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Fernando Savater: "El País' se ha convertido en portavoz del peor Gobierno de la democracia"
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Fernando Savater: "El País' se ha convertido en portavoz del peor Gobierno de la democracia"

Publicamos un extracto de 'Carne gobernada' (Ariel), donde Savater explica el viaje político desde su izquierdismo juvenil hasta sus posiciones actuales, así como sus desencuentros con el periódico en el que publica los sábados una columna

Foto: Fernando Savater, en marzo pasado, durante una entrevista con El Confidencial. (Ana Beltrán)
Fernando Savater, en marzo pasado, durante una entrevista con El Confidencial. (Ana Beltrán)

¿Por qué conserva la izquierda tan buena fama en nuestro país, a pesar de los crueles fracasos históricos que ha sufrido allí donde se ha impuesto de manera imperativa? Por una mirada sesgada que ha establecido la norma de juzgar a la izquierda por sus intenciones y a la derecha por sus resultados. Si uno proclama que quiere acabar con la miseria y la desigualdad, conseguir una educación universal y una sanidad que proteja por igual a todos los ciudadanos, sean cuales fueren sus ingresos económicos, solo cabe aplaudir estos objetivos generosos. ¡Qué diferencia con las propuestas de la derecha, que hablan de prosperidad conseguida por medio del trabajo remunerado, de propiedad privada, de orden social basado en el cumplimiento de las leyes!

Es cierto que los hermosos planes de la izquierda nunca se han llevado a cabo ni de manera aproximada en los países que han adoptado un sistema comunista, el izquierdismo más consecuente, aunque han visto desaparecer sus libertades cívicas y la separación burguesa de poderes sacrificadas al ideal utópico. Ah, pero ¿qué culpa tiene el ideal si quienes lo buscan son torpes o incluso hipócritas? Lo excelente sigue siéndolo aunque los que se dedican a predicarlo no tengan ni idea de cómo conseguirlo o, aún peor, logren con sus medidas políticas lo contrario de lo que persiguen. En cambio, los principios y métodos de la derecha han conseguido sin duda las mejores y más competentes sociedades democráticas allí donde se han aplicado: en ninguna parte ni en ninguna época ha habido mejores sistemas políticos donde vivir y la prueba es que la gente huye de los países comunistas a los capitalistas, nunca al revés. Pero tienen defectos, muchos defectos y abusos. Como dijo Cioran, en el mejor de los casos puede gobernarse sin crímenes, pero no sin injusticias. Esas injusticias, que se pretenden corregir, pero se reproducen una y otra vez, bastan para condenar a ojos de los deslumbrados por las buenas intenciones izquierdistas los incom- parables logros de las sociedades liberales. Si alguien promete el paraíso (entre cuyos requisitos está ser inalcanzable)..., ¿cómo conformarse con un purgatorio con aire acondicionado y agua corriente? Y lo más irónico, como hizo notar el gran historiador inglés Robert Conquest, es que todo el mundo es conservador cuando habla de lo que de veras entiende, aunque luego adopte posturas revolucionarias en los grandes temas que solo conoce de oídas.

placeholder Portada de 'Carne gobernada', el nuevo libro de Fernando Savater.
Portada de 'Carne gobernada', el nuevo libro de Fernando Savater.

Por supuesto, las democracias occidentales ofrecen fórmulas políticas que combinan los ideales socialistas mitigados por la prudencia con los métodos liberales mediatizados por los derechos humanos. El resultado es más o menos eso que llamamos "socialdemocracia" y que considero el sistema preferible a todos los demás ensayados, aunque ese término — "socialdemocracia"— sea anatema y equivalga a "comunista" entre los fanáticos neoliberales (en su mayoría exilados de los radicalismos izquierdistas de su mocedad). No hace falta decir que la estupidez política no es monopolio de la izquierda, de serlo, todo sería demasiado sencillo. Yo nunca he podido vivir sometido a elevadas normas que no puedo asumir en la práctica. Cuando a los once o doce años me convencí de que la castidad predicada por los curas amargaba mis placeres sin facultarme para renunciar a ellos, me aparté sin escándalo pero definitivamente de esas santas enseñanzas. En mi primera juventud estaba de moda vivir en comunas, modelo que en principio me sedujo porque creí que prometía amor libre y cosas así de bonitas: en realidad las comunas que conocí me hicieron comprender los beneficios de las buenas familias burguesas como la formada por mis padres (que desdichadamente yo no he sabido reproducir en mi vida adulta).

