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Las tres coronas del zar

El eterno retorno de Vladímir Putin (y del imperialismo ruso)

Las maldiciones históricas no existen, pero lo de Rusia, sus patrones autoritarios y los expansionistas, se le parece mucho, de la mano de un Putin que ya solo mira a la historia

EC EXCLUSIVO

Una vez gane las elecciones sin auténticos rivales este fin de semana, el próximo 7 de mayo Vladímir Putin jurará por quinta vez el cargo presidencial en el Gran Palacio del Kremlin, la antigua residencia moscovita de los zares. Miles de invitados lo ovacionarán a ambos lados de la alfombra roja, bajo las lámparas de araña, con la Marcha de la Coronación de Piotr Ilich Tchaikovsky resonando en los impresionantes pasillos columnados de estilo ruso-bizantino. Si Putin completa su mandato, en 2030, habrá gobernado más tiempo que Stalin. Tres décadas enteras.

¿Qué lleva a un hombre a aferrarse al poder durante tantos años, dejando por el camino un reguero de cadáveres, entre ellos el del endeble sistema democrático que había nacido en Rusia? En esta pregunta reside el misterio ya no de Vladímir Putin, sino de la historia de su país. Salvo Jrushchov y Gorbachov, y porque fueron defenestrados, todos los líderes soviéticos murieron en el puesto. Igual que los zares. Visto así, lo verdaderamente raro, lo anómalo, hubiera sido que Putin abandonara voluntariamente el poder y se retirase a cultivar bonsáis en su dacha.

Quizás el tamaño de Rusia condicione las ambiciones y la percepción del tiempo. Se ha descrito el régimen de Stalin como una teocracia, porque sólo un dios podía construir el comunismo sobre la sexta parte de la Tierra emergida. Putin no es tan poderoso como Stalin, pero sigue dirigiendo un Estado-imperio. Un espacio que, de momento y salvo por breves y malhadadas excepciones, siempre ha sido gobernado por una serie de emperadores que sólo se han cambiado el título.

El fatalismo es una corriente de fondo en la vida rusa. Cuando las libertades irrumpieron en Rusia hace 30 años largos, multiplicando las opiniones, los medios de comunicación y los bulliciosos partidos políticos, hubo quienes vaticinaron con escalofriante exactitud el retorno del autoritarismo. Tarde o temprano, dijeron, un señor se apoltronaría, comenzaría a cercenar las espigas que sobresaliesen del trigal y echaría de nuevo el cerrojo. Las aguas rusas volverían a su cauce.

placeholder Celebración del primer aniversario de la anexión de Crimea a Rusia, en Sebastopol, en marzo de 2015. (Getty/Alexander Aksakov)
Celebración del primer aniversario de la anexión de Crimea a Rusia, en Sebastopol, en marzo de 2015. (Getty/Alexander Aksakov)

En marzo de 1990, durante un debate con el entonces político ascendente Boris Yeltsin, el filósofo Aleksandr Zinoviev le recordó que el pueblo ruso ya había tomado el poder en 1917, lo cual había desembocado en la dictadura de Stalin. Como recoge Vladislav Zubok en su libro Collapse: The fall of the Soviet Union, Zinoviev dijo que Yeltsin "mataría a la Unión Soviética y Occidente le aplaudiría. En unos años, sin embargo, la sociedad rusa se deslizaría de vuelta hacia el autoritarismo".

El historiador y político de la oposición Vladímir Ryzhkov denunció en 2004 la manera en la que Vladímir Putin, que todavía estaba en su primer mandato, iba a transformarse en dictador usando la guerra de Chechenia como excusa. "Me gustaría dirigirme a todos los que estáis aquí y a quienes nos están viendo", dijo en televisión. "Nos están engañando. Hoy podemos elegir al líder de nuestra región; mañana ya no podremos [correcto]. Nos toman por ganado, por tontos. Nos están dando de comer dictadura, corrupción y la pérdida de los derechos que nos quedan. No sabréis ni lo que os estará pasando. Simplemente estaréis comiendo mentiras".

