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Joan Manuel Serrat: cuando el artista también es un referente ético
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Joan Manuel Serrat: cuando el artista también es un referente ético

El músico catalán cumplió el pasado miércoles 80 años. Publicamos el prólogo de 'A propósito de Serrat' (Libros Cúpula), la biografía de casi 500 páginas que le dedica Juan Ramón Iborra

Foto: Joan Manuel Serrat el pasado 15 de diciembre, tras recibir el galardón de honor de UGT-PV. (EFE/Ana Escobar)
Joan Manuel Serrat el pasado 15 de diciembre, tras recibir el galardón de honor de UGT-PV. (EFE/Ana Escobar)

"Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;

porque la vida es larga y el arte es un juguete.

Y si la vida es corta

y no llega la mar a tu galera,

aguarda sin partir y siempre espera,

que el arte es largo y, además, no importa".

Antonio Machado, Consejos IV, Campos de Castilla, 1912.

Que "el mundo fue y será una porquería" algunos ya lo sabían mucho antes de que el implacable porteño Enrique Santos Discépolo escribiera su tremendo tango Cambalache en 1934. Mucha agua hubo de pasar bajo el puente durante medio siglo, hasta que el cantautor catalán Joan Manuel Serrat —a quien citaré a partir de ahora solo por su primer apellido—, lo incluyera en su repertorio y en su gira de 1984, que dio como fruto, además, a su primer y único doble LP, mayormente en castellano, grabado en directo.

Una verdadera porqueriza, sí señor, fomentada sin el menor escrúpulo —sea por acción, intención u omisión— por el ser humano. Pues sí, "en el 506, y en el 2000 también", y así sucesivamente, hasta el momento en que comienzo a teclear esta historia en la primavera de 2022, casi un siglo después de esos versos cantarines e iluminados de aquel poeta emocionante, desgarrador y desgarrado.

Desde esta premisa y con la que está cayendo —fuera, casi por todas partes, pero también dentro de mi casa, en sus recovecos interiores—, el improbable lector que aún me recuerde podría preguntarse qué hago embarcado en un ensayo como este.

placeholder Portada de 'A propósito de Juan Manuel Serrat'.
Portada de 'A propósito de Juan Manuel Serrat'.

En primer lugar, porque creo que Serrat lo merece, no solo por su enorme repercusión como artista internacional, sino porque —no dejaré de remarcar esto— esa resonancia global le fue llegando tanto por la popularidad de sus canciones —más influenciadas por el naturalismo poético que por el romanticismo, aunque algunas desprendan aromas de melancolía y acierten como un dardo en la diana de corazones derretidos por sus letras— como por su palmito, por su imagen sobre el escenario. Según qué copla, de perrillo abandonado o de pillastre. También por el sentimiento de cientos de miles de seguidores bien temperados, esparcidos por todo el planeta de habla hispana, y por el reconocimiento del talante moral de sus canciones, por su ética vestida de ciudadano de a pie, como diría Juan de Mairena, ante los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa. Algo que no les ocurre a Céline Dion, a Whitney Houston, a Julio Iglesias o a Raphael, con todos mis respetos a estos cuatro intérpretes universales, que propongo como dicotomías, junto a su multitud de hinchas antagónicos.

En el caso de Serrat, su público se mantiene durante sesenta años, además de por sus canciones, por su actitud como un referente ético, por su compromiso social. Algo que, de un modo u otro, impregna su trabajo y su imagen pública. En él se llegan a encontrar —como si fuera tan sencillo— la facilidad de llegar a las tripas de la gente con unos textos escritos muchas veces en estado de gracia, acompañados de melodías que les ciñen como un guante, envueltas y listas para su estreno en arreglos de orquestación realizados por músicos más que excelentes. Hablo del impecable Ricard Miralles, de Francesc Burrull, del maestro Antoni Ros-Marbà, Juan Carlos Calderón, Josep Maria Bardagí y otros.

