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El lenguaje de los santos: la Navidad que vive un aficionado del Real Madrid
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Ángel del Riego

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El lenguaje de los santos: la Navidad que vive un aficionado del Real Madrid

Los blancos llegan a esta época del año consolidado en todas las competiciones, y más que vivos. El fichaje de Jude Bellingham ha sido totalmente acertado por parte de Florentino

Foto: Butragueño y Hugo Sánchez coincidieron en el Madrid. (EFE/Isaac Esquivel)
Butragueño y Hugo Sánchez coincidieron en el Madrid. (EFE/Isaac Esquivel)

"...Gordillo es un señor como de la calle que anda con las medias bajadas; corre mucho y nunca lo pillan. Provoca enfado en los defensas, que son hombres grandes que siempre dicen que no; como la guardia civil, y los defensas intentan pegarle, y se escurre entre ellos y aunque pueda chutar a Gordillo lo que le gusta son las esquinas...".

—Como a las putas —exclamó un niño con la cabeza grande que llevaba el bolígrafo detrás de la oreja.

Hubo grandes risas en la clase y la profesora se irguió en la silla mirándoles gravemente.

"... Antes de la guerra, en el centro del campo, jugaba un señor alemán que dice mi padre que era el único que trabajaba. Se llamaba Stilike y tenía un bigote tan grande, que cuando llegaba a casa, su mujer le obligaba a dejarlo en la puerta, y lo colgaba de una percha".

Los alumnos se reían cada vez más y la profesora se revolvió exasperada.

placeholder Gordillo, en su época en la Selección. (Getty)
Gordillo, en su época en la Selección. (Getty)

El derecho a hablar

—Yo creo que es suficiente. Levántate, René.

René sopesó la posibilidad de no levantarse y miró por el rabillo del ojo a toda la clase que estaba muy quieta, sin respirar. Sabía del cuchicheo de las últimas filas, y sabía de lo que iban a hablar; sintió vergüenza. Siempre le pasaba cuando la cháchara se posaba en él. Creía que no tenían derecho a la habladuría, y se veía como el cadáver de un animal arrastrado por la corriente y devorado por los peces del fondo. Se levantó. Se levantó con la barbilla hacia arriba y los brazos por detrás de la espalda como si fuera a recibir una tarjeta. Hubo rechifla entre los alumnos. René se puso de puntillas empujado por la admiración de los demás.

—Tenías que hablar en la redacción de lo que era más importante en tu vida. Y del momento en que te diste cuenta de ello. Yo creo que ya tienes una edad para saber distinguir entre la realidad y la ficción. Y eso que a ti tanto te gusta es: la ficción.

—Pero, señorita protestó René—, para mí ser de un equipo...

—No, no sigas, René. Y siéntate. Todos tus compañeros han escrito sobre su familia, sobre sus madres, sobre sus mejores amigos, sobre cosas tangibles; incluso Yoli, y sabemos que le importa el fútbol tanto como a ti...

—Ya, pero ella es del Barça —murmuró René para sí.

Foto: Xavi no vive buenos momentos en el Barcelona. (EFE/EPA/Olivier Matthys) Opinión

La forma de pensar

—... ha escrito un cuento precioso sobre lo que significa ayudar a los demás. Y tú, con lo que está sucediendo en tu casa. —La voz de la señorita se volvió agria—, me escribes una descripción bastante boba de un equipo, en el que encima solo juegan ricos y famosos. ¿Acaso crees que tú les importas a esa gente?

René se sentó sin escuchar en absoluto el discurso de la maestra. Se enfrascó en su cuaderno, de donde brotaban alineaciones del Madrid que llenaban hasta la última esquina de la hoja. La voz de la maestra se confundía con el ruido que entraba por la ventana mientras René dibujaba absorto un esquema inapelable para su equipo. La señorita se quedó callada, mirando a René con tristeza, como si el chico se le escapara a algún lugar donde nadie pudiera seguirle. El ruido exterior inundaba la clase cada vez con más fuerza y libraba a los alumnos de la incomodidad del silencio. Sonó el timbre y el orden se desmoronó al instante. René se levantó sonámbulo, y se alejó a la vez de los demás y de la señorita que le hablaba en un tono suave, amable, conciliador, que le provocaba una náusea profunda.

Cruzó el patio caminado exactamente por el medio, intentado no caer del lado de los patos, ni acercarse al sitio de las niñas, que estaban dándole al juego de la goma, tan inextricable y sinuoso como su forma de pensar. Uno de los chicos, un repetidor que llevaba un chándal del Barça, tenía aprisionado a otro contra la pared.

¡Cuzco, Cuzco!, ¡si lloras te van a matar! —gritaban los niños y su entusiasmo y su miedo se podía sentir desde la otra parte del colegio.

