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'Así, así gana el Madrid': un acercamiento al fútbol de Carlo Ancelotti y al Real de toda la vida
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UN EQUIPO CON MIMBRES DE CAMPEÓN

'Así, así gana el Madrid': un acercamiento al fútbol de Carlo Ancelotti y al Real de toda la vida

El Madrid es una nube de probabilidades. Puede cambiar de dibujo táctico 17 veces en un partido. Pero un analista no prevé sus sistemas y por eso andan fastidiados con el equipo

Foto: Ancelotti, en un entrenamiento del Madrid. (Reuters/Matthew Childs)
Ancelotti, en un entrenamiento del Madrid. (Reuters/Matthew Childs)

En el medio de la semana, ese momento que para los madridistas es la cristalización de sus deseos infantiles, el Real volvió a vestirse con la piel de la Champions. Había buenos y malos augurios para el partido. Los blancos llegaban tranquilos, saludando desde su posición de reliquia del pasado que todavía conserva en su poder, y los blues les recibían sabiendo que el Madrid siempre sufre en los encuentros donde la indefinición es la divisa, donde parece que todo está ganado y solo queda esperar a la siguiente pantalla.

Pero el Real de Ancelotti aprende de sus errores. De los históricos —el italiano es un campesino en palacio, siempre tiene un ojo en la realidad y otro en el cielo— y de los problemas del equipo en situaciones concretas. Ancelotti sabía que no se podía quedar a medias y salió a ganar el partido, sabiendo que su duración era de 90 minutos. Ellos iban a apretar y había que sufrir. Poco a poco, el magisterio telúrico de Kroos y Modric se iba a ir imponiendo e incluso, aunque no fuera así, el punto de fuga de Vinícius sería un respiro y una oportunidad de gol siempre a las puertas. Al final, por pura decantación, llegaría el gol de algún jugador madridista. El Chelsea jugaba con ansiedad y el Madrid con suficiencia. No hay azar posible cuando los estados de ánimo son opuestos.

Foto: Asensio celebra su gol al Celta. (EFE/Rodrigo Jiménez)

Y eso fue lo que pasó. El Chelsea la tuvo, claro. Vistió su equipo de nervio y temperamento con muchos jugadores rápidos y presionantes a las puertas de Courtois. Sus ocasiones eran sencillas, llegada a línea de fondo y pase hacia atrás o perpendicular a la línea de gol. Disparo desde la frontal. Balón a ver qué pasa y remate del que estuviera por allí. Militao desbarató casi todas ellas, pero alguna pelota se escapó de su tiranía. A Cucurella —un jugador ignoto cuya fuerza está en su cabellera— le llegó el balón del fin del mundo. A tres metros de la portería, balón perpendicular, tenso y Courtois a contrapié. Hizo un control de academia, avisó por megafonía del disparo y le pegó con los ojos cerrados. Courtois ya había llegado allí y el rechace sonó como el final del equipo inglés. No había talento suficiente para traspasar la raya. Nada que hacer.

Poco después, Rodrygo se escapó de su marcador con un saltito dulce y corrió hacia la portería rival contento y con la pelota bien enjaulada. Centró y el balón le llegó a Vinícius en una posición parecida a la de Cucurella. Pero el brasileño es hijo de Sudamérica y le habla de usted a la pelota. Así que sonríe y se para, pausa y levanta la vista, y ve a Rodrygo en boca de gol, se la da y marca. Partido acabado y gran alegría en las guarderías y en los extrarradios del mundo. Habían vuelto a ganar los buenos. El Chelsea se convirtió en un escenario de cartón piedra y el Madrid reinó con facilidad entre sus ruinas. Esa facilidad es algo asombroso. Algo que no se da casi nunca en el deporte profesional y menos en un equipo que parece un fin de raza, con varios jugadores al final de sus carreras y con un juego de un mundo que desaparece.

