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Olvídese de la ideología: lo que sacude a Estados Unidos es una guerra de religión
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Olvídese de la ideología: lo que sacude a Estados Unidos es una guerra de religión

Estados Unidos es un país de pioneros y causas desmesuradas. Camino del cielo o del infierno, sus habitantes desbrozan nuevas rutas, nuevos métodos. También en política

Foto: Un evento antiabortista en Miami tras la derogación por el Supremo de la protección constitucional del aborto. (EFE/Cristobal Herrera-Ulashkevich)
Un evento antiabortista en Miami tras la derogación por el Supremo de la protección constitucional del aborto. (EFE/Cristobal Herrera-Ulashkevich)
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Estados Unidos es un país de pioneros y causas desmesuradas. Camino del cielo o del infierno, sus habitantes desbrozan nuevas rutas, nuevos métodos. También en política. Los estadounidenses nos dieron en 2008 el primer presidente post-racial y en 2016 el primero nacional-populista, y ahora se empeñan en mostrarnos el futuro de la polarización. Cada vez más, los estadounidenses no están divididos entre partidos o ideologías, sino entre religiones. Dos bloques de creencias tan apartados entre sí, tan escorados, que sus miembros han abandonado las coordenadas de la política y se han adentrado en el terreno de la fe, la superstición y el sectarismo.

Del flanco izquierdo brota lo que parece ser una religión primitiva. Un culto ciego a la identidad y al victimismo, donde cualquier desigualdad es fruto no de la concatenación de mil factores, inercias y complejidades, sino de un acto de agresión consciente, sostenido, por parte de colectivos enteros que son percibidos de esa manera, como un todo. He aquí la primera de sus infinitas contradicciones: que la identidad personal es una cosa única, preciosa e intocable, a la que hay que encenderle una vela cada noche, pero luego las etnias o los géneros son juzgados instantáneamente y al por mayor, como sucedía en los totalitarismos del siglo XX.

Foto: Una protesta pro derecho al aborto. (Reuters/Evelyn Hockstein)

En su encomiable afán de visibilizar y normalizar sensibilidades minoritarias, el 'wokismo' tiende a golpear demasiado fuerte; vampiriza desgracias como el asesinato racista de George Floyd, iguala todos los pecados por el máximo denominador e instala sus tribunales inquisitoriales allí donde se les deja, lanzando cazas de brujas con base en detalles insignificantes como las supuestas connotaciones de una palabra o el hecho de proyectar una película antigua, en una clase de cine, en la que aparece un actor maquillado de negro. Una gimnasia del terror que inspiraría la risa, de no ser porque puede tener consecuencias irreparables para sus víctimas.

La casta 'woke'

Con el objetivo de encarcelarnos en sus narrativas y distanciarse de la plebe a la que dice defender, la casta 'woke' ha desarrollado una lengua escolástica incomprensible y en constante mutación; una red de recovecos y trampas en las que cualquiera puede caer en cualquier momento. Esta es otra de las contradicciones de la religión izquierdista: que sus guerras se libran en nombre de las minorías y de los pobres, pero quienes las dirigen, sus sacerdotes, vienen de ambientes muy pudientes y muy blancos. Según un estudio de Hidden Tribes, la extrema izquierda es el grupo político más blanco de Estados Unidos, solo superado, ligeramente, por la extrema derecha.

Debido a que este movimiento se origina en la izquierda y en las divagaciones posmodernas, de momento no es particularmente competente, y gran parte de su poder se desvanece en postureos éticos y espesos debates doctrinarios. El hecho de que sus corrientes dominan numerosas universidades y medios de comunicación le da una importancia que, más allá, no tendría.

Foto: Montaje: Irene de Pablo.
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Del otro lado del espectro, continúan sazonándose los ingredientes que se juntaron durante el mandato de Donald Trump. Las corrientes nacionalistas cristianas vieron en el republicano a su mesías, al redentor de un país que les resultaba irreconocible. Algunas de sus emociones se mezclaron con las teorías conspirativas de QAnon y cristalizaron en el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, cuando las afrentas de la derecha contra la élite progresista, explotadas por las mentiras de Donald Trump, se materializaron en el intento violento de subvertir el orden constitucional.

Sermones y conspiraciones

Si la doctrina 'woke' nos resulta familiar porque está presente en el discurso de las industrias dominantes, las corrientes duras de la derecha cristiana viven casi en la clandestinidad, alejadas de los espacios urbanos y cosmopolitas. Algunos de sus líderes tratan de apartar a sus feligreses del mejunje conspirativo del último lustro; otros, en cambio, han incorporado a sus sermones las teorías más delirantes e incluso han ganado escaños. Los acólitos tienen representantes en el Congreso.

