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El Real Madrid y la Selección española: una historia de fatalidad y desamor que no cierra
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Ángel del Riego

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El Real Madrid y la Selección española: una historia de fatalidad y desamor que no cierra

El parón de selecciones ha acribillado la plantilla del Real Madrid, que pierde a Vinícius y Camavinga. La relación histórica del Madrid con España ha sido un quebradero de cabeza

Foto: Casillas y Xavi firmaron una paz que no convenció al madridismo. (EFE/Facundo Arrizabalaga)
Casillas y Xavi firmaron una paz que no convenció al madridismo. (EFE/Facundo Arrizabalaga)

Cada vez que el Real Madrid coge vuelo y ritmo, cada vez que se ajustan sus mecanismos internos, llega un parón de selecciones y se vuelve a la casilla inicial. Desde hace muchos años y sin saber por qué, esto es una verdad absoluta. El hincha merengue mira con estupor el calendario y espera acongojado a que pase esa semana sin que ninguno de los jugadores que el conjunto blanco desperdiga por el mundo se lesione.

En España, los periodistas deportivos sobreactúan su cariño a los futbolistas de una selección que siempre tiene varias figuras emergentes que caracolean en los extremos, jugadores diferentes —dicen muy ufanos— de un fútbol que al parecer está en trance de desaparición. Mientras tanto llegan horribles noticias del extranjero. Camavinga ha caído. Vinícius se ha roto para tres meses. Todo ha terminado.

Y la sensación del madridista es que hay algo oscuro y tenebroso en el fútbol de selecciones que conspira contra el Madrid. De hecho casi todo parece conspirar contra el Madrid. La liga Negreira, de eso no hay dudas. La Champions de Ceferine, con esa superorganización del mal que es la UEFA, enfurruñada por la Superliga de Floren. Los árabes, con el PSG a la cabeza, que pretenden derrocar la dinastía blanca. El conglomerado del City formado por ex navy seals de la masía.

En fin, el Madrid se encuentra solo y quizá por eso ha construido una nave espacial en medio de un barrio de oficinistas. Una nave preparada para despegar hacia otros mundos que entiendan mejor al imperio merengue. Pero la impresión, y es una impresión muy fuerte, es que las selecciones, son sitios muy hostiles para los blancos, siendo el último caso el de Benzema. Héroe en las Champions madridistas y villano con los blues.

placeholder La lesión de Vinícius Júnior complica la temporada blanca. (EFE/Antonio Lacerda)
La lesión de Vinícius Júnior complica la temporada blanca. (EFE/Antonio Lacerda)

Corría el año de gracia de 1913 y a alguien se le ocurrió fundar la Selección española. En principio estaba formada únicamente por vascos que jugaban alegres y fieros en esos campos de barro que parecían hechos a imagen y semejanza de San Mamés. Luego llegaron los catalanes y ya para las Olimpiadas de Amberes en 1920, el abanico se abrió fatalmente para todos los pueblos que forman el conglomerado español.

Bernabéu se distanció de los nacionalismos

En aquel equipo casi todos eran vascos; única raza autóctona de la península con denominación de origen. Había un par de gallegos que jugaban para equipos norteños y se dejó entrar a dos jugadores de la Federación Catalana. No hubo sitio para nadie más. Santiago Bernabéu que pertenecía a la federación castellana y era ya uno de los jugadores más sobresalientes del fútbol español, no tuvo sitio en esa selección de la España plural.

El mandatario blanco guardó para siempre un discreto rencor hacia los nacionalismos periféricos, que entonces y especialmente en el fútbol, tenían un poder rampante apoyados en sus pujantes burguesías que estaban en el origen de casi todo lo deportivo (incluido el mismo Madrid). No fue un buen inicio, pero Don Santiago se resarció años después, cuando nacionaliza a Di Stéfano y Puskas para hacerlos jugar con la selección, la furia como se llamaba entonces.

Foto: Así luce el nuevo Santiago Bernabéu. (Reuters/Isabel Infantes)

Lo de Puskas no sentó demasiado bien —estaba ya mayor y parecía llevar un balón de reglamento escondido bajo la camiseta— y levantó recelos entre los periodistas. Se vio como una cacicada. Pasó el húngaro sin pena ni gloria, igual que Di Stéfano, que entre lesiones y un cierto desinterés por vestir una camiseta que seguramente no sentía como propia, no hizo nada reseñable en los partidos que jugó de rojo.

A excepción de la Eurocopa ganada con el gol de Marcelino, la Selección no despertaba ningún tipo de fervor popular durante los años sesenta y setenta. Más bien era un triste remedo del fútbol de clubs, despreciado por los madridistas, que la consideraban un equipo B del Real, vista con suspicacia por vascos y catalanes que enfrascados en la reconstrucción de un relato nacional, vestían con desgana la camiseta roja.

