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'Ferrari': un biopic soporífero del fundador de la Scuderia
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'Ferrari': un biopic soporífero del fundador de la Scuderia

Michael Mann estrena en España 'Ferrari', uno de los grandes empeños de su carrera, que pasó por las manos de Christian Bale y Hugh Jackman antes de llegar a Adam Driver y Penélope Cruz

Foto: Enzo Ferrari interpretado por Adam Driver. (Diamond/Neon/Lorenzo Sisti)
Enzo Ferrari interpretado por Adam Driver. (Diamond/Neon/Lorenzo Sisti)

Recuerdo que alguien —un profesor, un libro, un director, yo misma— defendió vehementemente que no hay recurso narrativo más viejo y perezoso que el de un personaje contándole sus miserias en voz alta a una tumba. En Ferrari, la última y esperadísima película de Michael Mann, el protagonista le cuenta sus miserias en voz alta a la tumba de su hijo. Ferrari es de esa clase de cine: clásico, testosterónico y un punto acartonado. Un cine en el que los actores no pretenden ser personas, sino personajes, y las situaciones no son cotidianas, sino extraordinarias, fabulosas, simbólicas, de gente hablando con tumbas. Un cine como Dios manda, del de toda la vida, en el que los italianos hablan agitando los dedos, mujeres disparan a sus maridos en medio de una discusión, la ropa está perfectamente planchada, los peinados llevan mucha laca y los extras parecen salidos de la maqueta de una promoción inmobiliaria. Cine que reivindica el espectáculo y la fantasía, el cine de estudio. Es un cine que puede echarse de menos, pero no así.

Este mismo fin de semana se estrena, por el contrario, Las cuatro hijas, el documental nominado al Oscar de la directora tunecina Kaouter Ben Hania, que representa lo contrario: un cine a la búsqueda de nuevas fórmulas —realidad y recreación se mezclan cuando Ben Hania elige a una actriz para interpretar a Olfa y que la dirija en la interpretación de su propia vida—, un cine que elige a personas anónimas con historias, al mismo tiempo, extraordinarias y lamentablemente comunes, un cine comprometido con su tiempo.

Hacía siete años que Michael Mann, el director de los hombres testarudos que conducen coches —mucho antes que Michael Bay—, no se ponía detrás de una cámara: Heat, Collatera, Corrupción en Miami (2006)... El anuncio de que Ferrari competiría en el Festival de Venecia azuzó las expectativas, pero desde el primer plano de Adam Driver metido en la peluca y la barriga prostética de Enzo Ferrari, el fundador de la Scuderia, se revela zafio el truco de magia y es difícil dejarse envolver por la prestidigitación. Rodada en inglés, el acento italiano de Adam Driver parece fluctuar. A Penélope Cruz, en el papel de Laura, su mujer, no le permiten más registro que el de la cornuda cabreada, una Sofía Loren demacrada y rabiosa por la muerte de su hijo y el desdén de su esposo. Lina Lardi (Shailene Woodley) es un personaje lánguido y olvidable que espera oculta en la casa secreta que le ha comprado Enzo para que críe a su hijo en común, también secreto. Todo lo secreto que puede permitirse en un pueblo italiano.

Ferrari retrata la figura —conflictiva, como la del común de los mortales, pero más aderezada— del creador del emporio automovilístico. Comienza no en sus horas de gloria como piloto de carreras; tampoco en la época dorada de su Scuderia, sino que Mann elige arrancar en 1957, un momento de crisis personal y profesional para el patriarca. Por un lado, Ferrari no logra fabricar el bólido más rápido ni encontrar al mejor piloto y compite constantemente con Mazzerati. La Fórmula Uno es un sangrado de dinero y la producción y la venta de los utilitarios no es suficiente para mantener la empresa operativa. Ferrari debe encontrar un nuevo modelo de negocio o echará en cierre.

