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"La certeza es ridícula": tras el covid toca aprender de la Ilustración
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"La certeza es ridícula": tras el covid toca aprender de la Ilustración

Tenía razón Paul Samuelson cuando sostenía que las buenas preguntas eran más interesantes que las respuestas fáciles. Voltaire y los ilustrados se acostumbraron a hacerlas y desde entonces el mundo ha dado un gran salto adelante

Foto: Imagen: Laura Martín.
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Es probable que para saber lo que "nos pasa", como decía Ortega, haya que echar mano de una carta que envió Voltaire al príncipe Federico Guillermo de Prusia en 1770. "La duda es una condición incómoda, pero la certeza es ridícula", le aconsejó en la misiva el inclasificable y prodigioso Voltaire al joven príncipe para que no descarrilara como gobernante. Ni que decir tiene que aquella época era la de la Ilustración. O lo que es lo mismo, la era del conocimiento y la del 'atrévete a pensar', y por eso, precisamente, también era el tiempo de las incertidumbres. De las vacilaciones y hasta de la perplejidad. Como ahora.

Pocas veces en la reciente historia de la humanidad han aflorado tantas dudas al mismo tiempo sobre el futuro inmediato. Veamos. Un nuevo imperio despega, China, que a finales de esta década será, probablemente, la principal economía del planeta; un imperio ya consolidado, EEUU, mantiene la supremacía militar y tecnológica, pero tiene ahora enfrente un formidable adversario por primera vez desde el ocaso del imperio soviético; y otro, Rusia, el heredero de los soviets, es el jugador incómodo con el que hay que contar no solo por su peso político sobre determinadas regiones, sino porque es el gran proveedor de gas a Europa y tiene una enorme capacidad para desestabilizar un continente tan fragmentado como complejo. El cuarto jugador en discordia es la propia Europa, cuyo peso en el mundo tiende a disminuir por razones demográficas y económicas, pero todavía con una gran influencia cultural. Un modelo de vida en el que se miran muchos países.

Foto: Imagen: Irene de Pablo.
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Y en medio, desafíos extraordinarios como el cambio climático o la digitalización del sistema productivo, que, como ocurre siempre que aparecen disrupciones tecnológicas, amenaza con liquidar el statu quo levantado, desde luego en Europa, a partir de 1945. Y que muchos han asociado al fin del trabajo como lo hemos conocido. Es decir, algo parecido a la proletarización de las clases medias.

El mundo de los algoritmos

Y también, en medio, como un intangible que sólo es visible cuando afloran los populismos, la crisis de la propia democracia. Y que llega, paradójicamente, en el momento histórico en el que más países se rigen por reglas de participación ciudadana, que en última instancia son las señas de identidad de los estados democráticos. Sobrevolándolo todo, la pandemia, que ha acelerado tendencias que hubieran tardado años en consolidarse, como el teletrabajo o la profusión de plataformas tecnológicas, convertidas en un verdadero desafío para el modelo de relaciones laborales que el mundo ha conocido en los últimos dos siglos. El empresario ya no es un patrón que ordena el trabajo, sino que quien lo ordena es un algoritmo incomprensible. Un enemigo invisible, a veces, que dice lo que hay que hacer y evalúa el desempeño personal. El trabajo ya no es para toda la vida.

La era de la revolución conservadora iniciada en tiempos de Reagan y Thatcher agoniza

Demasiadas dudas y pocas certezas. O ninguna. Aunque algunas comienzas a asomar. La era de la revolución conservadora iniciada en tiempo de Reagan y Thatcher agoniza. No hay nacionalizaciones ni control directo de los medios de producción, ni sindicatos fuertes, pero no hay duda de que el papel de Estado lejos de haberse agotado ha tomado un nuevo impulso al calor de la pandemia y de los propios fallos del sistema. Y todavía hay menos dudas de que en el futuro inmediato seguirá siendo así.

