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En España somos muy de reírnos... de los otros
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En España somos muy de reírnos... de los otros

En 'Historia secreta de la literatura española', el filólogo Daniel Cotta recoge anécdotas, secretos y curiosidades sobre los escritores más insignes. Este es un extracto

Foto: Una representación teatral de 'Don Quijote de la Mancha' (EFE/Felipe Trueba)
Una representación teatral de 'Don Quijote de la Mancha' (EFE/Felipe Trueba)

España es una tierra que se ríe mucho, no con ese humor flemático y certero de latitudes más septentrionales. Al español le gusta la carcajada, la burla, siempre pulsando la prima y el bordón de la agudeza y el ingenio. Por eso, la española es una literatura de parodias. La parodia consiste en llevar las características de un subgénero literario a tal extremo de cumplimiento que la obra podría convertirse en paradigma de dicho género de no ser por la perspectiva jocosa adoptada continuamente por el autor.

Riámonos del valor

Ridiculicemos al héroe caballeresco, mofémonos de sus ideales, escarnezcamos su filantropía, hagamos befa de su amor platónico y tendremos Don Quijote de La Mancha. Es bastante significativo del desengaño que constituye la idiosincrasia del español desde el siglo XVII el hecho de que la obra magna de nuestra literatura sea una parodia, una burla mayúscula de todo ideal. Don Quijote tremola la bandera del fracaso. Igual de significativo es que España fuera inventora e impulsora del género caballeresco en el siglo previo, el siglo de la expansión, del desbordamiento de lo hispano, de la hispanifi cación del globo. La conversión de don Quijote en Sancho Panza es el triste corolario de una época en que la épica se hace pícara. El caballero se vuelve pordiosero y sus aventuras pican en desventuras. El triunfo de la parodia sobre el ideal.

Cuando el Cid se volvió gato

Puede afirmarse que Lope de Vega es el escritor que más veces sopló la trompa épica. Escribió la Dragontea, el Isidro, La hermosura de Angélica, la Jerusalén conquistada y la Corona trágica. Cinco enormes poemas que, en algún caso, rozan la epopeya, pero que no le han granjeado a Lope el renombre de un Virgilio o de un Homero. Es más, escribió un sexto poema épico que es, sin duda, su obra cumbre en el género: La Gatomaquia, una parodia de la Ilíada en que los gatos Micifuf y Marramaquiz se disputan el amor de la bella Zapaquilda. La pugna degenera finalmente en una guerra que involucra a los gatos de todos los tejados de Madrid. El relato no puede ser más gracioso ni tener más sal, y con sus apenas tres mil versos se yergue como un poema de mejor forja que todos los versos —que ascienden a
más de cincuenta mil— que suma su épica seria. No hay más que hacer un repaso por su ocurrente onomástica gatuna: Garraf, Miauragato (parodia del rey astur Mauregato), Hociquimocho, Colituerto, Maús... Lo dicho: el español prefiere reírse.

Cuando el gato se volvió mosca

Si al Cid castellano le sucedió el gato madrileño, a este lo hereda una mosca vulgar y zumbona. Si la Gatomaquia de Lope ensalza hazañas mininas, la Mosquea del guadalajareño José de Villaviciosa (1589-1658) es un tributo a las gestas de moscas, arañas, pulgas, piojos, garrapatas, sanguijuelas, chinches y cénzalos (que así también se llaman los mosquitos). El poeta se toma tan en serio sus discordias civiles que olvida la fauna que cronifica y el discurso se torna en ocasiones serio y prolijo en demasía. Pero el libro abunda en pasajes memorables como el juramento de Sanguileón, soberano de las moscas, semejante — salvadas las distancias— al juramento que Isabel la Católica hizo de no mudar camisa hasta tomar Granada:

Yo juro por la leche en que mi abuelo
pasó anegado a la región averna
de no cortarme de la barba el pelo
ni del vil ganapán picar la pierna,
ni de nadar jamás donde el buñuelo
el orbe baña de su masa tierna,
ni lamer el dulzor de las postemas
ni del viejo decrépito las flemas,
hasta que al fiero rey de la canalla,
ya que a ser su enemigo me apercibo,
haya vencido en singular batalla
o dado muerte o cautivado vivo.
Juramento digno de una mosca, sin duda.

¿Y la palabra que di?

Es un verso terrible este. Lo repite, como un estribillo —como una condena— don Carlos de Calatrava cuando está a punto de descubrir que su mejor amigo, don Álvaro, es el asesino de su padre y deshonrador de su hermana y de su apellido. El nefando secreto lo esconde un cofre de don Álvaro que don Carlos le juró no abrir. En el alma de don Carlos se entabla una lucha a brazo partido entre el juramento y la venganza. Resulta vencedora la lealtad, aunque don Carlos da luego con la verdad por otros medios. Es Don Álvaro o la fuerza del sino, del cordobés Duque de Rivas (1791-1865), un drama furiosamente romántico tan célebre que incluso Giuseppe Verdi lo convirtió en ópera en 1862: La forza del destino.

placeholder Portada de 'Historia secreta de la literatura española', de Daniel Cotta Lobato.
Portada de 'Historia secreta de la literatura española', de Daniel Cotta Lobato.

