Bienvenidos al nuevo desorden mundial: ¿estamos en otra Guerra Fría?
El mundo actual nos parece definido por las heridas aún abiertas de la Gran Recesión, la abrumadora transformación del ecosistema mediático, el impulso de la conciencia climática y, por supuesto, la pandemia
El mundo siempre está desordenado. Incluso en los periodos que a 'posteriori' parecen comprensibles y relativamente estables, quienes los vivieron a menudo tuvieron la sensación de que a su alrededor las cosas se transformaban de manera constante y muchas veces imprevisible. Así fue durante la Guerra Fría; así fue en los aparentemente plácidos años noventa; y así fue, por supuesto, durante los años posteriores a 2001, dominados por la lucha contra el terrorismo islamista y las guerras de Irak y Afganistán.
Lo cierto es que siempre tenemos la sensación de que nuestro tiempo es más desordenado —incluso más caótico— que el pasado. Así nos parece el mundo actual, definido en esencia por las heridas aún abiertas de la Gran Recesión, la conversión de China en una potencia económica con serias ambiciones globales, el creciente temor a la inmigración tras la crisis europea de los refugiados en 2015 y 2016, el regreso de una derecha con tentaciones iliberales, la abrumadora transformación del ecosistema mediático por el estallido de las redes sociales, el impulso de la conciencia climática y, por supuesto, la pandemia. Si acaso, estas dos últimas han agravado la percepción de que tal vez estemos entrando en una época de acontecimientos inesperados y devastadores que exigirán respuestas —empezando por las políticas fiscales e industriales— que algunos creen que supondrán el fin del llamado neoliberalismo.
Pero ¿realmente estamos ante un declive de las ideas económicas ortodoxas que han regido el mundo en las últimas décadas? ¿Vamos realmente hacia una desglobalización y un repliegue del comercio? ¿Nos encontraremos en los próximos meses con un agravamiento de lo que muchos creen que ya es una Guerra Fría?
El fin de la unipolaridad
Quizá el rasgo más debatido de este nuevo desorden sea el fin de la unipolaridad. Tras la desintegración del Imperio soviético hace 30 años, Estados Unidos se erigió como la única potencia global, el único polo con la capacidad militar, económica, cultural y política para definir en gran medida el curso de los acontecimientos. Era la culminación soñada después de décadas de 'pax americana': el mundo se regía por el multilateralismo —de la ONU a la Organización Mundial del Comercio, de la Organización Mundial de la Salud a la OTAN— y dentro de él Estados Unidos era la voz más fuerte, rica y creíble.
Mientras, Europa avanzaba en su unión cada vez más estrecha, que incluía a algunos antiguos países comunistas, pero externalizaba su defensa militar a Estados Unidos. Era una situación que los estadounidenses eran cada vez más reacios a perpetuar, porque luego veían con desagrado cómo la UE no se sentía comprometida a seguirles en sus aventuras militares en Oriente Medio. Pero la alianza seguía siendo funcional. Hace poco más de una década, además, aún era verosímil pensar que, si todo iba bien, la suma de muchas zanahorias y algunos palos haría que China asimilara las reglas liberales y se democratizara paulatinamente, aparcando sus viejos sueños de dominar el Pacífico. Y Rusia era poco más que una "potencia regional", como la llamó Barack Obama. Algo que Vladímir Putin no se tomó bien.
En los últimos años, sin embargo, Donald Trump amenazó seriamente con acabar con la alianza occidental, eliminar la OTAN y deshacerse del sistema multilateral para sustituirlo por uno basado en la confrontación, incluso con sus socios tradicionales. China, que ha reforzado su autoritarismo y centralizado el poder en Xi Jinping, opera sobre la premisa de que las democracias occidentales, y en particular la estadounidense, están en un proceso de declive político y económico, y ha explicitado su voluntad de competir con Estados Unidos por el liderazgo del mundo y la influencia global. La semana pasada, Joe Biden afirmó que Rusia era una "gran potencia" y que Vladímir Putin era "un digno rival". Aunque se tratara de una concesión diplomática destinada a adular al presidente ruso —Rusia, el país más extenso del mundo, tiene un PIB apenas superior al español con el triple de población—, suponía el reconocimiento de que anexionarse Crimea, patrocinar ciberataques y diseminar propaganda a través sus redes de comunicación internacionales ha conseguido el resultado que anhelaba: ser tenida en cuenta.