Buscando la llave de esta especie de maldición política, algunos historiadores han recalcado que Rusia no tuvo Renacimiento, de manera que el ser humano, lejos de ser la medida de todas las cosas, seguiría siendo considerado un pelele en manos de fuerzas inconmensurables encarnadas por el Estado. Otros sostienen que, destruida la Rus de Kyiv, los territorios de las actuales Ucrania y Bielorrusia se desarrollaron en condiciones relativamente benignas, mientras que las ciudades que después formarían Rusia padecieron horrores indecibles bajo el yugo tártaro. Y que esos horrores habrían creado una cultura traumatizada, obsesionada con la fuerza.

Más allá de predicciones y teorías esotéricas, el hecho inapelable es que Putin volverá a ser elegido presidente de Rusia este fin de semana, por quinta vez y en circunstancias todavía más autoritarias que antes, con los opositores exiliados, encarcelados o muertos, los medios amordazados y todo un engranaje de vigilancia social cada vez más estrecho. En medio, además, de la guerra de Ucrania, como si la represión y la agresión bailaran un vertiginoso tango.

Este es el gran déficit de quienes explican la invasión de Ucrania, fundamentalmente, como una reacción a la ampliación de la OTAN. Dado que sólo miran a las relaciones entre Estados, se olvidan de la otra cara de la moneda: de lo que pasa dentro de Rusia, de sus motores, que poco tienen que ver con lo que hagan otros países.

Las tres coronas de Putin

Volviendo a la percepción del tiempo, Putin probablemente piense que los cambios que necesita Rusia no requieran años, sino décadas. De hecho es habitual dividir su cuarto de siglo de mandato, por ahora, en tres fases o personajes: Putin Corazón de León, Putin el Grande y Putin el Terrible, por usar la clasificación utilizada por el periodista y biógrafo Mijaíl Zygar en su libro All the Kremlin’s men.

Putin Corazón de León es el tipo duro que necesita Rusia, un hombre relativamente joven, sobrio, con pulso de hierro. Su misión es ponerles la correa a los oligarcas y destruir a los separatistas chechenos, sanear las cuentas de Rusia, estabilizarla. En 2008 nace Putin el Grande, un estadista curtido que da la impresión, incluso, de querer abrirles camino a las nuevas generaciones. Durante cuatro años ejerce de primer ministro. Rusia es un barco transatlántico que avanza sereno por entre las olas, dejando un fino trazo de espuma. Pero Putin vuelve a la presidencia en 2012, invocando el viejo fantasma de la tiranía. Las protestas son aplastadas y las políticas dan un giro ultraconservador. En 2014 invade Crimea. Estamos ante Putin el Terrible.

Putin no mide la tragedia en vidas humanas. Putin mide la tragedia en territorios

Si las dos primeras fases del putinismo han estado centradas en los asuntos internos de Rusia, la tercera fase está volcada al exterior. Ahora que el hogar está limpio, tocaría ampliarlo: recuperar su espacio legítimo. Resucitar el rol global de Moscú para desembocar, finalmente, en la vuelta de la "Gran Rusia", sumándole Ucrania.

Una de las frases más famosas de Putin es aquella que pronunció en 2005, durante su discurso del Estado de la Nación, cuando dijo que la caída de la URSS fue "la catástrofe geopolítica más grande del siglo XX". Una reflexión curiosa en un país que pasó por hambrunas, represiones masivas y la Segunda Guerra Mundial, que mató a unos 20 millones de ciudadanos soviéticos. El colapso de la URSS pudo ser estremecedor o triste para algunos soviéticos, pero a duras penas fue más trágico que la Primera Guerra Mundial, la Revolución rusa, la Guerra Civil o el Gran Terror.

placeholder Varios peatones observan a Putin en una pantalla de una calle de Moscú el pasado febrero. (EFE/Maxim Shipenkov)
Varios peatones observan a Putin en una pantalla de una calle de Moscú el pasado febrero. (EFE/Maxim Shipenkov)

Como apuntó recientemente el historiador Serhii Plokhy, la explicación de esta frase, probablemente, es que Putin no mide la tragedia en vidas humanas. Putin mide la tragedia en territorios. Y en 1991 Rusia volvió al tamaño que tenía tres siglos antes.