Después de haber alardeado de chico malo, comprendí que las mejores personas que he conocido en mi vida — mis padres, mi abuelo— eran más bien de derechas. Y no estoy dispuesto a admitir ni por un momento que la Pasionaria era mejor persona que mi madre. De modo que pronto renuncié a sostener ideales comunistas (porque de eso va la izquierda, no nos engañemos) en cuanto comprobé que sus resultados prácticos eran nefastos y que a mí toda forma colectivista me repelía intrínsecamente. Después he conocido millonarios comunistas a tropel, que no dejan de vociferar consignas radicales mientras sacan sus pasajes para el veraneo en las Maldivas. Abundan entre ellos los actores y actrices que todo lo que exhiben en progreso político lo compensan en retraso mental... aunque siempre jugando a su favor, claro. Y los llamados intelectuales, que en España son una casta para echarles de comer aparte. Pueden ser novelistas, poetas, humoristas, pintores o músicos apreciables (noten que digo "pueden", no "suelen") pero en su oficio como intelectuales, es decir, haciéndose oír en el espacio público para aumentar el espíritu crítico y la vigilancia ciudadana, resultan no solo inútiles sino dañinos. En general, sus opiniones se orientan a mejorar su caché y aumentar su clientela, lo cual defendiendo tópicos zurdos es más fácil para cualquiera. Les encanta alardear de antifranquismo, trinchera que hoy tiene tanto peligro como declararse insobornablemente opuesto al emperador Calígula.

He conocido millonarios comunistas a tropel, que no dejan de vociferar consignas radicales mientras sacan sus pasajes para las Maldivas

La evolución de mi forma de pensar se reflejó en mis colaboraciones en El País. Primero fue mi visión crítica, aunque no del todo negativa, del movimiento del 15-M, al que algunos atribuyeron de inmediato virtudes redentoras como las tan recordadas del Calvario. Después la aparición en la palestra política de Podemos y sus revolucionarios amaestrados, clones poco imaginativos de populistas de hueso colorado que yo había tenido ocasión de conocer y padecer en mis frecuentes estancias en Hispanoamérica. ¡Y los votaron cuatro millones de personas! Entonces empecé a darme cuenta cabal de en qué país vivía. Años después comenté sobre ese entusiasmo electoral que no sabía que en España hubiera tantos bobos. Me fue muy reprochado ese exabrupto, pero después, calibrando el resultado de elecciones como las muy recientes del 23-J — de las que trataré de hablar más adelante—, comprobé que como casi siempre había pecado de optimista. El caso es que Podemos y su comunismo bolivariano introdujeron en nuestro panorama político una degradación del debate que la izquierda tradicional no había llegado a alcanzar. Los separatismos radicales vascos y catalanes se vieron dignificados como "progresistas" por los nuevos dispensadores de certificados de buena conducta política.

La columna de los sábados que inicié en El País el año mismo que perdí a mi Pelo Cohete (apodo de Sara Torres Marrero, la mujer de Savater, fallecida en 2015) se acoplaba especialmente bien a mi estilo: una columna de trescientas palabras en la última página los sábados, el día que podía tener más lectores. Naturalmente, utilicé esa tribuna para desenmascarar en la medida de mis posibilidades a los nuevos salvapatrias que le habían caído encima a nuestro país y que encontraban partidarios entre personas a quienes yo conocía desde hace mucho y a las que tenía por sensatas. Pero nunca acaba uno de despertar...

De ser progresista, de centro izquierda, con las virtudes y defectos propios, 'El País' pasó a convertirse en portavoz del peor Gobierno