Detrás de los elevados niveles de deuda pública lo que hay, en realidad, es una mayor presencia del sector público en la economía. En unos casos, para extender su acción protectora (desempleo, ingresos mínimos, ayudas a la procreación...), en otros, sanitarias, pero también como proveedor directo de servicios públicos, y no solo de infraestructuras. Es el Estado quien se endeuda para avanzar hacia un nuevo modelo productivo. Es el Estado quien debe decidir dónde deben invertir los empresarios, como se refleja en los planes Next Generation. Los PERTE (Proyectos Estratégicos para la Recuperación y Transformación Económica) son el mejor ejemplo. Pero no el único. Impensable hace 40 años, cuando el neoliberalismo obligó a los poderes públicos a dar un paso atrás. A vender sus joyas en aras de fomentar lo que se llamó capitalismo popular. El Estado no existe, llegó a decir Thatcher, sólo existe la sociedad.

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Hoy, sin embargo, nadie, o casi nadie, protesta. Chitón. Hoy se comprenden y justifican niveles de gasto público por encima del 50% del PIB, como sucedió tras 1945, al salir de la guerra. Hoy el Estado es quien vuelve a estar obligado a marcar el terreno de juego en el que debe deambular la economía. No sólo regulando, sino también interviniendo de forma directa para sostener rentas y evitar que naufrague el sistema económico. Se le ha llamado colaboración público-privada, pero quienes se endeudan son los gobiernos, y detrás de ellos los contribuyentes. O la propia Unión Europea, que tendrá que emitir hasta 800.000 millones de euros en los próximos años para relanzar la economía. En EEUU, Reino Unido y, por supuesto, China, más de los mismo. El esfuerzo fiscal de EEUU equivale al 20% del PIB. El siglo XXI es ya el siglo de la deuda. O, incluso, el siglo de los bancos centrales. La deuda ha venido para quedarse.

Empleo inclusivo

No es un juicio temerario. Los balances de los bancos centrales se han llenado de deuda pública y privada. Y lo que es más importante, incluso se han adentrado en el proceloso mundo de hacer política económica. Realmente, siempre lo han hecho, pero ahora con un mandato formal. La Reserva Federal ya no solo vigila la evolución del empleo y de la inflación para articular su política monetaria, ahora, tras la última revisión de su estrategia el último verano, también observa si el empleo es inclusivo. Es decir, si el mercado laboral integra a blancos y a negros, a mujeres y a hombres, a ricos y a pobres o cómo afecta a las desigualdad de renta y riqueza.

Es decir, consideraciones que antes eran indiferentes a para los bancos centrales. Incluso el BCE -con el beneplácito del tribunal de Luxemburgo, ha roto en la práctica la frontera de la monetización del déficit. Hoy financia a los gobiernos por la puerta de atrás, aunque dentro de la legalidad, lo que le ha convertido en un actor protagonista, aunque no hayan sido elegidos por un procedimiento democrático.

placeholder Fachada de la sede del BCE en Fráncfort. (EFE)
Fachada de la sede del BCE en Fráncfort. (EFE)

El mundo ha cambiado, y la pandemia lo que ha hecho es acelerar viejas tendencias. Entre otras cosas, porque el sistema ya no es capaz de proveer bienes en calidad y cantidad suficientes que la sociedad demanda. La gran novedad es que en las economías avanzadas los ciudadanos ya no se conforman con servicios públicos insuficientes. De ahí viene, en parte, la frustración de muchos. La desafección hacia la política. Lo prometido no se ha cumplido. El ascensor social se ha frenado y el pacto intergeneracional hace aguas. Tiene achaques egoístas propios de una sociedad envejecida en la que cada cual cuida su viña. El precariado se ha impuesto. Ni siquiera la tasa oficial de desempleo refleja la realidad. La holgura laboral es enorme en coherencia con los elevados niveles de parcialidad en la economía. Tener empleo ya, ni siquiera, garantiza un salario digno. Sobre todo en las grandes ciudades, hacia donde necesariamente hay que acudir para encontrar un empleo.