En Serrat converge un don para la creación de canciones bien resueltas con una intensidad de valores que provienen de una sólida educación familiar

Por decirlo más claro o de otro modo, en Serrat converge un don para la creación de canciones bien resueltas, de modo autodidacta en el principio de los tiempos, de mayor elaboración técnica en su madurez, pero siempre con una intensidad de valores que provienen de una sólida educación familiar. Todo ello ha facilitado esa simbiosis de hacer buena música bajo el amparo vital de un hombre libre, que luchó y aún lucha por la libertad desde un invariable compromiso progresista. Terminar por definirlo así queda largo y me sabe a poco.

Pese a todo, la idea de enfrascarme en este libro no salió de mí. Decidí hacerlo, por oportuno, con la urgencia inevitable del anuncio por sorpresa de su inminente jubilación de los escenarios, cuando Serrat ya estaba enrolado en la que ha sido su última gira y a pesar de sus circunstancias orteguianas. Pero ese es otro tema.

placeholder Joan Manuel Serrat recibe la Medalla de Honor de la SGAE (EuropaPress/Alberto Ortega)
Joan Manuel Serrat recibe la Medalla de Honor de la SGAE (EuropaPress/Alberto Ortega)

Lo que Serrat representa hoy es lo que siguen aportando a sus diferentes sociedades y desde ellas, por el máximo común denominador de sus mensajes, músicos con la impronta de Joan Báez, Dylan, Lennon, Springsteen, Cohen, Bono, Brel, Brassens, Nougaro, Moustaki, Aznavour, Theodorakis, Chico Buarque, Paolo Conte, Battiato, Paco Ibáñez, Silvio y Pablo, los hermanos Parra, Víctor Jara, los Qilapayún, Atahualpa, Alberto Cortez, La Negra Sosa, Chavela, Soledad Bravo, Miriam Makeba, Manu Chao, Carlos Cano y todos los que comenzaron a cantar a duras penas, Maria del Mar Bonet, Raimon, Lluís Llach u Ovidi —estos cuatro últimos perjudicados en su merecida universalidad al haber optado como su razón de ser, con todo su derecho, por cantar solo en su lengua vernácula, la catalana—, y otros muchos que olvido sin querer, que prefiero olvidar o que, simplemente, desconozco.

Más allá de mi falta de instinto para escribir sobre alguien poniendo mi ordenador en modo hagiografía —lo que tampoco pienso hacer en este caso—, menos podrá el lector esperar que entre en el submundo del periodismo de cardiocasquería. Si lo esencial es invisible a los ojos, como dijera al Principito aquel zorrillo tierno y sabio, intentaré tocar eso, lo verdaderamente esencial, la médula del caso, sin adentrarme en chismografía de salón más de lo estrictamente necesario, ni buscar la cara oculta de quien no la tiene. La labor de un biógrafo se caracteriza por el límite que marca una delgada línea roja que nunca hay que cruzar, aunque les resulte tan fácil hacerlo, por intereses creados o por puro morbo, a los vendedores de humo.

Que tire la primera piedra el ser humano que no tenga claroscuros. Hace ya tiempo, una mañana nublada parisién, el fotógrafo Henri Cartier-Bresson me descubrió que la luz hay que buscarla bajo las sombras. Mucho antes, el gran poeta gallego Celso Emilio Ferreiro me había contado, en la pequeña mesa de camilla del despachito de su domicilio madrileño, que si los que están dentro no pueden salir y los que están fuera no quieren entrar, las tapias de los cementerios son un monumento a la imbecilidad. "Y a la hipocresía", me atreví a proponer. "De eso se trata", dijo él, y de que el delicioso licor de café que le llegaba de Vigo y el cigarrillo negro que me ofrecía teníamos que compartirlos, por si su vigilante, esposa y musa Moraima —de quien seguía perdidamente enamorado el sesentón— entraba de pronto y le pillaba con las manos en la masa, poder decirle que esas bondades eran para mí. Celso sufría de hipertensión. De ello murió pocos años después. Fue el niño grande más niño que he conocido. Un hombre comprometido, galleguista, autoexiliado en Venezuela, socialista nada jacobino sin pelos en la lengua. Pero con un crío en sus adentros. Aunque de eso quizá contaré más adelante.

