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Le dimos por muerto y ha resucitado: el secreto del incombustible Trump
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¿CABALLO PERDEDOR O GANADOR?

Le dimos por muerto y ha resucitado: el secreto del incombustible Trump

Por un momento parecía que Donald Trump estaba vencido políticamente, pero todo apunta a que será el candidato republicano para las elecciones de 2024. Estaba preparando su retorno

EC EXCLUSIVO

Una vez más, lo dimos por muerto; una vez más, Donald Trump solo preparaba su retorno. El más que probable candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos ha pasado los últimos tres años discretamente activo en los medios de la derecha populista, dejándose caer por eventos y pizzerías de los estados clave, montando la defensa de los cuatro juicios que comenzarán a partir de marzo y montando también el boceto de un Gobierno que sería mucho más duro que el anterior. Por sus planes, su revanchismo y por el fidelísimo perfil de sus componentes.

Trump nunca se fue. Solo ha permitido que nos olvidáramos de él lo suficiente como para volver a ser novedoso. Y en esas estamos. Obligados a buscar, de nuevo, el secreto de su aparente invencibilidad entre las bases republicanas.

Esta es una distinción importante. "Entre las bases republicanas". Pese a la sensación estos días de que Trump va a ser un buldócer que no se detendrá hasta llegar a la Casa Blanca, lo cierto es que se trata de un candidato perdedor. Ganó en 2016 con casi tres millones de votos menos que Hillary Clinton, pero llevándose una fina lámina de 80.000 votos sumados en tres estados que contaban. Y poco más.

Desde entonces, Donald Trump perdió las elecciones de medio mandato de 2018, la presidencia en 2020, y, aunque ya no tuviera un cargo público, sus candidatos afines fueron parte de la razón por la que los republicanos se desempeñaron tan mal en las midterms de 2022. Lo que tenía que haber sido una "ola roja" (por el color republicano) acabó siendo una marejadilla que permitió a los demócratas ampliar el dominio del Senado y ganar, en neto, cuatro gubernaturas y cinco cámaras estatales. A la vista de la historia, una anomalía. Los demócratas tendrían que haber mordido el polvo.

Foto: Un votante en Míchigan. (Reuters/Evelyn Hockstein)

Sin embargo, pese a ser técnicamente un caballo perdedor y a haber sido el único presidente al que se le hicieron dos procesos de destitución (impeachment); pese a tratar de sabotear la transición pacífica de poder, azuzar una intentona de golpe constitucional, y a afrontar cuatro juicios a la vez que pueden acabar con alguna condena y quién sabe si con su inhabilitación, Donald Trump va a volver a ser el nominado republicano a la presidencia. Por la décima parte de todo esto, cualquier otro político se hubiera volatilizado en el acto. Hubiera ardido por combustión espontánea y su nombre habría sido borrado para siempre. Pero no es su caso. Se trata de una situación casi inexplicable, pero que debemos explicar.

En la base del pastel trumpista, por así decirlo, tenemos la capa más espesa y crujiente, específicamente, las circunstancias socioeconómicas en las que ha florecido el trumpismo. Por resumir, ya que se trata de una vieja historia, esta base fundamental sobre la que se sostienen el resto de capas del pastel estaría compuesta por tres factores: la decadencia económica de las regiones industriales del interior, en contraste con el despegue de las ciudades costeras; la mayor diversidad racial; y las redes sociales, que, como explica el sociólogo Jonathan Haidt, son a las leyes de la política lo mismo que duplicar la fuerza de la gravedad sería para las leyes de la física. Una aceleración funesta, potencialmente catastrófica, de las dinámicas en juego.

placeholder Foto: Getty/Alex Wong.
Foto: Getty/Alex Wong.

Pongámosle cara al votante medio de la base de Trump, a ese centro caliente del "movimiento MAGA" (Make America Great Again). A su seguidor más fiel. Una cara que puede sonar a caricatura o a cliché, pero que describen inequívocamente las estadísticas. Es el perfil de hombre blanco sesentón, sin titulación universitaria, habitante de una zona rural y en una situación económica no particularmente difícil, pero sí peor que la que le hubiera correspondido hace 30 años, cuando cerca de su localidad había una acería, una planta automovilística, una fábrica de radiadores o cualquier otra empresa manufacturera que ofrecía estabilidad y alimentaba por sí sola un entramado económico de pequeños negocios.

