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El español que devolvió la luz a las ruinas de Pompeya
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El español que devolvió la luz a las ruinas de Pompeya

El descubrimiento de la ciudad romana, sepultada bajo las cenizas del Vesubio tras entrar en erupción un día como hoy del año 79, supuso la primera y balbuceante misión arqueológica

Foto: La destrucción de Pompeya. (iStock)
La destrucción de Pompeya. (iStock)

Seis nubes ardientes. Las dos primeras abatieron Herculano, la tercera golpeó Pompeya, la cuarta aniquiló al resto de los pompeyanos que habían sobrevivido al primer terremoto y a la lluvia de fuego y la quinta sepultó la ciudad. La sexta nube iba hacia el puerto de Estabia, donde se había refugiado Plinio el Viejo en su intento de socorrer a la ciudad desde el puerto de Miseno; el mismo lugar en el que su sobrino, Plinio el Joven, observó la tragedia para escribir la única crónica que se conserva del desastre:

“El noveno día antes de las Kalendas de septiembre (24 de agosto), casi a hora séptima, mi madre le indicó la aparición de una nube de inusitadas grandeza y forma… una negra y horrible nube, rasgada por torcidas y vibrantes sacudidas de fuego, se abría en largas grietas de fuego, que semejaban relámpagos, pero eran mayores (…) Cuando se hizo de noche, pero no como una noche nublada y sin luna, sino como una habitación cerrada en la que se hubiera apagado la lámpara. Podías oír los lamentos de las mujeres, los llantos de los niños, los gritos de los hombres…” —carta de Plinio el Joven a Tácito, 112-113—.

placeholder 'El último día de Pompeya', cuadro de Karl Briulov.
'El último día de Pompeya', cuadro de Karl Briulov.

Todo ocurrió en dos días, entre el 24 y el 25 de agosto del año 79. Herculano y Pompeya, desaparecieron bajo la ceniza y la lava en apenas 24 horas. Estabia duró un día más. Allí es donde murió Plinio el Viejo, que estaba al mando de toda la flota del mar del Tirreno, tras intentar alcanzar sin éxito ambas ciudades para socorrerlas. Precisamente la carta que escribió su sobrino al historiador Tácito explicando su muerte algunos años más tarde, sería la primera fuente de la tragedia. Estabia, la misma ciudad que creía estar excavando el ingeniero militar Joaquín de Alcubierre en 1763 cuando encontró la inscripción Res Publica Pompeianorum, la prueba irrefutable, el momento en el que se dio cuenta de que estaba ante las ruinas de Pompeya y no de Estabia.

El hallazgo de Pompeya, aunque fuera por error, sacudió tan fuerte en el mundo académico como un nuevo Vesubio en erupción

El zaragozano y sus apenas 30 operarios sacados del cuerpo de zapadores del ejército del Reino de España firmarían entre 1738 y 1763 las primeras y más brillantes páginas de la historia de la arqueología hasta ese momento, por mucho que eruditos coetáneos como Claus Weber y sobre todo, Johan Joachim Winckelmann (considerado el padre de la ciencia moderna de la excavación) vertieran todas sus insidias contra él durante la campaña de Herculano, Pompeya y Estabia. El hallazgo de Pompeya, aunque fuera por error mientras se buscaba Estabia, sacudió tan fuerte en el mundo académico como un nuevo Vesubio en erupción, con sus llamaradas y cenizas. No en vano, Alcubierre llevaba excavando la zona de forma sistemática y concienzuda desde 1738 cuando encontró los primeros vestigios de Herculano.

placeholder Vista de algunas de las ruinas de Pompeya. (EFE)
Vista de algunas de las ruinas de Pompeya. (EFE)

La increíble belleza de las ruinas de Pompeya no solo abruma aún por su estado de conservación y por su magnitud —dos ciudades enteras, si contamos Herculano, más el puerto de Estabia, sepultadas en su pleno apogeo— sino también por el repentino y trágico final que las dejó encapsuladas en el tiempo. Es además la historia misma de la arqueología, el paso del coleccionismo de los objetos de la antigüedad a las campañas de excavación y que lideró el rey de Nápoles y después de España Carlos III.

Antes de la época romántica de Arthur Evans en Micenas, de Heinrich Schliemann en Troya, de Lloyd Stephens en Copán, de Austen Layard en Nínive o de Robert Koldewey en Babilonia, fue la de Alcubierre en Pompeya: una misión arqueológica que antes que los ingleses, franceses, alemanes o estadounidenses comenzaran la carrera científica, lideraron las instituciones del Reino de España creadas por los borbones. Lo cierto es que el ingeniero Joaquín de Alcubierre, a pesar de todas sus limitaciones en lo técnico y más aún, en lo académico, fue el primero de todos ellos. ¿Cómo llegó el ingeniero militar a los restos de Pompeya? ¿Se sirvió de los textos de Plinio o de referencias clásicas?

placeholder Retrato de Carlos III.
Retrato de Carlos III.

