Es noticia
La muerte del periodismo: 2023, nuestro 2016
  1. Cultura
prepublicación

La muerte del periodismo: 2023, nuestro 2016

El veterano periodista Teodoro León Gross publica un ensayo en el que aborda la crisis del periodismo y cómo su degradación afecta a la democracia. Reproducimos la introducción

Foto: Foto de archivo de un quiosco de periódicos. (EFE/Carlota Ciudad)
Foto de archivo de un quiosco de periódicos. (EFE/Carlota Ciudad)

Cualquier político sabe, o debe saber, cuánto le debe a Donald Trump.

Ningún mandatario, claro está, lo admitirá, salvo trumpistas declarados de estricta observancia. De hecho, la mayoría lo negará incluso con aspavientos. Y, sin embargo, a su manera —como bien sabemos en España—, Trump es un héroe para todos, a su pesar. No sólo para Santiago Abascal, también para Pablo Iglesias o Pedro Sánchez. No sólo para Giorgia Meloni o el desaparecido Silvio Berlusconi, también para Elly Schlein. No sólo para Marine Le Pen, también para Jean-Luc Mélenchon o Emmanuel Macron. Por supuesto para Boris Johnson, como también para Jeremy Corbyn, o después Rishi Sunak. Casi sería más sencillo concluir que para casi todos.

Trump es un héroe silencioso para toda la clase política.

Buena parte de ellos no se atreverá a admitirlo, por supuesto, y la mayoría no se atrevería siquiera a pensarlo. En definitiva, Trump es, en buena lógica, un apestado democrático. Y, sin embargo, en el pulso de la política y el periodismo de masas, esa relación incómoda que la clase política ha sobrellevado a disgusto durante dos siglos, nadie avanzó tanto en ninguna democracia para debilitar a los medios informativos, o para ponerlos ante el espejo de su realidad en crisis. Trump ha sido determinante para que la clase política del siglo XXI se haya sacudido esa fastidiosa presión. El periodismo se dejó muchos pelos en la gatera del siglo XX, pero casi todo el pelaje en el siglo XXI.

Trump exhibió lo absurdo del temor al periodismo, por de más, un absurdo creciente. En esa relación se conservan ciertas formalidades, pero ya no el respeto.

placeholder Portada de 'La muerte del periodismo', de Teodoro León Gross.
Portada de 'La muerte del periodismo', de Teodoro León Gross.

Algunos dirigentes, en la intimidad, lo confiesan: "Ya no os leen; ya no os tememos". Básicamente, es algo que conviene aceptar; a disgusto, claro, pero hay que aceptarlo. Entretanto, a esos dirigentes políticos les seguirá encantando aparecer en los eventos de los medios, premios, aniversarios y distintas galas, pronunciando grandes palabras sobre la libertad de prensa y la importancia del contrapoder del periodismo, pero se trata de una retórica llena de cinismo para aprovechar aquello en lo que los diarios aún les resultan útiles. En definitiva, la relación populista con los medios, como menciona Magdalena Browne Mönckeberg, adquiere modulaciones entre la seducción y la confrontación. Esto es, se trata de una relación inevitable que se procura convertir en rentable; y en la política lo tienen cada vez más fácil. Pero si hablas con un profesional de ésta con quien tengas cierta confianza, te confesará que el periodismo les interesa ya poco porque ha quedado como una extensión de la propia política. O sí les interesa, pero no como periodismo, sino como política.

Y el problema es que el periodismo a menudo parece resignado a asumir esta realidad.

El trumpismo, por lo demás, no crea nada nuevo. La manipulación ahora identificada como posverdad; los bulos ahora llamados fake news; el partidismo definido ahora como polarización no son fenómenos desconocidos. Levitsky y Ziblatt, en Cómo mueren las democracias, comparten que Trump no es un iniciador, si acaso un acelerador de esos fenómenos que se manifiestan en la debilidad de las normas democráticas por "una polarización partidista extrema, una polarización que sobrepasa
las diferencias políticas". Quizá lo nuevo de Trump sí ha sido una exhibición particularmente impúdica de ese desdén, con una grosería que sin duda delataba la pérdida del respeto. Yascha Mounk, en El pueblo contra la democracia. Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla, recordaba que los politólogos sostenían hasta tiempos muy próximos que un político así no podría convertirse en presidente; e incluso, una vez elegido, esos politólogos seguían creyendo que las líneas rojas funcionarían. Después de Trump se replantean las ideas estables sobre la democracia liberal vigentes hasta ahora, asumiendo que ésta podría estar tocando a su fin tal como la conocíamos.

El político más trumpista en España ha sido Iglesias (…). Atacar a periodistas ha brillado como marca de la casa en Podemos y su líder