Dado que las cuestiones internas de Rusia estarían resueltas, Putin el Terrible, cada vez más aislado, más taciturno, con tendencia a desaparecer 10 días seguidos para volver y abroncar a un pobre subordinado tembloroso frente a las cámaras, habría dejado de interesarse por la economía, la natalidad o la innovación. A este Putin le interesaría, sobre todo, la historia. Concretamente las hazañas de los grandes zares y zarinas. Su contribución a la magnificencia de Rusia. Su muesca en la posteridad. Una fijación que se habría intensificado durante sus largos encierros pandémicos.

Foto: El presidente ruso, Vladímir Putin, en una entrevista con Tucker Carlson, en Moscú. (Reuters/Tucker Carlson Network)

Los escépticos dicen que los medios occidentales intentan demonizar a Putin y desdeñar sus legítimas preocupaciones, pero lo cierto es que Putin no deja de hablar de historia allí donde ve una cámara o una audiencia. El mandatario desgrana fechas, nombres y reflexiones con evidente placer, sugiriendo paralelismos entre las hazañas de Pedro I, vencedor de la Batalla de Poltava, en Ucrania, y sus propias gestas.

Hace un mes, Occidente estaba pendiente de la entrevista que le hizo Tucker Carlson a Putin en Moscú. Era la primera vez en más de tres años que el presidente de Rusia se sentaba a responder a las preguntas de un occidental. Y además en un contexto favorable a la invasión rusa: con la ayuda a Ucrania bloqueda en el Congreso estadounidense, Donald Trump políticamente resucitado y las fuerzas armadas ucranianas perdiendo terreno por la falta de soldados y de munición.

Qué maravillosa oportunidad para dirigirse a los pueblos estadounidense y europeo sin tener que pasar por el filtro de sus medios de comunicación. Qué gran tribuna para ofrecer su versión de los hechos y poner sus demandas negro sobre blanco, en lenguaje sencillo, bien acolchaditas en llamadas a la paz; qué fenomenal coyuntura para tocar las fibras sensibles de los votantes republicanos, hablándoles de cómo el wokismo y la inmigración están destruyendo su país, mientras Rusia defiende el matrimonio tradicional, los valores cristianos y las personas de bien.

Pero, por alguna razón, Putin no fue capaz de aprovechar esta plataforma que le ofrecía Carlson, a quien desautorizó y humilló durante toda la entrevista, diciéndole que chitón, que tenía un par de cosas que decirle: 25 minutos seguidos de historia medieval de Europa del este, más una larga lista de agravios a la razonable y pacífica Rusia. Es probable y también lógico que el norteamericano medio jamás haya oído hablar del Gran Ducado de Lituania o de la Gran Guerra del Norte. Conceptos que posiblemente se desvanecieron en el momento en que les entraron por los oídos.

La diatriba de Putin está más claramente expresada en su ensayo de 5.000 palabras, Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos, publicado siete meses antes de que sus tropas invadieran Ucrania en cinco direcciones a la vez. Un mensaje basado en referencias apócrifas que sus acólitos reiteran explícitamente. La semana pasada, el expresidente Dmitry Medvedev dijo que "Ucrania, sin duda, es Rusia". De fondo tenía un mapa donde Ucrania quedaba reducida a la provincia de Kiev.

Foto: El mapa compartido por Medvédev en su perfil de Telegram.

