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Una historia de Rus: crónica íntima de la guerra que hizo sangrar al este de Ucrania
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Del periodista Argemino Barro

Una historia de Rus: crónica íntima de la guerra que hizo sangrar al este de Ucrania

Extracto de 'Una historia de Rus: crónica de la guerra en el este de Ucrania', que explora las profundas raíces de las tensiones entre Ucrania y Rusia

Foto: Tropas ucranianas, en el frente de guerra en 2014. (Reuters)
Tropas ucranianas, en el frente de guerra en 2014. (Reuters)

1 La Guerra Sagrada

«Madre Rusia. Ayuda a tus hijos del Donbás», dice una pancarta colgada del balcón. La sede gubernamental de Donétsk, ocupada por los separatistas prorrusos, es un gran animal dormido. Una criatura de la que emana un peligro sordo, incierto. Es posible que este nuevo cuartel general aguante y lidere una secesión. O que un helicóptero ucraniano se pose en la azotea y vomite soldados hacia las ventanas. O que Rusia mande tropas en apoyo de sus agentes disfrazados, como en Crimea.

La ciudad sigue siendo un lugar tranquilo y bien peinado. El tren ha llegado puntual. La estación estaba sosegada. Junto a ella, las cúpulas de la iglesia brillaban apacibles tras las ramas de unos árboles, las señoras palpaban naranjas en una frutería y la encargada de un bar no ha dado ninguna señal de inquietud.

En este paisaje verdoso y plano, el edificio es un ojo de buey a otro mundo. Una dimensión desconocida y violenta.

placeholder Portada del libro (Guillermo Cervera)
Portada del libro (Guillermo Cervera)

Los rebeldes han construido una barricada en torno al edificio, hecha de neumáticos, muebles rotos y alambrada. A sus pies se concentran, como en torno a una madre de hormigón, algunos centenares de jubilados en tensión y prorrusos enmascarados.

Una bicicleta zigzaguea entre ellos, deteniéndose frente a cada grupo como un colibrí, curioseando. Es obvio que no pertenece al movimiento.

El ciclista se acerca y me pregunta, en inglés, si trabajo para BuzzFeed. Le digo que no, que escribo para un diario español. Se llama Antón Nagolyuk y hace de conseguidor e intérprete para medios extranjeros: es un 'fixer'. Una profesión habitual entre los jóvenes que hablan inglés, cuando algún tipo de cambio golpea su país y empiezan a llegar periodistas de fuera. Nagolyuk dice que es de Donétsk, pero podría ser de Holanda, o neoyorquino: habla inglés sin acento, lleva pantalones pitillo, gafas de sol y cera en el pelo. Con los brazos estirados hacia el manillar de su bicicleta urbana, el ucraniano me ofrece algunos contactos como gesto de hospitalidad.

Durante la conversación, algo empieza a agitarse de fondo, una especie de murmullo alterado, como si el viento moviera unos setos espinosos. Es un grupo de señoras. Una de ellas se acerca sigilosa, con toda la cara llena de sospecha.

«Chicos... ¿Quiénes sois?».

Sus ojos son dos punzadas en un vientre arrugado. Otras señoras se le unen con las mismas preguntas.

«Otkuda vy?».

Detrás de las señoras emerge algo, una figura delgada y oscura. Un enmascarado. Su posición es de combate, la cabeza gacha de boxeador, los brazos separados de las axilas para fingir más envergadura. Lleva un bate de béisbol en la mano izquierda y sus ojos azules relampaguean bajo el pasamontañas. Se acerca rápido y, sin mediar palabra, golpea a Nagolyuk en la mejilla con el puño derecho. Este suelta la bicicleta, trastabilla, su teléfono móvil se desmonta al chocar contra el suelo.

«What the fuck, man!», dice Nagolyuk.

Las señoras jalean al atacante, mientras llegan otros enmascarados con palos y pedazos de tubería. Nagolyuk se incorpora y los increpa. Lo agarro del brazo, le digo: «Come on». Él me acompaña arrastrando la bicicleta, con el cuello girado, insultando a los agresores.

Las señoras gritan: «¡Cogedle, cogedle!».

