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Una mirada al pasado de Rusia para saber qué pasará cuando acabe la guerra
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Entrevista a Karl Schlögel

Una mirada al pasado de Rusia para saber qué pasará cuando acabe la guerra

El historiador alemán Karl Schlögel explica a El Confidencial las lecciones enciclopédicas que ha extraído a través de su estudio sobre Ucrania, Rusia y Europa del Este

Foto: Unos soldados, antes de una marcha para conmemorar el aniversario de la anexión de Crimea a la Federación de Rusia en Sebastopol, en marzo de 2015. (Getty/Alexander Aksakov)
Unos soldados, antes de una marcha para conmemorar el aniversario de la anexión de Crimea a la Federación de Rusia en Sebastopol, en marzo de 2015. (Getty/Alexander Aksakov)
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El historiador alemán Karl Schlögel (Bavaria, 1948) es autor de algunos de los frescos más complejos y deslumbrantes que se han escrito sobre Rusia, la Unión Soviética y Europa del Este. El siglo soviético: arqueología de un mundo perdido (Galaxia Gutenberg) es un minucioso repaso a la vida cotidiana del imperio, a su intrahistoria, desde las modas arquitectónicas a los libros de cocina, las cristalerías familiares y los complejos veraniegos del Cáucaso y del Mar Negro. En Terror y utopía: Moscú en 1937 (Acantilado), Schlögel examina en paralelo la grandeza urbanística del estalinismo y su descenso a las catacumbas del terror y la paranoia, y en Ucrania, encrucijada de culturas (Acantilado), comienza a saldar la cuenta pendiente que los historiadores europeos tenían con un país al que habían ignorado. Una nación que ha tenido que sufrir una guerra a gran escala, en palabras de Schlögel, para situarse por fin en el mapa mental europeo.

La mirada de Schlögel es enciclopédica, tiene muchas capas, y hemos intentado aprovecharnos de ella para conocer los antecedentes y el contexto sociocultural de la agresión rusa. El profesor, que ahora da clases en la Universidad de Berna, en Suiza, tiene previsto regresar pronto a Ucrania. La entrevista ha sido ligeramente editada por motivos de claridad.

placeholder El historiador alemán Karl Schlögel. (Cedida)
El historiador alemán Karl Schlögel. (Cedida)

PREGUNTA. Al comienzo de su libro Ucrania, encrucijada de culturas, cuenta cómo la anexión ilegal de Crimea, en 2014, supuso un mazazo para quienes, como usted, habían dedicado su vida a estudiar y apreciar la historia y la cultura de Rusia. La invasión actual es mucho más destructiva. ¿Cómo lo está viviendo? ¿Se lo esperaba?

RESPUESTA. Estoy siguiendo la actualidad todo el rato, las 24 horas del día. Viendo y escuchando canales rusos, la CNN, leyendo The New York Times, The Washington Post, Ukrainska Pravda, los medios alemanes... Sí, esperaba que algo fuera a ocurrir, pero, cuando sucedió, fue una conmoción. El discurso de Putin del 22 de febrero me lo tomé como una declaración de guerra. Llamé a mi amigo en Leópolis y le pregunté qué podíamos hacer. Quizá pudiéramos ir a Kiev desde Berlín, desde París y desde toda Europa como gesto de solidaridad con Ucrania, porque en esos momentos todas las embajadas estaban evacuando a su personal. Era un momento de pánico. Dos días después, sin embargo, ya era demasiado tarde.

P. A muchos ucranianos les irrita la expresión "la guerra de Putin", porque piensan que deja al pueblo ruso fuera de la ecuación. Prefieren decir "la guerra de Rusia". ¿Hasta qué punto percibe esta invasión como el resultado de las decisiones de un individuo, de sus obsesiones y circunstancias particulares, o como el reflejo de una tendencia más profunda, intrínseca a la actitud chovinista de Rusia hacia Ucrania?

