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La primera semana del inglés Jude Bellingham como rey absoluto del Santiago Bernabéu
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DESDE EL MUNDO REAL

La primera semana del inglés Jude Bellingham como rey absoluto del Santiago Bernabéu

El jugador es el máximo goleador del Real Madrid esta temporada, con 10 dianas. Ha maravillado a todos y desafía la historia de los británicos en el club blanco

Foto: El inglés está a un nivel estratosférico. (Reuters/Isabel Infantes)
El inglés está a un nivel estratosférico. (Reuters/Isabel Infantes)

Estamos en el medio de una revolución tecnológica, y es entonces cuando surge Jude. Hasta él, en los últimos años, desde la última gran glaciación madridista (2014-2018), todos eran profesionales altamente cualificados. Mbappé, Haaland y Vinícius. Delanteros concretos con un campo de acción limitado (excepto algunos momentos siderales del francés), que parecían una respuesta a la incógnita final de la ecuación. Eso, en parte, es un alivio. Saber que la estrella tiene un hábitat determinado y se le puede medir en cifras, números y desmarques.

También estaban los de siempre: Havertz, Joao Félix, Musiala o Asensio, pero esos no estaban invitados al banquete. Mediapuntas de corazón a los que, en el patio del colegio, el público miraba con la respiración en suspenso. Esos que acabaron creyendo que su fútbol era un paraíso perdido y se muestran al mundo con la flor del despecho en medio de su camiseta. Jude fue rumor antes que jugador de fútbol vestido de blanco. Un rumor intermitente, una baja frecuencia que llegaba a un madridismo donde el ruido ensordecedor de Mbappé anegaba cualquier otra posibilidad.

placeholder El británico se ha adaptado a la perfección. (Reuters/Isabel Infantes)
El británico se ha adaptado a la perfección. (Reuters/Isabel Infantes)

Era ese chico del Dortmund que hacía cosas preciosas al borde de lo que parecía real. Pero era el Dortmund: un equipo que jugaba montado en un tobogán y la mitad de los partidos acababan ocho goles a siete. Convenía no emocionarse. En el Mundial dejó destellos de clase. Justo el tipo de cosas que adora Florentino y hacen enarcar una ceja al sabio del Bernabéu. Ya saben, mismo talle que el chulo de las ventas que vio cómo Raúl echaba de comer a los perros mientras Hernán Cortés tomaba Tenochtitlán un miércoles a las 21:00 con el himno de la Champions sonando por megafonía.

¿Qué se le veía a aquel Jude? Controles a lo Zidane y conducciones con el balón obedeciéndole como un esclavo. La clarividencia en el área de Henry y todo junto al compás que necesitara el equipo. Con 20 años o 19, quién sabe. Un chaval. Inglés. Hay cierto resabio contra el fútbol inglés en el templo madridista. Fueron los inventores del fútbol y quizás por eso el Bernabéu los mira con desdén. ¡Que inventen ellos!, que el mar y el horizonte lo ponemos nosotros, parece murmurar la gran masa silente que habita el estadio.

Los británicos, bajo sospecha en el Bernabéu

Son esas manías que uno coge y no se ha parado a reflexionar. Ahí está Gareth Bale, una estrella siempre con asterisco, pero que mirando hacia atrás ofrece la grandeza del mejor cine clásico. O McManaman, un secundario con sitio preferente en la mejor foto de su época. Owen fue un conejo asustado que desapareció en cuanto le apuntaron las escopetas, mejor olvidémonos de él. Y nos queda David Beckham, una superestrella que en el Bernabéu se tuvo que vestir de obrero metalúrgico a tiempo parcial y quedó encantado con la experiencia.