La visión de Putin bebe de dos fuentes. Como nos decía el historiador Karl Schlögel, los servicios de seguridad siempre han sido el reservorio del pensamiento imperial de Rusia. Ése es el ecosistema del que salió Putin y del que todavía se rodea. Los llamados siloviki, cuya etimología es sila, "fuerza", son los hombres que, como él, proceden de los servicios de seguridad. Una maraña de agencias que Putin mantiene divididas y que llevan la voz cantante en las altas instancias, junto a una serie de tecnócratas de nuevo cuño que asisten al presidente en la gestión de la guerra.

Foto: Unos soldados, antes de una marcha para conmemorar el aniversario de la anexión de Crimea a la Federación de Rusia en Sebastopol, en marzo de 2015. (Getty/Alexander Aksakov)

La otra fuente de la que bebe Putin es la Iglesia Ortodoxa Rusa, probablemente la única institución que no fue reformada durante la época soviética y que por tanto conserva la anticuada visión de la Rusia del siglo XIX: la idea de que rusos, bielorrusos y ucranianos son el mismo pueblo. Una noción chovinista cultivada por historiadores como Serguéi Solovióv o Vasily Klyuchévsky, y que se quedó obsoleta hace décadas. Un añadido interesante es que, tradicionalmente, los prelados ortodoxos eran, al mismo tiempo, oficiales del KGB. Tal es el caso del actual Patriarca Kiril de Moscú, así como de su antecesor, el Patriarca Alexéi II. Viejos siloviki con sotana que bendicen el imperialismo del Kremlin. Que tampoco es nuevo.

De la misma forma que la historia de Rusia contiene patrones autoritarios, también contiene patrones de agresión hacia Ucrania. La razón por las que los argumentos de la ampliación de la OTAN, si bien son parte de la escena y han sido esgrimidos por estadistas norteamericanos poco sospechosos de simpatizar con Rusia, acaban siendo una notita al pie del rico historial expansionista de Rusia. Dinámicas muy anteriores a la OTAN e incluso a la existencia de sus miembros fundadores.

Cuando Pedro I conquistó Kiev, la mítica urbe que los príncipes moscovitas primero y los zares después habían codiciado como fuente de legitimidad, aún quedaba un siglo para que se fundara Estados Unidos. Cuando Catalina II liquidó el Hetmanto cosaco y luego el Sich de Zaporiyia, poniendo fin a la considerada primera versión del Estado ucraniano y lanzando una campaña de rusificación étnica y lingüística, prohibiendo el idioma local y forzando matrimonios mixtos, los colonos británicos de las Américas todavía no habían declarado la independencia.

placeholder Agentes de policía detienen a un manifestante en contra de la invasión de Ucrania en septiembre de 2022. (Getty/Contributor)
Agentes de policía detienen a un manifestante en contra de la invasión de Ucrania en septiembre de 2022. (Getty/Contributor)

En el invierno de 1933, entre cuatro y siete millones de ucranianos de las regiones rurales perecieron en el marco de la colectivización estalinista. La operación de castigo contra los campesinos rebeldes consistió en requisarles todos los alimentos, de manera que las masas depauperadas huyeron hacia las ciudades, que habían sido cerradas, o se murieron en la espantosa soledad de sus viviendas. Cuando los campesinos rusos llegaron a reemplazar a los cadáveres, una de las razones por las que a día de hoy el sureste de Ucrania es de mayoría rusófona, tuvieron que derribar las cabañas y construir otras nuevas. La peste era tan abrumadora que no bastaba con fregar y pintar las paredes. Quedaban 15 años para que naciera la OTAN.

Lo que vemos desde febrero de 2022 en Ucrania también relativiza la hipótesis de la "arquitectura de seguridad". Entre las exigencias presentadas a EEUU por parte de Rusia, con declarada voluntad negociadora, estaba la de que la OTAN volviese al tamaño que tenía en 1997. Es decir, que expulsase de sus filas a una docena de países de Europa del este: precisamente los países que más desean estar en la OTAN. Una petición tan maximalista que, según se ha interpretado, no dejaba hueco para negociar. Como tampoco lo dejaba el haber planteado las demandas públicamente.