R. Creo que hay momentos en la historia en los que un individuo, en determinada situación, toma una decisión que resulta clave. Es un hecho. Yo vengo de la interpretación marxista de la historia, que siempre habla de las estructuras sociales, de la longue durée, las mentalidades, etcétera. Y, en cierto sentido, esta tradición ignora la importancia de las decisiones tomadas por un individuo y del carácter de ese individuo. Al mismo tiempo, está claro que no solo se trata de un hombre, de Putin. Él sabe que el sistema funciona y tiene una intuición sobre cómo reacciona la sociedad rusa, la sociedad postsoviética, al conflicto. Hizo sus cálculos.

Está claro que se trata de su personalidad, pero también de la élite, de la sociedad que rodea a la élite y de la estructura de la toma de decisiones, que viene de una larga tradición. Putin es producto de la Cheka [el servicio secreto original del régimen soviético, antecedente del NKVD, el KGB y ahora el FSB]. Ése es el núcleo duro del poder imperial soviético y ruso.

Foto: Soldados prorrusos disparan un mortero en dirección a Avdiivka. (Reuters/Alexander Ermochenko)

Hace poco di una clase en la que releímos el ensayo publicado por Putin en julio de 2021 acerca de la unidad de los pueblos ruso y ucraniano. No creo que haya una causalidad, o una ley de la historia, que empiece con la Rus de Kiev y acabe en la guerra contra Ucrania. Putin está tratando de construir una ley de la historia que empieza en la Rus de Kiev y llega hasta ahora. De hecho, en la Rus de Kiev no había un pueblo ruso, ni tampoco un pueblo ucraniano. Estos son productos de la historia. Él intenta retrotraer su idea de la unidad, o unificación, hasta hace 1.000 años. Esto es mitología, fabricación de mitos. Esta interpretación de la historia rusa tiene una larga tradición en clásicos de la historiografía como [Serguéi] Solovióv o [Vasily] Klyuchévsky, que pensaban que había una línea recta desde la Rus de Kiev hasta el Imperio ruso. Putin se envuelve en esta interpretación, que más bien es una doctrina, un dogma, que se sigue a día de hoy, por ejemplo, en los libros de texto escolares, y que está alejada de la interpretación pluralista de finales de los ochenta y principios de los noventa, que representaba una nueva manera de pensar la historia.

P. De hecho Ucrania acaba de pedir oficialmente que Rusia cambie su nombre por Moscovia, precisamente a raíz de esto: para romper la autoridad que Rusia reclama sobre los pueblos eslavos orientales que formaban la Rus de Kiev.

R. Es una buena idea, sí. Moscovia. El nombre real de ese Estado que se formó en el noreste de la antigua Rus de Kiev. Es una manera de descolonizar y de crear el espacio para un pensamiento histórico que vaya más allá del imperio. Creo que fue Mykola Riabchuk quien, hace 20 años, hablaba de esta descolonización y de crear una perspectiva posimperial de la historia de Rusia y Ucrania.

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P. En su libro, por ejemplo, menciona que, durante las décadas que usted pasó viajando a Rusia para estudiar su historia y su cultura, jamás se había cruzado con la idea de que Crimea era una "herida supurante" para los rusos (con la excepción de un discurso que dio el exalcalde de Moscú, Yuri Luzhkóv). Y, sin embargo, en 2014 la propaganda rusa empezó a diseminar esa narrativa. Ahora, ¿están estas nuevas narrativas enraizadas en los hechos históricos?

Hay una reconsideración emergente de la historia de Rusia y de Europa del Este. En general, la mayoría de los historiadores, mi comunidad científica, ha sido académicamente socializada en la perspectiva de Moscú, de San Petersburgo. Una posición imperial o centralista. Pero ahora hay una nueva generación, por ejemplo, de jóvenes ucranianos que viven en Alemania y que hablan alemán de forma fluida, y que están dando conferencias; tenemos una literatura nueva con autores ucranianos populares. Y esto es importante. No creo que haya vuelta atrás, a poner a los ucranianos de nuevo en la periferia. El precio para llegar hasta aquí ha sido muy alto. Poner Ucrania en el mapa mental de los europeos ha costado una guerra.

