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Un imperio por encima de sus posibilidades: la maldición rusa que ha estallado en Ucrania
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Una constante de la historia rusa

Un imperio por encima de sus posibilidades: la maldición rusa que ha estallado en Ucrania

Tras más de un año de invasión rusa, las fuerzas del Ejército de Moscú experimentan grandes complicaciones en el frente. Lo que iba a durar un par de días, aún no tiene fin

Foto: Fuegos artificiales iluminan el cielo nocturno sobre el edificio de la Universidad de Moscú. (EFE/Yuri Kochetkov)
Fuegos artificiales iluminan el cielo nocturno sobre el edificio de la Universidad de Moscú. (EFE/Yuri Kochetkov)

El mundo todavía no se ha recuperado de la sorpresa de ver a Rusia sufriendo en Ucrania, un paseito desde el punto de vista del Kremlin, que iba a hacer temblar a las tropas ucranianas nada más ver a los fortachones paracaidistas rusos aterrizar en sus ciudades. Y lo cierto es que los paracaidistas aterrizaron, pero fueron eliminados. Una de las conclusiones provisionales, acabe como acabe esta guerra, es que Rusia no es tan fuerte como se creía y como la creíamos los demás. Lo cual no debería resultar extraño si miramos atrás y vemos que esta divergencia entre las ambiciones y las capacidades, como sucede en Ucrania, ha sido una constante de la historia rusa.

Antes de seguir: por supuesto que Rusia es una potencia. El hecho de tener el mayor arsenal nuclear del mundo y un puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU es suficiente para colocarla en la parte alta de la pirámide geopolítica. A esto podemos añadir sus recursos naturales, su impresionante cultura, que seguirá siendo estudiada cuando nuestros tataranietos sean ancianos, y su geografía. La mera vastedad de Rusia le otorga una inmensa diversidad de intereses e influencias, desde el Pacífico a Europa, pasando por Asia Central y Oriente Medio. Aun así, a veces estas importantes bazas no son suficientes para alcanzar la cúspide de la pirámide.

Foto: Una casa residencial destruida por un ataque militar ruso en el pueblo de Malokaterynivka, Zaporiyia. (Reuters/Stringer)

El historiador Stephen Kotkin, profesor de la Universidad de Princeton y autor de una biografía monumental en tres volúmenes de Stalin, dice que Rusia está atrapada en una trampa geopolítica perpetua, dado que su continua aspiración a mandar en medio mundo no se corresponde con el músculo para hacerlo. Quizás esta divergencia entre ambición y capacidades sea el fruto de varios rasgos de la historia rusa: su condición de civilización única, con un pie en las tradiciones europeas y otro en las asiáticas, o la herencia mesiánica del Imperio bizantino, del que la monarquía rusa se consideraba heredera. La idea de "Tercera Roma", expresada por el metropolitano de Moscú en 1492, es un concepto teológico que justifica los designios imperiales del zar, voz eslava que proviene de César.

Sean cuales sean las raíces históricas o esotéricas de esta elevada autopercepción —el "Rusia está donde se habla ruso", el "Rusia no se entiende con el intelecto", etcétera—, los límites rusos han sido puestos a prueba muchas veces por la realidad. Ante las dificultades de alcanzar los altos objetivos indicados por el emperador de turno, el Estado ruso ha tendido a ponerse en modo faraónico: ha tratado de superar las deficiencias objetivas lanzando una campaña de voluntarismo, una revolución desde arriba, en la que el Estado se vuelve omnímodo bajo la batuta de un visionario. Estas explosiones de energía han levantado ciudades de la nada, han cavado canales y minas, levantado presas y metido en fábricas modernas a millones de campesinos.

El problema, según Kotkin, es que el vuelo de esta mezcla de imaginación, voluntarismo, coerción y barbarie no dura mucho. Al final, el pueblo se cansa y el Estado se corrompe, deviniendo en una esclerótica dictadura personal. El estancamiento aparece y la esplendorosa Rusia entra en declive, o incluso en la ruina.

La historia de la URSS es la historia de esta ambición desmedida. Los bolcheviques conquistaron el poder pensando en la revolución mundial, no en la rusa. El propio Lenin reconocía que el comunismo estaba diseñado para funcionar en países industrializados, como Alemania o Francia, dotados de una clase proletaria que pudiera ser educada en las ideas de Marx. Pero el Ejército Rojo fue detenido en el Vístula y los conatos revolucionarios de Alemania o Hungría acabaron destruidos.

Los bolcheviques se quedaron limitados a un país donde nueve de cada 10 personas vivían en el campo, pero siguieron buscando la utopía. El georgiano Stalin heredó los planes zaristas de industrializar el Imperio ruso, que ahora se llamaba Unión Soviética, y se puso manos a la obra con el mismo talante faraónico de Pedro I: sin ahorrar en costes materiales, ni humanos. Los esfuerzos modernizadores soviéticos llegaron a tiempo para defenderse y vencer a los nazis, y una época dorada comenzó para los sentimientos imperiales rusos. Ahora sí que podía el César gobernar medio mundo. En la década de los sesenta, un tercio del género humano vivía bajo el modelo comunista que había sido diseñado y testado en Moscú.