Ahora este votante mira a su alrededor, y ¿qué ve? Básicamente, un paisaje con numerosos edificios abandonados, pocos jóvenes y, si tiene suerte, un inmenso Walmart; si no la tiene, un Dollar Tree o un Family Dollar. Ve un país distinto al que recuerda de su niñez, con diferentes etnias y acentos que nunca había escuchado, pero que se despliegan en primera línea de la vida pública. El periódico local que lo mantenía al corriente de las cosas que le pasaban a su comunidad ya no existe, fue comprado y fagocitado por una lejana multinacional. El votante, ahora, dice que se informa "en Facebook", y lo que le obsesiona, aunque realmente no afecte a su vida diaria, es la política nacional. Las indignantes pero adictivas guerras culturales.

Esta relativa depresión económica, aunque sea por comparación a un pasado mejor y también endulzado por la memoria, se traduce en una recesión demográfica, una caída de la esperanza de vida —agravada por la epidemia de adicción a los opioides, que guarda una clara relación estadística, por cierto, con el apoyo a Trump— y una bajada inevitable de la confianza en el futuro.

La tecla que Trump ha sabido tocar

Llegados aquí, casi no hace falta completar la ecuación. Trump supo captar, y explotar, este suculento mercado político, aprovechándose de una tendencia que ya era visible a mediados de los años noventa. Cuando el Partido Demócrata se volvió más urbano, más formado, y, en cierto modo, más esnob, mientras los republicanos, quién lo iba a decir, se convirtieron poco a poco en el partido de la clase obrera.

En 1992, el voto en los condados más pobres de EEUU se repartió a partes iguales entre George H. W. Bush y Bill Clinton. En 2000, más condados pobres se sumaron a los republicanos; en 2016, Donald Trump obtuvo casi el doble de votos en el 10% de condados más pobres que en el 10% de condados más ricos. Si lo miramos por el baremo de la titulación universitaria, la diferencia es más radical. A Bill Clinton lo respaldó el 60% de los votantes sin educación universitaria. A Joe Biden, en 2020, lo votó un 27% de este grupo.

Consciente de esta fluctuación de los valores, los mensajes de Trump, capitaneados por su Make America Great Again, tocan continuamente los mismos acordes musicales: la nostalgia, la recuperación del músculo industrial, las viejas verdades de cuando "las cosas eran más simples" y una serie de guiños, algunos más evidentes que otros, a los sentimientos nativistas y revanchistas de muchos blancos.

placeholder Donal Trump atiende a los medios en New Hampshire. (Getty/Chip Somodevilla)
Donal Trump atiende a los medios en New Hampshire. (Getty/Chip Somodevilla)

Pero esta estrategia solo se entiende en un contexto de polaridad. Mientras una mitad del país entraba en declive, la otra subía y sacaba pecho. Desde la Gran Recesión, el PIB de las aglomeraciones urbanas en EEUU ha crecido casi un 40% más rápido que el de las zonas rurales. Las ciudades costeras, que aglutinan los sectores nacionales más punteros y productivos, la tecnología, las finanzas y otros mastodontes corporativos, son las que pagan la cuenta.

Los jóvenes del interior se mudan a ellas buscando oportunidades y acaban adoptando las posturas cosmopolitas que la derecha llama "globalistas". Un mundo abierto, progresista, diverso, en el que, además, habitan los grandes medios de comunicación.

Sin querer abusar de Jonathan Haidt, lo cierto es que el sociólogo también tiene otra manera curiosa de definir lo que les ha pasado a los dos grandes partidos, una teoría basado en cómo los ha transformado la polarización. Si los republicanos, según sus palabras, se han convertido en un partido "estúpido", una formación de señoritos elitistas que dicen ser antiélite (como los ivies Ted Cruz, Josh Hawley o el propio Trump) y que no dudan en diseminar teorías conspirativas para enfangar los cerebros de sus confundidos votantes, el Partido Demócrata se ha quedado atrapado en su propio monocultivo. Una especie de invernadero del buenismo cerrado a cal y canto para que sus excelsas ideas no se rocen con la realidad, como una diva venida a menos que se maquilla continuamente mientras su casa se va cayendo a pedazos.