"Poner Ucrania en el mapa mental de los europeos ha costado una guerra"

Va a ser muy interesante repensar estos campos históricos. Por ejemplo, los eslavistas y expertos en literatura rusa están debatiendo sobre quién fue Aleksandr Pushkin, que fue un autor excelente y muy famoso, pero también fue la voz del imperio. Esta desimperialización se dará en todas las disciplinas. En historia, en historia de la literatura, en estética. Siempre hemos hablado de la vanguardia soviética y rusa. Ahora estamos aprendiendo sobre [Vladímir] Burliuk, Aleksandra Ekster, [Kazimir] Malévich y otros que fueron parte de la revolución y de la modernización ucraniana [de la década de los años veinte del siglo pasado]. La perspectiva siempre fue moscovita, y ahora hay una nueva perspectiva. Y va a iniciar una nueva discusión no solo de la historia ucraniana, sino de la rusa.

Toda mi vida pensé que los grandes libros sobre Rusia ya se habían escrito, que el capítulo ruso ya estaba cerrado. Pues creo que se va a reabrir y que vamos a descubrir que hay tradiciones historiográficas importantes, por ejemplo a nivel regional y de las periferias de Siberia, del Lejano Oriente. No de Moscú, ni de San Petersburgo. Será un proceso muy productivo de reconsideración de la historia rusa.

P. Volodímir Yermolenko [un filósofo ucraniano] dijo que la consolidación de la dictadura de Putin que ha ido aparejada a la invasión de Ucrania, con el cierre de los últimos medios independientes o las penas de prisión para quienes cuestionasen la guerra, estaba "transformando a Rusia en un estado asiático". Sin embargo, este es un debate tradicional en el seno de Rusia. ¿Es este un debate actual en Rusia? ¿Considera útil pensar la situación actual en términos de Oriente-Occidente?

R. Está claro que Putin está jugando la carta de China para presionar a Occidente. Una manera de decirle a Europa que Rusia ya no la necesita, etcétera. Pero, si se me permite hacer esta generalización, el pueblo ruso siente que pertenece a Europa. Aunque la política rusa siempre tuvo una dimensión euroasiática. La vieja escuela euroasianista de los años veinte, un grupo elitista pequeño formado por lingüistas y geógrafos de la diáspora rusa, creó la idea de una Eurasia posimperial. Soñaban con que Rusia fuera un tipo específico de civilización. Es muy interesante, porque muchas de estas personas, que acabaron asesinadas o deportadas, vieron en Stalin y en la creación del mundo soviético la realización del sueño de Eurasia como una civilización específica y distintiva. [Lev] Gumilióv, el profeta del movimiento disidente eurasianista de los años sesenta y setenta, era muy popular y articuló este sentimiento incluso en la sociedad soviética tardía.

Actualmente gente como [Aleksandr] Dugin siempre está hablando de un nuevo marco que iría desde Alemania hasta China. Creo que Putin es parte de esta corriente, o tendencia, dentro de una sociedad que perdió la perspectiva y a la que no se le ofreció una perspectiva para el futuro, para el siglo XXI. La perspectiva de Putin es, en cierto modo, presoviética y premoderna.

P. En marzo del año pasado, Putin tachó de "escoria" y de "traidores" a quienes se opusieran a la invasión, y dijo que Rusia se desharía de ellos. Muchas personas compararon estas palabras, y las medidas represivas contra los medios y la disidencia, con la represión estalinista de los años 30. Pero la represión actual está a años luz de la de hace 80 o 90 años. ¿Hasta qué punto podemos comparar a Putin con Stalin?

