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Jude Bellingham explica su verdad absoluta en el Real Madrid y mira a los ojos de Zidane
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Ángel del Riego

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Jude Bellingham explica su verdad absoluta en el Real Madrid y mira a los ojos de Zidane

El centrocampista inglés emula a Zinédine Zidane y pulveriza todos los récords. Su magia le ha hecho caer de pie en el Santiago Bernabéu y apuntar a hacer historia a lo grande

Foto: Brahim Díaz celebra un gol. (Reuters/Isabel Infantes)
Brahim Díaz celebra un gol. (Reuters/Isabel Infantes)

"Cuando me concentro en mi juego, no creo que nadie pueda pararme. Es un sentimiento muy fuerte y las connotaciones son muy fuertes también: cuando cojo la pelota, estás a mi merced. No hay nada que puedas hacer o decir. Mi defensor está bajo mi mando, puedo jugar con él como con una marioneta. Es algo que no hago en la calle, en la sociedad. Pero en los partidos… sí". Así hablaba Michael Jordan en 1989 sobre su experiencia en la cancha.

Y ese sentimiento no era simple arrogancia, era una sensación natural que se traslada al espectador que asiste con los ojos muy abiertos a la inauguración de un mundo. Un mundo por el cual Jordan se movía como un demiurgo, porque él era quien dictaba las normas y todo lo que ocurría obedecía a su voluntad.

Entre semana hubo un partido contra el Nápoles. No parecía nada especial y sabemos que los guionistas que mueven los hilos del deporte tienen subrayado con lápiz fluorescente esas noches que serán un valle entre los momentos cumbre. Tres días antes, el Madrid había recuperado su fútbol contra el Cádiz.

Rodrygo no iba a jugar y al final jugó, y saltó al campo sintiéndose muy puro, como un chaval sin rencores ni memoria. Hizo la primera parte que llevábamos esperando desde el principio de temporada. Ese es Rodrygo, nuestro secreto, no es un animal volcánico como Vinícius, es el genio de las corrientes de aire al que nada le roza, al que nada le hiere y que sabe acabar las jugadas disparando al sitio donde no está el perro.

placeholder Rodrygo volvió a mojar. (EFE/Sergio Pérez)
Rodrygo volvió a mojar. (EFE/Sergio Pérez)

Rodrygo da el paso adelante

Fueron 40 minutos y luego se apagó porque Rodrygo tiene la autonomía de un walkie-talkie, pero esos dos goles surfeando olas pequeñas en el área ya son parte del imaginario merengue. Entrando por la izquierda y deshaciendo rivales hacia afuera para alejarse de la portería y acercarse un poquito más a Dios. Rodrygo necesita de todo el arsenal de palabras gastadas: la magia, el secreto (esos túneles imposibles), la pureza.

Necesita de eso porque si le ponen la mano encima, se acaba su jugada. Y eso no siempre acude y como el escritor ante la página en blanco, si llega la ansiedad y todo se piensa demasiado, se le atrofia el mecanismo al artista, que de repente parece un nadador braceando agotado contra la corriente. Había comenzado el partido contra el Nápoles y el Madrid construía ocasiones con una facilidad obscena.

placeholder Joselu marcó y pidió perdón en Champions. (EFE/Kiko Huesca)
Joselu marcó y pidió perdón en Champions. (EFE/Kiko Huesca)

Las fracturas internas del equipo se han soldado. Los números, como siempre con Ancelotti, no significan nada. Decir 4-4-2 o 4-2-2-2 es como intentar contar las olas para saber el significado del mar. El italiano busca siempre el equilibrio dándole a la reina libertad de movimientos. Y eso dentro de una nación que se expande y se contrae, al ritmo de su respiración, de la respiración de Bellingham, la razón de ser de esta nueva civilización, yendo por el mismo cauce que antes fue de Benzema.

El Real Madrid fluye por todo el campo

El Nápoles marcó, porque todo lo que va vuelve, y el Madrid se encantaba en sus combinaciones de primeras. Pero, en la siguiente jugada, Brahim dejó de esconderse y llevó a Rodrygo hasta la antesala del gol. Toma, es tuyo. Y Rodrygo con esa facilidad recobrada en Cádiz, la clavó en la escuadra como si siempre fuera lo mismo. La capa del hielo del público se resquebrajó ligeramente, se comenzaba a otear algo importante, algo a lo que poner un nombre.

Dos futbolistas subían y bajaban escalones, untaban el balón como si fuera un poema o lo soltaban como si fuera un incendio. Eran Kroos y Bellingham, en absoluta sintonía, aunque en posiciones distantes sobre el césped. El Nápoles parecía un gigante atado en la playa mientras un montón de niños a su alrededor saltaban sobre su cuerpo y divisaban horizontes cada vez más lejanos.

placeholder Nico Paz celebra con Bellingham tras marcar el tercer gol. (EFE/K. Huesca)
Nico Paz celebra con Bellingham tras marcar el tercer gol. (EFE/K. Huesca)

Hay una jugada donde el Madrid mueve morosamente el balón durante dos minutos. No hay resquicios, parece. Se acelera el tiempo y se vuelve a parar. De repente, Bellingham corre hacia el área. Fácil, relajado y a Alaba no le queda otro remedio que darle un pase en diagonal, bonito y combado, casi pedagógico. El inglés llega en vuelo y en un escorzo sutil, de ángel renacentista, mete el balón al fondo de la red.