Foto: European Focus

Las dos son generalizaciones extremas, pero así es cómo se perciben mutuamente ambas bancadas. Uno puede elegir el marco. Paletos fascistas y resentidos frente a personas modernas, sensibles, racionales y justas. O, por el contrario, gente sobria, real, honorable, patriótica y con callos en las manos, frente a niños de papá que juegan a ser Martin Luther King cuando en realidad los únicos latinos que han visto de cerca son los que les empaquetan la fruta en Whole Foods.

La división entre estas dos maneras de ver EEUU ha sido el combustible de Trump, que ha sido capaz, por un lado, de consolar y ofrecer esperanza a los semi-defenestrados del interior; de decirles continuamente 'sois buenos, decentes, trabajadores. Yo os voy a defender'.

Y, por otro, de vapulear y en ocasiones destruir a los pijipis urbanitas para deleite de esos mismos semi-defenestrados.La frase to own the libs, algo así como "humillar a los progres", se ha convertido en el requisito número uno para quien quiera llegar a algo en el conservadurismo estadounidense.

Donald, el 'gladiador'

Aquí estaría la esencia, el núcleo duro. Esta sería la herrería en la que se habría forjado la lealtad de las bases republicanas a Donald Trump. Para decenas de millones de republicanos, Donald Trump no es un político. Es un gladiador. El líder de un movimiento. Una especie de guerrero destinado a vengar las afrentas al pueblo llano y a devolver a Estados Unidos a la senda de la meritocracia y de los valores fundacionales, ofreciendo, por el camino, un vistoso espectáculo. Ocho años después de que se forjara, este vínculo ha demostrado ser irrompible. ¿Por qué?

Subiendo a las capas de la mitad del pastel, las cosas se vuelven un poco más complejas e interesantes. A Donald Trump lo votaron en 2020 el 84% de los evangélicos blancos, el grupo religioso más amplio de EEUU; los mismos a quienes les preocupan la fidelidad conyugal, los buenos modales y bendecir la mesa, de manera que surge la pregunta. ¿Cómo demonios puede una persona moralista, de tradición puritana, votar a un fanfarrón adúltero y malhablado, a quien nunca le ha importado la religión, casado tres veces y sorprendido comprando el silencio de una actriz porno con la que mantuvo relaciones sexuales?

Los evangélicos tienen también ese poso de frustración. Esa sensación de que pierden poder en una América que se agranda y se diversifica. Muchos pastores y feligreses piensan que su religión y su forma de vida estarían en peligro extinción: acosadas por los cambios sociales, que ellos consideran un declive. Lo cierto es que, en sólo 30 años, la proporción de estadounidenses que se identifican como cristianos ha bajado del 90% al 63%. En ese mismo periodo, aquellos que no se identifican con ninguna religión pasaron de ser el 5% al 29% de la población.

placeholder Seguidores del expresidente rezan en New Hampshire, el pasado 20 de enero. (Getty/Chip Somodevilla)
Seguidores del expresidente rezan en New Hampshire, el pasado 20 de enero. (Getty/Chip Somodevilla)

Trump intuye esto y por eso ha puesto buena parte de su agenda social en manos de los evangélicos, externalizando sus decisiones morales y judiciales a organismos ultraconservadores como The Heritage Foundation.

Un caso práctico es el de su exitoso nombramiento de tres jueces ultraconservadores al Tribunal Supremo. ¿Cómo no van a estar contentos estos votantes, si con Donald Trump se han agenciado la voz cantante para varias décadas en el órgano judicial más influyente del país?

Respecto a la justificación de votar a un sindiós, los evangélicos tienen este ángulo más que cubierto. Recurren a la Biblia, al pasaje en el que Ciro libera a los judíos que estaban cautivos en Babilonia. Ciro fue un rey conquistador persa, un hombre violento, ambicioso, politeísta. Un bárbaro. Sin embargo, según la interpretación bíblica, fue un bárbaro al que Dios utilizó como instrumento para hacer el bien en la Tierra. Porque así actúa Dios. En ocasiones recurre a lo que se conoce como el "emisario imperfecto". Un ser en apariencia despreciable, pero que, pese a sus mil faltas, acaba consiguiendo algo grande. Cumpliendo una misión divina.

