Es noticia
¿Nazi o agente del KGB? En busca del pasado oculto de mi abuelo
  1. Cultura
DÍA DEL HOLOCAUSTO

¿Nazi o agente del KGB? En busca del pasado oculto de mi abuelo

Cuando mi abuelo letón desapareció en 1949, mi abuela sabía que había sido miembro de una conocida brigada nazi. Pero entonces recibió un cheque del Comité para la Seguridad del Estado soviético…

Foto: Foto de grupo del Kommando Arājs. (Hamburg State Archive)
Foto de grupo del Kommando Arājs. (Hamburg State Archive)

Es probable que la fotografía se tomara poco tiempo antes de que desapareciera mi abuelo. El borde es irregular; han hecho desaparecer algo o a alguien del encuadre. La parte que queda mide poco más de un centímetro de ancho, lo suficiente para abarcar la cabeza de mi padre puesta de perfil. Lleva el pelo repeinado hacia atrás, los ojos entornados al sol y los labios fruncidos. Mi padre me cuenta que esta es una de las pocas imágenes que tiene de Boris, su progenitor. Me advierte que en esta imagen mi abuelo lleva una chaqueta de cuero negra. "Como en la Gestapo", dice. Ahí está Boris, sentado en el césped frente a lo que probablemente sea una casa de campo. Lleva un ramo de flores silvestres.

Mis abuelos habían sido novios en la escuela, durante el primer periodo de independencia de Letonia, que fue de 1920 a 1940. Al terminar la guerra se perdieron la pista. Un par de años después estalló la guerra en Europa. En 1940, la Unión Soviética ocupó Letonia. Al año siguiente, los nazis invadieron el país. En 1944, la mayor parte del territorio regresó al dominio soviético. Cada ocupación sucesiva desató nuevas olas de devastación. Me imagino que, cuando mis abuelos se encontraron por casualidad en la calle en 1947 o 1948, ambos se alegraron de que el otro siguiera con vida. Boris le dijo a mi abuela que estaba trabajando como vendedor de seguros. Ella no hizo demasiadas preguntas sobre lo que había hecho durante la guerra. De muchas cosas era mejor no hablar.

Mi abuela no quería creer que Boris se había unido al Kommando por voluntad propia

La guerra creó un campo caótico y cambiante de lealtades, nombres y uniformes. A la postre, debido a la alternancia en el poder de ambas potencias, en Letonia existían personas que habían luchado en ambos bandos. En algunas familias letonas, los hermanos mayores fueron llamados a filas para combatir en divisiones del ejército alemán, mientras que sus hermanos fueron reclutados por las fuerzas soviéticas. Otros hombres se alistaron en unidades de partisanos armados en los bosques para llevar a cabo una guerra de guerrillas. En 1944, cuando los soviéticos invadieron el país por segunda vez, en Riga cundió un clima de paranoia. Un superviviente judío letón, Frank Gordon, me dijo que había oído hablar de casos en los que "jóvenes letonas invitaban a oficiales soviéticos a sus apartamentos, les daban alcohol y después los mataban". No sé si se trata de una historia real, pero quizá el hecho de que haya perdurado como una fantasía de venganza nos dice todo lo que necesitamos saber.

Mi abuela sabía que Boris había sido miembro del Kommando Arājs, una de las brigadas nazis de exterminio más brutales que existieron durante la Segunda Guerra Mundial, compuesto exclusivamente por voluntarios locales. Pero mi abuela no quería creer que Boris se había unido al Kommando por voluntad propia. Le dijo a mi padre que los hombres de su fraternidad estudiantil echaron a suertes quiénes se unirían a la unidad asesina de Arājs porque ninguno parecía estar especialmente predispuesto a ello. Se decía a sí misma que él solo fue porque iban sus amigos de la fraternidad.

