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Carlos Henrique Casemiro, el padre que todos deberíamos tener
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Desde el mundo REAL

Carlos Henrique Casemiro, el padre que todos deberíamos tener

El brasileño robó el corazón del madridismo a base de orden, equilibrio, golazos y personalidad. Ahora sigue demostrando la misma energía y rabia en el Manchester United

Foto: El brasileño dejó un legado imborrable. (Reuters/Molly Darlington)
El brasileño dejó un legado imborrable. (Reuters/Molly Darlington)

Fue parido en el Real Madrid en el partido aquel contra el Borussia Dortmund, año de gracia de 2014. El mismo encuentro que se tragó a Illarramendi. El Real había ganado la ida de los cuartos de final de la Champions por 3-0. En la vuelta le faltaba Cristiano y jugó el típico partido blanco donde sus jugadores hacen de turistas en el infierno. Blando e indefinido, perdía por 2-0 al poco de comenzar. Klopp, entrenador de aquel Dortmund y del Liverpool actual, es un genio convirtiendo el campo en un paisaje solo de ida y sus jugadores siguieron ese ideal con fanatismo. De la segunda parte surgió Isco, que se ató la pelota al pie, haciendo dudar a la bestia, y por fin, en el minuto 73, saltó Casemiro al campo.

Fue chocando uno por uno todos los jugadores germanos hasta atravesarlos por la mitad. Y fue taponando todas las trampas y arañando los balones divididos hasta que el encuentro se convirtió en un mar sin olas ni principio ni final. Hasta que ya no pasó nada. Y lo que pasó es que el Madrid ganó la eliminatoria y, poco después, la décima Copa de Europa. Hace dos años en Liverpool, contra otro equipo de Klopp, se repitió el mismo guion: un buen resultado en la ida, y dudas e indefinición en la vuelta. El Real se quedó primero sin la pelota y luego sin el espíritu. El centro del campo estaba infestado de pirañas, la presión era asfixiante y el Madrid como una doncella mancillada corría despavorida por un bosque encantado.

placeholder Casemiro dio su opinión. (Reuters/David Klein)
Casemiro dio su opinión. (Reuters/David Klein)

Milner, un profesional de la violencia de los que abundan en la Premier, castigó duro a Karim cuando bajó a la media a calmar el juego. Era un mensaje de los rojos. Casemiro levantó las orejas. En la jugada siguiente, el balón llega a Milner cerca de la banda y de repente es talado como si fuera un árbol viejo. Casemiro lo había sacado del campo con una entrada de una brutalidad antigua, digna de salir en una pintura barroca de batallas, escorzos y aullidos. Los comentaristas —siempre del lado del bien— gritaron contra la violencia, se pusieron la pegatina de No a la guerra y nos endilgaron un hondo discurso moral. Muy mal Casemiro, eso no era procedente.

Hubo una pequeña trifulca y el brasileño admitió la cartulina amarilla con seriedad. Casemiro es como el predicador de Pulp Fiction. Tranquilo y terrible a la vez. El partido ya no alcanzó ninguna vibración. El Real recuperó la pelota, el orden y la sabiduría. Y mientras, Casemiro seguía tejiendo por detrás, incansable, la malla que sostiene el mundo. La materia oculta, según los astrofísicos, el 95% del universo. Todos estos años Casemiro ha sido el padre de todos nosotros. El que cuida la puerta con un hacha en la mano. El que reparte el pan, tras bendecirlo, entre su descendencia.

Un ascenso fulgurante

Carlos Henrique Casimiro, nacido en el barrio más pobre de la ciudad brasileña de San José de Campos y que fue abandonado por su padre a la edad de tres años. Tres años, exactamente el tiempo que duran los padres en el caribe, el sitio donde la estructura es una quimera y el deseo, una ola que todo lo envuelve, lo confunde y lo anega. A Casimiro un día le estamparon mal la camiseta y saltó al campo como Casemiro. Jugó un gran partido y a partir de ahí, ese se convertiría en su nombre de futbolista. Llegó al Castilla en 2013 y pronto Mourinho le abrió la puerta del equipo. Su confianza era absoluta.

Donde los espectadores veían un trotón con pierna fuerte, él sabía que llevaba dentro los hilos del fútbol y lo iba a demostrar. Fue cedido al Oporto y Benítez lo recuperó en 2015. Cuando apareció Zidane, meses después, puso a Casemiro por obligación al ver que el equipo se le caía a trozos. Con Modric, Kroos y James de centrocampistas, había un espejismo de singularidad, una belleza que parpadea y no se sostiene. Faltaba ese hombre que clavara la lanza e hiciese un círculo de fuego alrededor. El que separa las aguas.

placeholder El técnico francés habla con el brasileño. (Reuters/Susana Vera)
El técnico francés habla con el brasileño. (Reuters/Susana Vera)

Y ese fue Casemiro. Sí, un parche, decían. Un borrón en el equipo. Alguien que manchaba, que ralentizaba, que rompía las posibilidades poéticas del Madrid que Zidane había pensado. El mediocentro defensivo se ve como una obra del maligno que se cuela en la gran estampa madridista. Suele ser rechazado por los comentaristas e ignorado por el público. Es quien mata las ilusiones. Pero de los contrarios, eso no lo dicen. Sin Casemiro, la frontal del área del equipo blanco, era un corredor humanitario. Casemiro se convirtió en un sistema defensivo en sí mismo. Y con él, haciendo el trabajo sucio, los príncipes podían ejecutar su arte sin mirar atrás.

