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El martirio de Alexéi Navalni: no era un opositor a Putin, era un disidente al régimen
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Una muerte anunciada

El martirio de Alexéi Navalni: no era un opositor a Putin, era un disidente al régimen

Alexéi Navalni ha dejado la vida terrenal. Pero, a su modo, quizá siga prestando servicio a la causa de la verdad y de la libertad en los años venideros

Foto: El líder de la oposición rusa, Alexéi Navalni, en una foto de archivo de 2019. (Reuters/Tatyana Makeyeva)
El líder de la oposición rusa, Alexéi Navalni, en una foto de archivo de 2019. (Reuters/Tatyana Makeyeva)
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En un momento del documental Navalny, producido por HBO, el célebre disidente ruso Alexéi Navalni mira a cámara y pide a sus compatriotas que no tengan miedo. Porque es el miedo lo que cultiva el régimen de Vladímir Putin, aquello de lo que se alimenta y que lo mantiene en pie. En la última escena del documental, Navalni, que llevaba tiempo recuperándose con su familia en Alemania después de ser envenenado por agentes del Kremlin, vuelve voluntariamente a Rusia sabiendo que probablemente le espera la cárcel o incluso la muerte. Un destino aciago que, según fuentes del servicio penitenciario ruso, se ha cumplido en las últimas horas: Alexéi Navalni ha muerto con 47 años, pasando a engrosar la larga lista de mártires rusos.

¿De qué está hecho un disidente ruso? ¿Qué puede convencer a un tipo que han tratado de asesinar empapando su ropa interior con un agente nervioso de la familia del Novichok, haciendo que se doble y se retuerza en un dolor espantoso y después entre en coma, a renunciar a su familia y a las comodidades de Occidente para volver a ponerse en las manos de aquellos que lo intentaron matar?

A diferencia de los líderes de la oposición que conocemos en Occidente, y que aceptan un sistema legítimo cuyas reglas respetan, los disidentes se caracterizan por negar la legitimidad del sistema y por enfrentarse a él, poniéndolo todo en juego. El disidente está dispuesto a tolerar censuras, amenazas, difamaciones, procesos judiciales, encarcelamientos y, posiblemente, la muerte.

Un líder de la oposición como, por ejemplo, Alberto Núñez Feijóo no tiene que asegurarse de no quedarse jamás, nunca, bajo ningún concepto, a solas con una mujer en una habitación, por ejemplo. Alberto Núñez Feijóo da por hecho que el servicio secreto español no está las 24 horas del día tratando de tenderle trampas para difamarlo. Feijóo no tiene que cerciorarse de tener una esposa y dos hijos como dos robles para que no lo acusen de pederasta, lo cual es moneda común en Rusia. No tiene que preocuparse de que invaliden su campaña, amenacen a su familia, le requisen los activos, lo envenenen o le peguen un tiro por la espalda. Esa no es la vida de un opositor europeo, sino la de un disidente ruso.

Foto: El líder opositor ruso Alexei Navalni durante una manifestación en Moscú en 2017. (Getty/Anadolu/Evgeny Feldman)

También hay diferencias en el programa. Un opositor europeo ofrece bajadas de impuestos, reformas de la Administración, relajaciones o endurecimientos de la política migratoria, ajustes de prioridades en política exterior, etcétera. Un disidente como Navalni tenía solo un objetivo: restaurar la democracia en Rusia.

Cuando se le preguntaba a Navalni por sus vínculos con la extrema derecha rusa, junto a la que se manifestó más de una vez y con la que compartía un duro mensaje antiinmigración, el disidente respondía que él tenía que hablar con todo el mundo: la misión de tumbar al régimen era demasiado ardua como para aún encima dividir y marginar a otras fuerzas políticas antiputinistas.

Foto: El opositor ruso Alekséi Navalni. (EFE)

Como argumenta la periodista y también disidente rusa Masha Gessen, el bagaje nacionalista ruso del Navalni de 2008, que llegó a apoyar, aunque luego se disculpó por ello, la invasión de Georgia, no ha impedido que otros disidentes rusos antinacionalistas le hayan mostrado su apoyo o incluso lo hayan nominado al Nobel de la Paz. A fuerza de inventiva, coraje y una piel más dura que la de un cocodrilo, Navalni se había convertido en el líder alfa del movimiento disidente.