Y más allá, quedaban el resto de las aficiones: atléticos, valencianistas, sevillistas, que solo apoyaban a los jugadores de sus clubs y recelaban de los jugadores blancos al sospechar que estaban allí por enchufe, mangoneo o caciquismo, cuestiones que a veces eran ciertas.

Una relación complicada

Los blancos, tras la victoria en las 5 primeras copas de Europa, se fundieron con una cierta idea de una España imperial que solamente asomaba por las brumas de la memoria. El mismo Bernabéu afirmaba que el Madrid ganaba para que los inmigrantes nacionales en Europa pudieran sacar la cabeza, pudieran vencer la humillación diaria del emigrante en tierras más ricas. Y era cierto

El Madrid no era un club, era un imaginario colectivo donde los españoles —especialmente los de regiones pobres y depauperadas— se sentían triunfantes, gloriosos y se cubrían con el manto de las grandes palabras de la historia: coraje, unión, batalla, talento, victoria, victoria, victoria. En una tierra derrotada, el Real era como la luz divina que baña los cuadros religiosos del Barroco. No quedaba sitio para una selección española, ahí. No quedaba ánimo, ni oxígeno, ni había jugadores que lo diesen todo por la camiseta roja.

Para los blancos, eran unas vacaciones donde lucirse ante la prensa, hacer grupo e imponer a sus amigos. Para los vascos y catalanes, era un no-lugar: un sitio que no les pasaba factura en sus provincias de origen pero tampoco nadie se lo iba a agradecer. Y el resto naufragaba entre las maledicencias de la prensa y el desinterés por formar un grupo estable.

Foto: Salva Martín, con su libro durante la entrevista. (Foto KM)

Así pasaron los tiempos hasta que llegó la Quinta del Buitre. En 1986, en el Mundial de México, por primera vez en años, el mundo veía a unos chavales vestidos de rojo y contenía la respiración. Butragueño patinaba por la línea que separa el fútbol de la infancia y marcó cuatro goles apenas sin rozar la pelota contra Dinamarca. Había una locura entorno a él.

El sueño de La Quinta del Buitre

Como era un niño, representaba algo latente. Como era un ídolo, todos querían verlo caer. El país se cerró alrededor de su figura y se preparó una vigilia contra Bélgica. Pero Bélgica ganó, el Buitre apenas apareció y Maradona dijo a los suyos: estamos en la final, no jugaremos contra Butragueño. Ahí se vio una diferencia sustancial entre el Madrid y la selección. En el equipo blanco, los ensueños terminan en victoria y los cataclismos preludian una apoteosis. Con España, todo era un tobogán hacia la catástrofe. Mala leche, puños cerrados, imprecaciones, división. No había manera.

Luego llegaron Míchel y sus me lo merezco, Míchel que apartó la cabeza contra Yugoslavia en aquel saque de falta, Míchel como resumen de la estrellita madridista que acaba galvanizando el aire de la selección y aborta la posibilidad de crear un grupo o un relato victorioso. El perro del hortelano. Ni come ni deja comer. Eso parecían los jugadores blancos en aquellos primeros noventa.

placeholder La Quinta del Buitre, en su apogeo. (EFE)
La Quinta del Buitre, en su apogeo. (EFE)

Y llegó Clemente y lo dijo sin muchos miramientos. Limpió la selección y puso a sus ocho centrales con Hierro de capitán general. Fue avanzando sobre los escombros de la prensa hasta el mundial del 98, el que debería ser la consagración de Raúl. Estaban Hierro, Raúl, y Guardiola como embajador de la fragilidad en el mediocampo. Etxebarría en el extremo y Zubi en la portería. No se pasó de la primera fase en un clima de división infernal. En este caso ni el Madrid ni sus jugadores tuvieron culpa alguna. Seleccionador divisivo, prensa caníbal, grupo que se desploma, cataclismo.

La dolorosa Eurocopa de 2004

Cuatro años después, el Madrid galáctico gobernaba sobre los cielos y la tierra, pero no sobre la liga española, en manos del Valencia. Camacho era el hombre en el banquillo. Tan madridista como se puede ser en esta vida. Llegaron unos cuartos de final contra Corea con Raúl tocado. La estrella no jugó y la selección, huérfana de líder, perdió.

Se dijo en la prensa que Hierro había amenazado a Camacho para que el delantero blanco se quedase en el banquillo. Y Camacho bajó la cabeza. Caciquismo entre merengues. Así se dijo y no hay manera de probar lo contrario. Dos años después, Raúl falló el penalti decisivo en la Eurocopa de 2004. Y en el mundial de 2006, con un grupo extraordinario, tampoco estuvo a la altura.

