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Salvar la vida porque los rusos no entienden la ironía: la historia del primer hippie anticomunista de Jersón
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Entre la inundación y las bombas

Salvar la vida porque los rusos no entienden la ironía: la historia del primer hippie anticomunista de Jersón

Vitaly Tribushnyi inauguró en 2015 un museo muy crítico con el comunismo y la URSS. Durante la ocupación de Jersón en 2022, el ejército ruso le visitó. Esta es su historia

Foto: Vitaly Tribushnyi, en su museo y con su pipa. (Fermín Torrano)
Vitaly Tribushnyi, en su museo y con su pipa. (Fermín Torrano)
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Sobre su cabeza vuelan proyectiles rusos y ucranianos. Bajo sus pies, la cara de Lenin estampada en un felpudo limpia la suela de sus botas. Vitalyi Tribushnyi tiene 75 años, una pipa en la mano, y no deja de sonreír.

"Cuando bombardean vengo aquí y me distraigo mirando", confiesa a la entrada de su gran obra, el Museo del Totalitarismo. Una oda irónica contra el comunismo y el pasado soviético que tuvo la desgracia de vivir. Él nació en la República Socialista de Ucrania, poco después de la expulsión nazi, y cuenta con orgullo que le llamaron "el primer hippie de Jersón".

Foto: Fuegos artificiales iluminan el cielo nocturno sobre el edificio de la Universidad de Moscú. (EFE/Yuri Kochetkov)

Su pelo largo sujetado con una cinta, el bigote en forma de U invertida y la camisa vaquera le hacen parecer un motero de la América profunda. La pipa que chupa sin parar, sin embargo, le da un toque al difunto Escohotado, aunque él, dice con mirada traviesa, solo fuma tabaco. Hombre de mil profesiones —fue encargado de seguridad, ingeniero, psiquiatra y artista, entre varias más—, fue testigo del declive de una URSS rota en 1989, que ahora, con la invasión rusa de Ucrania, parece revivir y morir a cada lado de la frontera. Revivir para los rusos, no tanto por el pasado comunista, sino por el sueño violento de una potencia imperialista. Morir para los ucranianos, en el rechazo al pasado que los enlaza con los invasores de hoy.

En Jersón, hoy todavía parcialmente inundado tras la voladura de la presa de Nova Kajovka, bastaron ocho meses de ocupación rusa para que las tropas de la Z levantaran al menos 20 cámaras de tortura, descubiertas tras la reconquista ucraniana en noviembre de 2022. Una represión que Tribushnyi creyó, la primera semana de ocupación, iba a tocarle también a él.

placeholder Uno de los expositores del museo, con Karl Marx abrazando una hucha. (Fermín Torrano)
Uno de los expositores del museo, con Karl Marx abrazando una hucha. (Fermín Torrano)

Pum, pum, pum!". Alguien golpeaba al otro lado de la verja. Empujó despacio la manilla de la puerta, pintada con los colores azul y amarillo de la enseña nacional, y preguntó:

—Buenas tardes, ¿quiere algo?

—Vengo a ver su museo —contestó un militar, en ruso— he oído hablar de él.

Y aunque había quitado varios carteles del edificio frente a su casa, la exposición que empezó en 1989 seguía prácticamente intacta. Figuras del rostro de Lenin con sangre goteando por la boca —"porque era un devorador de hombres"—, una mano pidiendo limosna —acompañada de la cita "A los médicos y los maestros hay que pagarles un salario simbólico, el pueblo les dará de comer"—, grilletes que simbolizan el socialismo de rostro humano y una trampa para animales que se activa al introducir cualquier objeto en su interior, para representar "la mano de Moscú".

Algunos de los cuadros e imágenes en el museo (Fermín Torrano)

Como estas, otras doscientas obras más, acompañada cada una de ellas con una frase de Lenin, Stalin, Marx, Jruschov, la constitución o alguna canción popular. Como la postal de un bebé bajo el lema "Los felices nacen bajo la estrella soviética", a la que Tribushnyi añadió una contundente idea de Lenin fechada en 1921: "No creemos en la moralidad (…) No reconocemos ni la libertad, ni la igualdad ni la democracia". O "Nosotros, los comunistas, somos fuertes en nuestra verdad. El objetivo de toda lucha y vida es la felicidad de la guente común", texto de una canción popular que acompaña en el museo de Tribushnyi a algunas reproducciónes de las pocas fotografías de los muertos de hambre del Holodomor ucraniano que Stalin intentó ocultar.