Cuzco ya era tan alto como un hombre, pero mucho más delgado que cualquier persona conocida. Hablaba en círculos y era capaz de estar días repitiendo las mismas cosas. Cuzco nunca se defendía aunque quien le pegara fuera la niña pasmada de las coletas. Daba vueltas por el colegio como un juguete averiado y andaba por los pasos que los demás evitaban. René a veces lo seguía, pero nunca descubrió nada especial en los sitios de Cuzco, y si estaba mucho tiempo con él, acababa tocándolo todo dos veces como si así pudiera parar la desintegración del universo.

—Dime una de tus frases, anormal.

René lo vio de lejos y le hubiera gustado salvarlo, pero conocía el peaje que tendría que pagar. Siguió su camino hacia la puerta que marcaba el fin del colegio y el principio de la calle, pero los patos ya le habían echado el ojo encima.

Foto: Florentino, en una asamblea de socios compromisarios del Real Madrid. (EFE/Fernando Alvarado)

—¡Eh, mandril!

René no hizo caso y miró al cielo, ya un poco apagado, como si allí hubiera una respuesta. Un chico bajo y compacto con los brazos muy largos y una camisa arremangada manchada de sudor se colocó exactamente detrás de René siguiéndole sin hablar. René se paró y el chico tropezó teatralmente contra él.

¿Dónde vas, amigo mío? —dijo el chico compacto mientras daba vueltas a su alrededor.

A casa —contestó René sin mucha convicción.

—Esto también es tu casa —dijo el chico mientras le abría una puerta invisible—. ¡Vamos, Mandril! —vocearon desde la esquina donde se encontraba la banda.

René se dio la vuelta pesaroso y anduvo muy lentamente hasta los patos. El chico le siguió como si creyera que el prisionero se iba a escapar. En la esquina del patio, Cuzco se inclinaba hacia la pared, como si recitara versículos del Corán. El chaval que llevaba el chándal del Barça estaba sentado y jugueteaba con una espiga que tenía en la boca. Tenía el pelo cortado a machetazos, la barba cerrada y una expresión ausente en la cara. Le llamaban Molotov, aunque ni él sabía el porqué. Una parte importante de su tiempo consistía en colocarse frente al espejo de su habitación y ensayar la postura perfecta contra el mundo. Pasaba de todo y era peligroso, aunque los gitanos no acababan de verlo claro.

Foto: Luis García Plaza, dando indicaciones. (EFE/Adrián Ruiz Hierro)

Los niños idénticos

¿Quién va a ganar hoy, René? La vida de tu amigo el autista subnormal depende de lo que contestes.

Dos niños idénticos que vestían un babi azul se murieron de la risa.

—Te querías ir, René —dijo uno dando saltos.

Los del mandril siempre huis —continuó el otro con voz grave—. Mi padre me lo dijo, y que compráis a los árbitros y no tenéis negros porque sois racistas.

—¿Y qué tiene de malo ser racista? —preguntó René al niño de voz grave.

¿Qué es lo contrario a ser racista? —soltó un niño.

¡Ir a misa! —respondió el otro.

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El dolor en la pelea

¿A ti te gustaría que tu hermana se casara con un negro? —preguntó René a uno de los niños. El niño puso cara de asco, como si se hubiera comido un pomelo en descomposición.

Había otro chaval, mucho más gordo que los demás, y peinado con el flequillo hacia delante. Era el más grande, pero poseía una cualidad amorfa: siempre estaba a punto de desmoronarse. Tenía un balón en los pies y daba continuos toques sin que se le cayera. Miró a René e hizo con la mano el signo internacional del dinero.

—¡Esto! —exclamó—. Con esto compráis a los árbitros. ¿O qué creéis, que la policía es tonta?

René no era bueno en la pelea. Entró en el semicírculo que habían formado los chicos, y les dijo:

—Si tenemos dinero, es porque ganamos y porque ganamos es porque somos ricos. ¿O tú prefieres ser pobre?

Molotov, que había estado todo el tiempo con su pose ensayada de indiferencia, pegó un respingo y cogió a Cuzco de una oreja.

¡Tiene un rehén! —exclamó un niño.

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El brillo de la detonación

—Puta Madrid, el equipo del gobierno, la vergüenza del país. Vamos, dilo.

Lo diré yo —susurró René.

Molotov dijo que no con la cabeza y tiró muy fuerte de la oreja a Cuzco, que dejó escapar un aullido muy largo y fúnebre.

—Tenéis mucho dinero, ¿eh? Mi padre trabaja como un cabrón y no es nadie, ni nada; y yo soy del Barça porque odio al rey, a los bancos, y a la puta madre del que manda. ¿Lo oyes?