De modo que volvemos a tener un mundo multipolar, con varias potencias en competición, y más desordenado. En muchos sentidos, podemos hablar de una nueva guerra fría, aunque haya que hacer una enorme salvedad: en ningún momento de la Guerra Fría original, los vínculos económicos entre ambos lados del Telón de Acero fueron ni remotamente comparables a los que existen ahora entre Estados Unidos y China. Tampoco China, a diferencia de la Unión Soviética, pretende exportar su modelo político a los demás países, aunque esté convencida de que la democracia liberal es un sistema intrínsecamente débil que está condenado por sus múltiples incoherencias.
Más allá de estas grandes diferencias, el nuevo desorden mundial se parecerá a una nueva guerra fría. De hecho, la prioridad de Joe Biden en política internacional es volver a seducir a los europeos para que, como en el pasado, formen una alianza con Estados Unidos contra el nuevo gran rival. Su participación hace unos días en el G7, luego en la cumbre de la OTAN y al fin su reunión con Vladímir Putin en Suiza tenían como fin principal reconstruir la alianza que Trump trató de destruir. Eso es precisamente lo que genera dudas en la UE. Sin duda, Europa está aliviada por la presidencia de Joe Biden y la vuelta a la retórica multilateral y atlantista. Pero muchos líderes europeos ya se habían hecho a la idea de elaborar una estrategia propia y ahora son renuentes a someterse de nuevo a los grandes planes de un presidente estadounidense. Porque, además, ¿quién asegura que el trumpismo no volverá, bien sea con Trump o, de manera más probable, con algún otro republicano que, aunque con mejores modales, continúe su programa nacionalista, unilateralista y mercantilista?
Un neoliberalismo con ansiolíticos
La pandemia no ha provocado ni provocará ningún cambio gigantesco en los equilibrios de poder globales. Todos los actores han intentado sacar partido de la situación mediante la donación de vacunas, el señalamiento del origen del virus o la exhibición de su eficacia gestora. Pero es dudoso que China, Estados Unidos, Rusia, la Unión Europea o Reino Unido hayan obtenido un beneficio neto en términos de posición política global. Sin embargo, la pandemia sí ha consolidado y acelerado algunos procesos que antes, o bien eran deseables pero imposibles, o bien indeseables pero imprescindibles.
La pandemia ha sido la excusa para poner en marcha planes de gasto muy ambiciosos
El caso más evidente es el cambio de rumbo en las políticas fiscales de los países ricos. Desde hace años, instituciones poco proclives a favorecer actitudes irresponsables, como el Fondo Monetario Internacional, la Reserva Federal o el Banco Central Europeo insistían en que los países debían tomar medidas fiscales radicales para salir de unos niveles de crecimiento bajos. Pero ningún Gobierno parecía disponer del capital político necesario para hacerlo, ni siquiera el de Trump, que en su campaña de 2016 había prometido una gran inversión en infraestructuras.
La pandemia ha sido la excusa perfecta para poner en marcha planes muy ambiciosos con el fin de reactivar la economía y llevar a cabo proyectos postergados durante mucho tiempo. En febrero, Biden logró la aprobación de un plan de estímulos por valor de 1,9 billones de euros, que incluía cheques de 1.400 dólares para todos, 400 dólares a la semana adicionales para los desempleados con subsidio, dinero extra para las escuelas, las vacunas y un aumento del sueldo mínimo. Como es sabido, la Unión Europea aprobó la creación de un fondo de 750.000 millones de euros para una recuperación basada en hacer una "Europa más verde, más digital y más resiliente".