En enero de 1738, siendo Joaquín de Alcubierre capitán de ingenieros, es llamado por Carlos III, rey de Nápoles, hermano de Fernando VI y futuro rey de España, para participar junto al arquitecto Juan Antonio de Medrano en la construcción del Palacio Real de Portici. Uno de los trabajos que se le encomendaron, según explicaría el experto en Pompeya Félix Fernández Murga, fue el de trazar la planta de los alrededores de dicho palacio. Sería durante la ejecución de esas obras cuando comenzara a interesarse por lo que podía haber debajo de sus pies: “Mientras la realizaba tuvo ocasión de informarse, por boca de los habitantes de la zona, de numerosos hallazgos fortuitos de objetos antiguos. Giovanni de Angelis, un cirujano del lugar con quien había hecho amistad, le dio datos abundantes sobre ello. Todo ese acopio de noticias, junto con la de los todavía recientes hallazgos del príncipe D’Elbeuf durante el pasado virreinato austriaco en Nápoles”, escribe Félix Fernández Murga en Carlos III y el descubrimiento de Herculano, Pompeya y Estabia.

En efecto, antes que Alcubierre, Mauricio de Lorena, príncipe de D’Elbeuf, quien había habitado la villa en donde se construiría Portici en 1717, había hallado algunos objetos y excavado un pozo. Tal y como lo explicaría el mismo ingeniero: “Entre las noticias que me dieron estaba la de que existía la opinión de que en aquel sitio se hallaba edificada una antigua ciudad, lo que se demostraba a través de los pozos de algunas casas, de más de ochenta palmos de profundidad, en los que se habían encontrado las estatuas llamadas ahora de Los cuellos truncados y otras varias que hizo extraer el príncipe D’Elbeuf con esas noticias, y solo por iniciativa mía personal, bajé a uno de dichos pozos para reconocerlo; y, habiendo encontrado en efecto una porción de muro antiguo con revestimiento rojo encontramos jaspes variados, trocitos de metal y otras cosas…”

placeholder El antiguo teatro de Herculano. (EFE)
El antiguo teatro de Herculano. (EFE)

Sin embargo, a diferencia de la iniciativa particular de D’Elbeuf, Alcubierre había conseguido permiso de Carlos III previamente para retirar a tres obreros de la construcción del palacio y dedicarse a investigar el subsuelo, por lo que llevaron la cajita de metal con lo encontrado para mayor burla de parte de la corte, que encontró irrisorios los hallazgos. El ingeniero, que posteriormente sería calificado de patán por Weber y Winckelmann y acusado de destrozar el yacimiento, no se desanimó y persistió en las excavaciones, que resultaban increíblemente penosas dadas las limitaciones de la época. Básicamente, Alcubierre estaba llevando a cabo una excavación subterránea —aún no se estaba haciendo a cielo abierto— para lo cual excavó galerías subterráneas que eran de muy difícil acceso.

El ingeniero, que posteriormente sería calificado de patán por Weber y Winckelmann y acusado de destrozar el yacimiento, no se desanimó

Para llegar a la zona había que atarse a la soga de un cabestrante traído desde Nápoles y mediante él bajar todos los días hasta el fondo del pozo, de donde arrancaba una galería subterránea que se iba excavando. El mismo método que servía para retirar los objetos hallados y la tierra. El catedrático de Griego de la Universidad de Nápoles Giacomo Martorelli, que bajó durante las primeras excavaciones, lo explicaría así, según recoge Murga: “Difícilmente podrá nadie, que no tenga gran ánimo y corazón, caminar ochenta y cuatro palmos bajo tierra, como he hecho yo, por esas galerías estrechísimas y casi en ruinas”.

placeholder Detalle de unos frescos de la Casa de los Vettii, una de las 'domus' mejor conservadas de Pompeya. (EFE)
Detalle de unos frescos de la Casa de los Vettii, una de las 'domus' mejor conservadas de Pompeya. (EFE)

Las burlas de la corte se acabarían cuando tras horadar las galerías de Portici, Alcubierre comienza a sacar estatuas de mármol y bronce… Pronto descubrirían por una inscripción que se encontraban en los muros del teatro de Herculano, de donde comenzarían a salir los primeros vestigios de la tragedia: “Los habitantes de Herculano vieron llegar la avalancha. Apiñados bajo los arcos y desperdigados por la playa, se agarraban unos a otros. Se hallaban indefensos del todo. A medida que las riadas de materia volcánica se precipitaban sobre ellos, morían abrasados (…) Golpeada por esa serie de oleadas y riadas volcánicas, Herculano quedó sepultada bajo las gruesas capas de escombros. Los arcos bajo los que yacían sus habitantes se convirtieron en la cripta funeraria que guardaría sus restos durante dos mil años”, escribe Daisy Dunn en Bajo la sombra del Vesubio: Vida de Plinio.