En España, el político más genuinamente trumpista en esta clave ha sido Pablo Iglesias, por cierto, obsesionado con la casta, algo que después repetirá inagotablemente Milei en la campaña argentina de 2023, como había hecho el mandatario estadounidense frente al establishment de Washington. Y, en ese esquema, atacar a periodistas ha brillado siempre como marca de la casa en Podemos y su líder. No sólo a los grandes triunfadores icónicos como Ana Rosa Quintana de manera particular —cierto machismo siempre se ha intuido, y ahí quedan los "azotes hasta sangrar" a Mariló Montero, a pesar de la incomodidad para quienes se denominan progresistas— o a Carlos Herrera, con su poderosa impronta matinal. De hecho, la lista es larga. Y a menudo los ataques han consistido en calificarlos de trumpistas, siguiendo paradójicamente una estrategia política notoriamente trumpista contra periodistas y medios. Daniel Gascón ha escrito de Podemos que "como Trump, es síntoma y causa de la degradación del sistema", concluyendo que "la principal aportación de Podemos es la normalización del odio en la política nacional". Efectivamente, Podemos necesita un ecosistema político envenenado por el sectarismo y la tensión —como después sucedería con Vox, que es reflejo de lo ocurrido en la coctelera de la extrema izquierda y el nacionalismo; en definitiva, como sostiene González Férriz en Los años peligrosos. Por qué la política se ha vuelto radical, Podemos y Vox, como el procés, forman parte de un fenómeno occidental que evidenció la volatilidad de las democracias mientras se abrían paso las ideas radicales—, e incluso apela directamente en su cartelería y sus mensajes a que se exprese ese odio. Aunque probablemente el hito más destacado lo marca Pedro Sánchez, presidente del gobierno del que también formó parte Iglesias, durante la campaña de las elecciones generales de 2023, en la que usó a destajo la argumentación trumpista de presentarse como víctima de poderes oscuros con una confabulación mediática que él cifraba en más del 90 por ciento de los medios a los que situaba en la derecha. Es un caso de manual de ese recurso trumpista de los "hechos alternativos", en definitiva, una falsedad, como se puede constatar en el interesante ensayo Polarización en las audiencias de los medios en España, de Sílvia Majó-Vázquez y Sandra González-Bailón, que describe un paisaje relativamente equilibrado, muy lejos de esa radicalidad.

Admitamos, en fin, que una de las ironías de esta época en España ha sido el anuncio, por parte del gobierno, de la creación de un observatorio antibulos dentro de su campaña de victimismo populista frente a los medios.

Parafraseando esa idea apócrifa de que los nuevos fascistas serán los antifascistas, los antitrumpistas son los nuevos trumpistas.

placeholder El periodista Teodoro León Gross. (José Antonio Santana de Yepes)
El periodista Teodoro León Gross. (José Antonio Santana de Yepes)

Pedro Sánchez, en esa campaña, no se deja entrevistar por El Mundo, ABC o la COPE; y Alberto Núñez Feijóo no aceptó la propuesta de El País, como Abascal. En cualquier caso, nada nuevo. Para el presidente actual es una norma de todo el mandato: se había dejado entrevistar, hasta la campaña, sólo por la SER, abrumadoramente hasta casi una decena de veces, y también por La Sexta o TVE, y poco más. Sólo en la campaña, como parte de su estrategia electoral, ensanchó ese foco tan restringido, como explica en su segundo libro, Tierra firme, publicado en diciembre de 2023: "Uno de los asuntos que afloraron fue la necesidad de que yo acudiera a ciertos programas de radio y televisión, justamente a aquellos que habían contribuido de una u otra forma a crear una imagen negativa de mí". Y, sin embargo, nadie ha ayudado tanto a cavar un fuerte trincherismo en los medios, lo cual no es una creación sanchista o antisanchista, por supuesto, aunque sí haya marcado su paroxismo en España durante estos años como en otros países. Esas actitudes se asociaban a la derecha insurgente, con los ejemplos de Trump y Bolsonaro, pero en la última legislatura española, añade Gascón, "quien no lo supiera ha podido ver que esa caja de herramientas estaba también al alcance de políticos del establishment". Tal vez cualquier otro presidente al que le hubiese tocado gobernar en estos años habría actuado de manera similar, por efecto de l’esprit du temps, pero sin duda el sanchismo ha sabido manejar bien el arsenal del trumpismo, y es constatable cómo la estrategia ganadora de éste se vio favorecida por sus mensajes fake sobre los medios, creando un clima polarizador y beligerante. Como apunta Gideon Rachman, "los medios de comunicación son un blanco habitual", como los tribunales, para un tipo de líder al que irrita cualquier institución independiente que no pueda controlar o que cuestione su autoridad. Luis Miller, académico especializado en la polarización, señala que "la evolución de los gobiernos de Pedro Sánchez ha transformado momentáneamente el tablero político español del mismo modo que lo hizo Donald Trump en Estados Unidos: trascendiendo al plano ideológico y generando identificaciones fuertes a favor y en contra", descalificando como extrema derecha o derecha extrema cualquier foco crítico y, una vez delimitado, planteando un muro simbólico para aislarlo políticamente; y concluye que «las ideas de la derecha extrema y el muro son ideas cocinadas a fuego lento con el único objetivo de polarizar a la sociedad española". Y en esto encontró que tuvo, sin apenas dificultades, un acompañamiento mediático. Es un hecho significativo que El País, más allá de la salida de Fernando Savater en enero de 2024 denunciando la degradación de esa gran empresa intelectual clave para la democracia española desde la Transición que "se ha convertido en el soporte propagandístico y el justificador ideológico de Pedro Sánchez", contratase a una firma de ocasión para convertir ese trabajo sucio en sección durante el período electoral. En definitiva, 2023, con el epicentro de la campaña de las elecciones generales de julio y el proceso delirante de negociación para la investidura, representa el punto de no retorno en el que esos fenómenos alcanzan toda su expresión, aunque los síntomas ya hubiesen aflorado y se arrastraran durante las últimas décadas y, sobre todo, a partir de la crisis de 2008.

