacional e internacional. Un mundo aparte que es como una terapéutica descompresión de la vida moderna; una saludable dieta antiurbana, una liberación de tensiones cosmopolitas, un auténtico retiro curativo en el que, sin radios, teléfonos, televisores, internet…, uno se acostumbra al silencio, a encontrarse consigo mismo y a comprobar que las relaciones humanas pueden resultar más íntimas, auténticas y relajadas.

Lo extremo del lugar en el que hemos pasado las últimas dos semanas nos lo recuerda el hecho de que, para iniciar nuestro regreso a la civilización, tuviésemos que esperar 11 días al pequeño avión de 25 plazas que une semanalmente Qaanaaq con Ilulissat, y que es el único medio de transporte posible; debido a las malas condiciones atmosféricas, tardó cuatro días más de lo previsto en poder volar. Ya en Copenhague, también resulta inevitable hacerse una última reflexión; que, en pocas horas, hemos pasado de una sociedad anclada en el pasado más remoto, y en las más heroicas condiciones de vida, a, probablemente, la muestra más elocuente y avanzada de estado de bienestar del mundo que disfruta la capital de Dinamarca.

"¡Aay, aay, aay, aaay…!! ¡¡Jako, jako, jako, jako, jaakooo, jaakooo…!!". Con estas incomprensibles órdenes que Adolf daba a su tiro de perros groenlandeses, empezaba a deslizarse el trineo sobre la banquisa, y daba también comienzo nuestra aventura sobre el mar helado acompañando a los últimos cazadores inuit de narvales. Aunque, en realidad, todo había empezado mucho antes, cuando Ramón Larramendi —probablemente el explorador polar vivo más importante del mundo— le había ofrecido a nuestro común amigo Pio Cabanillas la posibilidad de organizarle una expedición al gran norte groenlandés para intentar hacer algo que él mismo no había tenido todavía la oportunidad de vivir: ver narvales y presenciar cómo los inuit daban caza, a la manera tradicional, a estos misteriosos cetáceos árticos.

Naturaleza Inuit
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