Veo con alivio que nos dejan ir, cuando del tumulto salen otras figuras: son dos moteros corpulentos, llenos de tatuajes, con bandana y barba gris. Vienen trotando hacia nosotros. Agarran a Nagolyuk por los brazos y le registran la chaqueta. «¡Me has robado el móvil!», dice uno de ellos. El joven se retuerce. «Stop, stop!». Los moteros lo sueltan de un empujón y se marchan dejándole encima su mirada helada.

placeholder Un soldado ucraniano durante un intercambio de prisioneros en Donetsk. (Reuters)
Un soldado ucraniano durante un intercambio de prisioneros en Donetsk. (Reuters)

Antón Nagolyuk está acostumbrado a esta nueva realidad. Es la primera vez que lo atacan, pero ya había visto crueldad en las calles. Cuando el miedo enseñó su zarpa en Donétsk, por primera vez, a finales de febrero, él estaba allí. Se había alegrado de la caída de Yanukovych y había salido, como sus amigos, a celebrarlo y a reivindicar un país unido y cercano a la Unión Europea.

Pero Donétsk no es Kyiv.

Aquí la opinión política está dividida y protestar equivale a jugarse el cuello, como ha podido comprobar Nagolyuk. Las manifestaciones a favor y en contra del Maidán se vieron las caras en la Plaza Lenin. Banderas ucranianas y rusas ondeaban cada noche a solo unos pasos de distancia, separadas por un muro de policías antidisturbios. Petardos y huevos describían parábolas por encima de los agentes. Había discursos, carteles, llamadas a la paz y a la violencia, y los matones de ambos grupos se enzarzaban a golpes.

Nagolyuk se hizo notar: publicaba convocatorias en Facebook, defendía el Maidán y daba entrevistas a los medios locales. Un día recibió amenazas en su cuenta de Vkontakte, el equivalente ruso de Facebook. Le llegó un mensaje privado con su dirección y sus datos personales. Según él, la persona que le ha dado un puñetazo frente al edificio es un prorruso muy activo. Alguien a quien conocía de vista de los pasillos de la Universidad de Donétsk y con el que se había vuelto a encontrar en las últimas semanas, apartados, esta vez, por una gruesa barrera ideológica.

Según él, la persona que le ha dado un puñetazo frente al edificio es un prorruso muy activo. Alguien a quien conocía de los pasillos de la universidad

Las fuerzas especiales de Ucrania han desalojado a los ocupantes del edificio de Jarkiv, pero los separatistas de Luhánsk y Donétsk siguen atrincherados. Se autodenominan “gobierno del pueblo” y tienen la intención de celebrar un referéndum al estilo de Crimea en los próximos días. Kyiv ha anunciado una “operación antiterrorista” para reconquistar las sedes ocupadas, y ofrece, al mismo tiempo, una amnistía a los separatistas que se rindan, garantías al idioma ruso y la promesa difusa de mejorar el autogobierno del Donbás.

Mientras, los rebeldes se acomodan en su cuartel.

Un enorme prorruso boxea contra un adversario invisible, la «junta de Kiev». Directo, directo, crochet, gancho. Al decir la palabra “Rusia”, Yuri se golpea el pecho, como si fuera una parte de su alma, un leño crepitante junto a su corazón. Sin que nadie se lo pida, Yuri y sus dos amigos, que no llevan máscaras, me enseñan sus gastados pasaportes ucranianos. «Hemos nacido en Ucrania», dice Yuri. «Los medios europeos mienten. Aquí no hay gente de la Federación Rusa. Y nadie nos paga».

Todas las conversaciones, empiecen como empiecen, discurren por el mismo sendero: «Somos de Ucrania. Aquí no hay rusos. Nadie nos paga». Se respira un clima de fragilidad y furia, como si un mal paso pudiera detonar un explosivo. Las bábushki, las “abuelas”, son las primeras en avistar al periodista extranjero. Si la aparente rebelión fuera un gato, ellas serían el pelaje que se eriza al ver a un enemigo.

«¿Para quién trabajas?», «¡Cuenta la verdad!».

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El liderazgo separatista se dispone a hacer una proclamación y deja entrar a la prensa en el edificio. Caminamos en fila por un laberinto de neumáticos y trastos ennegrecidos por la lluvia. Las hogueras chispean en cubos oxidados. Junto a la puerta del edificio, uno de los guardias enmascarados, con una barra metálica, se inclina hacia delante y agita el dedo igual que una madre a punto de perder la paciencia.

