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Así me salvé del terrible asedio de Mariúpol
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Así me salvé del terrible asedio de Mariúpol

El periodista italiano Andrea Nicastro describe en este texto cómo llegó a la ciudad ucraniana solo unos días antes del comienzo de la guerra. Es el prefacio de su novela sobre la guerra 'El cerco de Mariúpol' (Altamarea)

Foto: Un hombre camina por la devastada Mariupol el pasado mes de agosto (REUTERS Alexander Ermochenko)
Un hombre camina por la devastada Mariupol el pasado mes de agosto (REUTERS Alexander Ermochenko)

Soy periodista y, unos días antes que Rusia invadiese Ucrania, el director me envió a Kiev para reemplazar a un colega. "Así, estaremos preparados en el caso de que pase algo", dijo.

Pocos creían que Vladímir Putin desencadenara una guerra a gran escala en Europa. A nosotros, en el periódico, nos parecía una decisión anacrónica, irracional y económicamente equivocada. Teníamos razón, sin duda, pero nos equivocamos en la previsión de manera clamorosa. En pocos días, con una rapidez más allá de lo aceptable, Ucrania volvió a ser escenario para la aparición de tanques, misiles, masacres, trincheras, bombardeos masivos como en tiempos de la Segunda Guerra Mundial.

Puede parecer una excusa, pero es fácil encontrar un sentido en las decisiones de los poderosos. Basta con dejar que pase el tiempo para que las decisiones aparezcan cristalinas y contribuyan a justificar la victoria o la derrota. En cambio, es mucho, mucho más difícil intuir lo que otros, del presidente ruso al estadounidense, al ucraniano o chino o alemán o turco decidirán hacer mañana. La imprevisibilidad se puede aplicar también a las abuelas enfermas o a los panaderos con uniforme de soldado: nadie sabe antes del bombardeo cómo reaccionará. La incertidumbre, la emoción, el arbitrio nos hacen humanos y la humanidad es tan despiadada como maravillosa. Por eso los periódicos sobreviven desde hace siglos contando los hechos del presente, pero quebrarían al instante si apostaran por prevenir el futuro.

Estábamos en Mariupol cuando el 24 de febrero de 2022 comenzó la invasión rusa. Los dos ayudantes decidieron volver con sus familias, yo me quedé

Cuando aterricé en la capital ucraniana decidí visitar un lugar que, en caso de guerra, pudiera convertirse en importante. Elegí Mariupol. Para aquel "fin de semana de playa" cargué con poco equipaje, dejé casi toda la ropa y el equipo en Kiev. Viajé en tren hasta Kramatorsk, me encontré con las personas que había contactado para que me hicieran de guía y de intérprete y, con ellos, me dirigí a Mariupol. Uno quería ser estrella del rock, el otro era un exparacaidista soviético de la guerra de Afganistán, dos polos de un país ligado a Moscú, pero ansioso de ser occidental.

Estábamos en Mariupol cuando, el 24 de febrero de 2022, comenzó la invasión rusa. Los dos ayudantes decidieron volver con sus familias, yo pensé que estaba en el lugar periodísticamente más interesante de Ucrania y decidí quedarme.

Sabía que no tenía equipaje adecuado ni suficiente. No tenía generador eléctrico, víveres, medio de transporte, intérprete, pero tres equipos de televisión internacional me aseguraron que me darían apoyo en caso de evacuación. Todavía conservo el mensaje de WhatsApp con el que una eficiente productora inglesa, rubia y muy bien educada, me aseguraba, "en caso de emergencia", un sitio en su furgoneta blanca.