Boris se casó con mi abuela en marzo de 1949. Al mes siguiente, cuando ya estaba embarazada de mi padre, él se esfumó. Le dijo que iba de viaje de negocios a la ciudad estonia de Sillamäe. Cuando se marchó, Boris se llevó casi todas las fotografías en las que aparecía y todos los documentos de su vida. Según la esquela que le enviaron a mi abuela, se suicidó en Sillamäe el 25 de abril.

placeholder Una de las pocas fotos que existen de Boris Karlovics. (Cortesía Linda Kinstler)
Una de las pocas fotos que existen de Boris Karlovics. (Cortesía Linda Kinstler)

Tras la desaparición de Boris pasó algo extraño: llegó un cheque del Comité para la Seguridad del Estado soviético (más tarde rebautizado como KGB). Así fue como mi abuela descubrió a qué se había dedicado realmente su marido después de la guerra y, quizá, durante la misma. Se preguntaba cuándo había empezado a ser un espía soviético, si había sido un agente doble en los años de guerra o si solo había cambiado de bando al terminar el conflicto, pasando de trabajar para una potencia ocupante a trabajar para la otra.

El 1 de mayo de 1949, mi abuela asistió al desfile del Día Internacional de los Trabajadores, como se esperaba de todos los estudiantes de su facultad de medicina. Estaba embarazada de cinco meses. Dos mujeres salieron del desfile y se acercaron a mi abuela. Le dieron un reloj y una carta. Se suponía que eran una prueba de la muerte de Boris, pero mi abuela no se creyó la historia que le contaron y mantuvo la esperanza de que su marido siguiera con vida en algún lugar. Al cabo de un tiempo, la citaron en la sede del KGB en Riga. Los agentes les confiscaron la carta y el reloj. Le dijeron que no buscara el cuerpo.

No sabemos qué decía la carta. Mi abuela murió en 2002, antes de que yo supiera algo de esta historia, antes de saber cuántas preguntas quedaban por hacer. Ella no escribió ningún diario, ninguna nota. Lo único que sabe mi padre es la versión de la historia que le contó su madre y que ahora me transmite a mí. La historia termina así: un día de 1963 la citaron de nuevo en el cuartel general del KGB. Los oficiales querían saber: ¿había tenido noticias de Boris?

placeholder Portada de 'Ven a este tribunal y llora. Cómo acaba el Holocausto', de Linda Kinstler.
Portada de 'Ven a este tribunal y llora. Cómo acaba el Holocausto', de Linda Kinstler.

A lo mejor se trataba de una simple táctica intimidatoria, una pregunta cuya intención era que mi abuela, insegura respecto a las circunstancias de su propia vida, siguiera preguntándose qué había pasado. O a lo mejor realmente seguían buscando a mi abuelo. Ella estaba atenta a los rumores que corrían sobre su vida y su destino. Los archivaba silenciosamente en su memoria para transmitírselos algún día a su hijo, que retomaría la búsqueda. Mi padre se pasó décadas tratando de averiguar qué suerte había corrido Boris, qué hizo y qué no hizo durante la guerra. ¿Había colaborado con los nazis? ¿O les había estado traicionando desde el primer momento, revelándoles sus secretos a los soviéticos? ¿Acaso la verdad era aún más sencilla y oscura? Buscó a su padre en registros judiciales soviéticos y alemanes y en los archivos de la CIA, pero no encontró nada. Y entonces, un buen día, delegó la búsqueda en mí: "Eres periodista, ¿por qué no lo averiguas tú?", me dijo.

Le respondí que lo intentaría, aunque no estaba segura de querer hacerlo. La familia de mi madre es judía; algunos familiares suyos habían muerto a manos de los nazis en Kiev, mientras que otros habían sido evacuados de Ucrania a Kazajistán. El único abuelo que tenía presente era el padre de mi madre, Misha, un hombre que casi perdió un pie luchando con el ejército soviético y cuyo padre, Lev, se había casado con una mujer perteneciente a una familia de larga estirpe rabínica. La ausencia de la otra rama de la familia no me preocupaba; en realidad, ni siquiera pensaba en eso. Pero todo cambió cuando supe que otras personas —abogados, historiadores y escritores de Riga— habían dedicado bastante tiempo a pensar en lo que le había sucedido a Boris Kinstler. Me di cuenta de que todavía me quedaba mucho por aprender.

Todas las familias tienen fantasmas. Antepasados que se dieron muerte o que murieron a manos de otros; parientes cuya vida permaneció en la sombra mientras vivían. En las tierras que llamamos Europa del Este —de Estonia en el norte a Ucrania en el sur— estos fantasmas son especialmente comunes. En palabras del historiador Timothy Snyder, son las "tierras de sangre" de Europa, territorios que a lo largo de los dos últimos siglos han pasado de una potencia ocupante a otra, cuya geografía está sembrada de cementerios y fosas comunes.