El corresponsal en Ucrania de Financial Times, Christopher Miller, cuenta en su libro, And The War Came To Us, que Rusia ya había trazado los planes de anexión, deportación y rusificación antes del 24 de febrero de 2022. Una misión imperialista que rima con las acciones pasadas y que no tiene nada que ver con la OTAN. Si impedir que la alianza atlántica se acercase todavía más al territorio ruso era el fin último de Vladímir Putin, resulta difícil de explicar por qué no ha invadido, también, a su vecina Finlandia, que el año pasado duplicó la frontera entre Rusia y la OTAN.

Mesianismo, nostalgia y corrupción

Sin embargo, la apelación a la agresividad occidental sigue siendo atractiva, paradójicamente, en los polos opuestos del paisaje político europeo: la extrema derecha y la extrema izquierda. En nuestro país, las coordenadas en las que se mueven el coronel Pedro Baños y el exvicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, son diametralmente opuestas. Salvo cuando hablan de la invasión de Ucrania. Cuando hablan de Ucrania, sus discursos son perfectamente intercambiables.

Que voceros de la extrema derecha y, sin ánimo de generalizar, algunos militares, diseminen los argumentos del putinismo puede tener sentido. Al fin y al cabo, Putin preside un régimen ultraconservador en el que la homosexualidad está cada vez más perseguida, a las mujeres se les dice que su función en la vida es tener más hijos y los alumnos de la escuela primaria desfilan uniformados. Puede que ciertos militares talluditos sientan un agradable cosquilleo cuando miran la manera asertiva, de estadista decimonónico, bismarckiano, con la que Putin redibuja el mapa de Europa. La tolerancia de la extrema izquierda, por otro lado, es más difícil de comprender.

El periodista español Ricardo Marquina, que lleva cerca de 20 años viviendo en Rusia, retrató las líneas ideológicas del putinismo en su documental Rusia, revolución conservadora. No es él, sino los sucesivos y variados entrevistados, quienes pintan el fresco de las políticas rusas y la filosofía que subyace en ellas. Una mezcolanza de tradicionalismo, mesianismo, nostalgia y corrupción. El cóctel que cualquier izquierdista sobre la faz de la Tierra criticaría sin pensarlo ni un segundo.

La hipótesis provisional es que, para la extrema izquierda, cualquier cosa que vaya en contra de Estados Unidos es buena, o, al menos, goza del beneficio de la duda. Dado que Washington es el principal espónsor de Ucrania, Rusia tiene que tener su punto de razón: el derecho a dictar a los países vecinos lo que pueden o no pueden hacer. Porque, se nos recuerda, tal es la cruda realidad de las relaciones internacionales. Una visión fría y descarnada, casi cínica, que contrasta con el idealismo militante que la extrema izquierda suele predicar en otros ámbitos.

El régimen de Putin es consciente de estas paradojas y sabe cómo explotarlas. El canal internacional RT, que depende del Kremlin y retransmite en nueve idiomas, adapta su narrativa a las fobias y prejuicios de las distintas audiencias a las que trata de persuadir. Como describía Daniel Iriarte el pasado septiembre, RT se ocupa, sobre todo, de proporcionar contenidos conspirativos a una red de páginas web y canales de Telegram que luego les dan difusión. Ahora mismo estarían centrados, entre otras cosas, en convencer a los latinos de EEUU de que voten a Donald Trump.