El Nápoles empató de rebote al inicio de la segunda parte, como si quisiera negar la belleza del juego blanco. Era un 2-2 y al Madrid le servía para ser líder de grupo, pero la noche era gélida en la Castellana y el Real lucha contra el vacío general de las cosas. Su única salvación es la victoria y el jugador que entiende eso, está siempre en busca de sus límites en el Bernabéu. Y el que no lo entiende, desaparece.

Joselu encontró la redención

Primero fue Carvajal, luego Fede y al final Kroos, sin fuerza, parado, haciendo de sus pases decisiones morales, quienes convirtieron un partido de trámite en un monumento lleno de cristales, aventuras y reflejos. Quizás fue arte efímero o quizás quiera decir algo que sabremos en abril. Lo perenne del partido, ya se ha dicho, fue Bellingham. Muy por encima de todos (y todos estaban ya en lo alto), el inglés navegaba entre rivales y madridistas con absoluta suficiencia.

Comenzaba las jugadas donde nada había; transitaba con el balón escondiéndolo entre sus pies como en un juego de espejos; se escoraba a banda para dar pases cortados a la mitad, perfectos en viscosidad y temperatura. Pases que tenían a Joselu al otro lado, que bajó a los siete infiernos de Dante. Falló a puerta vacía con la cabeza, falló con la ingle por no saber meter el pie, se equivocó de lugar y de destino, la tiró fuera, la tiró al muñeco y por fin, la embocó con el alma, su mejor cualidad.

placeholder Bellingham y Rodrygo se entienden a la perfección. (Reuters/I. Infantes)
Bellingham y Rodrygo se entienden a la perfección. (Reuters/I. Infantes)

Algo espiritual que antes se llamaba casta o coraje y que Joselu tiene por toneladas. Joselu es un personaje de Aquí no hay quien viva que, por error, se metió en Los Soprano, pero de momento sobrevive marcando un gol por partido. Aunque su gol sea el tañido de un tambor antediluviano, es una dosis de realismo muy necesario entre esos señores que andan por encima de las aguas.

Bellingham es lo que necesitaba el Madrid

Esas palabras de Jordan del principio sobrevolaron el partido de Bellingham. Y estaban en aquel Ronaldo del 96, y en tantos partidos de Messi y en Di Stéfano o en el Benzema de hace unos años. Al inglés hay que intentar explicarlo poco a poco: por ejemplo, es un jugador muy grande y con piernas tan largas y torneadas como las de una atleta jamaicana. Tiene eso que nunca saca España: paso de gigante, pero pies de bailarina. Ahí está el secreto de muchos genios: Zidane, Van Basten o Ronaldo.

Se le compara con Zidane y todos somos capaces de verlo. Según Kojiro: "Belli es menos elegante o mágico que Zidane, pero porque tiene más físico. Entonces una cosa lleva a la otra. Zidane necesitaba esa pausa y engañar al rival. Bellingham no tanto. Aunque tiene un algo en los movimientos que de por sí tumba a los rivales. Un ritmo raro en la gestualidad o algo indescifrable".

Ese algo indescifrable del ritmo de Bellingham es justo el triángulo de oro de su genialidad. Está en sus pases de primera, en sus conducciones, en el gol de cabeza contra el Nápoles, en la forma de asomar por la mediapunta con la insolencia de un amante venenoso en una ópera de Verdi. Amante porque su fútbol tiene una cualidad inmaterial, sedosa; y venenoso, porque está hecho para el mal, para dañar, para ganar. Bellingham todo lo hace para ganar, nunca se recrea en sus gestos.

placeholder Bellingham emula a Zidane. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Bellingham emula a Zidane. (EFE/Rodrigo Jiménez)

Quizá Jude es lo que nos faltaba. El Madrid, jugadores de los que inauguran épocas, solamente ha tenido a Di Stéfano. Cristiano cambió el fútbol en el Manchester y luego con nosotros siguió en esa exploración de los bajos fondos del remate y el gol, pero eso no era ya la revolución. Era un ir a la victoria o un hacerse más sintético.

Zidane era un genio, pero no cambió nada. Ni en la Juventus ni en el Madrid. El hombre del terciopelo lento al que no podías dejar de mirar. Modric tenía de antecedente a Xavi-Iniesta que se le parecen muchísimo, aunque sean inferiores. Marcelo es el típico genio díscolo, el duende que cambia las cosas de sitio, aunque estirado al límite, llevado al terreno del absurdo.

Ramos, arquetipo de central tiránico con antecedentes penales y que sale guapo en los finales de partido. Raúl, como Zidane, son bichos sin estirpe ni antecesores. Son y ya. Puede que Benzema sí que haya creado una forma de jugar nueva desde el Madrid. Sobre todo su último suspiro. Está por ver su importancia en el libro gordo del balompié. Pero Bellingham ha sido llegar y descorrer el telón. Señores, les presento el fútbol del futuro.

Trátenlo de usted y disfruten, porque él está aquí para marcar su verdad. Nada más.

"Cuando me concentro en mi juego, no creo que nadie pueda pararme. Es un sentimiento muy fuerte y las connotaciones son muy fuertes también: cuando cojo la pelota, estás a mi merced. No hay nada que puedas hacer o decir. Mi defensor está bajo mi mando, puedo jugar con él como con una marioneta. Es algo que no hago en la calle, en la sociedad. Pero en los partidos… sí". Así hablaba Michael Jordan en 1989 sobre su experiencia en la cancha.

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