Los soviéticos reunieron y deportaron a familias letonas y judías acomodadas

En esas tierras, la historia de colaboracionismo y desaparición de mi abuelo es inusual, pero no insólita. Mucha gente de esta región tiene abuelos enterrados anónimamente en una fosa, ciudadanos muertos de las muertas Repúblicas Socialistas Soviéticas. Los restos de las víctimas, los perpetradores y los perpetradores que acabaron convertidos en víctimas abonan la tierra. En 1940, la primera ocupación de los Estados bálticos por parte de la Unión Soviética precipitó un periodo que los letones llaman el Baigais Gads, el Año del Horror. Se confiscaron y redistribuyeron las viviendas, se destruyeron las bibliotecas, se desalentó la asistencia a la iglesia.

Los soviéticos reunieron y deportaron a familias letonas y judías acomodadas: las amontonaron en camiones de ganado y las enviaron a campos de Siberia. El dos por ciento de la población de la nación fue asesinada y eliminada de esta forma. Entre ellos, mi tía abuela Velta, su hermana Maija, su madre y su abuela. El padre de Velta fue asesinado incluso antes de llegar al tren. "Buscaban a papá; dispararon sus fusiles contra el roble y el castaño porque creían que se había escondido entre las ramas", recordaría Velta años después.

En julio de 1941, el ejército soviético fue expulsado de Letonia por los nazis. A los pocos días, un joven policía llamado Viktors Arājs recibió la orden de crear su propia unidad de policía, que quedaría bajo las órdenes de la rama de inteligencia de las SS. No tenía que ser una unidad permanente; los alemanes se mostraban cautelosos a la hora de armar a los lugareños y no querían darles demasiado poder. Los comandantes nazis que supervisaban la operación en el Este —Heinrich Himmler, Reinhard Heydrich, Walter Stahlecker, Rudolf Lange, Friedrich Jeckeln— imaginaron que el cometido de la unidad se limitaría a "llevar a cabo pogromos". Se suponía que sería un trabajo rápido, un "Holocausto a balazos" que no requería la infraestructura de trenes, campos de exterminio y cámaras de gas. Esa era la unidad a la que pertenecía el padre de mi padre. En noviembre de 1941, Jeckeln llegó a Riga para dirigir el Kommando Arājs y otras brigadas asesinas. Dos meses antes había supervisado las matanzas de Babi Yar, en Kiev, donde más de treinta mil judíos, incluidos algunos miembros de la otra rama de mi familia –mi familia materna– fueron asesinados a lo largo de dos días.

placeholder Un hombre deposita una vela en el monumento a las afueras de Kiev en recuerdo de las víctimas del Babi Yar. (Reuters/Valentyn Ogirenko)
Un hombre deposita una vela en el monumento a las afueras de Kiev en recuerdo de las víctimas del Babi Yar. (Reuters/Valentyn Ogirenko)

Me puse a leer acerca del Kommando Arājs, tratando de averiguar quiénes habían sido sus miembros y qué había sido de ellos. Pronto encontré una serie de curiosos titulares antiguos en los periódicos letones. En un artículo de 2011 se afirmaba que la Fiscalía General de Letonia estaba investigando si un hombre llamado Herberts Cukurs, ya fallecido, había participado "en el asesinato de judíos". Algunos recuerdan a Cukurs como el "carnicero" o el "verdugo" de Riga. También él perteneció al Kommando Arājs, aunque el papel oficial que desempeñaba es objeto de disputa.

Las circunstancias del caso eran confusas: cuando el fiscal letón inició su investigación, en 2005, Cukurs llevaba cuarenta años muerto. Tiene el ignominioso honor de ser el único nazi oficiosamente asesinado por el Mosad, la agencia de inteligencia israelí. El mismo agente que orquestó la logística del secuestro de Adolf Eichmann en 1960 volvió a Sudamérica cinco años después con una nueva misión: celebrar un consejo de guerra, matar a Cukurs y dejar que la policía encontrara su cadáver putrefacto. (Es probable que se produjeran muchos otros asesinatos similares, aunque siguen sin confirmarse.)

En 2016 escribí a la Fiscalía General de Letonia para solicitar más información sobre el caso. Leí los informes de los periódicos e intenté reconstruir la historia: ¿cómo podía un muerto ser objeto de una investigación penal? ¿Por qué el secretario de prensa había dicho en un artículo que era imposible "confirmar o negar" su participación en el Holocausto?