Otras de sus favoritas es un reloj cuyas agujas avanzan hacia atrás, una alegoría de las políticas comunistas en las antiguas repúblicas.

—Y tu vida, Vitalyi, ¿cómo fue si miramos hacia atrás?

—Uuuuuuuh—responde llevándose la mano a la cabeza— siéntate y te cuento.

La caída de un árbol

El relato de este psiquiatra retirado no empieza en su infancia. Ni siquiera en la facultad. Vitaly habla del pelo porque, para él, su larga caballera —que a veces rapa por los lados como el antiguo cosaco que es— es sinónimo de libertad.

"Yo estaba recién llegado a Moscú, en un programa de tres meses para hacer mejoras en la fábrica militar en la que trabajaba. Llevaba el mismo pelo que ahora. Cuando la policía me veía, me preguntaba a ver qué cojones me pensaba. Y yo les contestaba que acaba de llegar de Jersón. Claro, ellos no entendían nada. '¿Y qué cojones os pasa en Jersón?'", recuerda Vitaly.

placeholder Vitalyi Tribushnyi, en su museo, con su pipa. (Fermín Torrano)
Vitalyi Tribushnyi, en su museo, con su pipa. (Fermín Torrano)

Pero en su ciudad natal las cosas tampoco eran fáciles, por más que en aquel entonces no sufrieran los ataques diarios de la artillería rusa desplegada al otro lado de la orilla del Dniéper como ahora. Su incontinencia verbal y su desparpajo con las autoridades le hicieron acabar varias veces en comisaria. "Si te portas bien, te cortaremos un poco el cabello, si te resistes te raparemos la cabeza", le dijeron en una ocasión. Y como si los tuviera delante, Tribushnyi da un puñetazo en el aire, para explicar que pegó al agente en la nariz. Entre varios le agarraron y antes de empezar a morder, gritó: "¡El pelo crece, pero los dedos no!".

Ahora se ríe de aquellos años en los que se sabía las leyes al dedillo, quizás porque siempre llevaba encima un ejemplar de la constitución. Pero fue una década antes cuando otro incidente le llevó a odiar la ideología del régimen.

"En los 60 era extraño ver a alguien vestir con calcetines blancos y pantalón corto. Paseaba por Jersón y escuché gritar: ¡Por qué vistes como un loro!. Vinieron dos policías y me cortaron los calcetines con una tijera. Cuando estaban de cuclillas, vieron a una adolescente con la falda por encima de la rodilla. Aquello estaba prohibido. La insultaron y fueron a por ella. Recuerdo que lloró", rememora Vitalyi.

placeholder El rostro de Lenin bordado en una enseña. (Fermín Torrano)
El rostro de Lenin bordado en una enseña. (Fermín Torrano)

Su memoria funciona a saltos para dejar claro lo importante o, quizás, porque es uno de esos locos, todavía cuerdos, que aparecen de vez en cuando por aquí y por allá.

—¿Tan importante era el pelo para ti?

—En la antigüedad, los hombres libres llevaban el pelo largo. Los bolcheviques nos lo cortaban para que fuéramos iguales, no querían que nos sintiéramos libres. Fue mi manera de rebelarme contra el sistema.

Un poder al que dedicó estos versos (o alguna traducción similar):

Eran jóvenes, por aquel entonces,

cuando les obligaron a no salirse del camino.

Les hicieron esclavos,

y sus mentes libres fueron remplazadas por consignas.

Por eso dicen a los jóvenes de ahora,

¡qué bien vivían todos con los comunistas!

Que una salchicha costaba 2,20 rublos,

Y no pagaban educación ni sanidad.

La fiesta nos dirigía hacia un futuro brillante,

Y en lugar de Dios, Lenin estaba en un pedestal.

Él nos mostró el verdadero camino del comunismo,

para alcanzar la felicidad… la guillotina puede igualar,

acortando a todos una cabeza.