Y al cabo hay un estado de cosas muy cambiado. Hace algunos años, una carrera política se hacía con el periodismo, desde el periodismo, a pesar del periodismo... Hoy puede hacerse sin el periodismo e incluso contra el periodismo, que se ha convertido en literatura de acompañamiento de tantas y tantas carreras políticas. E insistamos en que no se le puede atribuir a Trump el mérito en exclusiva, pero desde luego se está en deuda con él. La desconexión del periodismo, con el efecto aumentado por las redes sociales, donde "la manipulación había estado incorporada en los productos desde los inicios", como desentraña Max Fisher en Las redes del caos, tiene mayor alcance como epítome de una serie de tendencias que Michiko Kakutani ubica en la desaparición de los límites de la realidad y de la ficción, de lo verdadero y lo falso, en La muerte de la verdad. Notas sobre la falsedad en la era Trump, y así hasta los hechos sepultados por las opiniones.

El gran éxito de Trump para doblegar a la prensa fue, irónicamente, entenderla muy bien

Por supuesto, a riesgo de incurrir en la perogrullada de rigor, estamos ante un proceso complejo que no cabe simplificar. La tentación de la ucronía tiende a provocar equívocos, y la desmemoria induce a muchos errores, como ha sucedido al atribuir a internet una decadencia que el periodismo ya había iniciado con anterioridad, y entre otras causas, como anotaba Philip Meyer en The Vanishing Newspaper: Saving Journalism in the Information Age, por la codicia de los editores. El trumpismo supone una fase más en esa decadencia del periodismo; aunque sin duda Trump podría presumir de una aportación considerable a la toma de conciencia sobre su impacto. María Ramírez, en El periódico: 25 años de auge y catarsis del periodismo en internet, recuerda cómo la rectora de Harvard reaccionó a la victoria de éste proponiendo una reflexión sobre el periodismo y la búsqueda de la verdad que se materializó en algo denominado The Future of News: Journalism in a Post-Truth Era, en el mismo enero de 2017, con lo que comenzaba, como descubrieron más tarde, un tortuoso proceso de reflexiones interminables, contradictorias y quizás insolubles entre seminarios, libros, ensayos, más seminarios, conferencias, debates... Trump sentó al periodismo en el diván. De hecho, en un diván torturado al que probablemente debería haber acudido muchos años antes, incluso décadas, sin esperar a verse en una situación crítica.

El gran éxito de Trump para doblegar a la prensa fue, irónicamente, entenderla muy bien. Bob Woodward, uno de los reporteros legendarios del caso Watergate para The Washington Post, reflexionaba acerca de cómo el periodismo no supo enfrentar el desafío y acabó por darles más combustible a sus propios problemas. Aquí en España, un político fracasado como Pablo Iglesias también demostró haber entendido cómo aprovecharlos para sacarles partido, buscando siempre la tensión o la confrontación. En un debate de la Cadena SER, celebrado en abril de 2021, entre los candidatos a la presidencia de la Comunidad de Madrid, tras cuestionar la candidata de Vox la credibilidad de unas amenazas recibidas por el líder de Podemos y miembros de Interior, Iglesias decidió abandonar el plató —arrastrando después a los candidatos del PSOE y Más Madrid— aun cuando antes hubiera especulado con acusaciones mucho más graves hacia sus rivales como golpes de Estado. La directora del espacio líder en la radio española, Àngels Barceló, imploró a Iglesias que se quedase —"Pablo... Pablo, ¡no te vayas!"— mientras afeaba la conducta a la líder de Vox —"señora Monasterio, esto no es un espectáculo [sic], esto es un debate entre demócratas. ¿Y los demócratas sabe qué hacemos? Escuchamos..."—. Rocío Monasterio, aparentemente encantada con la situación, replicaba a la periodista —"usted es una activista"—, en tanto ella mantenía a Iglesias agarrado del brazo y le pedía que respondiera "a la provocación de la ultraderecha". Sin duda es uno de esos episodios reveladores, quizás uno de tantos, pero muy significativo, para preguntarse cuánto habíamos cambiado... y tan rápidamente.

Los medios, que ya habían iniciado casi cuatro décadas antes una deriva autodestructiva marcada por la pérdida de prestigio de la información, incluso vieron en Trump un activo para el negocio por su capacidad para dar espectáculo. El presidente de la cadena CBS, Les Moonves, ante la carrera electoral en 2016, dijo de Trump: "Quizá no sea bueno para Estados Unidos, pero es muy bueno para CBS". En una situación delicada, la tentación del espectáculo ya solapaba los valores del periodismo. Tal vez haya que escribir ensayos sobre cómo mueren las democracias, pero hay frases que explican por sí solas cómo muere el periodismo.

A distancia, también sucedió en España con la irrupción de Podemos y la fascinación por la nueva política.

En realidad, la elección de Trump ya advertía de algo a propósito de la decadencia del periodismo: tradicionalmente, en Estados Unidos coincidía el éxito de la carrera presidencial con la aprobación masiva de los editoriales de los grandes diarios. Los periódicos quizá no determinaban el triunfo, pero sin duda lo identificaban. Así sucedió hasta la llegada de Barack Obama, también bendecido por la prensa aunque titubeante en los primeros momentos: tras The Washington Post se sumaron dos prestigiosos grandes como el Chicago Tribune y Los Angeles Times. Un aluvión de radios y televisiones del país jalearon la elección de Obama... y hasta The Wall Street Journal asumiría que la presidencia republicana estaba achicharrada. Aunque Obama usó las redes con inteligencia, y ya planteó enfoques nuevos, aún se constató ese fenómeno de los editoriales como antenas que captaban la corriente ganadora, evidenciando aquella idea de Arthur Miller de que un diario es la nación hablándose a sí misma. Esto aún sucedía en 2012, pero la cosa cambió en la campaña de 2016. Los periódicos pidieron el voto muy masivamente por Hillary Clinton frente a Donald Trump. La mayoría de las grandes cabeceras periodísticas, desde The New York Times hasta The Washington Post, pasando por The Miami Herald, con referencias a veces muy despectivas, apostaron notoriamente por ella, o más bien contra él. Apenas hubo editoriales a su favor. El nivel de reproche o desdén era imponente: "Una comparación sería un ejercicio vacío", editorializaba The New York Times ante el duelo. En estos diarios no se vacilaba en considerarlo ya "el candidato de un gran partido claramente peor cualificado en los 227 años de historia de la presidencia estadounidense", como The Atlantic, asumiendo que aquello no se podía valorar en términos de normalidad.