Mi curiosidad por los detalles legales actuaba como una especie de tapadera: me preguntaba constantemente si el nombre de mi abuelo acabaría apareciendo en los archivos.

Descifrar el código

La guerra despoja a las palabras de su significado convencional. El filósofo Zygmunt Bauman advirtió que el Holocausto era un acontecimiento que "se había escrito con un código propio que debía ser descifrado para hacer posible la comprensión". La hora de la verdad solo advendría cuando se disiparan los eufemismos y las confusiones que acompañaban a las atrocidades. Solo entonces sería posible entender cabalmente lo que había pasado. Transcurridos más de ochenta años, cuando cada día salen a la luz más pruebas de crímenes de guerra en Bucha, Mariúpol y Járkov, ¿hemos descifrado el código?

No es casualidad que la misma región en la que ahora se están cometiendo crímenes de guerra sea también el lugar en que apenas se empieza a contar la historia completa del Holocausto. Las naciones de Europa del Este han tenido menos tiempo para descifrar el "código" que puede desencadenar los peores crímenes. Hasta la caída de la Unión Soviética en 1991, los historiadores, escritores, poetas, fiscales y artistas que trataron de averiguar lo que había pasado en sus ciudades y aldeas tenían que asegurarse de que sus hallazgos no contradecían el relato soviético sobre las atrocidades. Según las autoridades soviéticas, los alemanes asesinaron a "ciudadanos soviéticos pacíficos", una frase que enmascaraba la idiosincrasia del crimen y su finalidad genocida. Esa es la frase que se inscribió en los monumentos a los muertos. Temiendo que el homenaje a los judíos que habían sido asesinados pudiese fomentar el nacionalismo judío a expensas de la colectividad soviética, acabaron por sepultar la verdadera naturaleza del crimen.

Se calcula que el Kommando Arājs llegó a contar con 1.200 hombres, aunque en 1941 solo constaba de alrededor de trescientos miembros, la mayoría de los cuales tenían entre 16 y 21 años. Educados bajo el gobierno autoritario de los años de entreguerras, se les había enseñado a no pensar por sí mismos. Los hombres se alistaban por diversas razones: para mejorar su posición social, para luchar contra los soviéticos, para evitar el trabajo manual, por la comida, por las armas. Técnicamente todos los hombres eran voluntarios, pero algunos de ellos habían sido presionados o recibido amenazas. En los archivos criminales soviéticos que salieron a la luz después de la guerra y que documentan los motivos por los que se alistaban los hombres, solo un puñado de personas menciona en sus solicitudes su aversión manifiesta a los judíos. Aunque no era necesario: según la propaganda de la época, judíos y comunistas eran sinónimos. Muchos de ellos decían haberse unido al Kommando para vengarse de los comunistas en nombre de sus familiares deportados. El número de reclutas instruidos fue disminuyendo con el tiempo, a medida que se conocía la verdadera naturaleza del trabajo. Es evidente, sin embargo, que mi abuelo Boris se quedó.

En el bosque de Rumbula a finales de 1941 se dice que Cukurs estuvo presente y que elogió la puntería de los alemanes

Él y Cukurs debieron de conocerse. La sede del Kommando tenía una chimenea, un patio y un garaje. El dominio del idioma por parte de mi abuelo le valió el papel de "oficial de enlace" con el mando alemán; él era el encargado de transmitir mensajes entre los letones y los alemanes para solicitar armas, provisiones e instrucciones. En el Archivo Nacional de Letonia encontré su firma en un registro del 2 de febrero de 1942 del cuartel general de la Policía Secreta de Letonia, en el que se solicitaba la renovación de doce permisos de armas, incluidas la suya, la de Arājs y la de Cukurs.