Impensable el avance del Estado, como se ha dicho, hace pocos años, cuando el paradigma neoliberal confiaba en el mercado la asignación eficiente de los recursos. El pleno empleo. Hoy son los bancos centrales quienes han puesto patas arriba el sistema económico. Desde luego, porque han hecho de tripas corazón y no han tenido más remedio que hacerlo para salvar al sistema. Incluso, pisoteando algunos viejos principios del monetarismo clásico. De nuevo, la paradoja. Los bancos cobran porque sus clientes les dejan depósitos. Los inversores, incluso, están dispuestos a pagar por comprar una letra de Tesoro. Y el euríbor, la principal referencia hipotecaria, está en negativo desde hace cinco años. Lo nunca visto.

El campo y la ciudad

Y es por eso por lo que hablar de horizontes en un contexto como este se ha vuelto ciertamente ocioso. La globalización, incluso, está amenazada por los nuevos nacionalismos económicos. Probablemente, porque el modelo elegido desde que hace 20 años entrara en China en la Organización Mundial de Comercio (OMC) ha generado enormes desequilibrios. Ha favorecido una economía mundial asimétrica. Algunas balanza de pagos (China o Alemania) tienen enormes superávits, mientras que otras economías arrastran cuantiosos déficits exteriores que no solo reflejan un problema de competitividad, sino, también, un diseño de la globalización con fallos estructurales. Y lo que no es menos relevante, sin gobernanza. Sin un Bretton Woods capaz de poner orden a tanto desorden. Con los gobiernos formando parte de enormes bloques regionales sin que tengan apenas margen de maniobra para recuperar las economías locales. Las ciudades se comen al campo. Las grandes corporaciones, que manejan los datos, la materia prima del siglo XXI, son hoy más poderosas que muchos estados.

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Hay, sin embargo, algún atisbo de esperanza. El largo camino hacia una cierta armonización fiscal en sociedades -que tardará años- es un paso adelante, o la recuperación del vínculo transatlántico tras la salida de Trump. O el impasse en las guerras comerciales. O la solidaridad demostrada por eso que se ha venido en denominar sociedad civil durante la pandemia. O los avances en la erradicación de la pobreza extrema. O la existencia de poderosas herramientas contra la desigualdad mediante sistema fiscales progresivos. O el hecho de que la amenaza nuclear esté olvidada. O que el progreso técnico sea capaz de erradicar enfermedades.

Pero la prueba del nueve siguen siendo los flujos migratorios. Ellos son los que reflejan mejor que ninguna otra cosa el malestar. O el bienestar, como se prefiera. Los que muestran la temperatura humana del planeta. Los problemas de fondo que producen movimientos subterráneos en la opinión pública de las economías ricas. La distancia entre ganadores y perdedores en medio de un proceso histórico, como es la integración económica del planeta, en un mundo al que se le han ido cayendo las fronteras.

Tenía razón Paul Samuelson cuando sostenía que las buenas preguntas eran más interesantes que las respuestas fáciles. Voltaire y los ilustrados se acostumbraron a hacerlas y desde entonces el mundo ha dado un gran salto adelante. Tiempos de incertidumbres.

Es probable que para saber lo que "nos pasa", como decía Ortega, haya que echar mano de una carta que envió Voltaire al príncipe Federico Guillermo de Prusia en 1770. "La duda es una condición incómoda, pero la certeza es ridícula", le aconsejó en la misiva el inclasificable y prodigioso Voltaire al joven príncipe para que no descarrilara como gobernante. Ni que decir tiene que aquella época era la de la Ilustración. O lo que es lo mismo, la era del conocimiento y la del 'atrévete a pensar', y por eso, precisamente, también era el tiempo de las incertidumbres. De las vacilaciones y hasta de la perplejidad. Como ahora.

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