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Carlo, tenemos que hablar: manual de autoayuda para sobrevivir al desastre de Mánchester
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Desde el mundo real

Carlo, tenemos que hablar: manual de autoayuda para sobrevivir al desastre de Mánchester

El Manchester City barrió de la faz de la Champions League a un Real Madrid inoperante y sin alma que no encontró a sus jerarcas en el campo. Benzema, Modric y Kroos languidecieron

Foto: Karim Benzema observa la pelota tras el 4-0 del Manchester City. (Reuters/Carl Recine)
Karim Benzema observa la pelota tras el 4-0 del Manchester City. (Reuters/Carl Recine)

Sale el hombre de casa confiado en que las catástrofes solamente ocurren en el televisor, camina por las aceras de su ciudad libre de inundaciones y de ataques terroristas, le echa una mirada al dispositivo general, no del todo perfecto, con ciertas impurezas que ofrecen una mejor apariencia de vida. Entra en el metro que llega con un mínimo retraso y rezonga. Hay gente de razas que tuvieron mala suerte en el reparto, alguna voz estridente y un poco de la suciedad amable de Madrid. Nada de eso da que pensar. Una normalidad tan bien articulada que parece que hubiera un arquitecto general en las cosas. No todo encaja porque eso levantaría sospechas. De vez en cuando, él, sabe que hay gente que observa. Eso le pone malo.

Les delata una mirada vacía, un gesto a destiempo, el quedarse parado en el sitio del tránsito. En el trabajo recibe siempre el mismo mensaje de su mujer y suele tener una pequeña bronca por día. Eso le mantiene alerta, piensa. Hoy no fue así, y estuvo vigilando a sus compañeros como si sospecharan algo. Se rio de su ocurrencia. ¿Acaso era él un intruso? Aquella pesadilla donde le expulsaban de su propia familia, una vez que sus hijos lo denunciasen por suplantación. Se acordaba incluso del tribunal que le juzgaba. Su cuñado lo presidía y llevaba puesta la camiseta del Atleti por debajo de su bata y sus pantuflas.

placeholder Luka Modric, durante el partido en Mánchester. (Reuters/Jason Cairnduff)
Luka Modric, durante el partido en Mánchester. (Reuters/Jason Cairnduff)

Al volver a casa en el metro se sorprende del silencio de la gente. Las estaciones pasando a través del cristal y la luz que parpadea, le hacen recordar un tiempo reciente. Es raro porque en Madrid hay algo que expulsa la memoria más allá de la M-30. Es una sensación de un encaje más perfecto en el acontecer de cada día. Como cuando en las películas un flashback viene acompañado con un color diferente y una música hermosa que le da a la realidad un tono de ensueño dulce, de felicidad en penumbra. Algo que no está probado que pasó. En ese recuerdo, Modric se deslizaba por el campo con la pelota orbitando a su alrededor. No había rayas ni posiciones fijas, y los demás jugadores del Real, se ordenaban en silencio al compás del ir y venir del croata. Benzema extendía sus alas y surgía un túnel secreto al final del cual estaba Vinícius riéndose a las puertas del gol.

A la mañana siguiente se despertó algo después de la hora, y en el piso ya no estaban ni su mujer, ni los niños. No los echó de menos y se acomodó a la nueva situación, la casa desordenada, la tranquilidad insustancial y los ruidos de la ciudad al fondo. Pensó durante un segundo que el decorado era ideal para los minutos anteriores al desastre en una película de catástrofes, puso la radio deportiva, y lo que tuviera en la cabeza, quedó sepultado en el hilo dramático de la actualidad futbolera. Salió a la calle con parsimonia, tan fuera de su horario que ninguna de las cosas habituales estaban en su sitio. Le dio la impresión de mirar la realidad por detrás y ese olor estancado de las obras terminadas, le narcotizó para el resto del día.

