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Por qué el histórico enfado de Míchel con el Real Madrid descubrió el corazón del Bernabéu
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Ángel del Riego

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Por qué el histórico enfado de Míchel con el Real Madrid descubrió el corazón del Bernabéu

El Real Madrid es un club obsesionado con la victoria que construye su destino sobre el triunfo. Míchel saboreó la crueldad de un equipo que tritura jugadores en el Bernabéu

Foto: Míchel sentía el Real Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Míchel sentía el Real Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)

En el último capítulo de la serie Invencible, Omni-man golpea sin compasión a su hijo hasta dejarlo al borde la muerte. Se resiste a asestar el último golpe y huye de la tierra en un viaje sin fin. Comienzan a sonar en la lejanía las notas de piano de Avalanche, la canción con que Leonard Cohen se desposaba para siempre con su única amante verdadera: la depresión.

La interpreta Nick Cave, sobre el fondo de un superhéroe atravesando en solitario una región tan vasta y desolada como el corazón de un hombre roto. El héroe se deja llevar por la inercia del espacio. Envejece sentado sobre una montaña de lava de un planeta muerto. Está fuera del compás del universo; fuera de las leyes naturales que una vez sintió como suyas con una eficacia que nosotros llamaríamos crueldad.

Una crueldad que nos deja perplejos y que vence al propio Omni-man una vez que dentro de sí hace acto de presencia la piedad. Es su hijo, su única debilidad, su talón de Aquiles, y ahí recibe la flecha que le condena.

Omni-man pertenece a la raza de los viltrumitas. Guerreros hasta la extenuación que no conocen más catecismo que el enfrentamiento, la victoria o la muerte. No existen los débiles en su planeta. Una guerra civil acabó con ellos. Una vez pacificados, volvieron sus ojos hacia el Universo para conquistarlo hasta su último confín. Una dinastía de sangre. La expansión permanente. La victoria como destino sobre el mapa árido y silencioso del vacío interplanetario.

placeholder Jude Bellingham ha entendido al madridismo. (Reuters/Isabel Infantes)
Jude Bellingham ha entendido al madridismo. (Reuters/Isabel Infantes)

El Santiago Bernabéu, sin compasión

¿Les suena? Un estadio que no conoce la piedad, que se come a los suyos cuando el arco de sus carreras desciende. Una obsesión por la victoria tal que hace que un empate en una plaza difícil sea considerado una afrenta.

Por ejemplo, contra el Betis, en Sevilla. Esa afición, ese cariño y esas ganas de salir por la tele. Muchas lesiones entre los blancos. Un Madrid exhausto. El gol de Bellingham, haciendo una pared como quien se desliza por un palacio. Brahim juntando los trozos, Modric trasparentándose al más allá. Y Rodrygo.

placeholder Rodrigo está a un nivel estelar. (Reuters/Marcelo del Pozo)
Rodrigo está a un nivel estelar. (Reuters/Marcelo del Pozo)

Rodrygo con alas en los pies yéndose a la cueva de oro cada vez por un vericueto diferente. Rodrygo, que fue durante unas semanas un jorobado arrastrando un piano de cola. Eso acabó. Ahora atraviesa una nube de asteroides y sale impoluto, con el balón prendido de un alfiler y siempre a las puertas del gol.

Pero el gol no se dio y el partido acabó en empate. Ahora llegarán los meses difíciles del invierno y de la Copa, con el Bernabéu cada vez más áspero, más silencioso, más arbitrario. Una afición condenada a la victoria sin final no parece que pueda tener sentimientos a escala humana.

Tras la debacle de Milán

Pero ha habido momentos en el Bernabéu, en el madridismo, donde a las masas se le transparentó el corazón. Momento en los que casi parecía una afición de verdad, llena de pasiones infantiles —aunque la crueldad también sea una pasión infantil—, y de ojos enrojecidos por la emoción y la alegría. Donde, de repente, el estadio blanco, se convirtió en un país diferente. Un país en el que no se obedecía a esa feroz liturgia de la victoria.