«¡Vais a decir la verdad! ¡Os portaréis bien!».

La autoproclamada República Popular de Donétsk mide exactamente once plantas, que subimos respirando con dificultad. Las ventanas han sido cegadas con cartones y pilas de libros y los ascensores permanecen bloqueados. La abundancia humana llena el aire. Cada momento suben y bajan prorrusos como si fueran al frente, volando escaleras abajo, abriéndose paso a codazos.

Órdenes y contraórdenes se suceden.

«Parad, ¡identificación!».

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«Vamos, ¡no paréis!».

Da la impresión de que no hay una jerarquía clara, o de que varias jerarquías intentan imponerse en medio del desorden. Dentro del edificio hay barricadas, subdivisiones y puestos de control entre las plantas. Las oficinas del “consejo revolucionario” ocupan el último piso, donde solía estar el Gobierno regional. Las oficinas son ahora un campamento improvisado. Las mesas se mezclan con los macutos de los rebeldes, sacos de dormir y restos de comida. La foto de un oligarca y su equipo de fútbol, colgada en la pared, ha sido tachada. Sobre una estantería hay un puñado de máscaras de gas antiguas, alargadas como la trompa de un mosquito.

La sala de juntas está a rebosar.

Los diputados revolucionarios se han sentado a la mesa y los periodistas graban o toman notas de pie. Los guardaespaldas se han enrollado el pasamontañas hasta la frente para respirar mejor y escuchar a sus líderes, que son siete ministros y ochenta y un diputados. Hay barbas tolstoianas, uniformes gastados y gestos graves, como si cada rebelde llevara dentro su propia versión esculpida en bronce: una réplica de sí mismos, heroica, de una pieza, brillante en su pedestal. A pesar de su aspecto desabrido y humilde, agravado, quizás, por la acción y el suspense de los últimos días, cada palabra que emiten lleva un eco de solemnidad, como si la historia se revolviese en cada sílaba. Da la impresión de que sus brazos y sus cuellos se han vuelto más musculosos.

placeholder El arma de un prorruso en el este de Ucrania. (Reuters)
El arma de un prorruso en el este de Ucrania. (Reuters)

La rebelión, dicen, es espontánea: desde la gente, desde abajo. Moscú no tiene nada que ver. Ucrania vive una emergencia. El nacionalismo nazi ha vuelto. Se ha apoderado de Kyiv y amenaza con destruir, de nuevo, la hermandad de los eslavos. Esta vez con un golpe de Estado apoyado por Occidente. Así que el Donbás, como Crimea, se ha levantado y va a dar al pueblo la oportunidad de elegir: o formar una república independiente, extirpada, dicen, de ese país artificial y enfermo que es Ucrania, o volver al seno de Rusia: la patria original de muchos de los habitantes de esta región.

Cuando uno de los diputados, obrero del metal, cierra el puño como si fuera a atizar a alguien, adelanta su testa cuadrada y cenicienta, pronuncia todos los surcos de su frente, que parece un campo de labranza, y promete que dará «hasta la última gota de sangre» por la libertad del Donbás, es obvio que algo bulle dentro de él. Una memoria ardiente, escrita en sus venas, que le hace verse a sí mismo como una estatua erguida entre columnas romanas.

Si nuestros abuelos, dice, se dejaron el pellejo en la lucha contra los nazis; si cada tres generaciones toca vencer a las fuerzas del mal, que vuelven a asomar su fea y peluda cabeza, ¿acaso no tenemos que aceptar esta responsabilidad? ¿No debemos proteger a nuestras familias, a nuestro pueblo, y honrar, una vez más, la llamada del deber contra el fascismo?

2

El 22 de junio de 1941, Alemania y sus títeres movilizaron cuatro millones de soldados contra la Unión Soviética. Parte del Ejército alemán avanzó sobre el norte de Ucrania. La misma ruta, en sentido inverso, que habían tomado los hunos de Atila mil seiscientos años antes.