Revolución reprimida con picos y palas

A pesar de sus malas experiencias, no fue hasta 1989 cuando el psiquiatra esbozó la construcción del museo. Fue con la llamada "Matanza de abril", en Tbilisi, capital de Georgia. Allí, las manifestaciones antisoviéticas terminaron con 200 muertos en las calles. Algunos de ellos, tras ser golpeados con palas para cavar trincheras.

Vitalyi recordó entonces que su padre, uno de los pocos supervivientes de su unidad en la batalla de Konigsberg (actual Kaliningrado) en la Segunda Guerra Mundial, guardaba una pala similar. Donde otros hubieran visto una simple herramienta, él plasmó el terror de un sistema totalitario que se negaba a terminar cuatro décadas después. Un lugar en el que la vida no tenía valor.

El mismo pasado que revivió Jersón durante los ocho meses de torturas y ocupación, y que tampoco ha parado tras la reconquista. Más de 200 civiles han muerto desde la huida rusa al otro lado del río, víctimas del acoso artillero constante y sin sentido militar aparente. Los últimos, asesinados la semana pasada por el Kremlin, mientras ponían sus vidas a salvo en barcas de evacuación.

placeholder La sala Beatles del museo de Vitalyi Tribushnyi. (Fermín Torrano)
La sala Beatles del museo de Vitalyi Tribushnyi. (Fermín Torrano)

Para Vitaly, todavía camina por Europa el fantasma del comunismo, por más que Rusia se haya convertido en un estado conservador. Según él, la ideología permanece en la forma de gobierno, el valor que Putin da a la vida humana y el control.

Por eso unas huellas negras salpican el suelo a lo largo de la exposición, hasta una habitación cuya puerta es una enorme bandera con el rostro del Lenin bordado. En su interior, pósteres, cuadros, discos y todo tipo de enseres de los Beatles decoran las paredes. La mayoría, traídas desde diferentes partes del mundo por pescadores y amigos. También guarda aquí la revista de los 60, en la que leyó por primera vez sobre el movimiento hippie. Una semilla que desde entonces nunca dejó de crecer en un interior que también sufrió tormento.

Como cuando se cayó de una escalera con dos años y medio. Su maltrecha columna le tuvo meses postrado en una cama. O cuando el padre de la chica que le gustaba, miembro importante del KGB con fama de sádico, le advirtió que, en caso de acercarse a su hija, sería ella la que moriría.

—¿Hay veces te sientes más solo que libre?

Vitalyi pide tiempo para contestar, antes de salir del museo para buscar algo. Cuando regresa, lleva en la mano las radiografías de su cráneo, donde puede verse un fragmento de bala. Aquel desamor le hizo intentar quitarse la vida en 1977. Ni siquiera el médico sabe cómo sobrevivió.

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Pinceladas de la historia de un hombre cuya familia, de ascendencia cosaca, se instaló hace 118 años en el mismo terreno en el que él vive ahora. Un hombre sin ataduras, pero con patria. "Las personas debemos de saber de dónde venimos", reflexiona, antes de volver a sonreír.

Quizás por eso, en mitad de la exposición cuelga un retrato de Taras Shevchenko, padre de la lengua ucraniana, y varios cuadros cosacos. Algo en lo que el soldado ruso no reparó al inspeccionar el museo."Todavía sigo confundido. Nada de esto molestó al orco [nombre despectivo para los invasores rusos]. En realidad, se sorprendió”, recuerda Tribushnyi. "Ah, así que no eres un 'banderita' [en referencia a los seguidores de Stepan Bandera, figura del nacionalismo ucraniano]", le preguntó el invasor al ver la hoz y el martillo.

Tan solo le ordenó retirar el escudo de Ucrania, un tridente dorado en mitad de la exposición. "Supongo que los rusos aprenden en nuestra tierra lo que significa la ironía", dice encogiéndose de hombros, antes de echarse a reír.

—¿Hay algo que te quede por hacer en la vida?

—Me basta con que no me maten —contesta dándole un tiro a la pipa­.

Puede parecer poco, pero no lo es ni en Ucrania ni en Jersón.

Sobre su cabeza vuelan proyectiles rusos y ucranianos. Bajo sus pies, la cara de Lenin estampada en un felpudo limpia la suela de sus botas. Vitalyi Tribushnyi tiene 75 años, una pipa en la mano, y no deja de sonreír.

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