La debacle de Mánchester

En el metro apenas había gente y notó las miradas de aquellos que observan. No se apartó de su línea de tiro. Se fijó en detalles, como la pesadumbre que se había apoderado de Karim o las desconexiones de Rodrygo, que antes pasaban desapercibidos. El tejido del equipo se mostraba ante sus ojos ahora que la arritmia iba creciendo. Cuando caminaba hacia el trabajo, pensó en las explicaciones que debería dar a su jefe, en la curiosidad que despertaría a sus compañeros, en el memorándum del día, en la lucha con cada cliente. Pasó de largo. Le llegó un mensaje de la gestoría que llevaba su divorcio. No era la hora para responderlo. Quizás nunca encontraría ese momento. Como nunca encontró el momento para la conversación. El tiempo conviene echarlo por delante, para que las frecuencias se vayan sintonizando solas. Ancelotti maneja ese compás de lujo. Mueve los hilos tan suave... que son invisibles.

El tercer día se levantó en medio de la noche y le atemorizó el vacío general. Decidió fingir. Esa era la única forma de que el sistema no se viniera abajo. Las piezas iban cayendo y el espíritu era inexistente, pero cada día llegaba a su final y el equipo seguía teniendo una apariencia formidable. El famoso trasatlántico con las luces encendidas, navegando sin moverse del sitio en un mar con olas de cartón. Por dentro, los pasillos están a oscuras y todos llevan al salón central, donde danza Benzema entre las estatuas. La música es sorda y lejana. El motor está parado. Un niño en una bici estática pedalea. Ilumina apenas una esquina del salón. Todos aplauden.

placeholder Los jugadores no pudieron reaccionar. (EFE/David Rawcliffe)
Los jugadores no pudieron reaccionar. (EFE/David Rawcliffe)

Fingir cuesta más que lo contrario. Estaban equivocados los libros. No hay automatismo que valga y cada gesto, cada acto, cada minuto, hay que pensarlo con antelación. Carlo no maneja una idea general (como el Madrid mismo, en todo caso una idea de club), su equipo es un entramado de pequeñas sociedades que equilibran el genio con la energía, muy bien trabadas por las horas pasados juntos y la tranquilidad con la que se encara cada partido trascendente. Según salieron los madridistas al Etihad vieron la cara del Guardiola en cada rincón del césped. Un devenir lento de la pelota hacia el área blanca. Lento, crudo, desértico y sabio. Y la imposibilidad de la salida. Carlo no hizo caso de la tradición y la tradición dicta que el Madrid necesita un mediocentro posicional. Esa navegación a mar abierto debe tener una boya donde anclarse. Modric y Kroos parecían hormiguitas corriendo en todas direcciones —en la zona Casemiro— antes de ser pisoteadas por el gigante. El espectador estaba perplejo. Guardiola es el rey de los pasillos interiores y esos lugares sagrados, estaban abiertos de par en par.

—Tenemos que hablar.

Esas tres palabras nunca fueron dichas. En el reino de Carletto, las jerarquías son inamovibles y los jugadores son príncipes de un palacio en ruinas que dictan las normas desde el pasado.

Guardiola trituró al Madrid

Como en todas las pesadillas protagonizadas por Guardiola, el Madrid estaba empotrado contra su portería, sitiado por el City, que utilizaba a Halaand como la distracción definitiva. No daba tres pases seguidos, expresión acuñada en los bares y que se ajustaba como un guante a lo que pasaba sobre el césped. Llegó la parada salvadora de Cortouis, pero todo parecía un artificio. Una representación de las batallas pasadas hecha sin la convicción suficiente. Así que se abrió el área del Madrid y se descubrió a Bernardo Silva en un sitio que Pep le había marcado con una X. Fue el primer gol y a ese gol le siguió un segundo. Más feo, un poco al tuntún, con rebotes y carreras amargas, con un montón de madridistas puestos en lugares pintorescos del área y un cabezazo de Silva a puerta vacía. Era la venganza de los hados, esa gente impasible que vive en el monte olimpo y que únicamente ayuda a los fuertes de espíritu. A los que no representan un papel. A los que llegan hasta el final de la línea.