placeholder El cantante y compositor Joan Manuel Serrat se presenta en el Beacon Theater de Nueva York. (EFE/Alba Vigaray)
El cantante y compositor Joan Manuel Serrat se presenta en el Beacon Theater de Nueva York. (EFE/Alba Vigaray)

Me podrán tachar de pretencioso, pero creo que lo esencial es, a veces, algo tan sencillo como resolver lo del huevo de Colón, como saber si fue primero ese dichoso huevo o la gallina o aceptar el silogismo de que lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible. Por eso lo esencial, en este caso, es mi necesidad de mantener el foco en Serrat ahora que, mientras escribo, el 28 de abril de 2022, arranca en el Beacon Theatre de Nueva York la que él llama su "gira de jubilación", bajo el lema "El vicio de cantar" —al que opongo la virtud de aplaudir—, que concluirá en Barcelona el 20 de diciembre, justo en el solsticio que abre el portalón del invierno, la víspera de la Nochebuena, apenas a cuatro días de cumplir setenta y nueve años, de los cuales se ha mantenido en activo durante más de medio siglo.

Aún tengo otra razón mayor, si me disculpan la osadía: el conocimiento del tema, quiero decir, de la técnica, del personaje y de la persona que late bajo un celofán, pues conozco a Serrat desde el verano de 1973, a las pocas semanas de morir mi madre, demasiado joven, por sorpresa.

Le conocí en una noche aciaga —para él— del mes de julio, en un concierto que daba en la céntrica plaza de toros de Valencia, al lado de la estación central de ferrocarril cuya fachada está adornada con naranjas, en medio de la tangana que montaba el respetable por la tibieza del sonido, que apenas llegaba con cierta nitidez a las antepenúltimas filas de la arena. Más allá del burladero y en las gradas, se escuchaba su voz y a sus músicos como un rumor lejano, indescifrable. La bronca era tremenda.

A pesar del lío, di con su representante Lasso de la Vega fumando acodado en las tablas, impasible al follón. Lasso había sido un buen amigo de mi abuelo valenciano y de mi padre. Me dijo que, al terminar el concierto, fuéramos de su parte a ver a Serrat al camerino.

Eso hicimos. Me acompañaba mi hermana Teresa, aún desubicada, a sus catorce años, por nuestro tremendo drama familiar.

El camerino resultó ser un gran espacio trasero en el largo pasillo circular del coso, desangelado y con un olor a estiércol que hacía pensar que era el sitio donde aparcaban a los caballos de los picadores antes de salir a cumplir con su tercio. Del que a comienzos del siglo xx casi todos volvían destripados. Los caballos, digo. Porque actuaban sin protección y los monosabios zurcían en caliente y de aquella manera a los pobres rocines desahuciados, por evitar que siguieran arrastrando sus bandullos hasta llegar al matadero. Cosas de la tauromaquia.

placeholder Serrat en los años 70. (TVE)
Serrat en los años 70. (TVE)

El caso es que allí estaba Serrat con su reconocible melena de cabellos crespos, los lunares de sus mejillas, un cigarrillo colgando de los labios, en mangas de camisa, vaqueros y unos botines negros, sentado en el suelo, apoyado en ruinosa pared de ladrillo tosco, afinando su guitarra, con gesto de concentración y de poca guasa por el jaleo.

Me acerqué llevando a Tere de la mano. Nos presentamos como me dijo Lasso que hiciera y Serrat se levantó disparado como un muelle. "Ostras, sí, nois, Lasso me habló esta tarde de vosotros. ¿Cómo estáis?". Afable, cariñoso, flaco, dio dos besos a mi hermana y le firmó un autógrafo en su billete de entrada. Con sus músicos al fondo, habló conmigo un poco, abrazó a mi hermana hasta llevar con una mano la cabeza a su pecho y nos fuimos, ella más que alucinada.