Esta época del Madrid tiene algo irreal. Absurdo. Nunca visto. Como la primera. Aquella ola gigante en la que el Madrid se montó para no bajarse jamás. En esos momentos de dominio del Real contra los equipos ingleses están los secretos del fútbol. El Chelsea o el Liverpool son equipos más ricos, más jóvenes y más rápidos que el Madrid. No hay que olvidar eso. Los secretos del fútbol, materia oscura y luminosa de la que se habla de vez en cuando en artículos históricos, en análisis sobre las épocas y los genios. Como aquel Brasil del 82, donde todo manaba de la fuente original. Pero aquel Brasil no ganó y el Madrid sí. Una pequeña diferencia como la que hay entre la realidad y el deseo, o entre la vida y su representación.

placeholder Rodrygo celebra uno de los goles al Chelsea. (Reuters/Dylan Martinez)
Rodrygo celebra uno de los goles al Chelsea. (Reuters/Dylan Martinez)

Pongamos el foco en Rodrygo. Comenzó la temporada hacia arriba, desvistiendo a los contrarios de esa forma sutil y dejando huellas estadísticas en cada partido con pisadas sobre la nieve desde el pabellón del silencio. Un lugar en el campo que es el suyo y el de nadie más. Como Raúl, es casi un concepto. Pero al contrario que Raúl, no tiene roca en el estómago, se le mueve del sitio y a veces de tan ligero se desvanece. Fue disolviéndose y a mitad de temporada donde estaba él, ya no había nadie. Pero llegó lo crucial, marzo y abril, y Rodrygo comenzó a hilvanar sus jugadas y a tejer extrañas figuras geométricas en el interior del área. En el momento donde se abren las semifinales y la temporada es gloria o fracaso, el brasileño vuelve a sentarse en su sillita de porcelana. Es un jugador ya decantado. En la ida con el Chelsea hubo una carrera con Koulibaly donde quedó en evidencia: tiene un cuerpo de juguete y escasa potencia, lo que a campo abierto convierte su velocidad en algo ficticio. Pero en las inmediaciones del área es un halcón disfrazado de paloma. Presiente el juego. Mucho mejor por dentro y por banda izquierda donde deja regates de alta escuela infantil. Imaginación y eficacia para abrir todas las puertas. No es un jugador fácil ni para todas las épocas ni para todos los lugares. Pero el Madrid lo ha afinado. Ha convertido sus virtudes en cuchillos y consigue que cada temporada vaya un paso más allá justo cuando parece que se hace intrascendente. Y lo más importante: domina el miedo escénico de la Champions. En ningún equipo lo hubiera conseguido. Vestido de blanco, ya tiene hecha la primera comunión.

El instinto para la victoria de estos jugadores fue edificado en los años crueles de Guardiola. Desde entonces hubo una decantación, solo sobrevivieron los futbolistas que nunca eran vencidos por el escenario y que tenían suficiente calidad para doblegarlo. Unos vienen y otros se van, pero la llama permanece. A Camavinga se le están poniendo modales del Madrid autoritario. Esa tradición sísmica que hace de la vía central blanca algo intransitable. Comienza con Di Stéfano, hunde sus garras en Hierro y Ramos, se hace carne en Redondo y Casemiro, y parece haber infectado al jugador francés que maneja el balón con la cabeza alta, señal de dominio y de suficiencia. Vinicíus nunca ceja, como Cristiano. Espoleado por los pequeños desprecios del Bernabéu, convirtió el odio de todos los campos españoles en una alegría indestructible. Esa es otra de las tradiciones. Alimentarse de la rabia ajena.