Cien años después, Pedro Muñoz Seca empleará el mismo verso en La venganza de don Mendo (1918), la inigualable parodia de los dramas románticos. Ahora es don Mendo quien ha jurado defender el honor de Magdalena, y aunque descubre que su amada lo ha engañado con otro, sella sus labios a sabiendas de que su silencio le costará la vida. Una vez más, la palabra dada se impone sobre el irrefrenable deseo de venganza. Si Muñoz Seca no hubiera rodeado su drama de situaciones disparatadas, diálogos de besugos y deliberados anacronismos, La venganza de don Mendo podría considerarse un excelente drama romántico por su trama tan bien llevada, sus trabajados clímax y su inmejorable versificación. Pero Muñoz Seca eligió la burla. E hizo bien.

Su comedia es una de las cuatro obras más representadas del teatro español, junto al Tenorio de Zorrilla, Fuenteovejuna de Lope y La vida es sueño de Calderón.

Don Juan engendró a Juanito

El mito de don Juan recoge una fórmula argumental fijada por Tirso de Molina en el siglo XVII y que, en líneas generales, se repite en todas las obras que lo han tenido como protagonista.

Básicamente, puede resumirse así: don Juan es un seductor impenitente cuyo único afán reside en la conquista amorosa. Su aristocrático encanto y su riqueza le abren el corazón y las piernas de cualquier mujer, a la que no tiene reparo en abandonar una vez ultrajada y pisoteado su honor para siempre. Ello le granjea las iras de un padre agraviado, un hermano furioso o un marido deshonrado. Uno de los padres ofendidos es el Comendador de Calatrava, al que asesina en reñida lid. Años después se topa con su estatua en la iglesia y lo invita fanfarronamente a cenar. Esa noche, la estatua acude al convite y devuelve la invitación a don Juan. Este, sin arredrarse, va a la iglesia, donde la estatua le tiene preparado de parte de Dios un hoyo donde le aguarda la condenación eterna. Así, don Juan muere y acaba en el infierno.

Cuando una obra es víctima de una cuchufleta , el autor, si tiene dos dedos de frente, no se ofende; es más, se enorgullece de haber sentado escuela

La parodia más cáustica y cruel que se ha hecho de este mito es la de Valle-Inclán en su esperpento de Las galas del difunto. Aquí, don Juan Tenorio se llama Juanito Ventolera, y es un chulapón farruco e insufrible que le tira los tejos a la hija de un boticario; la muchacha, por su mala cabeza, ha acabado en el arroyo y busca inútilmente el perdón de su inflexible padre, a quien envía una carta implorándole perdón. Juanito conoce al padre justo el día en que este, tras negarse a leer la carta, muere de un ataque al corazón. Con la ayuda de otros golfos, va al cementerio, desentierra al difunto, lo despoja de su costeado traje y se lo pone. De esta guisa visita fantasmalmente a la viuda, que sufre un ataque. Desvalija la botica y luego visita en el burdel a la hija, a la que devuelve la carta que el difunto guardaba en el traje. La pobre se araña y cae en la histeria más enloquecida mientras Juanito, con chufla de chisgarabís, invita a las demás prostitutas y a la proxeneta a unos cafeses (sic).

Es la única parodia que, en lugar de hacer reír, desencaja el estómago y estruja el lacrimal. Y lo peor de todo es que gusta, fascina. La culpa es del autor, un hechicero del lenguaje, que nos envuelve con su irresistible encantamiento de palabras y músicas. Bastan estas menciones para darse cuenta de que una parodia edifica su brillantez sobre el prestigio de la obra parodiada.

Cuando una obra es víctima de una cuchufleta literaria, el autor, si tiene dos dedos de frente, no se ofende; es más, se enorgullece de haber sentado escuela con su feliz creación. Eso sí, la parodia tiene patente de corso: nace invulnerable y sin talón de Aquiles. Porque la gran ventaja de una parodia está en ser imparodiable.

*Daniel Cotta Lobato es licenciado en Filología Hispánica, ejerce como profesor de Lengua y Literatura en un instituto de Córdoba y ha publicado varios libros de poesía. En ' Historia Secreta de la Literatura Española' (Berenice) recoge anécdotas, secretos y curiosidades sobre los escritores más insignes de la literatura española.

España es una tierra que se ríe mucho, no con ese humor flemático y certero de latitudes más septentrionales. Al español le gusta la carcajada, la burla, siempre pulsando la prima y el bordón de la agudeza y el ingenio. Por eso, la española es una literatura de parodias. La parodia consiste en llevar las características de un subgénero literario a tal extremo de cumplimiento que la obra podría convertirse en paradigma de dicho género de no ser por la perspectiva jocosa adoptada continuamente por el autor.

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