De regreso al pequeño Hotel Oltra, al lado del ayuntamiento, salí con mi padre al balcón. Junto a él, acodado en la balaustrada, a una buena altura, me dejé empapar por la brisa que traía un olor a madera y a salitre húmedo y caluroso que llegaba del grao. Mi padre me preguntó cómo nos había tratado su amigo Lasso de la Vega, pero de él tocará contar más tarde. Le hablé del encuentro con Serrat, de la que se lio con el sonido, y luego él cambió de tema. Tere se puso el pijama y guardó su entrada como un tesoro entre las páginas de un libro, sin perder hilo de nuestra charla.

Mi padre era un buen narrador de historias y se enredó en recuerdos de mi infancia y adolescencia, de cuando vivíamos en Valencia y él —como los empleados de banca no trabajaban por las tardes— se dedicó a lo que hizo bullir en esa época a la clase media española: el pluriempleo. Así que, después de venir a casa a comer, se iba al puesto conseguido. Durante unos años fue gerente administrador de la plaza de toros.

placeholder El cantante Joan Manuel Serrat, durante el concierto de su gira de despedida en la plaza de toros de Valencia. (EFE/Biel Aliño)
El cantante Joan Manuel Serrat, durante el concierto de su gira de despedida en la plaza de toros de Valencia. (EFE/Biel Aliño)

Observando al jinete de bronce que se aupaba inmóvil —como les suele ocurrir a las estatuas—, en el centro de la inevitable plaza del Caudillo, recordó, señalando el gesto de un brazo del generalote, lo que gustaba repetir a un amigo suyo al cruzarse con el militar ecuestre, si salían a hacer el almorçar en Barrachina: "Andrés solía decir que, como lo han plantado tan cerca de la plaza de toros, lo esculpieron así a posta, como si fuese un rejoneador saludando al palco con el rejón negro de castigo, el de la muerte". Su peligrosamente imaginativo acompañante era Vicent Andrés Estellés, el poeta valenciano y valiente. Los dos fueron galardonados el mismo año con el Premio Valencia que otorgaba la Diputación. A Estellés por sus poemas y a mi padre por una obra de teatro pirandelliana y audaz.

Avanzaba la madrugada y esos recuerdos suyos, batidos con el luto que llevábamos cada cual a su modo. A él le iba atragantando la melancolía. Esa que dicen que es la tristeza de los dioses. Así que, antes de pillar la cama, acabó empapándose de tristura che a solas apoyado en la de piedra del balcón. Le dejé una luz encendida.

Pero yo les estaba escribiendo de mi primer encuentro con Serrat. Como irán comprobando —me disculpo desde ahora por ello—, soy un narrador meándrico, elíptico, imposible.

Me he enrollado al recordar la noche valenciana de mis veinte años, de aquel julio de 1974 en que conocí a Serrat de cerca. Cantando en directo lo había escuchado, mucho mejor que esa noche, poco más de un año antes, en el recital que vino a dar en el Teatro Isabel la Católica de Granada que por intentar llevar un orden cronológico, aunque no lo parezca, también les contaré después.

placeholder Portada de 'Mediterráneo', probablemente el disco más emblemático de Serrat.
Portada de 'Mediterráneo', probablemente el disco más emblemático de Serrat.

En cuanto a sus primeras grabaciones, las fui escuchando en tiempo real, a pesar de que sus primeros discos —del sello Edigsa— fueran en catalán y de difícil acceso en la Granada de aquel tiempo. De modo que, desde finales de los años sesenta, sus canciones se fueron convirtiendo en mis compañeras de viaje. Lo han seguido siendo durante más de medio siglo, que se dice pronto, a lo largo de toda mi vida. Como el tufillo de la magdalena de Proust, como el sabor a leche fresca y canela del arroz con leche de mi abuela Carmen, la andaluza.

Si el atribulado francés nos descubrió que olor y sabor son sentidos que se prenden como liendres a nuestras meninges, creo que también cada cual va construyendo a lo largo de la vida su propia banda sonora, que, en muchos casos, nos ha ayudado a ser como somos o como quisiéramos haber sido.