Cuzco tenía medio cuerpo inclinado por el dolor, entrelazaba las manos de una manera extraña, dobladas hacia adentro. Y así, vuelto del revés, comenzó a hablar, con una voz suave, pero penetrante.

—El Madrid gana por todos nosotros. Cuanto menos creemos tener, mayor será el brillo de la detonación.

El chico del chándal lo soltó inmediatamente y todos los demás abrieron el círculo.

En el principio creó Dios al anormal y le hizo hablar —silabeó el gordo sin parar de dar toques al balón.

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El rumor de otras voces

René fue por Cuzco, que seguía con la cabeza inclinada hacia la pared, inmóvil como una piedra. Lo tomó de la mano y lo condujo lejos de allí. Molotov se recostó contra el muro, cosa que hacía cuando no tenía nada mejor en qué entretenerse o estaba aturdido o miraba a las chicas, pero intentaba descifrar desde su expresión lo que acababa de pasar. Hubo un rumor de voces femeninas que venció el tono de la escena y los patos se volvieron al unísono. Las chicas mayores habían salido del gimnasio y se cambiaban de ropa de una forma ostensible y provocadora. Cuzco y René eran historia.

A veces, René tenía que coger de la mano a Cuzco para sacarlo de situaciones extrañas, en las que se iba embalsamando como una momia en un sarcófago. Aunque le daba vergüenza, no podría hacer otra cosa, porque cuando le daban órdenes, Cuzco se quedaba tan quieto que parecía que le habían alcanzado con el rayo paralizante. Lo ideal era cogerle la mano y hablarle del Madrid. Eso le tranquilizaba, lo volvía dócil y después de un rato soltaba la frase increíble. La frase, con una piedra atada que se sumergía en el lago y llegaba tan al fondo que se confundía con el barro original.

Cuando eran más niños salían con Polilla, un rapaz de seis años que se atrevía a cualquier cosa imaginable. No tenía padres y vivía en el último piso de una casa muy antigua que era propiedad de la iglesia. Allí estaba también el cura y la madre del cura y una recua de chavalines huérfanos que parecían tener el demonio dentro. Se dedicaban a escupir a la gente y a tirarle cosas a las viejas: fruta podrida, trozos de madera, o legumbres pasadas de fecha. Las viejas apañaban todo eso en una bolsa y se lo llevaban a casa, se supone que para hacer una especie de sopa cósmica con la que alimentar al mundo. Polilla pegaba a chicos mucho más grandes que él pero no a Cuzco, que era su sombra y al que defendía a muerte. Polilla era un niño que tenía a un hombre dentro de él, y andaba de la mano con una mujer joven, de campo, algo retrasada, que lo llenaba de besos y se dejaba tocar los pechos. Polilla era el rey, y un día un camión lo partió por la mitad. Cuando se lo dijeron a Cuzco, solo preguntó cómo eran las dos mitades y en caso de ser simétricas, si se podían juntar. Nadie supo qué responderle y se puso tan pesado que tuvieron que darle un bofetón. Luego se quedó callado durante más de un mes, y después empezó a decir esas frases misteriosas.

Ante ellos había una calle recta con los arcenes llenos de tractores. René se desentendió de Cuzco y anduvo en dirección contraria a la calle, siguiendo la sombra del colegio.

¿Quién va a ganar, el Madrid o el Milán? —le preguntó a Cuzco sin volverse.

René contuvo una carcajada porque sabía lo que iba a venir. Sabía que Cuzco se iba a quedar dando pasos hacia adelante y hacia atrás, como si tuviera órdenes contradictorias, mientras murmuraba por lo bajo. El camino que seguían siempre era el mismo. Directo hasta la casa de René, luego Cuzco seguía hasta el final de la calle y se quedaba horas esperando a su padre, que era taxista y lo llevaba a su casa, en las afueras del pueblo. Un día se quedó atascado en un paso de cebra, y tuvo que venir la policía a llevárselo porque gritaba horriblemente si alguien lo intentaba tocar. Esta vez se dio la vuelta con dificultad, como pensándolo mucho y tocando la pared, pudo llegar hasta donde estaba René.

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Va a ganar el que tenga al negro.

—Eso lo dices porque te jode que no vayamos por donde siempre. Los negros solo saltan y chocan, pero no saben jugar. Y lo dicen en la radio.

—Necesitas bueyes para roturar el campo, y agua para llenar los surcos. Y uno que mande. El Madrid solo tiene ingenieros.

Esto lo dijo Cuzco irguiendo su figura, más alta que la de un adulto, y mirando fijamente por detrás de René, quien temió que apareciera un central del Milán a su espalda. La calle era estrecha y oscura; el alto muro del colegio cerraba uno de los lados. René comenzó a dar vueltas alrededor de Cuzco. De repente se paró, bajó los brazos y se le nubló la mirada de tanta concentración.