Tras casi una semana de guerra cayeron las primeras bombas en la ciudad, sufrimos el primer corte de electricidad, se apagaron las calefacciones. Eché en falta las camisetas térmicas que se quedaron en Kiev y los víveres no acumulados cuando los supermercados estaban abiertos. Lamenté la avaricia que me llevó a no convertir euros en moneda local en espera de la inflación de la guerra. Cambié tres veces de hotel para alejarme de objetivos militares. Dos de las tres televisiones dejaron la ciudad sin conseguir añadirme a la troupe y la tercera, llegado el momento, me negó la ayuda. Vi vaciarse la ciudad y llenarse los refugios antiaéreos, desaparecer la señal del móvil, secarse los grifos, enfriarse las estufas, el miedo en las caras de personas que sonreían hasta hacía poco. Oí los disparos, los silbidos de los misiles, el ruido de los motores de los cazas, el resplandor de las explosiones y las ráfagas de ametralladora.

placeholder 'El cerco de Mariupol', de Andrea Nicastro
'El cerco de Mariupol', de Andrea Nicastro

No tenía sentido seguir allí. Sin nadie que me guiase y me tradujese, sin poder enviar artículos, sin comida ni agua abundantes o, sencillamente, sin valor suficiente, no, no tenía sentido.

Por una serie de acontecimientos, muy humanos y muy imprevisibles, me vi en el punto de encuentro de una columna de gente que esperaba poder dejar la ciudad. El cónsul de Grecia, protector de la abundante colonia griega de Mariupol, confiaba en haber pactado un "corredor humanitario" con los mandos rusos y ucranianos.

"No me han dado garantías, podríamos volver atrás a los diez minutos o ser bombardeados. Cada cual viaja por su cuenta y riesgo y con sus propios medios. No me detengo y no espero a nadie", aseveró.

Estaba en una gran zona de aparcamiento completamente ocupada por vehículos llenos a rebosar, e iba a pie. Las únicas ruedas con las que contaba eran las dos de la maleta, y el único carburante que tenía eran tres bolsas del supermercado llenas de botellines de agua y de paquetes de galletas. Debía limosnear y pedir que me cargaran. Llamé a docenas de ventanillas. Solo la troupe de la rubia poco fiable tenía un asiento libre en la furgoneta, en los demás vehículos no cabía un alfiler.

Un ingeniero de origen griego y nacionalidad ucraniana buscaba también que alguien lo sacara de allí. Tenía mujer y tres hijos que poner a salvo. Estaba dispuesto a seguir en la ciudad con tal de embarcar a la familia en aquellas chalupas que buscaban resistir a la tormenta.

Los vehículos en espera eran más de cincuenta; en el caso de haber encontrado un asiento libre debería habérselo cedido a aquel padre. Si no, no habría sido una persona feliz: la idea de hacerme con él me asaltó, pero ante centenares de conciencias hechas añicos, incluida la mía, decidí que los niños tenían prioridad. Aceptado el razonamiento, dejé de humillarme con la peregrinación de una ventanilla a otra. Estaba resignado y, dicho sinceramente, desesperado.

La ciudad estaba desierta; para mí, que no conozco el alfabeto cirílico, resultaba también indescifrable. Árboles, casas, calles estaban inmersas en una niebla gris y heladora. Ni siquiera sabía si podría volver al hotel y si seguiría abierto. Seguramente, la borsch que servían los primeros días del asedio se habría acabado; cuando pagué la estancia, antes de salir, vi a las mujeres de la recepción ir a por sus cosas. No sabía quién podría acogerme. Los cañonazos de las defensas ucranianas se oían cada dos por tres, como un ruido de fondo continuo que hubiera sustituido al del tráfico. La regularidad de los disparos era casi tranquilizante en comparación con las explosiones de las bombas en pleno centro durante las noches pasadas, noches pasadas sin dormir. La guerra se acercaba, nadie quería quedarse a verla llegar.

placeholder El teatro de Mariupol fue bombardeado y se convirtió en uno de los símbolos de la guerra (EFE)
El teatro de Mariupol fue bombardeado y se convirtió en uno de los símbolos de la guerra (EFE)

El ingeniero greco-ucraniano y su familia encontraron un sitio en el convoy.

—¿Hay algo para mí? —le pregunté al único con el que podía comunicarme en inglés—, ¿nada?

En el descampado de asfalto se cerraron las portezuelas, se pusieron en marcha los motores. Era extranjero y estaba solo, profundamente solo. Del ajetreo de los padres de familia deduje que los amigos decidían quién iba a ir delante y quién debería cerrar la marcha, cómo comportarse en caso de encontrarse con problemas, quién tenía gasolina de sobras y quién temblaba ante la posibilidad de quedarse seco.