Pienso en la multitud de parejas de nuestra provecta generación que eligió para sus retoños, si eran niñas, nombres como Angie, Eleanor, Michelle, Leolo, Cécile, Matilda, Marieke, Yolanda, Penélope —lo que en su caso reconoce nuestra talentosa, guapetona y oscarizada actriz, sin ir más lejos—, Marta, Helena, Irene, Lucía... Esto también se daba con estrellas de cine o con sus personajes: Gilda, Greta, Sabrina, Ava, Eva, Marilyn. Como me ocurrió a mí.

Por fortuna, mis padres decidieron prescindir de la tradición que, desde mis tatarabuelos valencianos, bautizaba Secundino al primogénito varón. Aún les sigo agradeciendo que buscasen otra alternativa, un nombre compuesto a la moda de los años cincuenta. Tenían claro que me llamaría Juan, por mi abuelo granadino, pero no acababan de dar con el segundo hasta que, a pocas semanas del parto, fueron al cine a ver El pescador de coplas, aquella en que desde la cubierta del buque en que emigra, Antonio Molina descubre que sus amigos, Marujita Díaz, Vicente Parra, Manolo Zarzo —menudo elenco—, le despiden en barcas de pesca, rodeándole. Le llaman por su nombre y Juan Ramón, animado por Tony Leblanc, que está a su lado, les canta con mucho sentimiento aquello de: "Tengo una copla morena / hecha de brisa, de brisa y de sol,/ crusando la mar serena, / con ella te digo adió. / Adió mi España presiosa, / la tierra donde nasí, / bonita, alegre y grasiosa / como una rosa de abril. / Aaay, Aay, Aaaaayyy. / Voy a morirme de pena viviendo tan lejo de ti. / (Coro femenino y etc.)". En esa secuencia, huelga decir que al singular, estupendo y entrañable cantaor le arropaba una orquesta melódica y el coro en otra barcaza, fuera de plano. Cosas de la cinematografía.

En aquel tiempo, esa escena ponía a todos los pelos como escarpias. Mi madre, emocionada también por la coplilla, al terminar de escucharla dio un respingo en su butaca que hasta yo pude sentir, tranquilo desde mi cueva, que ese iba a ser mi nombre. Mi padre consintió apostillando: "Eso, como el poeta", aunque a ella no le sonaba lo de Platero y yo, el borriquillo onubense de ojos de azabache.

Lo de Manuel le viene por mantener su madre el recuerdo de su padre, uno de los treinta y tantos miembros de su familia que acabaron en el fondo de un barranco durante la contienda, en el pueblo de Belchite o en sus alrededores

Por si fuera poco, dos años después de mi nacimiento, al poeta Juan Ramón Jiménez, que se había exiliado en Puerto Rico, más huraño que nunca, la academia sueca le otorgó el Premio Nobel de Literatura. No pude llegar a este mundo de locos bajo mejores augurios.

Ignoro por qué la señora Ángeles Teresa Gorgas, una brava aragonesa escapada a Barcelona durante la guerra civil con su dolor a cuestas, y Josep Serrat, un buen hombre nativo, lampista que trabajaba en la Catalana de Gas, anarquista de la CNT, que padeció escarnio y cárcel tras la guerra civil por haber luchado en el bando equivocado, dieron, casi diez años antes, por nombre Juan a su primer hijo.

Lo de Manuel le viene por mantener Ángeles el recuerdo de su padre, uno de los treinta y tantos miembros de su familia que acabaron en el fondo de un barranco durante la contienda, en el pueblo de Belchite o en sus alrededores. Esa batalla cruel dejó, para que nadie lo olvide, unas aterradoras ruinas fantasmales, que todavía puede vislumbrar cualquier viajero del Ave entre Barcelona y Madrid o viceversa. El tren pasa muy cerca de ese monumento al terror.

El retrato del abuelo Manuel —cuentan quienes lo han visto— Serrat lo tiene enmarcado con orgullo en el despacho de su oficina en Barcelona. Pero lo de Joan he de preguntárselo a él en cuanto nos volvamos a ver.

"Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;

Serrat