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El 'mourinhismo' contra el 'procés' de Pep Guardiola: la historia oscura del Barcelona
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Escándalo arbitral

El 'mourinhismo' contra el 'procés' de Pep Guardiola: la historia oscura del Barcelona

La trama que relaciona los pagos del Barça al vicepresidente en activo del arbitraje español, Enríquez Negreira, desmonta la superioridad de Guardiola y refuerza el mensaje de Mourinho

Foto: Mourinho y Guardiola se saludan en un partido disputado en el Camp Nou. (EFE/Alberto Estévez)
Mourinho y Guardiola se saludan en un partido disputado en el Camp Nou. (EFE/Alberto Estévez)

El bar tiene grandes cristaleras y desde fuera se adivina lo que ocurre en su interior. Están los hombres, en su hábitat, reunidos entorno a sus grandes conversaciones, que se vuelven inexplicables al acercarse. Es la España 2011. Hay una crisis que arde en el medio de todo. Arde como si fuera un país al revés. Porque, en realidad, las cosas se van apagando. Los días sin fútbol, a media tarde, se da un silencio espeso. Cada hombre está ajeno a los demás, inmerso en su copa de coñac y sus misterios conyugales. En el libreto de la obra, dicen de ellos que han dejado pasar la vida sin inmiscuirse. Pero hoy se juega un Madrid-Barça. Toda la semana lleva jugándose un Madrid-Barça: en realidad desde que llegó Mourinho al Real Madrid, la vida se ha convertido en un clásico continuo. Eso salva a los hombres de la agonía de lo cotidiano. Tienen esos palacios infantiles para expresarse libremente.

Ese tiempo —2010-2012— fue como la Guerra Fría: cuando Mourinho y Guardiola se insinuaban desde las ruedas de prensa. En aquella época, los niños no ensayaban su jugada favorita ante el espejo; imitaban los gestos de dos entrenadores —la burla insidiosa de José y las caras de Pep, con su teatro condescendiente— que tensaron la realidad y la llevaron al terreno de la leyenda. Todo era símbolo entonces, y cada pase parecía el punto de fuga de un deseo primitivo. Cuando Xavi encontraba la espalda de Ramos, era un pueblo el que burlaba a su opresor. Si una cabalgada de Ronaldo partía por la mitad a los catalanes, era España, encarnada en una chulería mercenaria y lusa, quien devolvía a los revoltosos al redil. Las tanganas, escaramuzas antes de la batalla final. Los fingimientos, asunto fenicio para sacar partido. Los unos, maltratadores sin remedio. Los otros, niños mimados y victimistas que pierden para ganar y ganan para elevar su queja a los altares.

placeholder Mourinho y Guardiola se saludan antes de un Real Madrid-Barcelona. (Reuters/Carlos García)
Mourinho y Guardiola se saludan antes de un Real Madrid-Barcelona. (Reuters/Carlos García)

Guardiolismo, la doctrina de los que están encantados de ser, de los que buscan el bien común, de los enfermos del pase y la posesión, de los humildes, de los bienaventurados, de los que tienen hambre y sed de justicia y de los creyentes fervorosos en la España plural, que viene a ser un paraíso al que se le ha extirpado el mal: la meseta, el Real Madrid, Florentino; la gran infección. Y dibujado torpemente, al otro lado, el mourinhismo. La música militar de siempre, ese sitio donde están los que detestan el bien común, los interesados, los del patadón y tentetieso, los de la España eterna, los que provocaron la crisis y siguen haciéndose ricos con ella. Los de la camiseta blanca, que viva Pepe y la Guardia Civil. Esos.

Una guerra cultural y futbolística

No es exagerado hablar así de aquellos tiempos. Guardiola iba de epifanía en epifanía y sus modos eran los de un dios antiguo. Parecía nacido en Creta, en la cueva del minotauro, acunado por Aquiles y pintado, ya en la cuna, por Barceló. Su personaje, minuciosamente construido por él mismo y por el entorno catalanista del Barça, se fue perfeccionando hasta convertirse en un arquetipo. Era una forma de hacer las cosas sublime y desinteresada que llevaba dentro toda la hondura que se le pide a un pueblo para existir. Un pueblo que al estar oprimido o algo así —nunca está del todo claro— se cree inatacable y utiliza esa autovictimización, coreada por el Madrid progresista, para perdonarse a sí mismo cualquier violación de la ley y amenazar al poder central con la independencia, o con una serie de berrinches en cadena que hagan fracasar los débiles pactos con los que está construida la nación.