Hay varios relatos que hablan de la entusiasta participación de Cukurs en las matanzas. En el bosque de Rumbula a finales de 1941, donde 25.000 judíos fueron asesinados en el transcurso de unas pocas semanas, se dice que Cukurs estuvo presente, que elogió la puntería de los alemanes y que se unió a ellos en los pelotones de ejecución. Los supervivientes lo recuerdan presente en el gueto de Riga antes de los asesinatos, testificando que había ayudado a reunir a los habitantes judíos antes de que fueran escoltados hacia su muerte. Frida Michelson, una de las pocas supervivientes judías letonas de Rumbula, recordaba haber visto pasar "una columna interminable de personas custodiadas por policías armados. Mujeres jóvenes, mujeres con bebés en brazos, ancianas, personas discapacitadas ayudadas por sus vecinos, niños y niñas, todos avanzando". Un hombre de las SS abrió fuego contra las columnas. "Los policías letones gritaban '¡Más rápido! ¡Más rápido!' y restallaban látigos sobre las cabezas de la gente". Mientras veía a sus vecinos y amigos marchar hacia la muerte, se sintió paralizada. "No podía pensar en nada más —escribe—. Tienes que mirar. Tú eres testigo. Asimílalo todo. Ahí, ante tu ventana, ante tus ojos, se está representando la tragedia de toda tu nación. Recuerda. ¡No lo olvides!".

Frida Michelson se hizo la muerta y se dejó enterrar bajo un montón de zapatos

Después de la guerra, Michelson contó su historia de supervivencia a todos quienes quisieran escucharla. Algunos no la creyeron. Otros contaron su historia por ella. Cuando su relato empezó a cambiar a medida que circulaba, decidió escribirlo. "Era imposible contárselo a todo el mundo", afirma. Se dedicó a tomar notas, a escribir su experiencia. "Algún día tendré hijos. Que lo lean cuando sean mayores; que lo lean y que no lo olviden jamás".

Michelson declaró en múltiples ocasiones ante los fiscales que investigaban a Viktors Arājs. Explicó que se hizo la muerta y se dejó enterrar bajo un montón de zapatos mientras oía a los hombres letones alabar la eficaz organización de la matanza. Su testimonio, así como el de una cuarta parte de las 130 personas del grupo de testigos, acabó excluyéndose de la acusación, en gran medida debido a la avanzada edad y al estado de salud de los declarantes. No cumplía con los criterios de prueba jurídica, por lo que no podía tenerse en cuenta. De esta forma, Michelson pasó a formar parte de las legiones de supervivientes que han consagrado sus vidas a reunir y archivar testimonios, porque creían que sus palabras importarían, que sus recuerdos constituirían una prueba duradera. A lo largo del camino, la aniquilación de sus familias pasó de ser un hecho a ser una cuestión histórica.

Probablemente nunca sepamos con exactitud cuando reclutaron a mi abuelo los agentes soviéticos. Al estudiar los registros de los interrogatorios soviéticos de antiguos miembros del Kommando, el historiador Rudīte Vīksne encontró declaraciones según las cuales era posible que Boris trabajara para ambos bandos desde el primer momento, pero las pruebas no le parecieron convincentes. "Es poco probable, a pesar de los rumores, que agentes de los órganos de seguridad soviéticos se infiltraran en el Kommando Arājs desde sus inicios, en 1941-1942. No hay pruebas documentales de ello —escribe Vīksne—. Sin embargo, se ha afirmado en diferentes ocasiones que Boris Kinstler, socio y traductor de Arājs, era un espía en 1941".

Foto: Una reunión de la Unión de Esperanto de las Repúblicas Soviéticas, celebrada en Moscú en 1931 - Dominio público vía Wikimedia Commons

Al menos doce miembros del Kommando fueron reclutados por las autoridades soviéticas durante y después de la guerra. Simplemente no sabemos cuándo ni cómo cambió de bando mi abuelo. Mi padre oyó una vez un rumor según el cual los soviéticos le pidieron a mi padre que les ayudara a identificar a colaboracionistas para llevarlos a juicio. (Los juicios soviéticos a criminales de guerra alemanes empezaron pronto, en 1943.) Su tarea consistía en pasearse por Riga seguido por un par de oficiales del KGB. Cuando reconocía a un hombre de su época en el Kommando Arājs, se le acercaba, le daba un golpecito en el hombro y lo saludaba como a un viejo amigo. El golpe en el hombro era la señal de que el hombre era un objetivo. Más rumores: lo habían visto en Alemania Occidental, en Polonia o en Sudamérica; el cadáver no había aparecido porque Boris estaba vivo.