Foto: Un partidario del presidente ruso, Vladímir Putin, distribuye periódicos a su favor en Moscú. (Reuters/Shamil Zhumatov)

El hecho de que Rusia invierta tantos recursos en sus servicios de agitación y propaganda, y en asesinatos y envenenamientos en suelo extranjero, llevados a cabo por el grupo 29155 del GRU, es muy elocuente: se trata de las herramientas de un país relativamente débil. Como se suele decir, una "potencia pobre" que depende en gran parte de las rentas de la naturaleza (hidrocarburos) y de la URSS (arsenal nuclear) para persuadir a los vecinos. Pero luego aparece la abundante y fructífera Unión Europea, con un paraguas que dice "OTAN", y no tiene ninguna dificultad en seducir a sus clientes tradicionales. Lo cual provoca un inmenso ataque de celos.

placeholder Putin en un acto del primer aniversario de la anexión de Crimea en marzo de 2015. (Getty/Sasha Mordovets)
Putin en un acto del primer aniversario de la anexión de Crimea en marzo de 2015. (Getty/Sasha Mordovets)

La periodista Catherine Belton describe en su libro Putin’s People cómo Vladímir Putin siempre ha usado, durante todas las fases de su carrera, los métodos del KGB: usar información comprometida, tender trampas, montar operaciones ilegales de enriquecimiento de sus aliados, recurrir al envenenamiento y paralizar a la sociedad enredándola en una confusa niebla propagandística. Desde que es presidente de Rusia, sobre todo desde 2014, la política interior y exterior del Estado ruso refleja a con precisión estos métodos mafiosos.

"De repente una se da cuenta de que Rusia estaba intentando expandir su rol en la escena internacional", dijo Belton en una reciente entrevista con Novaya Gazeta, "no creando una economía vibrante y competitiva, sino minando y desestabilizando las democracias y apoyando a sus propios candidatos en las elecciones".

La paradoja es que estos métodos, que inspiran una poco disimulada fascinación en determinados sectores occidentales, parecen ser contraproducentes. Lejos de retratar a Rusia como lo que es, un país inmenso, multirracial, con variados recursos y un legado cultural extraordinario, el comportamiento chequista de su gobierno la reduce al matón que se sirve de capucha y navaja para hacer negocios.

"El comportamiento chequista de su gobierno la reduce al matón que se sirve de capucha y navaja para hacer negocios"

El uso masivo de la propaganda desde hace décadas, por ejemplo, habría terminado intoxicando al propio Kremlin, que ordenó la invasión de Ucrania pensando que sus tropas serían bien recibidas. ¿Cómo no iban los ucranianos a desear que los liberasen de un régimen supuestamente neonazi, golpista y genocida, que crucifica a la gente por hablar ruso? Pero la realidad les estaba esperando. También a Putin, cuya "operación especial militar", pensada para unos días, se convirtió rápidamente en el conflicto europeo más destructivo desde la Segunda Guerra Mundial.

Pese a todo lo anterior, las maldiciones históricas no existen. A veces las tiranías, que se supone que brindan estabilidad a países turbulentos, se disuelven en la memoria y acaban siendo reemplazadas por sistemas democráticos duraderos, pulverizando las más oscuras preconcepciones. Hace 80 años Alemania y Japón, dos de los regímenes más agresivos y racistas de la historia, fueron derrotados y humillados. Pero no desaparecieron. Se transformaron en dos naciones abiertas, prósperas y confiadas. Como nos decía el historiador de Ucrania y Rusia Hiroaki Kuromiya: "La edad de los imperios se ha terminado y Rusia tiene que adaptarse o se quedará atrás".

Una vez gane las elecciones sin auténticos rivales este fin de semana, el próximo 7 de mayo Vladímir Putin jurará por quinta vez el cargo presidencial en el Gran Palacio del Kremlin, la antigua residencia moscovita de los zares. Miles de invitados lo ovacionarán a ambos lados de la alfombra roja, bajo las lámparas de araña, con la Marcha de la Coronación de Piotr Ilich Tchaikovsky resonando en los impresionantes pasillos columnados de estilo ruso-bizantino. Si Putin completa su mandato, en 2030, habrá gobernado más tiempo que Stalin. Tres décadas enteras.

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