—¿Quién soy?

Eres yo, un día soleado por la tarde.

René arrancó e hizo varias fintas a enemigos invisibles.

—El buitre solo sirve para el país de los niños. Los italianos le van a cortar las alas.

Todo esto, dicho en un murmullo, como si la sentencia fuera hecha por la calle misma. René estuvo tentado de hacerle una entrada con los pies por delante, de las que a veces veía a Buyo, pero se contuvo. Nunca había probado la fragilidad de Cuzco, y le daba, que si chocaba contra el suelo se haría añicos.

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La Quinta del Buitre en acción

Butragueño es más listo de lo que tú te crees. Se queda parado para que nadie lo note. Mira, como tú —soltó René con saña.

Cuzco siguió andando, con su figura algo descompuesta hasta que llegó a una bifurcación. Había unas escaleras que iban a dar a un bar mal iluminado del que salía un rumor sordo. René bajó uno a uno los escalones, como si se estuviera persignando. Luego dio dos zancadas amplias con la cabeza levantada.

¡Schuster! —exclamaron a la vez Cuzco y René echándose a reír.

Por un momento, Cuzco olvidó la maraña que surgía de su cabeza y se conectó a las cosas.

—Yo llego al pasillo de casa, avanzo hasta el final y centro a la cabeza de mi padre. Luego, me toco los huevos y se lo dedico a presidencia.

¡Míchel! —gritó René regocijado.

Una mujer de campo, con las medias bajadas, avanzaba a trompicones por la calle con dos bolsas cargadas de naranjas. Oyó las voces y se detuvo dejando las bolsas sobre la acera. Miró largo rato a Cuzco y René.

—El soso Gallego —dijo un hombre que estaba fumando a la orilla del bar y había oído la conversación de los chicos—. Siempre me pregunto si es macho o hembra cuando lo veo en el campo; con Martín Vázquez lo tengo claro. Ese lleva ropa interior femenina —continuó el hombre al tiempo que guiñaba un ojo a los chavales, maravillados de que un adulto les siguiera el juego.

Foto: Míchel en un partido en La Rosaleda. (EFE)

El hombre vestía un jersey de pico arremangado, unos pantalones de pana atados con una cuerda y una expresión inquisitiva en la cara. Se acercó a Cuzco y lo cogió del brazo.

—Y, dime, tú que lo sabes todo. ¿Quién es ese negro que vale por tres?

Cuzco se arremolinó contra sí mismo, como siempre que alguien le tocaba, y contestó a la pregunta mirando al lado contrario.

Gullit. Es holandés. Nadie puede con él. Salta al campo, y todo tiembla.

—La madre que te parió, chaval. Me tienes que dejar el libro que tú lees para enseñarles algo a los bestias que están en el bar. Que les quitas del surco y no saben ni vocalizar. —Su mano se cerró en torno al brazo de Cuzco—. Venga, adentro, que el Madrid se está jugando la vida y necesita el apoyo de la afición.

A René le fastidiaba hacer lo que dijera el hombre, que les trataba como si fueran los niños que ya no eran. Todavía no sabía cómo hacer frente a esa fuerza irresistible que parecen tener algunas personas. Las que mandan. Y los demás: los que obedecen. Si algo tenía claro en la vida, es que no quería pertenecer a ninguna de esas categorías. Y volvió a pensar en El buitre. Tan solo. Tan ajeno. Evitando el roce hasta en la celebración. Esa era la pureza que buscaba, aunque en su mente ni siquiera se dibujaba la palabra.

Foto: Monchi en la celebración del triunfo en el derbi sevillano. (EFE/Raúl Caro)

El ataque del Madrid

El bar estaba lleno de agricultores que parecían miembros de una manada democrática y pasiva. Rumiantes con aversión al agua, pensó René, que nunca había entrado en un bar sin su padre y sus hermanas. Todos miraban expectantes a la pantalla, excepto una cuadrilla que se encontraba al fondo y jugaba a las cartas en silencio con total concentración. El primer problema fue dónde colocarse, porque parecía que todos los sitios estaban ocupados, y si se quedaban de pie las filas de atrás no verían la televisión. Cuzco era muy consciente de esto y fue tropezando con todos los paisanos del salón hasta encontrar su sitio, una esquina inverosímil, desde donde apenas se veía la tele, pero alejado del peligro del roce con el prójimo. René se atornilló al lado de Ramiro, que así se llamaba el hombre. Inmediatamente sintió una mano pesada en el hombro. Era un señor mayor, vestido con un traje raído y un reloj de oro, al que René impedía ver la pantalla.

