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'La Estrella azul': esta película es demasiado buena para ser española (¡es aragonesa!)
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'La Estrella azul': esta película es demasiado buena para ser española (¡es aragonesa!)

Javier Macipe deslumbra con la emotividad y el riesgo de su propuesta biográfica

Foto: Fotograma de 'La estrella azul'.
Fotograma de 'La estrella azul'.

Antes de ver La estrella azul, y como es habitual, se nos mostraron unos trailers. Uno de ellos anticipaba una nueva película española. Se veía el campo, que siempre tiene un mirar, y luego señoras comiendo lentejas. Era (iba a ser, la peli) todo así, de arbolitos y bicicletas, de lentejas y conversaciones. Pensé, mientras me asestaban el trailer, en lo cansado que está uno de ver películas donde la gente únicamente habla, y del campo, con arbolitos y con bicicletas. Es como si cierto cine quisiera inventar el teatro. O, lo que es peor, el carril-bici.

Denis Villenueve se ha declarado contrario al diálogo en la promoción omnímoda de Dune: Parte 2. Tiene cierto sentido, lo que dice. Dense cuenta de que, como director, cuentas con un montón de cámaras, y con espacios ilimitados; y con efectos especiales; y con toda la gramática audiovisual de ciento y pico años de cine. Sin embargo, decides poner a dos personas a hablar en la cocina con la cámara quieta, durante cinco minutos. Y luego hablan otras dos personas en el salón durante cuatro minutos. Y lo que dicen es que no quedan lentejas, o que ahora viene el fontanero.

Hacer cine para eso quita las ganas de vivir.

Obviamente, existen grandes películas de conversación y humanidad, pero hay que tener mucha fe en tu escritura, en tu inteligencia, en tu decir, para que toda la película vaya sólo de personas que hablan. La vida son personas que hablan, no seamos redundantes.

Hay películas que debemos ver como cuando le damos una oportunidad al número feo de la lotería. A veces toca

El caso es que luego empezó La estrella azul, película que va uno a ver por piedad, recomendaciones, tiempo libre. No es como que por su título o su sinopsis (vagamente oteada en alguna parte) uno esté frenético, ilusionado. Hay películas que debemos ver como cuando le damos una oportunidad al número feo de la lotería. A veces toca.

Mejor película del siglo XXI

Durante los veinte primeros minutos de La estrella azul, me sentí ante la mejor película española del siglo XXI. Me lo iba diciendo a mí mismo: “Pero esto, esto, ¿no es acaso la mejor película española que has visto en todo el siglo, Alberto?” Es verdad que exagerar en el juicio favorable a una película o a un libro, o en relación a cualquier obra artística, da mucho gusto, y te hace sentir como con un propósito muy grande en la vida: difundir la buena nueva.

Me lo iba diciendo a mí mismo: "Pero esto, esto, ¿no es acaso la mejor película española que has visto en todo el siglo, Alberto?"

Pero, realmente, esos veinte primeros minutos (o, valga, hasta que el protagonista marcha a Argentina) eran tan originales, fluidos y verdaderos, tan hechos de cine y con cine y para el cine, que la vida de gente que habla sobre lentejas iba quedando muy, muy atrás. A las salas vamos, como saben, a que la gente se calle de una vez, a escuchar un mundo mejor.

La película, más o menos primera de Javier Macipe (Zaragoza, 1987), trata de un músico, cosa que no tiene mayor interés. Trata, de hecho, de un músico olvidado, pequeño, real, con cierto recorrido exclusivamente en la ciudad de Zaragoza. Esto no es importante. A buen seguro, que La estrella azul tome como materia prima la vida de un músico que desconocemos es lo mejor que ha podido pasarnos, porque si versara sobre Joan Manuel Serrat o Paco de Lucía, nos creeríamos mucho menos al actor, y desconfiaríamos de su peripecia. Así, pareciendo un personaje de ficción Mauricio Aznar (el músico), le queremos, porque no vemos en él las componendas habituales para sacar en el cine a un señor famoso (maquillaje, voz, indumentaria idéntica a la de esta o aquella foto); vemos de verdad a un músico humilde, majete, cuya vida de vuelo raso nos interesa, nos enternece.