Con la dificultad añadida de que la mitad de la empresa pertenece a Laura, con la que Enzo mantiene una relación absolutamente disfuncional y violenta tras la muerte de su hijo en común. A lo que hay que sumar la insistencia de Lina para que Enzo reconozca a su hijo bastardo, ahora que se acerca su confirmación. Esa aparente contradicción entre la Italia canaliza y la devota atraviesa toda la película de Mann y ofrece una de las —pocas— escenas memorables más allá de las carreras —ahí sí que demuestra Mann el oficio—. Y es en la que Ferrari y sus trabajadores acuden a una misa mientras fuera tienen lugar los entrenamientos. Sentados en los bancos, los hombres parecen escuchar al cura, recogidos, pero en realidad esconden los cronómetros en la mano, escuchando el ruido de los motores que entra por las ventanas y pendientes de calcular el tiempo que tardan en dar cada vuelta.

El resto, una retahíla de escenas plomizas y deslavazadas. Mucha escena de oficina, de gente haciendo cuentas y persiguiendo evitar la quiebra. Alguna escena más íntima de Enzo y su relación con las mujeres, contadas con poca sutileza. Un patchwork que no llega a coger ritmo. Y la imposibilidad de ver a Driver —que esta vez solo está correcto— más allá de la barriga de pega. Driver construye a un personaje rodeado de muerte, pero —o precisamente por ello— hierático, incapaz de la calidez, ya no solo con su mujer y su amante, sino también con los pilotos que se juegan la vida dentro de sus automóviles y que asumen riesgos de más, a veces por la propia gloria otras veces porque Enzo los atornilla: tiene que salvar la empresa. Y la cuestión es que la ambición de Enzo no es económica: él vende utilitarios para poder competir, no al revés.

placeholder Penélope Cruz es Laura Ferrari, la mujer de Enzo. (Diamond)
Penélope Cruz es Laura Ferrari, la mujer de Enzo. (Diamond)

Ferrari es uno de los proyectos más personales de Mann: ha estado más de 15 años dando vueltas por los despachos, pasando de mano en mano: primero fue Christian Bale quien iba a poner rostro al magnate; después Hugh Jackman. El guionista Troy Kennedy Martin The Italian Job— intentó condensar la biografía turbulenta de Ferrari —adaptada del libro de 1991 Enzo Ferrari: The Man, The Cars, The Races, de Brock Yatea— en una película que, quizá, tiene el foco puesto en demasiadas cestas y, algunas, como los líos empresariales, demasiado poco cinematográficas. ¡Menos albaranes y más quemar rueda!

Al menos, Ferrari termina con una carrera fundamental en la historia de la firma, la Mille Maglia de 1957, un circuito a través de Italia, un momento que también sirve para confirmar la faceta más cruda del personaje. Eso sí, resulta muy interesante el ejercicio de reconstrucción de una Fórmula Uno que dista mucho del control y la asepsia de los circuitos modernos. Como cuando los ciclistas paraban a hacer pis y se emborrachaban para no sentir las piernas en las grandes etapas.

Sin embargo, Ferrari acaba siendo una mirada pesada, poco fluida y algo paródica no solo del personaje, sino de todos los estereotipos que confluyen en su persona. Soterrada bajo una solemnidad innecesaria quizás lata ese corazón adrenalínico propio de Mann, pero es difícil de percibir bajo tanta laca, tanto látex y tanto cartón piedra. Una lástima.

Recuerdo que alguien —un profesor, un libro, un director, yo misma— defendió vehementemente que no hay recurso narrativo más viejo y perezoso que el de un personaje contándole sus miserias en voz alta a una tumba. En Ferrari, la última y esperadísima película de Michael Mann, el protagonista le cuenta sus miserias en voz alta a la tumba de su hijo. Ferrari es de esa clase de cine: clásico, testosterónico y un punto acartonado. Un cine en el que los actores no pretenden ser personas, sino personajes, y las situaciones no son cotidianas, sino extraordinarias, fabulosas, simbólicas, de gente hablando con tumbas. Un cine como Dios manda, del de toda la vida, en el que los italianos hablan agitando los dedos, mujeres disparan a sus maridos en medio de una discusión, la ropa está perfectamente planchada, los peinados llevan mucha laca y los extras parecen salidos de la maqueta de una promoción inmobiliaria. Cine que reivindica el espectáculo y la fantasía, el cine de estudio. Es un cine que puede echarse de menos, pero no así.

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