¡Y ganó Trump!

placeholder Donald Trump, junto a su mujer, Melania, Barack y Michelle Obama, tras jurar como 58.º presidente de EEUU en enero de 2017. (Reuters/John Angelillo)
Donald Trump, junto a su mujer, Melania, Barack y Michelle Obama, tras jurar como 58.º presidente de EEUU en enero de 2017. (Reuters/John Angelillo)

Se trata de un hito, porque en ese punto se toma conciencia de que algo había cambiado definitivamente: los diarios ya no funcionaban como prescriptores de la opinión pública, arrastrados a otra pantalla por el proceso de mediamorfosis. Y para quienes aún se aferraban a la hipótesis del accidente, todavía en agosto de 2018, en las elecciones de mitad de mandato, tendrían una dura prueba. Más de trescientos diarios de Estados Unidos se unieron en defensa de la libertad de prensa en sus editoriales, publicados de manera coordinada, en los que denunciaban los ataques del presidente Donald Trump a los medios de comunicación desde su llegada a la Casa Blanca. La iniciativa fue promovida desde The Boston Globe, todo un bastión demócrata, a la que se unieron grandes cabeceras, sobre todo del orden liberal, incluido The New York Times. De madrugada, Trump tuiteó: "Los medios de noticias falsas son el partido de la oposición. Esto es muy malo para nuestro Gran País. Pero estamos ganando", y poco rato después sumaba decenas de miles de "me gusta". El presidente calificaba a los periodistas de "enemigos del pueblo" y "gente enferma y peligrosa". Coincidiendo con esta polémica, un estudio de la Universidad Quinnipiac incidía en que el 51 por ciento de los votantes republicanos creía que los medios son "enemigos de la gente".

En efecto, estaban y están ganando.

Como ganó Milei en Argentina en 2023 aunque no fuese —según Prosumia, una de las encuestadoras que mejor diagnosticó esas elecciones— el favorito para la mayoría de los trabajadores del periodismo y la comunicación. En otros países, como España, esto también se había entendido perfectamente.

Y la prensa no ha mostrado resistencia, o no ha tenido ya fuerzas. Muy lejos de esa línea Maginot de la que hablaba Vincent Mosco, no sólo faltaba capacidad de reacción, sino que evidenciaba una obcecación cerril en el modo de afrontar la cuestión. Como se les advertía desde tribunas relevantes como Politico, estaban cometiendo el mismo error a pesar de tener la lección aprendida. Pero erre que erre, vuelta a los viejos tics, como ha sucedido en tantos retos. Mientras los periodistas, desde una prepotencia moral, coreaban su mensaje tras convocar a los suyos con el tam-tam de la tribu, Trump mostraba a políticos del resto del mundo que la prensa ya podía ser no mucho más que un forúnculo enojoso.

placeholder Dibujo del expresidente Donald Trump durante un juicio en 2023 contra él por presunto fraude. (Reuters/Jane Rosenberg)
Dibujo del expresidente Donald Trump durante un juicio en 2023 contra él por presunto fraude. (Reuters/Jane Rosenberg)

Y así ha seguido haciéndolo, mientras preparaba la campaña de 2024, con cuatro procesos judiciales que de momento sólo han incrementado su popularidad, aunque a comienzos del año electoral su situación se veía cada vez más insostenible. En cuanto se dio a conocer la acusación del fiscal de Nueva York —The Washington Post había publicado que hay más contra él, en particular por los documentos localizados en su casa—, las donaciones a su campaña se multiplicaban, sobre todo microdonaciones, y se publicaban sondeos, caso de The New York Times, evidenciando que era y es favorito para ganar las primarias y las elecciones. Trump convocó a los medios para que convirtieran aquello en un espectáculo, y los medios actuaron a su medida. Viaje en su avión desde Florida, llegada a la Torre Trump, convoy formidable de vehículos... Todo calculado como un guion de Hollywood, con la presencia imponente de televisiones y medios como sólo sucede en los grandes eventos. Retransmisión al minuto en las puertas de la Fiscalía de Manhattan, donde iba a entregarse voluntariamente, y donde le tomarán las huellas dactilares y fotografías para la ficha policial. Por primera vez en la historia, un presidente de Estados Unidos, retirado o en el cargo, será acusado penalmente. Se trata de convertir el desastre en un espectáculo a su favor, con un estricto y minucioso control del relato hasta el punto de negar que los medios de comunicación puedan estar presentes durante la vista judicial, a excepción de cinco fotógrafos. Y todo gratis.