Foto: Un evento antiabortista en Miami tras la derogación por el Supremo de la protección constitucional del aborto. (EFE/Cristobal Herrera-Ulashkevich)

Para quienes no estén familiarizados con esta forma de ver las cosas, esto les puede sonar un poco marginal y esotérico, pero no lo es. Los líderes evangélicos se han referido numerosas veces al pasaje bíblico (Isaías 45) en el que Dios le encarga a un bárbaro salvar a los judíos. Trump sería una especie de reedición contemporánea de Ciro: un bárbaro desagradable llamado a salvar Estados Unidos. El punto álgido de esta teoría fue cuando el republicano reconoció Jersualén como capital de Israel. Ahora había también la conexión judía, centrado en una nueva liberación simbólica de los hebreos. Un grupo israelí acuñó una moneda para conmemorar este gesto. En ella aparecían las efigies de ambos líderes hombro con hombro: Ciro el Grande y Donald Trump.

Esta misma perspectiva sirve para justificar a Trump más allá de los grupos evangélicos. El historiador conservador Victor Davis Hanson dice que, en la mitología nacional de la Conquista del Oeste, la persona que salva al poblado de la banda de forajidos no suele ser el sheriff, sino otro forajido. Un hombre moralmente defectuoso, de pasado oscuro, pero que, precisamente por estas características, tiene lo que hay que tener para enfrentarse a los malos. Es lo que se les escucha decir continuamente a los seguidores de Trump. "Tiene lo que hay que tener" para combatir los intereses espúreos de Washington y para meter a China en vereda.

En otras palabras: los defectos más visibles del aspirante no juegan en contra de su marca política. Estos defectos son parte de su esencia. El día que Trump dejase de insultar, de retorcer las reglas y de granjearse enemigos poderosos, dejaría de ser Donald Trump y dejaría de liderar las bases republicanas.

La importancia de 'lo básico'

Hay datos aún más contraintuitivos. Por ejemplo, en 2020 Donald Trump ganó más apoyo latino que en 2016, y de manera transversal; en Arizona, en Texas, en Miami, y entre latinos de diferentes edades y orígenes. Destacó, sobre todo, su desempeño entre las mujeres latinas y entre quienes habían mostrado siempre un bajo nivel de participación política. En total, pasó de ganar el 28% del voto latino en 2016 al 38% en 2020. También consiguió el voto de más mujeres blancas hasta rebasar la mayoría, un 53%. ¿Cómo es posible que un racista y un misógino, dicen sus críticos, haya visto cómo crecen los apoyos entre estos grupos demográficos?

Para responder a esta pregunta se pueden aplicar los postulados anteriores, y añadir otro aún más sencillo. Un postulado que me transmitió un votante republicano mientras asábamos unos medallones de solomillo en una granja del norte del Estado de Nueva York me dijo: "Mira, a la gente normal le importan dos cosas. Uno, la seguridad. Andar por la calle sabiendo que nadie te va a dar un navajado o pegar dos tiros. Y dos, ganar dinero. Trump cubre esos dos frentes".

En su carrera hacia la prosperidad urbana, muchos progresistas habrían desarrollado lo que los sociólogos llaman "valores posmateriales". Como el techo, la comida, la salud y la educación de los niños están fundamentalmente garantizados, el cerebro idealista empieza a divagar por otros derroteros, como el cambio climático, las cuotas raciales, el transgenerismo o lo que sucede en algún país desértico a 8.000 kilómetros de Winesburg, Ohio. Pero a muchas otras personas esto no les importa salvo de refilón. Trump se enfoca en eso, en lo palpable y en lo material, en los niveles básicos. Muro fronterizo, bajos impuestos, aislacionismo. Repita de nuevo.

placeholder Trump durante la noche de los caucus de Iowa. (Getty/Chip Somodevilla)
Trump durante la noche de los caucus de Iowa. (Getty/Chip Somodevilla)

En este sentido, Donald Trump, dentro de sus excéntricas coordenadas, ha sido un presidente muy coherente. Ha cumplido su palabra. Las personas que se precian de tener una visión pragmática del mundo pensaban que el magnate solo hacía sus escandalosas promesas de campaña para provocar y para que se hablara de él. Pues bien, nada más ganar la presidencia, Trump dio un golpe en la mesa tan fuerte que se escuchó hasta en Oriente Próximo. En un par de días decretó la ampliación del muro con México, la contratación de 10.000 agentes de la policía migratoria para acelerar las detenciones y deportaciones y la prohibición de viajar desde siete países de mayoría musulmana, que lanzó al país a una espiral de indignación y caos.