El rubio de oro es un ejemplo de los pequeños rencores del Bernabéu. Cuando el Madrid anunció la contratación del británico y oficializó su forma de ser galáctica antes que humana, Hierro, que era la voz del subsuelo madridista, dijo lacónicamente: "No me apetece dar una opinión sobre Beckham". Al inglés lo presentó Florentino en una rueda de prensa multitudinaria. La imagen no podía ser más metafórica: el nuevo presidente, flanqueado por Di Stéfano, ambos con atuendos oscuros que representaban la seriedad, los valores inmutables del club, se volvían hacia un Beckham resplandeciente, con el pelo recogido en una coleta, dos brillantes en las orejas, traje azul celeste y camisa abierta hasta medio torso.

placeholder Beckham, durante un partido del Real Madrid. (Reuters/Gonzalo Fuentes)
Beckham, durante un partido del Real Madrid. (Reuters/Gonzalo Fuentes)

"Has venido del teatro de los sueños a jugar en el equipo de tus sueños", dijo Florentino. Beckham respondió: "Formar parte del Real Madrid es un sueño hecho realidad". De esta breve representación, no es posible deducir si es el momento álgido del florentinismo o el momento en que se convirtió en parodia. La imagen de Beckham como top model global fue vista como un insulto a la autenticidad del fútbol. Bellingham es también insultantemente guapo. Se puede convertir en un icono global, aunque el fútbol signifique ahora mucho menos que hace 20 años. Pero todo lo que proyecta lo hace a través de su fútbol, de su deambular sigiloso por el campo en la búsqueda de un lugar que todavía no tiene nombre. Y ha venido al Madrid casi impoluto. Con la memoria por hacer. Y eso hace feliz al estadio.

El fichaje de Beckham desequilibró aquel Madrid galáctico, arrojándolo al baúl de los lugares comunes. El Real ya era lo que se murmuraba en la calle: un grupo de príncipes encantados sin interés por la intendencia del palacio. Durante todo el año, el juego fue un equilibrio entre el arte y el absurdo. El inglés asumió desde el principio su inferioridad futbolística y trabajó desde su posición de interior derecho como si la supervivencia del mundo dependiese de sus carreras. El Bernabéu acogió esa humildad con agrado, y ronroneó feliz. Es un estadio altanero que exige al aristócrata que se postre ante él. Pero es mezquino, duro. Es cruel.

Y nunca valoró ese despojamiento del que era el hombre más famoso del mundo fuera del estadio, y sin embargo, dentro de él, no era apenas nadie. Un meritorio. Un futbolista de jornada parcial con un pie derecho extraordinario y que nunca entendió la azarosa y genial forma de jugar de sus compañeros. Ahí está el quid. Beckham, como Gareth Bale, casi siempre estuvo fuera de la corriente de los partidos. Los dos rodeados de genios que convertían el azar en pepitas de oro y que no caían en el juego rectilíneo y acompasado que aman en las islas británicas.

La magia de Jude Bellingham

Y a diferencia de Gareth, Beckham no tenía talento para ganar un partido desde su púlpito. Por eso su memoria no existe en el coliseo blanco, solo una vaga simpatía hacia un buen tipo que siempre está con la sonrisa puesta. Una estrella del pop que miraba fascinado cómo los titanes se deslizaban a su alrededor. Un señor al que le encanta hacer el saque de honor y que ya nadie sabe por qué es famoso. Un británico: alguien que no entiende el intríngulis real del fútbol. Ese prejuicio latía sobre Bellingham. Alto, buena zancada, mejor pinta, muchos goles. Pero el Madrid es harina de otro costal. Aquí se juega un fútbol individualista de apoyos cortos y confuso entramado táctico. Ancelotti da una información general, como si hablara del tiempo, pero es el jugador quien tiene que organizar el caos y descubrir los túneles secretos entre las líneas.

Jude entró de titular desde el primer partido. Cada encuentro, un gol. No hubo necesidad de adaptación. La camiseta blanca parecía pegársele al cuerpo como si fuera un tatuaje. Cabeza alta, talle de cisne que abre las alas al plantarse delante de la grada tras el gol. Las declaraciones del entrenador italiano, que ha jugado con Van Basten y Maldini y ha entrenado a Kaká o Cristiano, eran de admiración. Carlo le construyó un lugar en la mediapunta, el famoso rombo tirado un poco a la izquierda, el sitio de los genios. Pero eso fue al principio. En la última semana, el equipo ha ido encontrándose en diferentes lugares y con diferentes jugadores, pero con un mismo sino: juega alrededor de lo que Bellingham es. Lo alimenta desde cualquier punto para que él sea quien conecte el interruptor de la luz o incluso la luz misma.