Stalin, que había firmado un pacto de no agresión con Adolf Hitler, fue sorprendido, a pesar de las decenas de advertencias de espías y generales. El Ejército Rojo no estaba en condiciones de plantar cara. Su material era viejo y sus mandos habían padecido la gran purga de 1937. Tres de cada cuatro oficiales habían sido fusilados o encarcelados. La mayoría de los reclutas eran campesinos malnutridos, sin experiencia bélica y desmoralizados por una década de represión. Stalin prohibió retroceder y tres millones y medio de soldados soviéticos cayeron en manos enemigas.

Foto: Un niño posa con una ametralladora de juguete en el campamento "Lider". (Foto: Ethel Bonet)

La población local apenas resistió.

Miles de ucranianos recibieron a los alemanes como un mal menor. Hicieran lo que hicieran, se decían, no podía ser peor que la hambruna, las deportaciones masivas y la campaña de terror y juicios sumarísimos del estalinismo. Muchos habitantes incluso proyectaron sus esperanzas en los nazis: los recibían a la puerta de los pueblos con ramos de flores y hogazas de pan. Unos soñaban con declarar un Estado independiente; otros, simplemente, con mejorar las condiciones de vida.

Pero los alemanes de 1941 no eran los de 1918.

A diferencia de aquellos desplegados en Francia, Bélgica o Noruega, los nazis de campaña en el este fueron liberados de cualquier atadura moral o jurídica respecto a la población civil. Los invasores no querían ganarse el favor de los lugareños, sino esclavizarlos. Convertir a la Unión Soviética en algo parecido al sur de Estados Unidos en el siglo XIX. Una inmensa llanura de plantaciones donde los alemanes serían grandes terratenientes, y la población local, sus cautivos.

Lo primero que hicieron al penetrar en Ucrania fue exterminar a las personas de religión judía. Las convocaban a las afueras de las ciudades, con sus familias y enseres, bajo el pretexto de enviarlos a las tierras palestinas, y los asesinaban. Solo en Babi Yar, cerca de Kyiv, los invasores mataron a 33.761 judíos en dos días.

Foto: Un combatiente de la autoproclamada República Popular de Donetsk cerca del aeropuerto. (Reuters)

Luego vaciaron las ciudades mediante el bloqueo, el hambre y la agresión. Millones de ucranianos huyeron al campo, donde los alemanes aprovecharon el sistema de granjas colectivas para ensayar su despotismo. Ucrania fue usada como fuente de alimentos y mano de obra. Entre 1942 y 1943, más de dos millones de ucranianos fueron despachados a trabajar en las fábricas del Tercer Reich o en los hogares de su nueva aristocracia.

Los prisioneros de guerra que no resistían las marchas eran ejecutados en el acto. Los demás, caminando a duras penas en largas columnas, cubiertos de suciedad y sangre seca, fueron abandonados a la muerte en campos de concentración que a veces consistían en una alambrada a la intemperie. De los tres millones y medio capturados al principio de la ofensiva, solo sobrevivieron uno de cada tres.

Los alemanes continuaron la guerra relámpago que había doblegado Europa el año anterior. Entraron en la URSS como un inmenso ariete, con cerca de cuatro mil tanques, siete mil piezas de artillería y cuatro mil aviones. La mayor fuerza invasora jamás reunida. En la primera semana mataron o hirieron a ciento cincuenta mil soldados soviéticos y destruyeron el 70% de su aviación antes incluso de que entrara en combate.

Sin embargo, en nombre del ataque sorpresa, Hitler había sacrificado la preparación de una posible campaña larga en el este. No quería dar tiempo a Stalin para que reforzara sus defensas, y los soldados alemanes llegaron a Rusia sin ropa de invierno. Al principio su estrategia funcionó. Los nazis destruyeron las líneas enemigas y avanzaron seiscientos kilómetros en tres semanas. El objetivo era capturar las minas del Donbás, cercar Leningrado y tomar Moscú en tres meses.

Foto: Una mujer deposita flores en un monumento dedicado a las personas que murieron durante la revuelta del Maidan en 2014, en Kiev, el 20 de febrero de 2014. (Reuters)

Pero los soviéticos se recuperaron del golpe inicial.