En definitiva, como advierte Francis Fukuyama, finalmente Trump ha cambiado las estabilidades teóricas. En Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento, un libro motivado por Trump, aborda el riesgo real de una degradación de la democracia, idea recurrente en la recta final del siglo XX, pero que en el siglo XXI se había elevado a centro de gravedad del debate político. Si Peter Turchin consideraba que la inestabilidad marcaría la segunda década del siglo XXI cuando Nature preguntó a una selección de investigadores relevantes cómo evolucionarían sus campos en los siguientes diez años, al final de la década acabaría publicando un ensayo abiertamente dedicado al camino de la desintegración política: End Times: Elites, Counter-Elites, and the Path of Political Disintegration. Y aplicando la cliodinámica, disciplina que elabora teorías sobre las sociedades complejas mediante modelos matemáticos, llega a hablar de una guerra civil en Estados Unidos, e incluso de los riesgos para España con el factor del separatismo. Turchin cree que se ha entrado en "la era de la discordia" y el periodismo es uno de sus mecanismos.

Como Woodward, algunos periodistas de Estados Unidos, donde aún se hace el mejor periodismo, han tenido reacciones interesantes. Desde CNN advertían que pasaban del mensaje recurrente de "Trump está diciendo mentiras" a centrarse en los hechos. La cadena comenzó a utilizar el eslogan Facts first (‘los hechos primero’) parafraseando el eslogan trumpista America First. Marty Baron, como director ejecutivo de The Washington Post, plantea el lema: "No estamos en guerra; estamos trabajando", ante la evidencia de que durante varios años habían planteado equivocadamente una guerra fallida de la que habían salido derrotados. Frank Rich, excolumnista de The New York Times, después productor ejecutivo de Succession o Veep para HBO, advertía de que los periodistas de los principales medios, después de cuatro largos años registrando el catálogo de barbaridades del presidente, corrían "el riesgo de convertirse en artistas de performance para los lectores agradecidos que ya están de acuerdo con nosotros". Ése es un punto esencial: el riesgo de acabar como extras del espectáculo. Rich se hacía la pregunta clave, por cierto válida igualmente para el sanchismo, de "si algo de esto ha influido en un solo votante de Trump". Y sí, sí ha influido en el electorado de Trump, pero para reforzar más su identidad. Por eso el presidente está tan contento de competir contra The New York Times, CNN, The Atlantic o NBC, como anotaba Ben Smith siendo columnista de medios del Times.

Trump siempre vio claro que estaba ganando, antes de que los medios vieran claro que ellos estaban perdiendo. Y en ese proceso ha sabido utilizar muy bien la polarización, tan unida al populismo para la creación del enemigo que dé sentido a tu causa. Pero su confrontación con los medios, a los que ha identificado con el establishment liberal, con el corazón mismo del sistema, no ha provocado que haya una parte de la sociedad que, sintiéndose agredida por el presidente, haya hecho causa por el periodismo libre, riguroso y democrático, comprometido con los derechos fundamentales. En buena medida el trumpismo ha provocado un antitrumpismo reflejo.

placeholder Pablo Iglesias, durante su participación en julio de 2022 en una mesa redonda sobre medios de comunicación en los Cursos de Verano de El Escorial. (EFE/Sergio Pérez)
Pablo Iglesias, durante su participación en julio de 2022 en una mesa redonda sobre medios de comunicación en los Cursos de Verano de El Escorial. (EFE/Sergio Pérez)

El populista identifica y personaliza al enemigo o los enemigos del pueblo, como señala Slavoj Žižek en Contra la tentación populista, y así lo hizo Trump con el periodismo como antagonista útil. Es su forma de simplificar la realidad a sus seguidores... Y no le han faltado imitadores por todo el mundo, al principio en las posiciones extremas, pero cada vez más también en posiciones moderadas. Pablo Iglesias no es el más grosero, en comparación con tantos dirigentes europeos de la alt-right, incluyendo algunos de Vox, pero sí quien más desahogadamente ha exhibido el repertorio en España. A menudo ha abonado la distinción moral básica sobre la que se estructura el populismo —un pueblo virtuoso, depositario de la voluntad general, víctima de una élite corrupta que impone sus intereses—, y los medios aparecen recurrentemente como altavoz de esa élite corrupta. En el prefacio de su libro Medios y cloacas insiste Manu Levin en que "lo importante es tener bien presente que los medios son los actores ideológicos más importantes en las sociedades contemporáneas»; y él se pregunta: "¿Puede haber un cordón democrático político sin que haya un cordón democrático mediático?", calificando de ultraderecha a tertulianos, jueces, periodistas, de Vicente Vallés a Carlos Herrera, en un totum revolutum sin entidad, como en otros textos incluye a Ana Rosa Quintana y Susanna Griso; y afirma que "el periodismo vive una época oscura. La mentira no es sólo un instrumento de las derechas políticas, sino también una estrategia de las derechas mediáticas", aunque no deja de ser curiosa esa atribución a la derecha en un libro marcado obsesivamente por lo que llaman Ferrerasgate. El periodista Miguel Mora, en el prólogo, habla de una "jauría humana que ha tratado de convertirlo [a Iglesias] en el enemigo del pueblo durante seis o siete años" e incluye a periodistas, junto con jueces, fiscales, cuerpos policiales y políticos. Todo, al cabo, muy trumpista: el establishment contra el hijo del buen pueblo. Pablo Iglesias al final ha satisfecho un anhelo íntimo frustrado en sus años de Moncloa, desde donde aspiró a TVE: controlar un medio de comunicación —todo está en Gramsci— que le permita dictar su relato. Claro que Canal Red no es TVE, donde el PSOE frenó ese asalto con la evidente aspiración de mantener ellos un control a sabiendas de su valor como instrumento electoral. Desde el apoyo iraní a La Tuerka hasta Roures, le ha acompañado además la sombra de algunas compañías peligrosas.