También había quien decía que no se atrevería a tocar a China, el primer socio comercial estadounidense, ya que los intereses mutuos estaban demasiado entrelazados. Pero Trump lo había prometido, y cumplió. Empezó una guerra arancelaria que fue creciendo con el tiempo, y que su sucesor, Joe Biden, ha continuado ampliando. Lo mismo se puede decir de sus políticas mercantilistas, de sus presiones a la OTAN y de su actitud continuamente provocadora, desafiante. Trump siempre ha sido fiel a sí mismo. Si se hubiera convertido en un presidente normalito nada más jurar el cargo, sus bases le hubieran dado la espalda.

Al final, entre las mentiras, los desmanes y las clarísimas tendencias autoritarias, por un lado, y las medidas económicas procíclicas y la renuncia al intervencionismo en política exterior, por el otro, cierto número de conservadores moderados eligen centrarse en lo segundo. "Sí, Trump es un capullo. Pero cumple", sería el eslógan.

Llevar un lanzallamas a una pelea con navaja

El pastel trumpista no estaría completo sin la capa más superficial, pero no por ello menos importante: el glaseado. Nada de lo anterior hubiera sido posible sin el asombroso talento comunicativo de Donald Trump, sin sus 30 años largos de experiencia en el mundo de la televisión y la prensa amarilla.

Como explicaba su biógrafa, Gwenda Blair, a este periódico, Trump speaks cable. Habla el lenguaje de la televisión por cable, que hoy podría ser el lenguaje de Twitter. Breve, conciso, escandaloso, divertido. Un lenguaje tan pegajoso que se escucha en la calle. Incluso los progresistas lo imitan, burlándose de él. "Believe me", dicen con la voz de Trump. Es como un virus del lenguaje. Un invasor memético de la conversación pública.

Esta es quizás la gran diferencia entre Donald Trump y sus imitadores de otros países. En otros líderes nacional-populistas, las agendas de tintes xenófobos y las medidas inaplicables vienen en seco, sórdidas, con olor a naftalina. Donald Trump hace que su extremismo sea entretenido, porque viene empaquetado en bromas, insultos originales y declaraciones tan flagrantes que no podemos hacer otra cosa que lanzarnos en plancha sobre el titular, seamos críticos o admiradores.

Foto:  Ilustración: S. Sisqués.
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Como se suele decir, Donald Trump lleva un lanzallamas a una pelea con navaja, lo cual también la ayuda a mantener el control sobre el Partido Republicano. La violencia retórica, que puede convertirse en violencia física, como sucedió el 6 de enero de 2021, hace que sus críticos del partido se acobarden y le besen el anillo. Mejor eso que ser políticamente exterminado en un mítin del republicano.

Entonces, ¿volverá a perder? El mayor riesgo para Trump es que buena parte de los independientes y una proporción significativa de los republicanos moderados se queden en casa el 5 de noviembre. La base es la base, pero representa menos de la mitad del electorado republicano. Y los demócratas confían en que "el hombre naranja" inspire nuevamente el voto masivo, en su contra, de todas las fuerzas progresistas del país.

Aunque también podría repetirse la gesta de 2016. Una reciente encuesta de Bloomberg y Morning Consult lo da como ganador, si las elecciones se celebraran ahora, en los siete estados que cuentan. Estados Unidos, y por ende el resto del mundo, se enfrentan a unas elecciones realmente difíciles.

Una vez más, lo dimos por muerto; una vez más, Donald Trump solo preparaba su retorno. El más que probable candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos ha pasado los últimos tres años discretamente activo en los medios de la derecha populista, dejándose caer por eventos y pizzerías de los estados clave, montando la defensa de los cuatro juicios que comenzarán a partir de marzo y montando también el boceto de un Gobierno que sería mucho más duro que el anterior. Por sus planes, su revanchismo y por el fidelísimo perfil de sus componentes.

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