Los primeros años mi periódico conservó su línea socialdemócrata habitual, apoyando a los socialistas — recuerden: ¡aquellos socialistas!—, desconfiando algo menos de lo debido de los neocomunistas y oponiéndose aunque sin demasiada acritud a los separatistas. Pero hubo un vuelco en el partido socialista y finalmente ocurrió lo peor que le ha pasado en toda su larga y polémica historia: se encontró sometido al liderazgo caudillista de Pedro Sánchez. Cuando escribo estas atribuladas líneas, ahí seguimos. Uno de los primeros efectos de este pernicioso liderazgo fue el brusco desahucio por motivos indiscutiblemente sectarios (un editorial crítico con Pedro Sánchez) de la cúpula directiva de nuestro periódico: Antonio Caño y su equipo de gente tolerante y muy profesional desapareció por el sumidero del nuevo régimen de un día para otro, sin explicaciones. De ser un diario progresista, de centro izquierda, con las virtudes y defectos propios del caso, pasó a convertirse en un portavoz gubernamental y del peor Gobierno que ha tenido la democracia española desde la muerte del dictador. Eso naturalmente socavó el prestigio del periódico, que de ser el diario de referencia pasó a convertirse en un risible epítome de la prensa al servicio de la política: durante muchos años los dibujos de Forges habían aprovisionado de chistes mil veces repetidos a lectores de toda España (casi tanto como los incomparables de Mingote en ABC), pero poco a poco hemos llegado a que el chiste sea EP y sus disparates sectarios.

Antes había mucha gente que con orgullo decía: "Yo solo leo El País", como si con eso bastara para estar bien informado urbi et orbi. Desde luego, nunca me bastó un solo periódico, siempre he leído cuatro o cinco (uno de carreras de caballos, claro), pero comprendía la satisfecha limitación de los monodiaristas: si leías bien EP era suficiente. Hoy ya casi nadie comparte esa plácida creencia progre porque con esa dieta exclusiva cojearás informativamente de un pie y probablemente de los dos. Durante muchos años, cuando publicaba un artículo en EP había gente a favor y abundantes personas en contra, pero no pasaba inadvertido: esa tribuna era el ágora de la mayoría ilustrada y políticamente inquieta de nuestro país. Hoy, aunque mis columnas son múltiplemente replicadas en las redes, si quiero asegurarme ciertos lectores imprescindibles (amigos, familiares, rivales necesarios, etc.), debo enviar un aviso circular por WhatsApp para atraer su atención, porque ya prácticamente ninguno lee habitualmente EP. Bastantes compran el periódico solo los sábados, día en que aparece mi columna, y me lo hacen saber a cada paso: "Por tu culpa tengo todavía que comprar...", lo cual desde luego me hace sentir responsable de tal dispendio.

El primer factor de la decadencia es el mismo que ha roído al PSOE en sus mejores esencias: la colonización ideológica por parte del PSC

En la evidente decadencia de EP intervienen diversos factores. A mi juicio, el primero de ellos es el mismo que ha roído al PSOE en sus mejores esencias: la colonización ideológica por parte del PSC, que es un elemento cancerígeno allí donde se implanta. El peor nacionalismo es el de los que no se declaran nacionalistas y por eso los socialistas catalanes han sido tan mefíticos. Es lógico que en las elecciones del 23-J hayan cosechado una mayoría de votos, porque han optado por ellos los nacionalistas sagaces, convencidos de que sus intereses separatistas están más seguros con esos representantes ambiguos que en los divididos y poco fiables partidos nacionalistas. Las opiniones del supuesto periódico global están dirigidas en las cuestiones nacionales por una cáfila particularmente estrecha: Jordi Amat, Jordi Gracia, Xavier Vidal-Folch, Josep Ramoneda et alii, cuyo primordial objetivo es demostrar que solo los elementos más reaccionarios se oponen a los nacionalismos periféricos. Por lo demás, fuera de la izquierda sociocomunista todo es Trump.

Otro elemento que empeora este diario otrora prestigioso es una desafortunada invasión femenina. En un momento como el actual, en que los mejores columnistas en todos los medios son mujeres y algunos ya casi no leemos otra cosa (Rosa Belmonte, Emilia Landaluce, Irene González, Lupe Sánchez, Rebeca Argudo, Leyre Iglesias, etc., por no remontarnos al magisterio de Cayetana Álvarez de Toledo), en EP nos ha tocado el lote menos lucido: tanto las de casa como las importadas, salvo las honrosas y escasas excepciones de rigor, son tan sectarias y aburridas como los varones con quienes se codean. Así no hay manera de remontar el partido.

placeholder Fernando Savater. (A.B.)
Fernando Savater. (A.B.)