—¿Y tú qué tocas al chaval? —dijo Ramiro con acritud—. ¿Te gustan jóvenes, eh, marquesito?

—Vete a la mierda, anda. Con ese delante, no me queda más que mirarte a ti, y casi prefiero ver a los mataos estos. Y, además —dijo observando a René—, ¿tú no tenías que estar en casa, con tus hermanas y tu padre?

Con la última frase, Cuzco hizo un gesto nervioso, se restregó la cara con violencia para espantar una idea que le había venido a la cabeza. René se movió imperceptiblemente hacia la derecha como para no levantar sospechas.

Coño, que está atacando el Madrid, quítate de ahí —gritó con dureza uno de los hombres que jugaba a las cartas.

Ramiro agarró a René como si fuera un niño pequeño y lo colocó delante de él.

—Problema resuelto. —Se dio la vuelta lentamente y escudriñó al hombre que jugaba a las cartas—. ¿Y a ti qué más te da lo que haga el Madrid, qué crees que es, un servicio público? Tú, dedícate a perder el dinero que gana tu mujer, que eso sí se te da bien.

No empecemos... —susurró el camarero mientras pasaba el paño por una barra impoluta.

En la pantalla de la televisión, Míchel hizo una internada por banda derecha, y Hugo Sánchez mandó el remate a las manos del portero italiano. El balón volvió a los pies de los jugadores madridistas, que tenían un dominio aparente, pero sin ocasiones reales. Gallego y Schuster se la pasaron repetidas veces sin llegar a nada claro.

—Mira, el soso, a ese le acabo de ver con dos bolsas cargadas de naranjas —suelta Ramiro con sorna, sin dirigirse a nadie particular—. Supongo que las llevaría a la cocina para hacer un bodegón, porque un zumo exprimido es mucha literatura para lo que se lleva en esa casa.

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El hombre que jugaba a las cartas, una gran mata de pelo blanco y las gafas colgándole de una cadenilla, se dio por aludido y caminó algo torcido hasta Ramiro, que no se volvió.

—¿Y esta mierda de equipo es el que dices tú que va a salvar al mundo? ¿Eh, primo? Cuando Franco nos quitaban de asfaltar las calles por pagar los fichajes del Madrid, que algunos tenemos memoria.

—Que sí, hombre, Palmero, tú échale la culpa a Franco de que no se te levante por las noches.

La frase de Ramiro provocó una carcajada general. Palmero lanzó una mirada a Cuzco, que se reía en silencio montado en una carcajada enorme.

—Hombre, el averiado. ¿Y tú, salao, tienes algo que decir o solo sabes darte cabezazos contra la pared?

Cuzco agachó la cabeza.

—El antimadridismo es una forma de sobrellevar las frustraciones de la vida —soltó mirando al suelo.

Palmero se acercó mucho a Cuzco y le habló al oído.

—Ah, sí, ¿te parezco que yo estoy frustrado? Yo no creo en esos angelitos blancos vuestros; creo en lo de todos los días, en deslomarse para sacar adelante lo que tengo en casa. ¡Creo en la materia!

—Ja, ja. Venga hombre, no nos cuentes chistes. Tengo un primo marxista que hará la revolución jugando a las cartas. Oye, eso es inaudito, ¿eh? —dijo Ramiro llevándose las manos a la cabeza.

Foto: Esquerra Republicana relaciona al Real Madrid con el franquismo

El estilo del Milan

—La materia toma la forma, a veces, de individuo orondo. De Bernabéu, que fue quien construyó el palacio —dejó caer Cuzco con un susurro escupido hacia el suelo.

De repente, un movimiento sísmico descuadró al bar de arriba abajo. Un jugador del Milán, había cogido un balón en zona de nadie y, después de dos regates, crucificó a Buyo en un disparo por el centro geográfico de la portería.

¡Tooooma! —gritó Palmero haciendo un corte de mangas a la totalidad del bar.

El camarero le apuntó con el dedo:

—Oye, que tú aquí estás de prestado. En casa ajena se guardan las formas.

Palmero ya se ha ido a su rincón, donde cogió un mazo de cartas con una sonrisa y rezongó:

—Venga, la democracia, eso es lo que me gusta. La calle es mía. Digo vuestra. Claro que sí. Y los demás, a callar. Chitón, niño, que viene Camacho y te mete un hachazo por la espalda.

En el bar, se hizo el silencio, solo se escuchaba la voz de Palmero, cada vez más envalentonado.

—Pero, si no dais dos pases, joder, si a mí me gustaría ser del Madrid, pero mira que me lo ponéis difícil. Y el Michel ese que juega para que le aplaudan las chicas. Y el buitre —soltó con retintín— que parece que se va a echar en brazos de su mamá. La estrellita madridista. ¿Pero qué coño hace ese en el campo?