La muerte de Alexéi Navalni en una colonia penal rusa del círculo polar ártico, donde cumplía una condena combinada de 30 años, lo coloca a la cabeza de la lista de disidentes y voces incómodas asesinadas en Rusia en extrañas circunstancias. Las periodistas Anna Politkóvskaya y Natalia Estemírova, el abogado Serguéi Magnitsky o el disidente Boris Nemtsov, por citar solamente a los más conocidos, fueron asesinados dentro de Rusia. Otros pasaron por largas penas de cárcel, como el magnate Mijaíl Jodorkovsky, y una mayoría salieron del país para salvarse el pellejo. Aunque el amparo del suelo extranjero demostró no ser suficiente en muchos casos: la mano de los asesinos de la unidad 29155, del GRU, es muy larga.

Foto: El presidente de Rusia, Vladímir Putin. (Reuters/Mikhail Klimentyev)

Y en cierto modo no tendría que haber sido así. Cuando el totalitarismo soviético se derrumbó en 1991, millones de rusos pensaron que por fin había llegado la hora de construir una democracia. Sería un proceso largo, complicado, altamente imperfecto, contaminado por los viejos vicios, pero se completaría. Igual que en Europa del este, igual que en Alemania, igual que en España. Las sórdidas interpretaciones culturales que identificaban pulsiones autoritarias en determinados pueblos se habían derrumbado en la segunda mitad del siglo XX. ¿Por qué sería Rusia diferente?

En 1991, el país ya tenía una larga tradición de mártires. No hablamos de una docena, sino de millones. Solo en 1937 y 1938, el régimen estalinista ejecutó sumariamente a más de 600.000 soviéticos. La Iglesia ortodoxa rusa documenta la detención de 168.300 clérigos en aquellos dos años, 106.300 de los cuales fueron ejecutados. Millones de personas más fueron a parar a los campos de trabajo, a la taiga, a las minas de oro, a cavar canales con sus propias manos en la gélida península de Carelia. Nos quedamos con los nombres de aquellos que tenían un perfil público, como Ósip Mandelstam (fallecido en circunstancias similares a las de Navalni), Aleksandr Solzhenitsyn, Andréi Sajárov, y muchos más. Pero el número real es incalculable.

Paradójicamente, estos represaliados habían sido víctimas de líderes que, en su día, también habían sido disidentes: Lenin, Stalin, Trotsky, Kámenev, Zinoviev. Todos habían cumplido sentencia en alguna que otra prisión zarista, en alguna que otra mugrienta cabaña del exilio siberiano. Una vez tomaron el poder, sin embargo, se volvieron mucho peores que los verdugos contra quienes se habían movilizado.

Los disidentes contemporáneos sueñan con romper, finalmente, esta rueda de la desgracia. La caída de Rusia, una y otra vez, en los mismos errores. En el mismo culto a la fuerza, en la paranoia, en la verticalidad y en la maquinaria del fango. Quizá la única manera de romper este sortilegio sea transformándose en símbolo, en leyenda: combatir la magia negra con la magia blanca. Alexéi Navalni ha dejado la vida terrenal. Pero, a su modo, quizá siga prestando servicio a la causa de la verdad y de la libertad en los años venideros. Solo así se puede entender que Navalni dejara a su familia para afrontar, voluntariamente, una muerte anunciada.

En un momento del documental Navalny, producido por HBO, el célebre disidente ruso Alexéi Navalni mira a cámara y pide a sus compatriotas que no tengan miedo. Porque es el miedo lo que cultiva el régimen de Vladímir Putin, aquello de lo que se alimenta y que lo mantiene en pie. En la última escena del documental, Navalni, que llevaba tiempo recuperándose con su familia en Alemania después de ser envenenado por agentes del Kremlin, vuelve voluntariamente a Rusia sabiendo que probablemente le espera la cárcel o incluso la muerte. Un destino aciago que, según fuentes del servicio penitenciario ruso, se ha cumplido en las últimas horas: Alexéi Navalni ha muerto con 47 años, pasando a engrosar la larga lista de mártires rusos.

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