Aquel Pujol sacando a las masas en 1984 para tapar el escándalo de Banca Catalana. Así hablaba el prócer: "El Gobierno central ha hecho una jugada indigna", exclamó Pujol desde el balcón de la Generalitat al referirse a la querella que contra él y otros 24 exdirigentes de Banca Catalana había interpuesto el fiscal general del Estado. "En adelante", añadió, "de ética y moral hablaremos nosotros. No ellos". El Gobierno central se amilanó y a partir de ahí, todo indicio de corrupción y los había enormes fue tapado bajo el manto del consenso.

Muchos años después, el Barça de Pep se convirtió en algo nunca visto. Era un grupo unido con una razón futbolística, un estilo moral y la exacerbación de una idea nacional. Era algo indestructible. Una victoria que se extendía por todo el mapa del fútbol de una forma absoluta, agotadora para sus rivales y diabólica para el Madrid, que se había quedado sin espacio. Solo un hombre, José Mourinho, les pudo clavar una lanza en el costado dirigiendo al Inter de Milán. Inmediatamente, el madridismo volvió su mirada a él y el portugués acudió a la llamada.

Alrededor de Mourinho se levantó un enjambre de seguidores que amenazaba con echar por tierra todos los estereotipos del Real. Eran los mourinhistas. Caricaturizados en los medios, eran a la vez fieles hasta lo enajenado con el nuevo entrenador e iconoclastas con los viejos santos y mártires. El mourinhismo fue un estado alterado del madridismo que nació de una búsqueda desesperada de la realidad. Y la realidad había sido borrada del espacio público por una prensa enamorada de un equipo, el Barça, que al parecer le había dado a España su primer Mundial y exigía al Madrid que depusiese sus armas y se disolviese en aras del consenso, del bien común y de la Convención de Ginebra.

Mourinho puso el dedo en la llaga

Dentro de la perfección inmaculada del Barça, estaba su incapacidad para hacer penaltis. Los mourinhistas se encontraban en los bares, en las redes y en las oficinas y se preguntaban qué es lo que estaba pasando. Como si fueran personajes de La invasión de los ladrones de cuerpos, la película de Don Siegel en la que la humanidad se va transformando en una especie de plantas carnívoras que repiten dogmas sin sentido, los mourinhistas sabían que algo pasaba, veían cosas extrañísimas en los partidos donde el Barça jugaba en un lecho de rosas y se preguntaban: "¿Por qué?".

La misma pregunta que se hizo el portugués en una rueda de prensa —en el rally de los clásicos de 2011— que se hizo histórica. "Si digo aquí y a la UEFA, lo que siento, lo que pienso, termina mi carrera hoy. Solo dejo una pregunta que espero que un día se consiga la respuesta, que es, ¿por qué? ¿Porqué? Yo no entiendo por qué. No sé si es la publicidad de Unicef. No sé si es el poder del señor Villar en UEFA, no sé si son muy simpáticos, no sé".

En la televisión, Mourinho es inmediatamente contestado. Se habla de la pureza del estamento arbitral, de la honorabilidad de los árbitros. Todos ponen la mano en el fuego. Aquello del villarato queda como una pataleta lejana de lo que Guardiola dio en llamar la Central Lechera. Esos poderes del centro de la nación que conspiran contra nosotros, el pequeño país de la esquinita. Otra vez el victimismo como coartada. Los trazos de la canción. Pep explica de una forma pedagógica, casi infantil, sus principios a los periodistas: él solo quiere jugar al fútbol, ni siquiera ganar es importante. No le interesan los árbitros, no le interesa el poder, no le interesa nada más que la pelota. Esa es su única amiga. Suena tan convincente como un profeta o un santo. En la tele sale Messi dibujando un círculo perfecto alrededor de un enemigo: Pepe, y las palabras del entrenador catalán quedan subrayadas por esa imagen definitiva.