—Ejercicios espirituales, subnormal, que mira que eres subnormal.

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—Pero ¿qué habéis hecho vosotros por los demás? ¿Habéis inventado el fútbol, o qué?

Ramiro lanzó una mirada implorante a Cuzco, quien tomó la palabra.

—El fútbol surgió de las ruinas de aquel Madrid.

Esa frase quedó flotando en el ambiente, sin que nadie la entendiera, sin que nadie la echara abajo. En la pantalla, un jugador de color, lleno de rastas, se abatió sobre la portería del Madrid y marcó de cabeza el segundo. Palmero iba a hablar, pero una mirada torcida del camarero lo hizo callar a tiempo. René tenía las mejillas enrojecidas, y sentía como si su interior fuera el escenario de una batalla. Si pudiera decir algo en voz alta quizás podría disipar la tensión. Pero estaban los hombres, que lo cohibían, y una vergüenza muy antigua, que no sabía cuándo había nacido, y que le hacía quedarse callado y exánime cuando se encontraba en un sitio público.

Hacerse el muerto, pensó, como Butragueño en el área.

—El único que vale de los vuestros es el mejicano, y porque estuvo en el Atleti.

Palmero había cogido resuello y volvía con munición.

—Mucho te gustan a ti las sudamericanas. Prepara 1.000 duros, anda, que luego te vas a dar un homenaje en el templo ese que hay en la Madrid-Coruña.

Ramiro había pedido un whisky y ya no parecía estar interesado en el partido. Un par de paisanos se habían ido del bar, haciendo mucho ruido con las sillas y los demás no les miraron bien. Schuster tenía el balón en los pies y seguía con él con un trotecillo irritante. Dio un pase medido de 50 metros a tierra de nadie. La gente estalló en insultos contra el Alemán. Hubo un conato de revuelta. Fin de la primera parte. Ramiro se puso en pie, con el whisky en una mano y el cigarrillo en la otra, y salió ceremoniosamente del bar imitando el trote cansino del Alemán. René le siguió instintivamente, Cuzco dio dos pasos tambaleantes y se unió a la comitiva.

Foto: El saludo entre Quique y el 'Cholo' en 2017. (EFE/Alejandro García)

Los argumentos irrebatibles

Fuera ya era noche cerrada. Ramiro le dio largas caladas al cigarrillo, reflexionando sobre los porqués del partido. Los chavales estaban a su lado sin atreverse a hablar. Palmero abandonó el bar, caminando a saltos, y se chocó contra él.

—Hostia, ¿todavía sigues aquí? ¿No te has ido a que te entierren en una zanja con todas las copas dentro? Un funeral a la madridista, como los faraones. —Ramiro ni siquiera lo miró. Parecía que se había quedado sin energía—. ¿Y estos corderines? —insistió Palmero dirigiéndose a Cuzco y a René—. ¿Los vas a adoptar? Oye, que tengo una cabra que da un calostro de primera. Los puede amamantar ella.

Ramiro observó el rostro congestionado de los chavales y soltó una carcajada.

—Yo, crías nunca he querido, que lo ponen todo perdido. Si me sale una como el buitre, que se menea lo justo y nos hace a todos millonarios, me lo pensaría.

Palmero y él estallaron en una carcajada y simularon pelearse a puñetazos. René no podía creer que los dos hombres, tan enfrentados en el bar, fueran en realidad amigos. ¡Palmero era un antimadridista! La escala más baja de la creación. Utilizaban unos argumentos dañinos imposibles de rebatir, excepto por Cuzco, capaz de explicar lo inexplicable. A veces, cuando discutía con ellos se figuraba que era una especie de santo varón con una misión en el mundo. Otras se callaba, se sentía rebajado enzarzándose con esa gente, siempre artera en sus mañas y con una mentira en la boca que goteaba un líquido pringoso. Contemplaba a Ramiro y no lo entendía.

—Oye, René, ¿y tú no tienes que estar en tu casa? Allí tienes asunto de más enjundia.

Ramiro lo cogió de los hombros y le habló como si fuera su padre. René hizo lo posible por no escuchar, estaba todavía interpretando la escena anterior.

Sales de un funeral para meterte en otro —dijo Palmero y al momento se arrepintió al sentir la mirada asesina de Ramiro.

Cuzco empezó a hacer gestos extraños, como siempre que estaba a punto de parir una frase.

Mi padre y el taxi están al borde del camino. Si no llego, no me esperan y andaré toda la noche hasta llegar a la casita del lago.