En lo que a mí respecta, pronto empecé a encontrarme bastante solo en la palestra, lo cual no me molesta porque siempre me ha gustado escribir para pinchar a mis lectores, no para halagar sus prejuicios: para eso ya están los demás. A finales de 2021 reuní en un libro ( Solo integral) mis mejores columnas sabatinas de los últimos años. Cada una de ellas iba seguida de un comentario de la misma extensión que actualizaba el tema, confirmando el enfoque primigenio o mostrando sus errores (en general, todas las columnas optimistas estaban equivocadas y las pesimistas se quedaban cortas). Quedé bastante satisfecho con el volumen, que me pareció un buen repaso a las peripecias políticas y culturales de nuestro país en ese período. Dediqué dos o tres días a las entrevistas de promoción, como es la fatigosa pero inevitable costumbre, y acudieron casi todos los principales medios informativos. Casi... porque faltaron la SER y El País, precisamente el periódico donde se habían publicado todas las colaboraciones que formaban el libro. Ni una simple reseña apareció en sus páginas.

Fue una descortesía, desde luego, pero también una imprudencia. Siempre me gustó el escudo de Montresor, el peligroso personaje del cuento de Poe El barril de amontillado, que finalmente castiga al atontado Fortunato poniéndole, digamos, cara a la pared... En su escudo podía verse una víbora que muerde rabiosa el calcañar del pie que la aplasta, con la leyenda: Nemo me impune lacesit (Nadie me ofende impunemente). De modo que la alegre muchachada de EP podía aplicarse el cuento. Para abrir boca perpetré una columna de Año Nuevo que empezaba diciendo "Si ustedes solo se informan por medio de este periódico, no sabrán que he publicado un libro...". Después recordaba que empezábamos la era del tigre según el calendario chino y que esperaba ser digno de ese fiero patrono. Acentué el tono heterodoxo de mis columnas en contraste permanente con las opiniones del resto del periódico, tan previsibles y unánimes como el canto gregoriano salvo honrosas excepciones como Félix de Azúa. Incluso me atreví a cuestionar la inminente catástrofe climática que los humanos irresponsables hemos provocado, el gran Satán de las plagas capitalistas que hay que denunciar con tanto mayor ahínco cuanto menos se sepa de lo que se habla. Llovieron las cartas de los lectores dolidos con mis artículos y tristemente decepcionados al ver que ya no pensaba como era debido (nunca se publicaban cartas cuestionando a otros colaboradores, sino en todo caso poniéndolos como ejemplos ante mi deserción).

Cuando empecé a alejarme de la ortodoxia, se levantó la veda y aparecieron artículos en EP tratando de refutar los míos

Una de las cosas que se nos advertía siempre en EP cuando empecé mis colaboraciones era que podíamos sostener las ideas que quisiéramos aunque sin criticar nunca nominalmente a otros colaboradores del medio. Pero en mi caso, cuando empecé a alejarme de la ortodoxia, se levantó la veda y aparecieron artículos tratando de refutar los míos — con poca maña la verdad—, que eran publicados al día siguiente o incluso por la tarde si el mío había aparecido por la mañana. Obedientes piezas de encargo fabricadas por mindundis serviciales tipo Sergio del Molino y gente parecida. Llamé a la redacción para advertirlos de que tuvieran cuidado, no fueran un día a publicar la refutación antes de mi artículo... Los que creyeron que eso me iba a hacer reventar de cólera o de frustración no me conocen bien: puedo asegurar sin vanagloria que nunca he disfrutado tanto con mis columnas como en estos últimos tiempos, sabiendo a cuántos molestan. Aunque, para ser sincero, debo reconocer que nunca me han faltado testimonios de apoyo por vía pública y sobre todo privada, con firmas bastante más relevantes para mí que las de mis críticos.

Sin embargo, la situación de España es cada vez más patética y mi situación profesional (y personal, porque oponerse con decisión a la izquierda felizmente reinante te deja sin amigos y casi sin familia) es lo de menos. Después de las elecciones autonómicas y municipales del 28 de mayo, que parecían anunciar un cambio de rumbo político, muchos creímos en la posibilidad de regresar a una cierta cordura incluyente y armonizadora, pero en las generales del 23 de julio — aunque numéricamente ganadas por la oposición a Sánchez— comprendimos que todavía padecemos demasiados conciudadanos dispuestos a votar al diablo más colorado del infierno con tal de no apoyar ni por descuido a la derecha y no digamos a la extrema derecha (que es más o menos la misma derecha, pero vista desde la propaganda denigratoria de los medios de izquierdas). Es cierto que la alternativa derechista a Sánchez que presentó Feijóo fue de lo menos inspirado políticamente que se ha visto: solo entendimos que la izquierda moderada no tenía nada que temer de él, porque se parecía más a ellos que a la derecha radical de Vox.