Al principio, el brasileño se echaba a un lado cuando Modric y Kroos (o Isco) construían la jugada. No era bonito de ver. Le faltaba esa exquisitez en espacios cortos, ese dominio del tempo de la jugada, necesario para que en tres cuartos se hiciese el sol para los atacantes blancos. Tampoco sabía proteger el balón. Era un espectáculo verle correr hacia atrás cuando lo perdía, furioso pero no desesperado, y siempre, siempre, antes de que la jugada se hiciese letal, se iba al suelo y salía con la cabeza alta, el balón en los pies, y los contrarios rechinando los dientes.

El equilibrio vital del Real Madrid

Casemiro llevaba dentro el orden y la ley, e iba por los balones divididos como por un plato de comida. Siempre tuvo un pase de larga distancia demoledor, capaz de crear ocasiones de gol donde un segundo antes solo había una maraña. Aprendió a darla de primeras cuando el vagón se llenaba de gente y no había espacio ni tiempo para pensar. A mediados de 2017, ya se había desvelado todo el esplendor que llevaba dentro. A ratos Gengis Khan, a ratos San Juan de la cruz, intuía la jugada de gol cuando se acercaba el gran momento. Pasó en la final contra la Juventus al sacudir con ferocidad un balón que se había quedado en tierra de nadie. Pasó tantas veces con la segunda venida de Zidane, en un Madrid seco como un mar del desierto, donde Carlos Henrique era utilizado como el ariete que rompía la defensa contraria. Cabeceador, llegador o a instancias de su último pase.

Cuando faltaba sobre el césped, los contrarios brincaban exaltados por esa zona peligrosísima donde se sueldan las jugadas: la frontal del área. Le podríamos llamar la zona Europa. Un gran vacío espiritual sin Casemiro. Fue depurando su fútbol, lejos de su velocidad que nunca fue extrema— de sus primeros años. La sencillez de Casemiro era la que consiguen los grandes narradores al final de su vida. Era el hogar y era el sótano donde se tortura al invitado. En la 2021-2022 su curva fue descendente. El ritmo junto a Kroos y Modric era el de los rusos llegando a Kiev. El que había sido el mejor mediocampo de la historia del Madrid, parecía un paquebote antiguo varado en las inmediaciones del área. La presión se volvió una quimera y Ancelotti con frecuencia cambiaba a dos de esos nombres legendarios con excelentes resultados.

placeholder El brasileño celebra la Decimocuarta. (Reuters/Lee Smith)
El brasileño celebra la Decimocuarta. (Reuters/Lee Smith)

Cuando la temporada llegaba a su final, Casemiro se miró al espejo y convirtió su juego en algo diferente. Más realista, igual de despiadado, más lento y de una absoluta eficacia. Juntó al Madrid cerca de su área y desde allí, manejaba el caos que vomitaba a los contrarios contra los acantilados del Bernabéu. Ese manejo del caos, algo dificilísimo, ya que muchas veces en un encuentro nadie sabe qué está pasando exactamente, es quizás su mejor virtud. Dentro de Casemiro ya no existía la paz, solamente la victoria. Se ganó otra Copa de Europa. Contra el Liverpool de Klopp. Un enemigo que lleva una década teniéndolo enfrente.

En agosto dicen que Casemiro se va. Que el Madrid quiere vender y él tiene ganas de otros horizontes. El Real compra a Tchouaméni, un gigante con mirada de niño. El Manchester paga bien y el brasileño es historia. Una pena. En un equipo con Tchouaméni y Casemiro, podría jugar García Lorca de central. Ahora está en la Premier enseñando a los ingleses donde se ganan los partidos de fútbol. Sigue teniendo la misma energía, la misma rabia y esa sencillez de quien conoce el camino. Un hombre de piedra. El mejor mediocentro del mundo. A pesar de llevar el nombre mal estampado en la camiseta.

Fue parido en el Real Madrid en el partido aquel contra el Borussia Dortmund, año de gracia de 2014. El mismo encuentro que se tragó a Illarramendi. El Real había ganado la ida de los cuartos de final de la Champions por 3-0. En la vuelta le faltaba Cristiano y jugó el típico partido blanco donde sus jugadores hacen de turistas en el infierno. Blando e indefinido, perdía por 2-0 al poco de comenzar. Klopp, entrenador de aquel Dortmund y del Liverpool actual, es un genio convirtiendo el campo en un paisaje solo de ida y sus jugadores siguieron ese ideal con fanatismo. De la segunda parte surgió Isco, que se ató la pelota al pie, haciendo dudar a la bestia, y por fin, en el minuto 73, saltó Casemiro al campo.

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