No era el caso del Madrid en Mánchester. El uniforme blanco quedó impoluto, y tras el descanso, no había ansiedad en las caras de los madridistas, como si solo importara ese entrar y salir del túnel de vestuarios con la mirada al frente y el trote aristocrático de los indiferentes. Hubo una segunda parte sin mayor interés. Vinicius braceaba desconectado de su ser más reciente y se caía y tropezaba como en la antigüedad. Cuando era un actor de comedia que todavía no había pasado del mudo al sonoro.

Foto: Ancelotti, en un entrenamiento del Madrid. (Reuters/Matthew Childs)

El Madrid es un equipo colgado de alambres. Tan finos que parecen invisibles. Todo converge en Benzema. Y Karim está de cuerpo presente, pero su alma vaga por algún lugar del desierto. Desconectado de su ser, fue un animal manso y torpe, incapaz de controlar un solo balón en el partido. Karim es la plataforma donde aterriza Vinícius; quien abre las puertas del área a Rodrygo. Es la razón de este equipo. Sin él, no hay más salida que la proeza del brasileño o las conducciones de Valverde o Camavinga. Dos jugadores que transforman el escenario con su energía y contra el City no existieron. Quizás lesionados, quizás contritos al ver el panorama: nunca lo sabremos.

Todo acabó con un 4-0 catártico. Un resultado de los que gustan a Guardiola y a su legión de eurofans. Los conoceréis porque repiten miméticamente una palabra que les parece sanadora: legado. Pep nos deja un legado. Es el heraldo de un mundo mejor. Eso ya lo sabíamos desde que se convirtió en profeta en la Cataluña del 5-0. Es un entrenador con una capacidad cataclismática para maniatar al adversario y abrumarle sin compasión. El City no es un equipo con jugadores superiores, aunque su plan sí lo sea. Es un equipo al que hay que hacer dudar. Y en la duda se hace largo y poroso, se le caen las máscaras tácticas y emergen detrás jugadores sencillos y aseados. Esos jóvenes socialdemócratas que son amados y conducidos por el entrenador catalán.

Pero el Madrid no le hizo dudar. Fue aquella civilización en ruinas que se lleva anunciando durante años. Hay un nombre del que no se ha hablado: Tchouaméni. El sucesor de Casemiro. Todavía no es un jugador válido para los blancos. Su primer año. Tras el Mundial y la burla del Dibu, pasó de gigante a niño y no se ha movido de su jardín de infancia particular. Es la diferencia de tener dinero el Madrida tener un manantial de petróleo saliendo de los aspersores —el City—. El equipo de Chamartín no se puede permitir ni un error en los fichajes. Lo acaba pagando en el partido más importante del año. Al City eso le da igual. En el minuto 80 entraron Foden y Julián Alvarez. Dos chavales prodigio que quiere media Europa.

Pero eso ya se sabía. Atentos al verano. En él, estarán las respuestas de la próxima temporada.

Sale el hombre de casa confiado en que las catástrofes solamente ocurren en el televisor, camina por las aceras de su ciudad libre de inundaciones y de ataques terroristas, le echa una mirada al dispositivo general, no del todo perfecto, con ciertas impurezas que ofrecen una mejor apariencia de vida. Entra en el metro que llega con un mínimo retraso y rezonga. Hay gente de razas que tuvieron mala suerte en el reparto, alguna voz estridente y un poco de la suciedad amable de Madrid. Nada de eso da que pensar. Una normalidad tan bien articulada que parece que hubiera un arquitecto general en las cosas. No todo encaja porque eso levantaría sospechas. De vez en cuando, él, sabe que hay gente que observa. Eso le pone malo.

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