placeholder El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en una imagen de febrero pasado. (Europa Press/Matias Chiofalo)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en una imagen de febrero pasado. (Europa Press/Matias Chiofalo)

De hecho, en este período, Pedro Sánchez se aferró también al mensaje populista de los poderes oscuros que él enunciaba como "la derecha económica y mediática". En el Senado había dado señales enarbolando, por ejemplo, un ejemplar del diario El Mundo en esa misma línea. O en sus entrevistas, convertidas en supuestos ejercicios quijotescos para ir a defender el progresismo a estudios y platós hostiles que él elevaba, como se ha dicho, a nueve de cada diez. Y, en esa campaña, bastó que Sánchez señalara a los medios para que los grupos de comunicación afines al sanchismo reprodujeran esa línea poco pudorosa, y no ya las cabeceras más radicales, sino sus marcas de mayor reputación; algo que meses después, con las rectificaciones en torno a la amnistía o el lawfare como contrapartidas para la investidura, aún llegaría más lejos con los medios rectificando sobre la marcha, sin apenas vacilación, para adoptar editorialmente el argumentario de la Moncloa. Desde la Cadena SER incluso se atacó a la competencia con argumentos sorprendentes, en particular a Carlos Alsina en Onda Cero por hacer preguntas incómodas al presidente. Por momentos, la tensión mediática transmitía la percepción de que los medios se jugaban algo más que ver triunfar su opción preferida, tanto como los aspirantes a la Moncloa.

En este proceso, entre sanchistas y antisanchistas, la debilidad del periodismo ya estaba avanzada por la debilidad asumida por los propios periodistas. Como escribe Rius, parafraseando a Enric González: "El periodista llegó a sentirse cercano al poder y olvidó que era alguien muy frágil". Cuando la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) exigió a Podemos, en abril de 2023, que cesara "en sus señalamientos e insultos, con nombres y apellidos, a periodistas que se muestran críticos con la actividad de esa formación política", recordando algo tan obvio como no confundir la libertad de expresión con "intimidar a los profesionales de la información e intentar que se autocensuren para evitar verse señalados", ¿qué ocurrió? Un importante número de periodistas salieron en defensa, pero no del periodismo, sino de Podemos, cuya fortaleza en redes sociales es poderosa e intimidante.

Todo un progreso: del periodista que ponía en evidencia al político al político que pone en evidencia al periodista.

Todo esto sucedía mientras muchas de las democracias liberales, durante esta década, se han visto sometidas a vaivenes que han cuestionado los consensos políticos alcanzados a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, como advierte Luis Miller. Trump, con el asalto al Capitolio, es el más significativo; el bolsonarismo también concluye con el asalto de las sedes del Congreso, de la Presidencia y del Tribunal Supremo en Brasilia, y con la exigencia de una intervención militar; el Brexit como gran exhibición de la mentira, y en España pesa la década 2014-2024, con el procés secesionista sobre un catálogo de manipulaciones históricas; la irrupción de Podemos, en un clima de crisis, con sus escraches y señalamientos; el ultranacionalismo de Vox como reflejo en el otro extremo; la moción de censura y la conformación de lo que Pérez Rubalcaba llamó "solución Frankenstein", con la que se blanqueó a Bildu; la réplica del bloque constitucionalista apropiándose fatalmente de la Carta Magna como seña de identidad; la investidura de 2023 con la amnistía oportunista de todos los delitos en torno al golpe al orden constitucional en Cataluña... hacia un tribalismo identitario definitivamente nefasto para la tolerancia respetuosa. La pregunta es obvia, y probablemente también la respuesta: ¿los medios han tratado de racionalizar esta dinámica o se han convertido en su combustible?

La polarización de la política se traslada a la prensa, y no es un fenómeno particularmente español, aunque aquí alcanza cotas impensables

Y no se trata ya de la politización de los medios, sino del periodismo desarmado para operar al servicio de la política. El periodista David Jiménez, exdirector de El Mundo y autor de El director, a la pregunta de por qué escribió el libro da esta respuesta: "El periodismo español está necesitado de una regeneración urgente. Por supuesto, no todo: hay gente magnífica en el oficio. Pero nos hemos dejado contaminar por los defectos que denunciamos de la política". Y concluye que el poder ha doblegado "y corrompido" a los medios. La polarización de la política se traslada a la prensa, y no es un fenómeno particularmente español, aunque aquí alcanza cotas impensables en el periodismo anglosajón, en el que la división es menos izquierda-derecha y más social, como señala Jonathan Haidt. Por supuesto, nada impide cuestionar el trabajo de un reportero de gran prestigio como Seymour Hersh por su reportaje sobre el sabotaje del gasoducto Nord Stream durante la guerra de Ucrania, bajo la consigna elemental de desacreditar sin más aquello que no te gusta antes de evaluar consistentemente su grado real de rigor. Pero el sistema español, como en otros países mediterráneos, según los tres modelos europeos descritos por Hallin y Mancini, es particularmente proclive al desprecio frentista entre profesionales.

La polarización ha llevado a muchos ciudadanos a caricaturizar a los medios con las fantochadas de los políticos populistas que desprecian el periodismo; pero, en cambio, consumen los contenidos más impactantes, controvertidos y emocionales, en particular sus formatos más dramáticos, con esa nueva efervescencia tan 2.0. En definitiva, esa parte del periodismo que está más próxima al clima de polarización o es directamente cómplice de ese ecosistema degradado. "Los medios están sesgados no tanto hacia derecha o izquierda, sino hacia lo ruidoso, escandaloso, llamativo y conflictivo", escribe Ezra Klein en su ensayo Por qué estamos polarizados. Y, por tanto, los políticos más dotados para provocar conflictos identitarios son los que ahora encuentran mayores oportunidades para prosperar.