Su inagotable número de soldados contuvo el impacto alemán hasta la llegada del invierno. Cuando este apareció, de manera precoz, tendiendo su manto de nieve y vientos helados a mediados de octubre, los nazis tuvieron que abrigarse con periódicos y paja metidos bajo el uniforme. Sus botas orladas de acero se helaban deprisa y comenzaron a despojar de calzado y ropa a los campesinos rusos. Antes de que terminase el año, la Wehrmacht documentó unos cien mil casos de congelación y quince mil amputaciones. La helada también inutilizó metralletas, Jeeps, tanques y baterías, y la tierra estaba tan fría que resultaba casi imposible cavar trincheras donde cobijarse.

Los regimientos siberianos, convocados a tiempo para la defensa de Moscú, ataviados con ropa de invierno blanca, esquís y rifles adaptados al frío, iniciaron el contraataque.

Lo que iba a ser otra campaña fulminante duraría tres años y medio.

Las circunstancias, que habían sido tan favorables para los alemanes, se volvieron en su contra. Las otras estaciones del año fueron igual de agónicas. El verano ruso demostró ser ardiente y el deshielo primaveral y las lluvias del otoño, como cada año, trajeron la 'rasputitsa', un infierno de barro que cegaba los caminos y detenía columnas enteras de tropas enemigas. Los vehículos alemanes tardaban tres o cuatro días en recorrer la distancia que, en otras condiciones, les habría llevado una hora. Los rodeaba la estepa infinita, moteada de pueblos vacíos y pozos envenenados por los habitantes en retirada. De frente aguardaba el Ejército Rojo y por la espalda la guerrilla partisana, que golpeaba y desaparecía en los bosques.

Stalin solo dio la opción de luchar a muerte.

Foto: Un soldado de la autoproclamada República Popular de Donetsk monta guardia en un puesto de control, en febrero de 2015. (Reuters)

Anunció que los soviéticos capturados serían considerados traidores a la patria y decretó la pena capital para quienes retrocedieran. Detrás de la vanguardia había otra línea de infantería con orden de disparar a quienes abandonaran sus puestos. Si alguien se rendía, su familia era deportada a Siberia. El dictador incluso dejó en segundo plano el espíritu internacionalista de los Soviets. Consciente quizás de que la defensa del comunismo no bastaría para movilizar a los corazones, Stalin invocó a la Madre Patria, reabrió las iglesias y resucitó la memoria de los grandes héroes de la historia de Rusia. Los soviéticos presentaron una resistencia feroz. A veces iban al combate con las manos vacías, confiando en quitarle el fusil a un cadáver. Un millón de mujeres sirvieron en las filas. Manejaron baterías antiaéreas, pilotaron aviones y fulminaron al enemigo con sus rifles de mira telescópica.

Las obsesiones de Hitler y Stalin convergieron en Stalingrado, la llave de los campos de petróleo del Cáucaso. El lugar en el que se jugaría el destino de la guerra mundial.

A los bombardeos masivos, que transformaron esta ciudad modelo, llena de jardines y modernos bloques de viviendas, en un paisaje de cascotes y esqueletos calcinados, siguió la “guerra de ratas”, calle por calle, ruina por ruina. Los edificios partidos por la mitad dejaron al aire sus muebles, y la ceniza y el polvo de ladrillo asfixiaban a los soldados. Los tanques salían de las fábricas directos al combate, muchas veces sin pintar, sin las mirillas puestas. Las mujeres y los niños cavaban trincheras, el estruendo de las bombas y los misiles katiusha jamás cesaba, y los cuerpos bajaban por el río junto a las manchas de petróleo ardiendo.

Cinco meses más tarde, a principios de 1943, más de un millón de cadáveres alfombraban las calles de Stalingrado. Tantos, que los asustadizos caballos aplastaban sin pudor los cráneos enterrados en la costra de barro y hielo. La mitad de los noventa mil alemanes que sobrevivieron perdieron la vida en las semanas siguientes, acosados por la disentería, el tifus y la venganza de los rusos victoriosos.

Cuando los invasores fueron expulsados en 1944, Ucrania había perdido unos siete millones de habitantes. Los niños jugaban al fútbol con cráneos alemanes desenterrados y el deshielo llenó los ríos de cuerpos ennegrecidos. En Stalino, la actual Donétsk, la población se había reducido a un tercio.