Sin embargo, siempre he sostenido que en democracia los culpables de los embrollos y disparates son los verdaderos políticos de base, es decir, los votantes (de los que no votan prefiero ni hablar). Un pesimista con tendencia al sarcasmo dijo que en un país democrático gobernado por imbéciles y desaprensivos puede asegurarse que el pueblo está bien representado. Intento no compartir del todo ese dictamen por respeto a mis compatriotas, aunque en el fondo lo considero pavorosamente acertado. Cuando parecía que finalmente los españoles iban a despachar democráticamente a Sánchez y compañía, pasándoles la factura por sus innumerables desafueros de estos últimos años — que ya es hasta aburrido volver a enumerar—, apareció la poción mágica para revivir al maltrecho farsante. ¡Cuidado, que viene la extrema derecha!

He oído a personas a las que aprecio y que blasfeman contra Vox andanadas contra la inmigración ilegal más radicales

Nuestro país ha padecido un separatismo xenófobo y terrorista de la peor ralea en el País Vasco, ha sufrido un intento de golpe de Estado en Cataluña por parte de quienes debían defender las instituciones, ha soportado las geniales ideas populistas de un comunismo ortopédico que ha endeudado el país hasta extremos nunca antes conocidos, sufre la tiranía woke de una fragmentación en grupúsculos identitarios de sexo e ideología que reclaman para ellos patente de corso mientras ejercen la intransigencia contra todo bicho viviente (salvo los animales, claro)... En fin, hay enemigos de la convivencia donde elegir, pero resulta que la única amenaza que cuenta y atemoriza es la extrema derecha, que todavía no ha gobernado y de la que solo hemos oído exabruptos que no favorecen su causa, pero tampoco bastan para derribar por sí solos las murallas de Jericó.

Yo he oído a personas a las que aprecio y que blasfeman contra Vox andanadas contra la inmigración ilegal más radicales que las de Abascal, pero se indignarían si se les señalase ese parentesco: tales diatribas cuando vienen de la derecha demuestran inhumanidad, pero cuando las sostienen ellos son puro sentido común. Durante el período preelectoral antes del 23-J todo el que podía hacerse oír y quería sacarse el certificado de buena conducta lanzaba a grito pelado su ¡caveat! contra los ultras (que según el dictamen del libro de estilo de EP solo pueden ser de derechas). Hubo ciertos casos especialmente sangrantes, nunca mejor dicho. El director del Festival de Cine de San Sebastián, José Luis Rebordinos, en la presentación ante la prensa de la muestra, lanzó una soflama contra la extrema derecha que por lo pronto no venía a cuento, salvo como propaganda ante la próxima cita electoral: él tenía amigos de todos los bandos y banderías, respetaba todas las ideas políticas... menos naturalmente la extrema derecha y quienes se asociaban con ellos. ¡El festival donostiarra, que durante largos y vergonzosos años se entendió con los etarras en un pacto secreto pero evidente para que ellos mataran donde quisieran menos en la alfombra roja! Y todos los años se permitía una aparición de la infame turba el día de la inauguración para que dieran los vivas de rigor y exhibieran sus pancartas reivindicativas, precio que pagar para que después respetaran la fiesta... ¡Ah, pero los ultras — siempre de derechas— no pueden ser consentidos! Luego, el festival comenzó con un falso documental que no era más que una larga entrevista de Jordi Évole a Josu Ternera (como dijo Oscar Wilde de la caza del zorro a caballo: "Lo inefable persiguiendo a lo incomible").

¿Por qué conserva la izquierda tan buena fama en nuestro país, a pesar de los crueles fracasos históricos que ha sufrido allí donde se ha impuesto de manera imperativa? Por una mirada sesgada que ha establecido la norma de juzgar a la izquierda por sus intenciones y a la derecha por sus resultados. Si uno proclama que quiere acabar con la miseria y la desigualdad, conseguir una educación universal y una sanidad que proteja por igual a todos los ciudadanos, sean cuales fueren sus ingresos económicos, solo cabe aplaudir estos objetivos generosos. ¡Qué diferencia con las propuestas de la derecha, que hablan de prosperidad conseguida por medio del trabajo remunerado, de propiedad privada, de orden social basado en el cumplimiento de las leyes!

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