—Vamos, joder, que la película que se va a echar aquí no os gustará. Conozco yo las segundas partes del Madrid. Estos ya están de viaje de vuelta —soltó Ramiro, y pegó dos palmadas, empujó a los chavales hacia la oscuridad, y entró con Palmero al bar.

Foto: Capello posa antes de unos premios. (Reuters/Johanna Geron)

Cuzco ya estaba lejos cuando René lo alcanzó. Caminaron un rato en silencio con el mismo paso enrevesado. René tenía cuidado con el terreno que pisaba, porque un tropiezo podía dejarlo enterrado dentro de sí. O eso pensaba. Estaba cansado por él y por todos los jugadores que penaban sobre el campo. ¿Cómo haría la gente para levantarse por las mañanas, para construir imperios, para dar de comer a los niños? No tenía respuesta. No estaba triste, porque estaba furioso; y no estaba furioso, porque estaba confuso. Y previa a la confusión, estaba la pena, muy dentro, ahí, desde antes del partido, y eso era lo que le latía en las sienes. Quemaría con gusto una aldea llena de gente y pasaría a cuchillo a su población. Desaparecería en el bosque para no hablar con nadie nunca más, para no sentir la vergüenza de ver perder al Madrid y, allí, estaría Gordillo, abrevando en una charca, escuálido y nervioso. Otro que también decidió huir. Estaba repasando el partido en su mente, pero siempre volvía la imagen de Ramiro riéndose con el maricón antimadridista.

Igual eso era el futuro.

Algo tan negro como esa conversación.

—Oye, Cuzco, ¿crees que volveremos a ganar la Copa de Europa?

—El Madrid no puede perder siempre. Se vuelve inservible. Es como yo, se desbarranca en la búsqueda de lo absoluto.

Eso lo dijo y no lo dijo Cuzco, porque la frase se oyó, pero él apenas movió los labios.

A René le sonó pedante, y escudriñó a Cuzco de arriba abajo. Le pareció una vieja caminando por una región tenebrosa. Le hizo gracia su propia imaginación.

No puede perder siempre, pero ¿puede ganar siempre? Como antes, ¿no? Eso es lo que cuentan los mayores.

—Si el Real atrapara al pez brillante..., mejor quedarse con la utopía atorada en la puerta.

Esta vez, René ni siquiera intentó comprender la frase. Empezó a preguntarse si Cuzco le tomaba el pelo. A veces le daba vueltas a la idea, pero luego salía el chico con un lamento que le ponía los pelos de punta. Eso no se inventaba.

Llevaban un buen rato andando sin dirección determinada. La calle había perdido su forma urbana y los edificios daban paso a unas huertas perfectamente cuidadas. Apenas había iluminación y, desde ese punto, René pudo distinguir la luz del salón de su casa, que se apagó de repente. Le envolvió una oleada de oscuridad. Le iba a preguntar algo a Cuzco, pero había miedo en su voz y no quería que se notase.

Cuzco caminaba por la estrecha acera que les separaba del campo. Las grietas sobre el asfalto eran cada vez más profundas, y él se afanaba por no pisar ninguna, en un juego siniestro, que para los demás moría en la infancia. Se paró un segundo, e intuyendo los pensamientos de René, le dijo:

—El Madrid es el mar de fondo, trae los muertos a la playa.

René aguzó el oído, porque su amigo había hablado en un susurro, y puso muy mala cara. Había algo oxidado en la frase que no le gustaba. Un deseo de hacer daño; una forma de vengarse. Cuzco había vuelto a sus andares atrabiliarios, y René lo siguió escrutándolo con la mirada. Quizás tuvieran razón. Quizás fuera solo un anormal. Un juguete defectuoso.

Le hizo la zancadilla.

Foto: Núñez y Gaspart, presidente y vicepresidente de aquel momento. (El Confidencial)

Un deseo hacia el amigo

Cuzco se desmoronó muy lentamente hasta quedar en una postura tan extraña como todas las suyas. René le corrigió la postura de una patada para que pisara con las manos, definitivamente, las rayas del asfalto. Cuzco no aulló como esperaba René, se levantó con las manos muy separadas, como si hubiera tocado algo impuro, se dio la vuelta, y empezó a desandar el camino.

—¿Adónde vas tarado?

René sentía un deseo inmenso de golpear a su amigo, de vencerle por una vez, de romperlo por la mitad para que exhibiera el origen de su secreto. Se puso delante.

Contéstame o no te dejo pasar.

Ahí se dio cuenta de que Cuzco era el doble que él. Un hombre cercano a los 18 años, pero con el espíritu invencible de un niño moribundo.

Cuzco se había quedado parado, como si luchara contra un viento invisible. Habló:

—Tengo que llegar al principio y —se le quebró la voz— empezar otra vez.