Aquí se cuenta uno de esos momentos. En la temporada 1988/1989, la de la Liga ensombrecida por la catástrofe del Milan, el Madrid jugaba un partido contra el Espanyol en el Bernabéu. La afición andaba amargada, sin quitarse de la cabeza a esos jugadores imponentes que habían descuartizado al Madrid: a la crueldad exquisita de Van Basten, al poderío demoníaco de Gullit.

Foto: Casillas y Xavi firmaron una paz que no convenció al madridismo. (EFE/Facundo Arrizabalaga)

En el fondo, esos jugadores eran considerados más madridistas que los propios de la entidad. Al final, se buscaba la victoria y la victoria llevaba otros apellidos. Eran muchos años sin Europa y en la imaginación la brecha con el pasado era cada vez más grande.

El equipo blanco se podía proclamar campeón de Liga en caso de ganar el partido al Espanyol. Butragueño marcó nada más empezar.

El momento de Míchel

Cercano el final de la primera parte, Míchel da un pase desde atrás que cae en medio de la nada. Sufre una gran pitada del público. El canterano mira a la grada lentamente y se va del campo con la cabeza agachada. Todos se quedan estupefactos. En la segunda parte sale Adolfo Aldana en su lugar. Se gana la Liga y el equipo apenas lo celebra.

Hay un corazón encogido en el vestuario, que conecta con lo más profundo del Bernabéu. Ese corazón es el de Míchel, que dos días más tarde dice que se quiere ir del club.

Irse del Madrid. No puede ser. Al hincha le entra un frío sobrecogedor. Míchel era discutido, amado y odiado a partes iguales, pero su interior era tan blanco que parecía haber sido parido en la Ciudad Deportiva.

Irse del Madrid. Míchel confiesa a Valdano en la radio que no quiere que le pase como a Juanito, que recibió la mayor ovación de su carrera cuando visitó el Bernabéu con el Málaga.

Ese corazón de piedra. Esa selva silenciosa que rodea el claro donde los niños juegan al fútbol. Algo grandioso e invencible, como el mal o la verdad. Ahí estaba Míchel, en el centro. Y durante unos momentos vio las lámparas titilar como en el mal presagio de la casa encantada, y no lo soportó. Se quiso ir, olvidarse de todo y ser feliz. Pero no pudo. Algo superior a él, le ataba al Bernabéu.

Una lesión inventada

El club primero intentó tapar su actitud con una lesión inventada: una fascitis plantar. En la radio se hablaba del caso con conversaciones en voz baja. Incluso los que no eran madridistas sentían cierto desasosiego. Todo estaba bañado por una luz en penumbra, un poco triste, como si se hubiera humanizado a un Dios, y todos vieran en él a un hombre pequeño, tan pequeño como cualquiera.

Luego hubo sobremesas larguísimas, miedo en los pasillos y visitas a los despachos. Míchel era una figura en el medio de una institución. Mendoza apeló a su interior, a sus recuerdos, a una vida vestido de blanco, el vestuario hizo piña con él, y la estrella olvidó su rabieta.

Foto: El presidente del Real Madrid, Ramón Mendoza, en enero de 1986.

Míchel hizo una escena con el estadio que tanto temía, que tanto amaba y que conocía demasiado bien. Pero recapacitó, se quedó y tuvo un año magnético donde surtió de balones a Hugo Sánchez con una facilidad natural. Míchel para Hugo y era siempre gol.

Luego fueron largos años de perros, donde resistió tormentas iracundas de su afición, insultos en los campos rivales y menosprecio sobre su juego de periodistas, incluso del seleccionador nacional. Míchel no volvió a inmutarse. Se le recuerdan aquellos cortes de mangas con la Selección, dedicados a todos aquellos que no saben de fútbol, ni de arte, ni saben que el amor es el único hechizo que permanece.

Incluso en el Real Madrid, un club corroído por el placer de la victoria, hay debajo, un corazón que late.

En el último capítulo de la serie Invencible, Omni-man golpea sin compasión a su hijo hasta dejarlo al borde la muerte. Se resiste a asestar el último golpe y huye de la tierra en un viaje sin fin. Comienzan a sonar en la lejanía las notas de piano de Avalanche, la canción con que Leonard Cohen se desposaba para siempre con su única amante verdadera: la depresión.

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