Foto: Viktoria Miroshnichenko, en 'Una gran mujer'. (BTeam)

Lo primero que hizo el Partido Comunista al recuperar los territorios fue rendir cuentas con quienes habían vivido bajo la ocupación. Las mujeres que se habían acostado con nazis fueron fusiladas, igual que sus hijos medio alemanes. La población entera resultaba sospechosa de colaboracionismo y centenares de miles pagaron el precio de este azar en el Gulag.

Aún así, algo había cambiado.

La victoria hizo de los soviéticos personas confiadas y valientes. Habían peleado en las ciénagas. Se habían comido la celulosa de las paredes durante el sitio de Leningrado y habían notado la tierra temblar en el estrecho de Kursk, bajo el galope atronador de los Panzer. Le habían partido el espinazo al fascismo, y la policía de Stalin no pudo alcanzar las cotas de poder e intimidación que había tenido en los años treinta. Un nuevo contrato social se impuso. Los dirigentes relajarían la represión y el pueblo compartiría con ellos el crédito de la gran victoria.

Si la industrialización había guiado la política estalinista en la década anterior, ahora tocaba reconstruir, y el hambre de mano de obra del Donbás alcanzó su plenitud. Solo en 1945, Stalino atrajo a cien mil personas. La necesidad de empleados era tal que algunos ucranianos nacionalistas de la OUN, que habían colaborado con Hitler y combatido a los soviéticos en el oeste, vinieron al Donbás para fundirse en el anonimato de las minas.

La URSS se anexionó las repúblicas bálticas, fragmentos de Polonia, Mongolia exterior y algunas islas japonesas. Su paraguas militar, desplegado por las endurecidas tropas que habían llegado hasta Berlín, impuso gobiernos comunistas en media Europa: desde Bulgaria y Rumanía, Checoslovaquia, Hungría y Polonia, hasta la mitad de Alemania.

El antiguo Estado paria renació como superpotencia.

Y siempre, en el corazón, brillando como un talismán, la guerra.

Foto: Una doctora y un paciente miran por la ventana de un hospital en el centro de Kiev, en enero de 2016. (Reuters)

De los veinte millones de muertos soviéticos fluyó un caudal de homenajes, obeliscos, museos, desfiles y charlas de sobremesa interminables. Los pioneros y los coros militares cantaban las hazañas bélicas como en la antigua Esparta. Las películas mostraban la guerra como una aventura noble llena de amor y de sacrificio. Cuando una pareja se casaba, lo primero que hacía, después de firmar en el registro civil, era depositar un ramo de flores al pie de la Llama Eterna, que flameaba en todas las poblaciones del imperio. Millones de veteranos aprovechaban la primera oportunidad para colocarse la casaca llena de medallas y sacarse a sí mismos en procesión. Se dejaban elogiar con lenta dignidad, peregrinaban a los lugares de sus gestas y las revivían junto a los camaradas. Llevaban una “vida de héroe”, y cada nueve de mayo, Día de la Victoria, se les honraba con flores y desfiles. La Gran Guerra Patria sería su Ilíada y su Odisea, el acontecimiento más importante de sus vidas: el orgullo existencial de la Unión Soviética.

Una epopeya que resonaría durante generaciones.

La épica se desvanece en el aire cargado de la sala de juntas. Las estatuas de bronce pierden brillo, las voces se atenúan y algunos de los líderes de la llamada República Popular de Donétsk, de ojos cansados y mentones erizados de púas, se pasan el antebrazo por la frente perlada. Muchos interrogantes penden sobre ellos. Uno es el ultimátum del Gobierno provisional de Kyiv, que les exige entregarse, bajo amenaza militar; otro es la reacción de Rusia, que, a diferencia de su rápido despliegue en Crimea, mantiene la distancia con el Donbás. Ucrania se tensa, y en la última planta del edificio ocupado, en Donétsk, varias decenas de hombres se ven a sí mismos como en un nuevo 1941.

Al salir se nos entrega un mensaje.

Foto: Un soldado transnistrio durante el desfilde del Día de la Victoria de la IIª Guerra Mundial, el 9 de mayo de 2014 (EFE)
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Dos filas de encapuchados en silencio, con palos en las manos, forman un pasillo en el vestíbulo de la sala de juntas. Para llegar a las escaleras, los periodistas tenemos que pasar entre ellos. Entre sus puños cerrados, bajo la mirada inmóvil de sus máscaras.