R. Hay obviamente una larga tradición en la cultura política rusa, una dependencia de las viejas formas de hacer política. Mi creencia es que tenemos que estudiar la prehistoria, tenemos que estudiar las analogías, tenemos que indagar en la historia del nacional-socialismo, del fascismo y del estalinismo. Pero la tarea principal del análisis intelectual, dado lo que está sucediendo en Rusia, es encontrar las nociones y las ideas adecuadas para describir lo que está ocurriendo.

Hay elementos del estalinismo, eso está claro. Hay elementos de fascismo. En la retórica pública, por ejemplo. Si [el propagandista estrella de la televisión rusa Vladímir] Solovióv dijera en Alemania lo que dice en Rusia, sería sometido a los tribunales. No dudo en llamar a esto fascista y a lo otro estalinista, pero no nos ayuda a crear el lenguaje para describir lo que está ocurriendo ahora. En este sentido, nuestra situación es comparable a la de los años treinta, cuando los intelectuales antifascistas tenían la tarea de analizar lo que pasaba en Europa y tenían grandes dificultades en encontrar las nociones, los conceptos y los modelos para describir aquella situación. En retrospectiva, sabemos que incluso los pensadores más agudos no lograron entender lo que estaba emergiendo en Alemania, incluyendo el Holocausto.

Foto: Xi Jinping (i) y Vladímir Putin brindan en el Kremlin. (EFE/Sputnik/Pool/Pavel Byrkin) Opinión

Putin es un fenómeno nuevo. Una combinación del momento prerrevolucionario, de la Iglesia Ortodoxa, con los comisarios rojos y los generales blancos, y jugando a veces, incluso, con las vanguardias. Si miras la inauguración de los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi, en 2014, fue un espectáculo asombroso. Hay elementos de la cultura de masas. Hay un aprendizaje de Hollywood. Hay que encontrar el lenguaje para describir no solo la fuerza bruta, sino también el poder suave, tal y como Peter Pomerántsev lo describió en su libro: la total relativización de todo. No hay verdad, no hay realidad. Aquello de que los cadáveres de Bucha no son cadáveres reales, sino una especie de puesta en escena organizada por cineastas ucranianos. Es algo distinto. Y no se puede lidiar con este nuevo estilo de propagandístico simplemente diciendo la verdad, verificando los hechos. Es más complicado. No es la propaganda tradicional. [El portavoz del Kremlin] Dmitry Peskov y, por supuesto, [el asesor e ideólogo de Putin] Vladíslav Surkov, personalizan este fenómeno.

P. Usted ha mencionado que una de las razones por las que, de joven, se interesó por el estudio de Rusia y de la Unión Soviética, fue para construir un puente con quienes habían sido los enemigos de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. Esto me recuerda a las políticas que los líderes alemanes han emprendido con respecto a Rusia en los últimos 20 o 25 años: aquello de crear intereses comunes, sobre todo mediante el suministro energético, para construir un entendimiento y un paisaje estable. ¿Qué le parecía esta política hace unos años y qué le parece hoy?

R. Corresponderá a los historiadores aclarar esto. Tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y tras la reunificación de Alemania, existía la esperanza de que todo tendría un final feliz y de que los conflictos se desvanecerían. Parecía que estábamos entrando en una era de normalización en Europa. Cuando escribía mi libro "Berlín ruso", sobre la diáspora y la inmigración en el Berlín de entreguerras, en la introducción escribí que entrábamos en un periodo de normalización, no sin conflictos, pero sí en el sentido de que los problemas generales de división y conflicto del siglo XX ya eran agua pasada. Siempre tuve confianza en que la sociedad rusa tendría la capacidad de resistir a un nuevo tipo de movilización totalitaria. Tengo que reconocer que nunca presté mucha atención a Putin. Confiaba en que la sociedad rusa lidiaría con el caos de los años noventa y lo superaría. Para mí la conmoción llegó muy tarde. No estaba al tanto de lo que ocurría en Chechenia o en Osetia. Eso estaba en la periferia de mi atención. La conmoción, para mí, llegó con el Maidán y con la intervención en Crimea, porque estaba allí y pude ver a esos pseudo-cosacos, a la gente de [Ígor] Girkin en Donétsk. Eso me hizo entrar en un proceso de reflexión y reevaluación.