Pero la vertiente más notable de los fanáticos de la derecha no hay que buscarla en foros de 4chan o en congresistas con la formación histórica de un niño de cinco años. A diferencia de la religión primitiva 'woke', la derecha cristiana cuenta con un 'establishment' de creencias establecidas y opera de manera mucho más clara y ordenada. Mientras los izquierdistas gritan a los cuatro vientos sus inmaculadas virtudes, atiborrándose de likes y retuits que luego se quedan en nada, los acólitos de la derecha llevan décadas avanzando silenciosamente en las leyes y los tribunales. A no ser que uno le prestara atención, este avance ha pasado desapercibido hasta hace unos cinco años. Ahora sus ideas echan raíces en las instituciones.

Foto: Foto: Reuters.

El catalizador último de la derecha cristiana fue Donald Trump. Su popularidad entre los votantes evangélicos se mantuvo superior al 80% durante años, un apoyo que el magnate necesitaba y que le hizo entregarles todo aquello que estos querían. En sus cuatro años de mandato, Donald Trump decretó descuentos fiscales para las iglesias, permitió a las instituciones sanitarias negarse a aplicar ciertos procedimientos (el aborto) con base en sus creencias y congeló los fondos a los estados que obligaban a las aseguradoras a cubrir las operaciones de interrupción del embarazo. Derogó también la regla de la Administración Obama que permitía a las personas trans usar el baño que se adecuase a su identidad, entre otras medidas.

También abundan, en este lado de la bancada, las contradicciones. La primera de ellas, que ese ungido de dios que es Donald Trump rompe todos los patrones de lo que debería ser un buen cristiano. Mujeriego, casado tres veces, litigante feroz, mentiroso compulsivo, fanfarrón, hombre poco o nada religioso e incluso defensor, al menos en 1999, del aborto, Trump ha vivido un improbable ascenso a los laureles evangélicos precisamente por sus políticas y por sus constantes guiños al colectivo. Un éxito contraintuitivo que los acólitos han justificado echando mano de la Biblia.

placeholder Manifestantes antiaborto celebran frente a la Corte Suprema de EEUU la derogación de la protección constitucional del aborto. (Reuters/Michael A. McCoy)
Manifestantes antiaborto celebran frente a la Corte Suprema de EEUU la derogación de la protección constitucional del aborto. (Reuters/Michael A. McCoy)

Pero de todos los decretos, leyes, reformas y puestas en escena de Trump, la más relevante, con mucha diferencia, ha sido nombrar a tres jueces jóvenes y muy conservadores para el Tribunal Supremo, inclinando la balanza, probablemente, para los próximos 20 años. Unas designaciones que ya están dando numerosos frutos. En apenas una semana, el Supremo ha derogado el derecho constitucional al aborto, permitido el derecho a rezar abiertamente en las escuelas públicas y dejará que en el estado de Nueva York se puedan portar armas de fuego en lugares públicos.

Y puede ser solo el principio. El juez conservador Clarence Thomas ha declarado que, después de derogar las protecciones federales al aborto, toca el turno de revisar otras sentencias referentes a las parejas del mismo sexo y a las medidas anticonceptivas. Una perspectiva que no deja de evocar, en círculos progresistas, las referencias a “El cuento de la criada”, la novela de Margaret Atwood que retrata la vida en una asfixiante teocracia patriarcal en el noreste de Estados Unidos.

La mala noticia es que estas dos parroquias, la izquierdista y la derechista, viven un apasionado romance. Sus feligreses se levantan y se acuestan pensando en el otro, en el adversario, que no deja de confirmar una y otra vez los más recalcitrantes prejuicios; que Estados Unidos se ha convertido o bien en un vacío marxista-posmoderno donde los valores esenciales están siendo dinamitados, o bien en una dictadura patriarcal blanca que nos mandará de vuelta al siglo XVI. La buena noticia, por el contrario, es que se trata de dos minorías: dos grupúsculos que han sabido trepar hasta lo más alto de la montaña y cubrir con su alargada sombra las perspectivas políticas de un país desmesurado.

Estados Unidos es un país de pioneros y causas desmesuradas. Camino del cielo o del infierno, sus habitantes desbrozan nuevas rutas, nuevos métodos. También en política. Los estadounidenses nos dieron en 2008 el primer presidente post-racial y en 2016 el primero nacional-populista, y ahora se empeñan en mostrarnos el futuro de la polarización. Cada vez más, los estadounidenses no están divididos entre partidos o ideologías, sino entre religiones. Dos bloques de creencias tan apartados entre sí, tan escorados, que sus miembros han abandonado las coordenadas de la política y se han adentrado en el terreno de la fe, la superstición y el sectarismo.

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