3

12 de abril, sábado, muy temprano. Las noticias llegan a borbotones y cargadas de nombres nuevos: Kramatorsk, Druyivka, Artemivsk, Yenakievo, Konstantinivka. La rebelión prorrusa se ha extendido a una docena de ciudades del Donbás. Siguiendo el guion de lo sucedido en Donétsk y Luhánsk, varios edificios de gobierno han caído en manos de enmascarados.

La ciudad más importante, por su tamaño y por estar cerca de un nudo de transporte ferroviario, es Slovyansk.

Hacia allí nos vamos.

Lo que parecía una situación obstruida, con unos cuantos rebeldes acuartelados en cinco edificios, vuelve a correr de golpe, sin una provocación o motivo específico. No ha habido cientos de miles de personas desbordando las calles. No ha habido represión policial, ni escalada entre dos grupos. La rebelión, simplemente, ha dado un salto. Es como si alguien estuviera interpretando una sinfonía. La música empezó con un tono dramático y arrebatador, la toma de edificios en tres ciudades, y luego se quedó suspendida. Un paréntesis para que el público y la orquesta pudieran saborear el vacío y tomar aire, atentos a la batuta del director.

placeholder Un prorruso en un tanque en 2014. (Reuters)
Un prorruso en un tanque en 2014. (Reuters)

Ahora, de nuevo, movimiento.

«¡En pie, Donbás!», dice un hombre. «¡No al fascismo!».

La comisaría de policía de Slovyansk es un edificio bajo, cuadrado, amarillento y ensuciado por una pátina de polvo industrial. Delante hay otro edificio, y entre ambos se han erigido barricadas. Centenares de personas animan a los sublevados.

«¡Adelante, chicos!».

El uniforme de los rebeldes ha evolucionado. Ha pasado de la fase civil a una fase de milicia. Los individuos son más mayores, con uniformes disonantes y gastados, pasamontañas verde caqui y monos de camuflaje para el desierto.

Encima de la entrada, dos hombres cubren el escudo nacional ucraniano: un tridente atornillado al porche.

Uno de los rebeldes mide metro noventa y pisa firme con sus pesadas botas, ocupando todo el espacio posible. Es calvo y tiene un recio bigote asilvestrado, manchado de nicotina. En la mano lleva una metralleta apuntando hacia arriba, como fuera a celebrar algo disparando una ráfaga. Es una especie de cíclope. Un gigante que nos mira como a un rebaño de ovejas.

Foto: Fotografía facilitada por la Oficina de Pensa de Vladímir Zelenski. (EFE)

«¿Por qué hacen esto?», le pregunto.

Se detiene y entorna los ojos, haciendo puntería.

«Estamos defendiendo a la gente».

Otro prorruso, quizás también en la cincuentena, lleva la cara tapada y descansa con los brazos apoyados en la metralleta colgada del cuello, como si fuera un cabestrillo. Tiene las piernas separadas y permanece inmóvil, lleno de serenidad y de confianza. Le pregunto si es militar. En respuesta, se desabrocha la parte de arriba de la guerrera de camuflaje. Sobre el pecho lleva una condecoración, una estrella roja bordada con laureles de oro.

«Kandahar», dice.

Son afgantsy, veteranos de Afganistán. La última guerra de la Unión Soviética. Dicen ser residentes de la ciudad y haber cogido las armas directamente de la comisaría.

Los soldados rusos que ocuparon Crimea decían lo mismo a los periodistas: que eran de allí, lugareños. Vecinos que se habían tomado la justicia por su mano como respuesta al “golpe de Estado” en Kyiv. Agentes o no, acaban de noquear a la autoridad en el este de Ucrania.

*Extracto de 'Una historia de Rus: crónica de la guerra en el este de Ucrania' (La Huerta Grande: a la venta el 26 de agosto de 2020), de Argemino Barro. El libro explora las profundas raíces de las tensiones entre Ucrania y Rusia. Es una crónica presencial de la guerra en la que se alternan pasado y presente: desde las revueltas cosacas a la sublevación del Maidán, desde la hambruna estalinista a la nostalgia de la Unión Soviética.

1 La Guerra Sagrada

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