Foto: Varios soldados, en la sede del Grupo Wagner. (Reuters/Igor Russak)

En Alemania, además, hay un complejo tradicional, compacto y coherente, de relaciones culturales con Rusia. [Mijaíl] Bakunin y [Aleksandr] Herzen estudiaron en Gotinga y en Berlín; estaba el vínculo de las vanguardias y la conexión de [Rainer Maria] Rilke y Thomas Mann con la gran cultura rusa. Al mismo tiempo, hubo los choques entre Alemania y Rusia, o la URSS, en las dos guerras mundiales. Con crímenes increíbles. Eso generó en Alemania un sentimiento de culpa y de responsabilidad, y de necesidad de reparar las cosas. También un sentimiento de gratitud por la reunificación. Al mismo tiempo, nunca nos interesó lo que sucedía en Bielorrusia o en Ucrania. Hablábamos de los crímenes nazis, pero siempre en Rusia. No en Minsk o en Babyn Yar.

Así que el examen de estas decisiones aún está por delante. No está claro cómo reaccionarán las sociedades europeas al estrés y a las tensiones que les van llegando. Mirando lo que pasa en Bajmut y en otros sitios, hay que ver cómo de fuerte será el apoyo del Occidente colectivo a Ucrania. Esperamos mantenernos firmes. Pero no podemos darlo por sentado.

P. ¿Cree que llegaremos a ver una Rusia reformada, finalmente democrática?

R. En este momento, no me lo puedo imaginar. Ahora mismo en la diáspora rusa hay debates acerca del caos, acerca de la disolución o de la demolición de la Federación Rusa. No se pueden hacer predicciones. Algunas personas hablan de los Estados Unidos de Rusia; otras, de guerras entre las regiones ricas y las pobres; otras, de califatos; otras, de regiones norteñas ricas en petróleo. No tengo ni idea. Es una situación completamente abierta. Y esta apertura del momento, del futuro, es el mayor reto. Hablar de historia es siempre muy fácil, porque, en cierto modo, todo está zanjado. Podemos ver lo que ha sucedido. Y hablar sobre el futuro: puedes hacer profecías y jugar el papel de Casandra. Pero la situación crítica es el presente. No sabemos qué pasará hoy, o mañana, en Bajmut. Lo único que sabemos es que no podemos rendirnos, ni traicionar a los ucranianos. Suena moralizante, pero no es una cuestión moral; es una cuestión de la supervivencia del mundo europeo.

El historiador alemán Karl Schlögel (Bavaria, 1948) es autor de algunos de los frescos más complejos y deslumbrantes que se han escrito sobre Rusia, la Unión Soviética y Europa del Este. El siglo soviético: arqueología de un mundo perdido (Galaxia Gutenberg) es un minucioso repaso a la vida cotidiana del imperio, a su intrahistoria, desde las modas arquitectónicas a los libros de cocina, las cristalerías familiares y los complejos veraniegos del Cáucaso y del Mar Negro. En Terror y utopía: Moscú en 1937 (Acantilado), Schlögel examina en paralelo la grandeza urbanística del estalinismo y su descenso a las catacumbas del terror y la paranoia, y en Ucrania, encrucijada de culturas (Acantilado), comienza a saldar la cuenta pendiente que los historiadores europeos tenían con un país al que habían ignorado. Una nación que ha tenido que sufrir una guerra a gran escala, en palabras de Schlögel, para situarse por fin en el mapa mental europeo.

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