Son sin duda los balbuceos de la arqueología, porque la realidad que se desprende de las cartas de Alcubierre era que la corona estaba más interesada en rescatar de su enterramiento el mayor número de objetos antiguos para coleccionarlos que lo que entendemos por una excavación arqueológica en sentido moderno de carácter científico. Sin embargo, las críticas de Winckelmann en informes remitidos a la corte sajona y en varias publicaciones entre 1758 y 1764 eran exageradas y guiadas por la envidia, porque no dejaba de ser una campaña planificada minuciosamente, la primera de la historia.

Según Martín Almagro Gorbea, paradójicamente Winckelmann fue enviado a Roma por la corte sajona con el principal objetivo de informar sobre los sorprendentes descubrimientos que estaban teniendo lugar en el reino napolitano como consecuencia del proyecto arqueológico promovido por Carlos de Borbón. “Las excavaciones de Herculano, al contrario de lo que manifestó Winckelmann en sus informes, se llevaron a cabo con el mayor cuidado y con la aplicación de los mejores medios que la época ofrecía: levantamiento de diarios y plantas de los edificios, además de ensayar diversos sistemas de excavación y extracción de las piezas más delicadas y, por último, la creación de un museo específico para su conservación”, sentencia Almagro Gorbea en La arqueología en la política cultural de la Corona de España en el siglo XVIII.

placeholder Maqueta de Pompeya. (EFE)
Maqueta de Pompeya. (EFE)

No solo las excavaciones de Alcubierre eran en sí un proyecto arqueológico claro, aunque primitivo, sino que la mera creación de un museo en 1751 en el palacio Portici en donde se exhibieron las piezas que iban siendo halladas al público, y que de hecho ahora nutren el Museo de Arqueología de Nápoles, gracias a la cuidadosa excavación y conservación de Alcubierre, dan medida de su objetivo, por mucho que fuera Winckelmann en hacer notar con su erudición que el estilo clásico con sus esculturas en mármol blanco, no eran más que una invención moderna, puesto que en la época romana eran polícromas.

placeholder Fresco de gladiadores hallado en Pompeya. (EFE)
Fresco de gladiadores hallado en Pompeya. (EFE)

Después de excavar Herculano, Alcubierre comenzaría en 1748 las excavaciones del yacimiento de Pompeya, sin saberlo siquiera, por creer que se trataba de Estabia, el puerto donde murió Plinio el Viejo en su vano intento de socorro. Con la inscripción hallada en 1763, la historia de la arqueología daba un vuelco dada la increíble riqueza artística del yacimiento. Apenas unos años más tarde, en 1765, el sucesor de Alcubierre, el italiano Francesco de la Vega, decidió retirar con audacia a todo el personal que trabajaba en Herculano para centrarse en el nuevo yacimiento de Pompeya. Poco a poco aparecieron el Gran Teatro (1764), los barracones de los gladiadores (1766) el templo de Isis (1767) y la villa de Diómedes (1771).

La iniciativa de Alcubierre había abierto de par en par las puertas de las excavaciones y también del interés del público por lo antiguo, que pasaría de las colecciones a los museos siguiendo precisamente la política cultural de los borbones con la fundación de la Real Librería y la creación de las Reales Academias de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando. Un siglo después, el escritor Edward Bulwer Lytton fascinaba al mundo con su novela Los últimos días de Pompeya, inaugurando una pasión por lo concerniente al trágico suceso, y las ruinas pronto formaran parte del Grand Tour. Joaquín de Alcubierre había devuelto a la luz a Pompeya, Herculano y Estabia, sepultadas bajo las cenizas del Vesubio.

Seis nubes ardientes. Las dos primeras abatieron Herculano, la tercera golpeó Pompeya, la cuarta aniquiló al resto de los pompeyanos que habían sobrevivido al primer terremoto y a la lluvia de fuego y la quinta sepultó la ciudad. La sexta nube iba hacia el puerto de Estabia, donde se había refugiado Plinio el Viejo en su intento de socorrer a la ciudad desde el puerto de Miseno; el mismo lugar en el que su sobrino, Plinio el Joven, observó la tragedia para escribir la única crónica que se conserva del desastre:

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