No era el único que desapareció del mapa. En 1949, Viktors Arājs estaba bajo custodia británica en un campo de desplazados en Alemania. Arājs sería uno de los principales acusados del juicio colectivo de dieciséis criminales de guerra que los funcionarios británicos habían empezado a denominar "el caso del gueto de Riga", y que juzgaría un tribunal del Consejo de Control Aliado, el tribunal del órgano de gobierno de las zonas ocupadas alemanas. Durante años, los supervivientes habían reunido testimonios para el juicio, con la esperanza de que los veredictos les proporcionarían algo parecido a la justicia. Pero, a pesar de sus esfuerzos, las autoridades británicas sobreseyeron el caso. Los testimonios que habían reunido no podían presentarse ante un tribunal. El caso de Arājs se transferiría a las autoridades de Alemania Occidental, y unos abogados de Hamburgo emitieron una orden de arresto contra él el 11 de octubre de 1949. Pero la orden no pudo cumplirse. "Por razones que siguen sin aclararse y que probablemente nunca lo harán —escribe Richards Plavnieks—, Arājs no estaba en el campo donde supuestamente debía estar internado". Entre todo el barullo burocrático, había encontrado la forma de desaparecer.

El fin de 'el carnicero de Riga'

Cukurs, en cambio, no ocultó su paradero. Simplemente no consideraba necesario esconderse. Había sido un héroe nacional antes de la guerra, un aviador pionero famoso por sus increíbles viajes transcontinentales. En la cima de su carrera aérea voló a Shanghái, Hong Kong, Tokio, Roma, Serbia, India, Dakar, Senegal, Gambia y Jerusalén mientras enviaba breves mensajes y fotografías a los periódicos de su país, donde sus fieles lectores seguían ansiosamente sus avances por el mundo. Era conocido como 'el Lindbergh letón'.

Tras la guerra, él y su familia huyeron de la ocupación soviética, primero a Río de Janeiro y luego a São Paulo. Le dijo a un periodista que había elegido establecerse en Brasil porque tenía más de trescientos aeródromos. Inició un pequeño negocio turístico en la laguna Rodrigo de Freitas, dedicado a los paseos en patín y en hidroavión. No pudo evitar cortejar a la prensa, hacer propaganda de su nueva empresa. Pronto, refugiados judíos empezaron a vigilarlo mientras trabajaba en la laguna y a hacerle fotos que luego enviaban a los investigadores de Londres.

El único relato oficial de su muerte se encuentra en unas memorias escritas por el principal asesino, con la ayuda del antiguo agente del Mosad y periodista Gad Shimron. El autor se identifica únicamente por su seudónimo operativo, Anton Kuenzle, y no por su nombre real, Yaakov Meidad. Este narra cómo llevó a Cukurs a una casa deshabitada en un barrio costero de la capital de Uruguay, Montevideo. Tres agentes del Mosad esperaban en el interior de la vivienda. "El plan original era someter a Cukurs, pero no matarlo al instante —escribe Meidad—. Habíamos planeado un consejo de guerra muy breve en el que pretendíamos leerle los cargos en nombre de los 30.000 judíos de Riga y Letonia (niños, mujeres, ancianos y hombres) que había asesinado hacía más de veinte años". Pero nunca llegaron a hacerlo: Cukurs trató de coger su pistola, obligando a sus atacantes a hacer lo propio. "Uno de nosotros le puso la pistola en la cabeza y apretó el gatillo dos veces. El silenciador y el ruido de nuestro forcejeo amortiguaron el sonido de los disparos. Era el martes 23 de febrero de 1965, a las 12.30 horas".

Depositaron el cadáver dentro de un baúl y encima dejaron una carpeta con el alegato de clausura de sir Hartley Shawcross, el fiscal jefe británico en el tribunal militar internacional de Núremberg, que había recordado a los jueces la naturaleza de los crímenes cometidos en Europa del Este. Shawcross animó a los jueces a que imaginaran que no solo los abogados, los periodistas y la Policía Militar les estaban viendo en la sala de Núremberg, sino toda la humanidad, desgarrada y herida por los largos años de guerra. Los jueces, argumentó, tenían que imaginar que "la humanidad misma" estaba ante ellos, gritando una única y simple súplica: "Después de esta prueba a la que ha sido sometida la humanidad, la propia humanidad, que lucha ahora por restablecer en todos los países del mundo esas cosas sencillas que tenemos en común —libertad, amor, comprensión—, viene a este tribunal y clama: 'Estas son nuestras leyes, ¡que prevalezcan!”.