placeholder El director de cine Javier Macipe. (EFE/ Raquel Manzanares)
El director de cine Javier Macipe. (EFE/ Raquel Manzanares)

Un acierto de la película es no contarnos una vida, a lo que obedece el género habitualmente fallido del biopic, sino un viaje. No vemos nacer a Mauricio, estudiar, echarse su primera novia. La película trata limitadamente de un músico español que en los años 90 se cansa del rock and roll y se enamora de cierta música argentina; en concreto, de la que se produce en la ciudad de Santiago del Estero, y se marcha allí a aprenderla.

Pero, antes del viaje, en esos minutos soberbios iniciales, el director juega la carta del riesgo: el meta-cine.

La película empieza con un par de planos y, luego, sigue una toma de la primera página del guión, donde leemos la descripción de los planos que acabamos de ver. Esto ya nos deja confusos, como de que se nos está tomando por personas inteligentes, a las que puedes retar con tu película. Durante todo el metraje, con dosificación deliciosa, se apela a la propia película, se desvelan ciertos mecanismos de su producción, y todo ello eleva la obra, y a Mauricio; lo mitifica de tanto ponerlo entre los límites de la vida y el cine.

El grueso de la historia sucede en Argentina, lo que lleva a pensar ¿por qué el cine argentino no muestra nunca lo que muestra 'La estrella azul'?

Sumen a ello recursos, ciertamente, vistos en títulos de Woody Allen o Roy Andesson, pero no por ello menos gratificantes: mezcla de planos de realidad, aparición súbita de personajes, multiplicación del mismo personaje…

El grueso de la historia se desarrolla en Argentina, lo cual nos lleva a pensar algo muy fuerte: ¿por qué el cine argentino no muestra nunca lo que muestra La estrella azul? Es una Argentina inédita, al menos para el cine de aquel país que aquí se estrena y se premia, donde todos los actores (lo diremos) son blancos. Aquí descubrimos una Argentina mestiza, pobre, cutre, humana, barrial y sin lecturas; una Argentina boliviana, selvática, de barro y guitarras, y bastante alcohol.

Es el corazón de la película, ese irse al otro lado del mundo a descubrir cómo se toca una guitarra.

Porque, a pesar de todo lo dicho más arriba, lo atesorable de La estrella azul no es la pirotecnia gramatical, sino el puro sentimiento. Es una película muy bonita, de gente buena, de tristeza sagrada. Sale un niño comiendo un puñado de tierra. Es todo entre García Márquez y El árbol de la vida (Terrence Mallick, 2011). Está tan cerca de la cursilería como sólo puede estarse sin quemarte.

Una cosa que me gusta mucho de Mauricio Aznar Muller es que no es el muerto por sobredosis que vive la vida loca, estúpida, de heroína y desastres, sino un buen chico al que, por lo que sea, se le cruzó la droga por medio. Otro elogio más: estamos en los años 90, y lo parece. La ropa, los muebles, los coches…, todo es real, o sea, un poco sucio. En otras producciones españolas (incluso en La sociedad de la nieve) la ropa sobresale demasiado, emerge como recién comprada (porque esta recién comprada) y los personajes parecen disfrazados de época. Me molesta.

Quizá el final de la película tiene varios finales, varias grandes ideas que deberían haberse enfrentado ferozmente para que quedara una sola. Pero, cuando llevas dos horas viendo esta maravilla, ya te da igual.

Esto es el mejor cine posible.

Antes de ver La estrella azul, y como es habitual, se nos mostraron unos trailers. Uno de ellos anticipaba una nueva película española. Se veía el campo, que siempre tiene un mirar, y luego señoras comiendo lentejas. Era (iba a ser, la peli) todo así, de arbolitos y bicicletas, de lentejas y conversaciones. Pensé, mientras me asestaban el trailer, en lo cansado que está uno de ver películas donde la gente únicamente habla, y del campo, con arbolitos y con bicicletas. Es como si cierto cine quisiera inventar el teatro. O, lo que es peor, el carril-bici.

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