Los formatos de confrontación, de púlpitos airados, de mesas de análisis derivadas en talk shows, debates de todo diseño para dar más vuelo al share que a la dialéctica, han tenido éxito creciente. Y la propia información de acompañamiento. Para muchos, la cobertura de la Casa Blanca, antes de Trump, era efectivamente una aburrida liturgia de reporteros encorsetados bajo una serie de rituales informativos a menudo vacíos, lejos del espectáculo cautivador de Trump, con su teatro sobre la verdad no dictada por la información, sino por el discurso moral, en el que los reporteros adquieren popularidad enfrentándose al presidente y el presidente gana popularidad agitando a los suyos al replicarles groseramente, tanto más si son mujeres.

Y la dinámica de las trincheras morales en los medios va de la política a todo lo demás, fomentando las identidades tribales. Y ahí se revela con crudeza la degradación de los medios: de trinchera de la libertad de expresión, históricamente, a primera línea de fuego de la pérdida de pluralidad y libertad en forma de cancelación.

Y el estilo es un elemento fundamental y, de hecho, como advierten Engesser, Fawzi y Larsson, a menudo más definitorio para el entendimiento del populismo que la oferta ideológica. El estilo, como parte de la concepción estratégica, delata algunas claves del fenómeno. De quedarse sólo en las ideas, no se va más allá del mensaje; pero el estilo, el cómo se produce esa expresión, atañe al porqué, esto es, los motivos y objetivos del movimiento. Gianpietro Mazzoleni, a propósito de populismo político y mediatización, en un volumen enfocado a comprender la transformación de las democracias occidentales con Esser y Strömbäck como editores, apunta cómo el populismo se acopla, de manera muy dramática, a los criterios mediáticos.

En definitiva, y esto es lo más desconcertante, el periodismo, ya muy debilitado por sí mismo, ha asumido esa deriva y se ha convertido, a su modo, en cómplice de esa política, dejándose derrotar por ella. Y, aunque algunos tienden a justificarse atribuyendo el deterioro a la irrupción de medios alternativos de apariencia informativa —paraperiodistas los ha denominado Gabilondo—, en realidad el problema esencial interpela al periodismo tradicional de prestigio capaz de mirar para otro lado ante lo sucedido con un presidente del gobierno con el que compartían ideas como "nunca pactaré con Bildu" o "nunca aceptaré la amnistía porque está fuera de la Constitución", asumiendo su cambio de posición partidista para mantenerse en el poder como un cambio de posición editorial de manera automatizada. Como con las contradicciones del PP sobre la renovación del CGPJ, demasiado a menudo el periodismo asume los argumentarios de partido como línea editorial.

Estaban ganando, como anunciaba Trump; y sí, están ganando... De hecho, quizá ya han ganado.

Entre 2018 y 2023 pudo percibirse con claridad que la crisis del periodismo era ontológica: se trataba de la pérdida del valor de la verdad

Y, a todo esto, ¿por qué escribir este libro? Entre 2018 y 2023, en los últimos cinco años, la crisis del periodismo, que llevaba dos décadas largas debilitándolo, pudo percibirse con inquietante claridad que ya no era sólo una crisis de modelo, sino, definitivamente, una crisis ontológica: ahora no se trataba de la pérdida de la publicidad, que es lo que sostenía el negocio, sino de la pérdida del valor de la verdad, que es lo que le daba sentido. Un periodismo desconectado de la verdad queda herido irreparablemente. Podrá seguir en calidad de zombi, en un purgatorio más o menos prolongado, pero su existencia está condenada a perder su esencia. Ahí, más allá de otros síntomas de mayor o menor gravedad diagnosticados en las últimas décadas, el periodismo delataba su estado terminal.

En otoño de 2023, después de unas elecciones generales con un choque áspero entre los bloques de la izquierda y la derecha —o sanchistas y antisanchistas— bajo una impronta populista muy acentuada, el PSOE acabó por lograr una investidura de vértigo después de un pacto extremadamente arriesgado y polémico: más allá de sus alianzas con otras fuerzas nacionalistas, el acuerdo definitivo se cerró fuera de España con un prófugo de la justicia desde el referéndum ilegal de 2017 en Cataluña. Y el precio era alto, porque incluía, además del law fare, que comprometía la dignidad del Estado de derecho, una ley de amnistía que toda la cúpula del PSOE había negado reiteradamente que pudiera encajar en la Constitución. Hubo manifiestos y pronunciamientos escandalizados desde todas las asociaciones de jueces, el Poder Judicial, estamentos profesionales y académicos..., preguntándose cómo seguir creyendo en lo que enseñaban o defendían en los tribunales ante lo firmado allí. De este episodio sobre la capacidad política de mercadear con las convicciones a cambio de unos votos para aferrarse al poder hay pocos antecedentes equiparables, aunque encajase en las prácticas habituales del oportunismo político. Pero la manera en que los medios más afines al gobierno se sumaron al propagandismo de su "relato" para sustituir a "los hechos" supuso un aldabonazo. Nada que no hubiera sucedido, pero ahí también se cruzaban los límites. ¿Cómo seguir creyendo en el periodismo una vez que el relato había sustituido definitivamente a la verdad? El trumpismo había penetrado en los grandes medios del sistema.