Foto: El presidente de Ucrania en una visita al frente. (EFE)

El tiempo demostró, sin embargo, que la URSS, por usar una expresión boxística, estaba golpeando por encima de su peso. La proporción del PIB que Estados Unidos gastaba en defensa rondaba el 5% en los años ochenta. La proporción que gastaba la URSS era hasta cuatro veces mayor, lo que, entre otros factores, dejaba otros sectores de su economía gravemente desabastecidos.

El hundimiento de la URSS es uno de esos episodios históricos que casi nadie vio venir. La hemeroteca de los años ochenta ofrece abundantes observaciones de lo firme que era el sistema soviético, que sabía envolverse en el enigma, como hacían los monarcas bizantinos, escondiendo sus debilidades a cualquier precio. Ni siquiera los gerifaltes del Partido sabían lo que sucedía en las cadenas de montaje o en los campos de labranza, dado que muchas estadísticas les llegaban adulteradas por funcionarios corruptos o temerosos de no poder cumplir la dictada cuota.

Tras pasar una década tumultuosa que casi nadie recuerda con cariño, Rusia volvió a hacer pie a principios de la década de los dos mil. Su economía crecía, en parte, gracias a la bonanza de los precios energéticos, y su Gobierno parecía estable. Un día, sin embargo, la vieja tendencia volvió a manifestarse: Vladímir Putin decidió agenciarse Ucrania por la fuerza, lanzando unos 180.000 soldados en cinco ejes de ataque, posiblemente con la idea de recuperar lo que consideraba suyo y advertir a Estados Unidos, la Unión Europa y China de que la Gran Rusia había vuelto y tenía hambre.

Hoy sabemos que muchos de los soldados rusos vencidos no tenían el rancho o los equipos necesarios para una campaña militar, pero sí los uniformes de gala con los que probablemente tenían previsto desfilar por el centro de Kiev.

A pesar de que la invasión de Ucrania podría haberse lanzado, como explica este análisis de Dara Massicot en Foreign Affairs, de una manera mucho más ordenada y efectiva con los recursos disponibles, hay indicadores que retratan las limitaciones de Rusia: las razones por las que su influencia, aun siendo grande, no puede rivalizar con la de Estados Unidos y China.

Foto: El presidente ruso, Vladímir Putin, dando su discurso del Día de la Victoria. (EFE/EPA/Gavriil Grigorov)

Como destacamos en este artículo publicado en enero de 2022, Rusia es un país dependiente de las fluctuaciones del precio de los hidrocarburos, que representan un 60% de sus exportaciones; su PIB per cápita es inferior al de Rumanía, y su gasto militar es siete veces menor al de EEUU. Además, Rusia padece una severa recesión demográfica y tiene restricciones estratégicas. Por ejemplo, todos sus puertos, con excepción del de Sebastopol, en Crimea, y el poco profundo de Tartus, en Siria, se hielan y se quedan inutilizables en invierno, lo que le deja una proyección naval relativamente escueta, y el 80% de su tejido económico e industrial se encuentra pegado a los países de la OTAN, que tienen por delante un terreno mayoritariamente llano y propicio para la invasión, como supieron Napoleón y después Hitler.

Aun así, como también apuntaba Stephen Kotkin, los países no están condenados a repetir sus aciertos o errores una y otra vez, como si fueran víctimas de una misteriosa maldición. Las decisiones estratégicas pueden ir en una dirección o en otra, pintando unas perspectivas diferentes para la nación en cuestión. Putin ordenó invadir Ucrania, pero podría no haberlo hecho, igual que podría haberse centrado en otras reformas o incluso haberse retirado después de sus dos primeros mandatos.

El análisis de la situación rusa, que parece estar, de nuevo, en la fase de dictadura personalista y de creciente estancamiento, incluye la fantasía: la concepción de una Rusia distinta, que sí logró consolidar la democracia tras la caída del comunismo y que se convirtió en una potencia estratégica con otras maneras y prioridades. Un interesante ejercicio es el de Alexander Gabuev, director de Carnegie Russia Eurasia Center, que imagina una Rusia próspera y neutral al estilo canadiense, capaz de sacar amplios réditos de la mediación entre Estados Unidos y China. Un ejercicio que, en estos tiempos, se antoja más un producto de la alucinación que de la fantasía.

El mundo todavía no se ha recuperado de la sorpresa de ver a Rusia sufriendo en Ucrania, un paseito desde el punto de vista del Kremlin, que iba a hacer temblar a las tropas ucranianas nada más ver a los fortachones paracaidistas rusos aterrizar en sus ciudades. Y lo cierto es que los paracaidistas aterrizaron, pero fueron eliminados. Una de las conclusiones provisionales, acabe como acabe esta guerra, es que Rusia no es tan fuerte como se creía y como la creíamos los demás. Lo cual no debería resultar extraño si miramos atrás y vemos que esta divergencia entre las ambiciones y las capacidades, como sucede en Ucrania, ha sido una constante de la historia rusa.

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