placeholder Herberts Cukurs, 'el carnicero de Riga'. (Wikipedia)
Herberts Cukurs, 'el carnicero de Riga'. (Wikipedia)

Indagar en el pasado es someter la memoria de los antepasados a una suerte de juicio. En esta ocasión, el juicio vino a mí, o al menos el espectro de un juicio. Durante casi veinte años, la Fiscalía General de Letonia había estado investigando discretamente si era cierto que Cukurs había participado personalmente en el genocidio de judíos letones, si él mismo había apretado el gatillo o se había limitado a mirar mientras otros lo hacían. Esta es la investigación criminal —en realidad, un procedimiento previo al juicio— sobre la que había leído en los periódicos letones y que parecía un anacronismo. Cuando solicité a la oficina del fiscal más información sobre qué era exactamente lo que se les había encargado investigar, y que consecuencias podía tener, no tardaron en darme una respuesta detallada.

La oficina había buscado pruebas en todo el mundo y había solicitado documentos a todas las naciones relevantes: Rusia, Israel, Brasil, Uruguay, Alemania, Reino Unido. Se tomaría una decisión y teóricamente, tal y como explicaba una carta del secretario de prensa, se celebraría un juicio. Un juicio sobre las fechorías y la memoria de un hombre muerto. Un fantasma en el banquillo de los acusados. El fiscal que se encargaba del caso escribía que reconocía mi apellido y señalaba que alguien con el mismo nombre tenía "cierta relevancia en el caso de Herberts Cukurs". Se preguntaba si se trataba de una mera coincidencia. Le escribí confirmando que mi interés no era puramente periodístico, puesto que también estaba tratando de solucionar algunas incógnitas de mi historia familiar.

Tras los pasos del fiscal

Me descubrí siguiendo los pasos del fiscal, rastreando los orígenes y la evolución de este inesperado caso. Encontré el nombre de mi abuelo en los registros de los interrogatorios que llevaron a cabo oficiales de inteligencia soviéticos en la posguerra. En uno de ellos, Jānis Brencis, un antiguo miembro del Kommando, enumera los miembros del grupo para los investigadores soviéticos. Cukurs es el trigésimo nombre que menciona. Boris ocupa el puesto 165. Describe a mi abuelo como un Untersturmführer, "de unos veinteséis años, delgado, más bien bajo".

En otros testimonios de antiguos miembros del Kommando descubro destellos de Boris en acción, recuerdos parciales y quizá ficticios de una época profundamente problemática: ahí está, al borde de una fosa de exterminio, conversando con un compañero sobre la indignidad y la injusticia de los asesinatos. Ahí está, en el coche con Arājs, hablando "buen alemán", trabajando como intérprete. Y ahí está, según otro testimonio, dirigiendo una campaña de tiro, con su permiso de armas renovado. Sin embargo, otro oficial que fue interrogado acerca de esta misma matanza recordaba que de hecho fue Cukurs, no Boris, el que se encontraba entre los líderes.

Es difícil especular sobre la veracidad de estos relatos, distinguir las partes inventadas o embellecidas de las reales. Este es el problema que persigue a todos los testimonios, especialmente a los prestados a instancias de una potencia hostil, cuando el testigo está tratando de salvar el pellejo. Estas fugaces apariciones de mi abuelo son lo único que queda, y el contexto es suficiente para confirmar su complicidad. De eso no cabe duda. Esta no es una historia redentora; no tengo ningún interés en recuperar mi legado.

Al continuar con la correspondencia, el fiscal me transmitió una pregunta y una recomendación. La pregunta era: ¿tenía yo algún documento familiar que pudiera estar relacionado con el caso? No teníamos nada. La recomendación era más enigmática: recientemente se había publicado en Riga una novela titulada Nunca lo mataréis. El libro "se presentaba como una obra literaria, no documental", explicaba el fiscal, pero contenía una gran cantidad de información sobre mi abuelo y Cukurs, así como de los vínculos entre sus dos historias. Me sugirió que leyera la novela y me pusiera en contacto con el autor para recabar más información.