2023, en efecto, ha sido para España lo que 2016 fue para Estados Unidos o el Reino Unido. El año de la derrota para el periodismo en un clima de posverdad triunfante. Tal vez desde 2017 era previsible, pero 2023 ha sido el año fatal.

A un periodista en ejercicio durante los últimos treinta y cinco años biográficamente le ha tocado vivir el auge y la decadencia de los diarios, el poder y la derrota del periodismo. Es el caso del autor del libro, que ha disfrutado del raro privilegio de haber sido articulista en los grandes diarios nacionales —El País, El Mundo y en la actualidad ABC— desde el aprendizaje en Diario 16 a finales de los ochenta y después en Vocento durante dos décadas; y más allá de los periódicos, entre los que se incluyen The Objective o las cabeceras del grupo Joly, de haberse asomado a la actualidad en los grandes programas de la radio española, como comentarista político para Hoy por hoy en la Cadena SER y después Herrera en Cope. En ese ir y venir, con la fortuna de haber tenido directores y colegas excepcionales en las redacciones de papel, como Antonio Caño para ir a El País y seguir allí con Soledad Gallego-Díaz, y antes David Jiménez para ir a El Mundo y seguir allí con Pedro G. Cuartango, o después Julián Quirós en la mudanza a ABC, hay muchas oportunidades para ver cambios determinados por razones de estrategia empresarial, pero también por arrebatos de egos más o menos delirantes o por el sesgo ideológico, o directamente por presiones partidistas cada vez más acuciantes, como admiten los propios directores en las encuestas académicas. Con todo, como le sucedió al autor del libro en su salida de Prisa —conjuntamente de El País y la SER—, hay que irse sin rencor, y con la certeza de haber disfrutado un privilegio. Este libro, por demás, no tiene nada de crónica personal o de examen de conciencia, y tanto menos de ajuste de cuentas; aunque no puede ser ajeno a la experiencia de esos treinta y cinco años escribiendo en los periódicos y a la vez ejerciendo como investigador en comunicación en calidad de profesor titular de Periodismo en la Universidad de Málaga, el entorno propicio para detenerse a indagar más allá de las obviedades tan características en este oficio y reflexionar en contacto con las nuevas generaciones, al menos hasta tomar una excedencia para dirigir y presentar un programa de actualidad política en la televisión pública andaluza. Hay algo de lo que puedo estar seguro después de media vida de estabilidad profesional como un mar en calma y otra media de vértigo como en el cabo de Hornos: el periodismo se percibe mejor cuantas más experiencias distintas hayan jalonado tu trayectoria. Más vale sumar trienios en distintas redacciones y sexenios de investigación en la universidad que toda la vida en un escritorio confortable.

El periodismo, claro está, no llegó de golpe a esta pérdida suicida de respeto por la verdad

Éste, por lo demás, no es un libro para periodistas. Al revés, es un libro que irritará a muchos periodistas, aunque no a todos. Invita a cualquiera que se sienta comprometido con la verdad, con el espíritu crítico como fundamento cívico de una sociedad vertebrada y fuerte, y por tanto a cualquiera que se vea interpelado por el periodismo, un actor determinante en el auge de la democracia liberal hasta ser un actor determinante en la crisis de ésta; en definitiva, inseparables. Así pues, se trata de un libro sobre el deterioro del periodismo, que ha acompañado el deterioro de la democracia liberal, tolerado por una ciudadanía que se desconectaba de los viejos ideales a menudo con entusiasmo miope. El periodismo, claro está, no llegó de golpe a esta pérdida suicida de respeto por la verdad; la degradación del modelo se ha ido expresando en la tabloidización, la presión de los gabinetes, el alejamiento de la deontología, el periodismo barato de declaraciones y de opinión, la seducción de las redes sociales..., fenómenos —todos ellos en el índice del libro— que iban minando los fundamentos del periodismo sin encontrar demasiada resistencia en las audiencias con el sentido crítico a menudo narcotizado por el propio periodismo. Como advertía Robert Ferguson en Los medios bajo sospecha. Ideología y poder en los medios de comunicación, es absurdo acercarse a éstos desconectados de la sociedad en la que operan.

Ante ese proceso que conduce a la muerte del periodismo, por supuesto sigue habiendo periodistas decentes haciendo bien su trabajo, como hay información periodística valiosa cada día en los diarios, o en radios y televisiones, pero no es cuestión del entusiasmo personal, porque el agujero negro está en la función del periodismo de información general sobre la actualidad política al que se dedica este libro —no los periodismos especializados, de la economía a la cultura— por factores muy diversos que se recorrerán en las páginas que siguen, entre un modelo de negocio naufragado y el clima de polarización partidista mientras los medios se prestan a servir de trincheras subsidiarias para la confrontación, demasiado debilitados por la pérdida del valor de la verdad que arrasa finalmente el prestigio necesario para su vigencia. El sistema, y ahí está el drama, lo ha descontado. Y la clave no está en la pérdida de calidad de la producción informativa, asunto que los discursos críticos, por otra parte, no deberían equiparar al disgusto de que los tomates ya no sepan a tomates o que los electrodomésticos se construyan con fragilidad obsolescente para durar pocos años, puesto que las noticias son depositarias de un derecho constitucional no en vano fundamental. De hecho, no se trata de la pérdida de calidad, sino de la pérdida de credibilidad. Algo inevitable ante la irrelevancia de la verdad.

Cualquier político sabe, o debe saber, cuánto le debe a Donald Trump.

Periodismo
El redactor recomienda