René lo dejó pasar y pensó que eso mismo tenía que hacer el Madrid. Volver al principio porque había perdido el gesto primitivo. Siguió a Cuzco mientras desandaba el camino. Le hacía gracia entender sus obsesiones. Ya no sentía ningún odio, casi al contrario, le parecía cuidar de un niño muy pequeño.

¿La puedes ver? ¿Puedes verle la cara?

René se paró. ¿De quién hablaba? No le sonó bien.

—Una mujer que baja arrastrada por el río. No le mires la cara, por favor, porque se la han comido los peces.

René dio dos pasos hacia atrás, asustado. La luz de su casa seguía apagada. Cuzco no se volvió al hablar, siguió su camino con una determinación absoluta, alejándose definitivamente de su amigo. Las imágenes que René había contenido en su cabeza empezaron a fluir. Pegó un salto hacia las huertas y comenzó a correr hacia su hogar, como si la misma rapidez le espantara el ovillo de miedo que se le formaba dentro. Contempló cómo Cuzco, que seguía con su paso inexorable, se metía detrás de un muro coronado por botellas rotas hasta desaparecer para siempre.

Foto: Míchel sentía el Real Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)

René llegó al límite del campo. Delante de él se levantaba un edificio de dos plantas, con las persianas bajadas y un coche oscuro y largo, aparcado enfrente. El chico se quedó un tiempo mirándolo, esperando que se abriera una puerta para introducirse dentro. Se figuró subiendo las escaleras y entrando en un salón con un piano en el centro, atestado de gente que no paraba de murmurar. Todos se dirigían a él para abrazarlo y él los sorteaba como hacían algunos jugadores después de marcar un gol. Se acercó a la casa y la tocó con la mano, y se le llenó la cabeza de imágenes. El piano era una caja de madera e intentó asomarse para poder ver lo que había dentro. Los invitados lo empujaron hacia afuera y mientras seguían charlando de la derrota del Madrid, comieron del cuerpo de una mujer que estaba en su interior. René sintió una vergüenza terrible por lo que acababa de pensar, por el camino que tenía que recorrer hasta en salón, por los abrazos, por las palabras tan sentidas que le iban a dedicar y por cómo le miraría la gente. Se encaramó a la tapia que daba acceso a la parte de atrás de la casa y entró por ahí. Trepó hasta el techo de uralita y se quedó unos segundos espiando lo que ocurría en la cocina. Se veía la escena, como en un teatro y era a la vez irreversible y sencilla. Sus hermanas le ponían la mesa al padre, vestido con un traje negro que consumía la luz de la habitación. Danzaban de acá para allá, atareadas e inmunes, haciendo las tareas del hogar. Deseó entrar en la habitación y ponerse a cenar con los demás, olvidarse de la derrota y del piano del salón, y seguir con su vida cotidiana como si nada pasase. No tuvo fuerzas, y de un salto, se encaramó al balcón de arriba, y entró por la ventana a la habitación de su padre. Estaba oscura y cálida, y se movió con agilidad como si conociera todos los pasos secretos entre los muebles. Se echó en una gran cama de matrimonio y encendió la radio a un volumen muy bajo. Hablaba el soso gallego con una voz que venía de ninguna parte. René entrecerró los ojos sin fuerzas para experimentar sentimiento alguno. Gallego hablaba con desgana, como si estuviera largando el temario de una oposición. Al otro lado, un periodista le avasallaba con preguntas inquisitoriales. A René le daba la impresión que un perro le mordía los tobillos al soso, y deseó que entrara Chendo en antena y de un patadón destruyera el edificio entero de la radio. La idea le dio la risa y mientras se sumergía en el sueño, el Madrid le volvía a parecer el asunto más dulce del mundo.

Su madre descorrió las cortinas y entró la luz en la habitación. Se acercó a la cama y lo despertó con un largo beso en la frente. Lo ayudó a vestirse con el uniforme de la equipación del Madrid. Aunque después de contemplarlo bien, dijo que no, que el blanco no era nada sufrido y que iba a comprar el morado, y de manga larga, para el invierno. Después llegaron varias copas de Europa seguidas, y un tanto en el que se regateó a más de dos mil contrarios. Cuando se fue a la banda a que lo cubrieran de rosas, descubrió a Cuzco, de juez de línea, haciendo gestos extraños con la mano.

El muy hijo de puta le había anulado el gol.

"...Gordillo es un señor como de la calle que anda con las medias bajadas; corre mucho y nunca lo pillan. Provoca enfado en los defensas, que son hombres grandes que siempre dicen que no; como la guardia civil, y los defensas intentan pegarle, y se escurre entre ellos y aunque pueda chutar a Gordillo lo que le gusta son las esquinas...".

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