Los supervivientes llevan más de medio siglo contando la historia del Holocausto, y los jueces siguen pidiendo pruebas

Encontré la novela en una librería del casco antiguo de Riga, expuesta en el escaparate de novedades. Según la librera, era un título popular. Lo abrí y allí, en la primera página del primer capítulo, encontré el nombre y el patronímico de mi difunto y desaparecido abuelo: Boris Karlovics. No fue exactamente vértigo lo que sentí al ver su nombre, sino cierta inestabilidad, una sensación de estar en dos lugares al mismo tiempo. Fue como una especie de emboscada. Una vez que se apodera de ti, no te suelta. "Al menos en ciertos lugares, es como la marca de un criminal grabada a fuego en la piel de tu familia", escribe la historiadora cultural Maria Tumarkin.

En la novela, mi abuelo se convierte en una persona totalmente distinta. Las lagunas de su biografía se explican mediante una serie de giros conspiranoicos. Allí donde la historia nos lega una incógnita, el escritor de novelas de espías ofrece, a modo de solución, explicaciones pulcras e inverosímiles del colaboracionismo, la intimidación y la traición, así como de las circunstancias que llevan a la gente a cometer los peores crímenes. Pero esta novela iba más allá: no solo llenaba las lagunas de la historia, también trataba de crear nuevas lagunas. En un momento de la narración, la versión ficticia de mi abuelo se inventa y exagera testimonios de supervivientes judíos. Al mezclar la realidad con la ficción, la novela enturbia frívolamente hechos del Holocausto que ha costado mucho demostrar.

Los juicios ya han empezado y las fuerzas de la negación ya se han desatado

La manipulación de la historia no se limita al ámbito de la literatura. Los supervivientes llevan más de medio siglo contando la historia del Holocausto, y los jueces siguen pidiendo pruebas. Ese es su trabajo. Pero para convertir fragmentos de pruebas —fragmentos de memoria, en muchos casos— en una prueba jurídica se requiere un tipo de razonamiento tortuoso. Los tribunales solo pueden reconocer crímenes que se han verificado y documentado y de los que hay testimonios; no pueden dictar sentencia sobre asesinatos que solo conocen de oídas. En un principio, el genocidio de la Segunda Guerra Mundial fue el primer tipo de crimen, pero ahora se está convirtiendo en el segundo, un acontecimiento del que solo se habla y se escribe, fuera de la memoria viva. Es inevitable que esto pase. Pero entretanto se han perdido muchas cosas.

Al investigar la historia de mi familia pude conocer a muchos supervivientes, descendientes e historiadores que han dedicado su vida a preservar los hechos del Holocausto, que ven cómo los hechos de la historia se les escapan de las manos, arrastrados por las crecientes mareas de revisionismo, ultranacionalismo y negacionismo. Mientras esto sucede, vuelven a perpetrarse crímenes de guerra en tierras vecinas, los investigadores vuelven a afanarse por preservar la más mínima prueba que logran encontrar, por registrar los hechos antes de que sean borrados y negados una vez más. Hoy como ayer, se trata de una carrera contra el tiempo. Los juicios ya han empezado y las fuerzas de la negación ya se han desatado. Los jueces seguirán pidiendo pruebas y los supervivientes, conscientes de que sus palabras serán cuestionadas y desautorizadas, tendrán que seguir proporcionándoselas.

*Linda Kinstler (1991) es una académica y periodista estadounidense. Colabora habitualmente en The Economist, y sus reportajes sobre historia, política y cultura europeas han aparecido en The Atlantic, The New York Times, The Guardian y Wired. Su libro Ven a este tribunal y llora. Cómo acaba el Holocausto sale a la venta en España el 5 de febrero de la mano de Gatopardo ediciones, responsable también de la traducción de este reportaje.

Es probable que la fotografía se tomara poco tiempo antes de que desapareciera mi abuelo. El borde es irregular; han hecho desaparecer algo o a alguien del encuadre. La parte que queda mide poco más de un centímetro de ancho, lo suficiente para abarcar la cabeza de mi padre puesta de perfil. Lleva el pelo repeinado hacia atrás, los ojos entornados al sol y los labios fruncidos. Mi padre me cuenta que esta es una de las pocas imágenes que tiene de Boris, su progenitor. Me advierte que en esta imagen mi abuelo lleva una chaqueta de cuero negra. "Como en la Gestapo", dice. Ahí está Boris, sentado en el césped frente a lo que probablemente sea una casa de campo. Lleva un ramo de flores silvestres.

Hitler Holocausto Segunda Guerra Mundial
El redactor recomienda