Era un síntoma, Raúl, una estrella de verdad, no una invención de los medios. Un hombre que en tiempos de Ronaldo y Zidane, gobernaba la Champions muy por encima de ellos. Pero con la camiseta roja su estrella se apagaba, sus remates afilados se iban al travesaño, su paso se volvía predecible y su mirada confusa.

Aragonés lo cambió todo

Luis Aragonés intuyó el futuro como solo lo había hecho antes Orwell, y no volvió a convocar a Raúl. La prensa se incendió y por primera vez en su historia, la Selección volcada hacia adentro, con un tipo duro pero entrañable respetado por todos, se convirtió en un grupo unido, estable, con un plan y con chicos que sabían ejecutarlo. Fue el nacimiento del tiki-taka, con jugadores de todos los lugares y de todos los clubs, pasándose el balón en una misma sintonía, sin castas, sin jerarquías, casi una ensoñación de lo que podía ser España.

Y se ganó. Iker Casillas, Marchena, Senna, Ramos, Silva, Xavi Hernández, Iniesta, Villa, Fernando Torres. Esos y algunos otros fueron los nombres. Madridistas y gentiles salieron a las plazas a celebrarlo. El centro y la periferia. Derechas e izquierdas. Sin divisiones. Sin una utilización partidista de la victoria. Un milagro. Llegó Del Bosque a la Selección y Pep al Barça, el aire se fue tornando severo alrededor del Madrid y se comenzó a utilizar a la Selección como ariete contra la presunta maldad de los blancos.

Foto: Mourinho y Guardiola se saludan en un partido disputado en el Camp Nou. (EFE/Alberto Estévez)

Se ganó la Copa del Mundo y todos ascendieron a los cielos. Había 3 jugadores madridistas en el 11 titular. Iker, el salvador, Ramos, la energía sin límites, y Xabi, el compás. Del Bosque, el entrenador era de la Casa Blanca. Pero eso se obviaba o se le daba la vuelta en la narración de los hechos. La Selección era una cosa de los chicos de la masía y estaba construida sobre las cenizas de la orfandad madridista. Eran Florentino y sus esbirros los que conspiraban contra los alegres chicos de la Roja, con ese francotirador portugués, José Mourinho, como mercenario invitado para acabar con el Barça-España, el animalito más querido por el público.

La guerra Barça-Madrid

El seleccionador acomodó su postura contra el Madrid y se le dibujó como un santo expulsado del paraíso de cemento y oropel, que había orquestado el ingeniero Pérez con los Galácticos. Iker tampoco era querido ni por el alto mandatario ni por el Bernabéu, un poco harto de su conchabeo con los chicos del Barça. Esto último era verdad. El niño de Móstoles dijo más de una vez que se encontraba más cómodo con la Selección que con la camiseta blanca, donde el ambiente estaba enrarecido y sus fallos se magnificaban.

Así Casillas se convirtió en un Caballo de Troya de la Roja que perseguía destruir al Madrid, o por lo menos resquebrajarlo desde dentro. Iker se creyó su personaje waltdisneyano, y se olvidó del club que le paga. Era más feliz con los enanitos de la Selección. Es atractivo para cierta gente, ponerse del lado de los enemigos. Aquello de la culpa. Caer bien. "Si es que tienes razón". Había demasiados madridistas que interiorizaron el antimadridismo ambiental y Casillas respondía a la imagen que se habían creado del club.

placeholder Casillas, en un entrenamiento con la Selección española. (EFE/Juanjo Martín)
Casillas, en un entrenamiento con la Selección española. (EFE/Juanjo Martín)

Llegó 2012 y se volvió a ganar la Eurocopa. Para cualquier problema no había más respuesta que el juego de posesión. Xabi y Ramos fueron los dos mejores jugadores sobre el campo, pero entre la realidad y la leyenda, el fútbol siempre escoge la leyenda. El juego de la Selección era el de un país que rehúye los problemas, dilata lo banal y lo convierte en trascendente. Los ensimismados.

Pero ganaban. Y ganaban como había ganado el Madrid. Siempre y para siempre. Parecía que esa dictadura de bolsillo, no iba a tener fin. A la amistad entre Xavi e Iker (que salvó la Selección), se le da la más alta condecoración de la patria: el premio Príncipe de Asturias. Era una cuestión de estado.

Quizás Iker y Xavi se encontraron en la planta hogar del Corte Inglés. Y allí, entre sábanas y doseles, se quisieron por primera vez. Aunque Xavi es pequeñito, tiene más genio del que parece, y en la relación es quien toma las decisiones importantes. Iker es un padrazo y España entera está esperando el consejo de Del Bosque para irse a la cama. Así, de esa forma condescendiente, se vendía la Roja. Como el líquido amniótico de la nación.