De alguna manera, ningún árbitro se equivocaba en contra del Barça. Esto era sabido y los corrillos de los azulgrana alrededor del trencilla, en cuanto alguno de sus jugadores recibía una patada o había una decisión que les parecía controvertida, indicaban al juez el camino justo y verdadero. El que le llevaría a pitar finales y ser apreciado por sus jefes. Estas insinuaciones —que se hacían en programas considerados madridistas a ultranza o por periodistas con la camiseta blanca puesta— eran respondidas con un mohín de disgusto por la prensa seria. Solo la mala gente podía disparar contra los inmaculados, contra aquellos que habían dado un Mundial a España y la felicidad de un estilo —el tiki taka— convertido en dogma trascendental de una generación.

El papel de los árbitros

El Madrid afiló el instinto en los años crueles de Guardiola, y de ahí solo sobrevivieron los jugadores que nunca se dejaron vencer por el escenario. Una raza superior de estetas que se paseaban por Europa como por los salones de su casa. Hubo varias Champions seguidas, pero la liga seguía inexpugnable. Se decía que contra Messi no era posible ganar la competición del día a día. Se decía que el Madrid despreciaba las competiciones domésticas. Se decía que eran príncipes poco amigos de lo cotidiano. Pero en cada encrucijada en esos años, en cada momento cumbre, siempre hubo una supuesta pequeña ayuda arbitral al Barça y una zancadilla al Madrid. Un empujón en el área a Cristiano, una tarjeta roja a Ramos, un penalti no pitado a Mascherano. Eran los vestigios del Barça de Pep —los niños y los árbitros, Unicef y la Generalitat—. ¿O era algo más?

placeholder Pep Guardiola y Xavi Hernández celebran uno de sus títulos. (EFE/Albert Olivé)
Pep Guardiola y Xavi Hernández celebran uno de sus títulos. (EFE/Albert Olivé)

El guardiolismo le había enseñado a Cataluña a no tener miedo. Eran un pueblo elegido que ganaba 5-0 al opresor. Iluminados por el talento y una virtud superior, estaban por encima de las leyes y solo quedaba alcanzar un horizonte que ese Barça perfecto le había señalado al honrado pueblo catalán. Esa presunción de virtud ha sido lo que ha condenado al Barça. Algo que comenzó como una impostura teatral delante de Madrid, pero que fue alzándose como una niebla alrededor de la institución azulgrana. Al final, todos se lo creyeron. Creyeron que eran mejores, que su ética era superior, que su estética era definitiva y que nada le debían ya a ese pueblo antiguo y vagamente simpático que era España. En 2017 se dio el paso hacia la independencia, que duró el mismo tiempo que una carrera de Messi: ocho segundos. El nacionalismo a partir de Pep vive de la victoria, sea real, moral o esté instalada en el territorio del deseo.

Y muchos siguen ahí. Pero esa independencia fallida fue también la ruptura de lo que unía a la institución catalana con ese poder inexpugnable que recibe el nombre de régimen del 78. Al Barça se le empezaron a pasar las cuentas. Poco a poco. Tuvo que extender el cadáver del club ante la gente. Y por fin, quien sabe por qué razones, ha emergido el escándalo arbitral del Barça con Enríquez Negreira, que deja al descubierto toda esa idea de perfección. Los mourinhistas tenían razón. Como esos enajenados de las películas que tañen la campana del fin del mundo justo cuando la tarde está en su apogeo.

Aquel discurso de Xavi: ganó el fútbol. Pues bien. Tampoco era verdad.

El bar tiene grandes cristaleras y desde fuera se adivina lo que ocurre en su interior. Están los hombres, en su hábitat, reunidos entorno a sus grandes conversaciones, que se vuelven inexplicables al acercarse. Es la España 2011. Hay una crisis que arde en el medio de todo. Arde como si fuera un país al revés. Porque, en realidad, las cosas se van apagando. Los días sin fútbol, a media tarde, se da un silencio espeso. Cada hombre está ajeno a los demás, inmerso en su copa de coñac y sus misterios conyugales. En el libreto de la obra, dicen de ellos que han dejado pasar la vida sin inmiscuirse. Pero hoy se juega un Madrid-Barça. Toda la semana lleva jugándose un Madrid-Barça: en realidad desde que llegó Mourinho al Real Madrid, la vida se ha convertido en un clásico continuo. Eso salva a los hombres de la agonía de lo cotidiano. Tienen esos palacios infantiles para expresarse libremente.

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