placeholder El inglés destila grandeza. (EFE/Ciro Fusco)
El inglés destila grandeza. (EFE/Ciro Fusco)

Contra el Napoli, el inglés interceptó un balón con esas piernas larguísimas hechas para el castigo y le cedió una pelota dulce a Vinícius, que lo aprovechó con delicadeza. Toma, hazlo. Y el brasileño lo hizo. Poco después, recibió una pelota en el centro del campo y comenzó una de esas conducciones que quedan para los libros de historia: el balón escondido entre las piernas en un sitio donde los defensas no pueden llegar. Avanzó cambiando el ritmo y los apoyos en una forma nueva y limpísima de regate. Parecía que la jugada se ensuciaba, pero no, es un quiebro y ahí tiene delante la portería tan llena de gente para algunos, excepto para los grandes, para los que solo hay vacío.

Osasuna sufrió su talento diferencial

Se hablaba mucho de Bellingham, pero siempre se habla del nuevo fichaje del Madrid. Tras ese gol, hay otro escenario. Los comentaristas siguen las evoluciones del inglés como si en cada intervención suya fuera a inventar el fútbol. Ya no hay comparaciones con Henry o con Zidane. Es un hombre nuevo descubriendo un espacio a su alrededor. Y todos se dan cuenta, el primero Vinícius, al que el jugador británico ha liberado de presión y con el que tiene un nuevo compañero de lunas —esta vez de igual a igual—, una vez que Benzema decidió marcharse al desierto.

Contra Osasuna, ya todos andaban pendientes del nuevo chico maravilla. Como en los albores de aquel Raúl de 17 años, los hinchas cuentan los segundos que faltan para que la toque el elegido. No hay sensación más dulce para el hincha que la de ver crecer un mito delante de sus ojos. Sonrisas, codazos, silencio y estallido de júbilo. Nada más empezar el partido contra el Osasuna, Modric en funciones de interior derecho le mete una pequeña joya a Carvajal, muy en lo íntimo del área, que se la devuelve de primeras a uno que pasaba por allí.

Foto: Vinícius marcó un gol y asistió en otro. (EFE/Zipi)

¿Quién era el zagal? Era Bellingham. Un inglés que tiene la intuición y la sabiduría que les faltaron a sus predecesores. Intuye la jugada o la despierta con un gesto. Era Bellingham muy cerca del punto de penalti, que se cambia el balón de pie con un movimiento de cintura —que solo él hace— y la escupe muy duro y muy alto hacia la parte alta de la portería. Faltaba otro gol por caer en una tarde sanadora para el Madrid. En zona de daño, parte izquierda, a tres metros de la banda y cinco del pico del área, Jude decide que ya está bien de tontear con la pelota.

Marcha sinuoso y rectilíneo hacia el área y enlaza con Valverde, que se la devuelve muy cerca de un portero que cubre mucho espacio con las piernas muy abiertas. Y por ahí va el balón ante el júbilo de los niños que adoran la burla y pisotear los hormigueros, más o menos por ese orden. Y ya está. Se acabó la semana de la coronación. Un rey inglés, lo que nunca había sucedido. Un jugador que ya ha establecido conexiones con todos y cada uno de los jugadores del Real Madrid. Ahora habrá que dejarlo caer desde lo alto y que rebote, para ver si es capaz de enfrentarse al infinito, porque ese es el destino del Madrid cuando asome la primavera.

Estamos en el medio de una revolución tecnológica, y es entonces cuando surge Jude. Hasta él, en los últimos años, desde la última gran glaciación madridista (2014-2018), todos eran profesionales altamente cualificados. Mbappé, Haaland y Vinícius. Delanteros concretos con un campo de acción limitado (excepto algunos momentos siderales del francés), que parecían una respuesta a la incógnita final de la ecuación. Eso, en parte, es un alivio. Saber que la estrella tiene un hábitat determinado y se le puede medir en cifras, números y desmarques.

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