El desprecio por la táctica invasiva, es otra de las características de este Madrid y de todos sus antepasados que dominaron Europa. Quizás sea el club de Chamartín el único equipo de Europa que mantiene sus constantes. El Bayern, por ejemplo, está homologado con la modernidad táctica woke. Rutinas que parecen brillantes y acaban siendo aburridas en su velocidad meticulosa, en su encajamiento de la corriente del fútbol en dibujos de tiralíneas. Ancelotti respeta jerarquías como Del Bosque y Zidane. El jugador es principio y fin del tinglado. Raúl, Hierro y Roberto Carlos eran lo previo al fútbol. Algo esencial e indescifrable para los rivales. Años después, Benzemá, Cristiano y Bale gozaban de privilegios aristocráticos. Aquel primer Madrid de Ancelotti era compacto atrás y sencillo como la colisión de dos soles adelante. Xabi Alonso disponía y la BBC ejecutaba. Luego llegó Zidane y simplificó aún más lo que ya era claro. Quien quisiera libertad, se la tenía que ganar trabajando duro. Y comenzó un juego de equilibrios en el que ha profundizado Ancelotti. Marcelo dibujaba arte rupestre porque Ramos castigaba a los contrarios. Modric se adentra en la vejez, gracias a la energía que irradia Valverde. Isco congelaba el instante justo cuando Cristiano alcanzaba su máxima velocidad. Rodrygo reina en lo sutil gracias a que Vinícius tiene un motor atómico en las piernas.

placeholder Vinícius, una de las claves de este Madrid. (EFE/Chema Moya)
Vinícius, una de las claves de este Madrid. (EFE/Chema Moya)

El Madrid de Carlo es una nube de probabilidades. Puede cambiar de dibujo táctico 17 veces en un partido. Pero un analista no es capaz de prever sus sistemas y así andan fastidiados. Mirando al Madrid como a las películas clásicas. Reconociendo su talento y su carisma, pero sin ser capaces de explicarlo. Lampard, el entrenador del Chelsea, habló de la ética del trabajo del Madrid —que más bien es una ética de la victoria, una obsesión despótica que afila los instintos del club— y se quedó sorprendido de la calidad del equipo. Quizás es más sorprendente que a un entrenador le pille desprevenido la calidad de un equipo reciente campeón de la Champions. Pero con sus parámetros, los que han construido la Premier moderna, no es capaz de explicar las victorias de los blancos.

El tacticismo extremo siempre ha existido pero se hace parte del bien común con Guardiola, que lo utiliza para atacar y no para defender, que había sido lo común. Recordemos aquel fútbol de izquierdas/fútbol de derechas de Menotti y Valdano. El de derechas era el autoritario y represivo. El catenaccio, el bilardismo que ganaba desde lo mezquino y la automatización de procesos que debían ser libres, guiados solo por el talento. Pero Guardiola como seguidor de Cruyff y Van Gaal, consiguió llegar a la victoria desde la técnica y la táctica aunadas en la teoría del pase. Encaramado en un jugador que es un mundo en sí mismo: Leo Messi. Fuera de él, su fútbol es de alta gama, pero predecible. Algo así como una mecanización del amor. Una sistematización de la solidaridad que se ha filtrado en todas las escuelas y ha destrozado el talento del niño egoísta que siempre lleva el genio dentro. Aquello que era lo mejor del fútbol y nos hacía soñar: el hombre metiéndose en la selva con la pelota como única arma, prácticamente ha desaparecido. Solo Vinícius, Rodrygo, Karim y los últimos latidos de Modric estremecen. A pesar de eso, el City es el único desafío real de la temporada. Dos mundos frente a frente.

Todos los años son el año del City. Luego, son un sistema sin amor ni odio. Los desbarata el azar y en la Champions tienes que estar blindado contra la fortuna. Por eso, Guardiola fichó a Haaland. Una rareza que el poeta fichara una base militar. Pero sabe que, para ganar, tiene que acabar con el Madrid. Necesitará todos los poderes y por todos los medios disponibles. Y en ese enfrentamiento se va a dibujar una parte del futuro del fútbol.

En el medio de la semana, ese momento que para los madridistas es la cristalización de sus deseos infantiles, el Real volvió a vestirse con la piel de la Champions. Había buenos y malos augurios para el partido. Los blancos llegaban tranquilos, saludando desde su posición de reliquia del pasado que todavía conserva en su poder, y los blues les recibían sabiendo que el Madrid siempre sufre en los encuentros donde la indefinición es la divisa, donde parece que todo está ganado y solo queda esperar a la siguiente pantalla.

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