Yo, figura erguida, con maletín de ruedas y bolsas de supermercado en las manos, debía de ser más bien patético. Solo algunos niños se atrevían a buscarme con la mirada a través de las ventanillas empañadas.

No sé si se abrió el cielo y un rayo de sol deshizo la niebla y me rozó la frente, pero eso fue lo que sentí.

Se me acercó un utilitario Nissan color burdeos. Bajó una señora de unos cincuenta años, pelo rojizo y bien peinado con rizos como en los años sesenta, como los de mi madre cuando se quitaba los rulos. La señora lucía gafas de sol ojos de gato y una chaqueta acolchada y cuello de pieles del mismo color que el pelo. Llevaba pintados levemente los labios, lo que le encendía la cara. Era una imagen completamente fuera de contexto. Una capa de nubes cubría el cielo, la guerra volvía plúmbeo hasta el humor de los perros, pero ella irradiaba luz.

El hombre que hablaba en inglés conmigo se le acercó. La columna interrumpió los preparativos, muchos motores se apagaron para ahorrar combustible. Se conocían, porque se saludaron efusivamente. El hombre gesticuló y señaló varios vehículos. Luego, se acercó al todoterreno del cónsul griego para conseguir un salvoconducto sellado para la amiga de los rizos. Mientras tanto, me había acercado a ella tras dejar aparcada mi impedimenta de prófugo para parecer más digno. Miré dentro del Nissan: vacío.

Con muchos gestos y poco inglés le pedí a aquel ángel rojo que me llevara con ella, que dudaba perpleja sin entenderme. El hombre volvió con el salvoconducto y le aclaró cuáles eran mis intenciones. La señora dejó ir una sonrisa enorme.

—He encontrado este coche en el último momento, pero tiene el cambio automático. No me manejo muy bien, ¿cómo se las apaña usted, señor periodista?

Me mostré dispuesto con entusiasmo, como si el cambio automático y yo fuéramos amigos de la infancia. La señora de rojo sacó un pañuelo de no sé dónde y desempolvó elocuente el asiento del conductor.

—Se lo ruego.

Y así me salvé de Mariupol. He decidido escribir este libro gracias a este evidente episodio de magia.

Lo escrito en las páginas que siguen es real: los acontecimientos, las personas y las relaciones entre ellas, el ambiente, los tiempos. Todo real, o no. Fui testigo directo de algunos eventos, cronista de otros tras recoger centenares de historias, impresiones, fragmentos de quien soportó y salió luego vivo tras ochenta y dos infinitos días de asedio de estilo medieval.

placeholder Tropas pro-rusas inspeccionan las calles de Mariupol en abril de 2022 (REUTERS Alexander Ermochenko)
Tropas pro-rusas inspeccionan las calles de Mariupol en abril de 2022 (REUTERS Alexander Ermochenko)

La estructura de la novela, que es diferente a la del reportaje, me ha permitido mezclar rostros y vidas, sumarlas y restarlas, darles una consistencia diferente. Al menos me ha permitido intentarlo. Cada uno de los personajes contiene las historias de diez personas más, quizá el recuerdo de un fantasma visto en las noches de bombardeo.

Antes de pediros que leáis estas páginas, os digo que les he quitado los detalles más crudos porque me doy cuenta de que creer en lo real es más difícil que creer en lo que creamos con la fantasía. Lo real nos destroza y aleja; lo que creamos, al ser hijo de la experiencia, llegamos de alguna manera a poder reconocerlo.

Existe, en cambio, algo (lo he llamado magia) que los hombres y las mujeres saben concebir en los momentos más dramáticos. Es una intuición o un modo de actuar que ha librado a la humanidad, a menudo, de sus propios monstruos; y que me salvó a mí y a muchos como yo del asedio de Mariupol.

La encontraréis (espero) en el relato al lado del indescriptible y asombroso dolor que se vivió en aquel sitio y de la chispa de humanidad que vi iluminar y resistir incluso en medio de la atrocidad.

Soy periodista y, unos días antes que Rusia invadiese Ucrania, el director me envió a Kiev para reemplazar a un colega. "Así, estaremos preparados en el caso de que pase algo", dijo.

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