Dos caminos separados

Desde el fin de la socialdemocracia real, los medios habían levantado un velo ideológico: una serie de valores falsos, pintureros y muy básicos. Una socialdemocracia únicamente ideológica, pseudomoral. Una ética de parvulitos, pero sin la franca honestidad de los niños. Es el alimento espiritual de la prensa. Vale con una indignación de escaparate para tocar el cielo. Esa bondad boba no penetra en ninguna estructura real. No es peligrosa para el sistema. Es paralizante. Y es la que, desde 2010, representan los chicos de la Roja, la amistad apasionada entre Xavi e Iker, los canteranos, todo ese amor tan puro.

Y justo lo contrario, es el Madrid. Es Ramos cabeceando un planeta contra el Atleti y ganando la Champions. Cristiano arrastrando su orgullo por Europa. Benzemá lanzando señales de peligro. Era Raúl y los perros. Hierro arrancando la piel a los prisioneros. Redondo danzando en el precipicio. Ramos salta hasta más allá de la razón y es el principio de la nueva orgía madridista. Fin del sueño de la Selección, que ese mismo año, en 2014, volvió a sus cauces de siempre e hizo el ridículo en un Mundial en el que iba con la pulsión de favorita indiscutible.

placeholder España hizo el ridículo en el Mundial de Brasil. (Reuters/Michael Dalder)
España hizo el ridículo en el Mundial de Brasil. (Reuters/Michael Dalder)

Un mundial al que Del Bosque no quiso llevar a Isco, en aquel entonces el jugador más talentoso de España, el mediapunta soñado, pero el equipo de todos, ya no era el equipo del Madrid y el entrenador salmantino no quiso que le acusaran de excesivamente merengue, y vetó al andaluz. España perdió. Y dos años después, volvió a perder de la misma forma lamentable. El juego de posesión se había convertido en una ley moral, rígida y predecible, fuera ya de los caminos de la victoria.

Luis Enrique, el último capítulo interesante

Del Bosque se va con su paso cansino y llega Lopetegui con una cara genuina de perdedor. En 2018, vuelve el lío. Cuando la Selección está en el mundial, se hace oficial que Lopetegui ha fichado por el Madrid y los comentaristas de más prestigio ponen el grito en el cielo. Llevaban años esperando, desde 2014, para ser más exactos. Años tragándose su indignación por las victorias del Madrid y, por fin, pudieron doblegar el largo brazo de Florentino e hicieron que Rubiales cesara al guipuzcoano. Al Ingeniero Pérez le dio exactamente igual, de hecho mejor para el Madrid, que es como el porno: no puedes dejar de mirar.

Derrota tras derrota, llega Luis Enrique a la Selección. Un ex madridista resentido. Casi un arquetipo. Sergio Ramos se lesiona y desaparece de las convocatorias. La selección, por primera vez en su historia, está libre de jugadores blancos. Llega a semis en una Eurocopa con un equipo plagado de nombres tan menguantes como la clase media española. Luego el Mundial y para casa en octavos. Vuelta a la realidad.

Foto: España se despide de Qatar. (EFE/Tolga Bozoglu)

La Selección es lo que era. Un grupo sin brillo, sin belleza, sin grandes motivaciones y con Morata de estrella invitada. Como Luis Enrique se resiste a llevar a Ramos, no hay centrales. Como no hay centrales, tiene que poner a Rodri, su mejor jugador, justo ahí en el medio del tugurio. Como Rodri no está en su sitio, la Selección se vuelve blanda y lenta, tal que Busquets —que parece un anciano caminando por un país extraño— en sus últimos años.

Y España cae sin brillo ni delicadeza. No hay tragedia y ni siquiera farsa. Apenas un murmullo. La selección importa poco. Jugadores demasiado adolescentes para interpretar un carácter y demasiado mediocres para que las pupilas se dilaten. ¿Y los madridistas? Ya no están en la selección, ya no conspiran en la sombra.

Han sido limpiados de la Roja hasta el punto que los que tuvieron un pasado blanco —Isco y Ramos— aunque tengan un talento todavía inabarcable para el jugador español medio, no se asoman a las convocatorias ni los periodistas los exigen. Y a los hinchas blancos les da igual. Solo tienen ojos para lo que llegará en primavera y corazón para sus lesionados. Quizás sea mejor así. Cada uno en su negocio. Hacia una doctrina de no-intervención: ni el Madrid en la Selección ni la Selección en el Madrid. Sería un alivio, y quizás en eso esté de nuevo todo el país de acuerdo.

Cada vez que el Real Madrid coge vuelo y ritmo, cada vez que se ajustan sus mecanismos internos, llega un parón de selecciones y se vuelve a la casilla inicial. Desde hace muchos años y sin saber por qué, esto es una verdad absoluta. El hincha merengue mira con estupor el calendario y espera acongojado a que pase esa semana sin que ninguno de los jugadores que el conjunto blanco desperdiga por el mundo se lesione.

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