Hubo un consenso tal en la puesta en marcha de estos planes, y del enorme endeudamiento que requerirán, que muchos creyeron que el desorden económico había acabado: del fin del neoliberalismo hablaron, con más o menos matices, desde Joseph Stiglitz a Mariana Mazzucato o Adam Tooze, algunos de los economistas preferidos de la izquierda. Pero no solo se había redescubierto la osadía fiscal. También hubo quien pensó que nos adentrábamos en un proceso inevitable de desglobalización. La forma adoptada por la globalización bajo el neoliberalismo había facilitado la propagación mundial de la pandemia desde China. Pero después el comercio global desbocado se había frenado y unas cadenas logísticas insosteniblemente largas se habían paralizado. La consecuencia fue que la mayoría de los países ricos no pudieron conseguir respiradores, mascarillas o medicamentos básicos en un momento de extrema necesidad. Los políticos, decía esta interpretación, se darían cuenta del despropósito y propiciarían un retorno a dos cosas que en ese momento parecieron sinónimas: la cordura y las políticas industriales.
Sin embargo, no ha sido del todo así. En el lado comercial, durante el primer trimestre de 2021, el intercambio global de bienes fue superior al previo a la pandemia. Por supuesto, para conocer el impacto de las medidas de política industrial occidentales hará falta tiempo, si finalmente tienen envergadura más allá de las cuestiones energéticas. En el lado fiscal, el Partido Republicano ha bloqueado en parte las propuestas de inversión pública de Joe Biden. Las considera excesivas y una simple herramienta con la que los demócratas quieren colar medidas ideológicas que no tienen nada que ver con la pandemia y la recuperación.
En Europa, algunas voces conservadoras del norte —como el exministro de Finanzas alemán Wolfgang Schäuble o Armin Laschet, candidato a canciller alemán de la CDU; además del ministro de Finanzas austriaco o el Gobierno neerlandés— han reiterado que este plan de gasto ha sido un acontecimiento único que no se repetirá y que los países —singularmente los del sur— deben empezar ya a reducir sus déficits y su montaña de deuda pública. Si alguien creyó que se habían solventado las disputas entre palomas y halcones que marcaron la resolución de la crisis financiera, y que esta vez habían ganado las primeras frente a la derrota o rendición de los segundos, estaba equivocado: volveremos a vivir esa pugna en los próximos años.
Con un añadido: para Biden el gasto público es una herramienta propia de la Guerra Fría. Solo con una enorme inversión pública, y si los estadounidenses disfrutan de bienestar material, se puede hacer frente a China, como se hizo con la Unión Soviética. Algo de eso está pasando también en Europa. Mario Draghi, el primer ministro italiano, ha podido rechazar algunas inversiones chinas pactadas por el anterior Gobierno de su país durante una visita oficial de Xi Jinping porque ahora dispone de dinero para invertir, un recurso que no habría tenido sin la existencia de los fondos europeos en respuesta a la pandemia.
El nuevo desorden
El desorden que nos espera tras el verano no se limitará a la nueva guerra fría, el abrazo de Biden a Europa o las disputas en torno a si las decisiones fiscales del último año son un acontecimiento 'one-off' o la nueva normalidad. Está por ver la voluntad del nuevo líder conservador iraní, Ebrahim Raisi, de retomar las conversaciones para frenar el desarrollo nuclear de su país. También es probable que en los próximos meses aumenten los ciberataques: un estudio de la London Business School afirma que el ciberriesgo se ha triplicado desde 2013, que el patrón de esos ataques es más global y afecta a más industrias, y que las nuevas formas de trabajo inducidas por la pandemia y la digitalización —del trabajador que se conecta con la empresa desde casa a la virtualización de los bancos— aumentan el riesgo de potenciales catástrofes económicas o humanas.
Por no hablar de la normalización del envío interesado de inmigrantes a países europeos para conseguir réditos políticos, una práctica que últimamente han utilizado Marruecos con España, Turquía con Grecia y Bielorrusia con Lituania; la regulación de las grandes tecnológicas, el uso que estas hacen de los datos de los usuarios y su capacidad para diseminar desinformación potencialmente peligrosa o, por supuesto, el efecto de nuevas variantes y oleadas del virus en la recuperación económica y la normalización política de Occidente en general y de países en desarrollo muy golpeados como India o Brasil.
Esto, por lo que respecta a lo que sabemos. Pero también hay cosas que sabemos que no sabemos y otras que ni siquiera sabemos que no sabemos. La sensación de desorden, e incluso de caos, pues, proseguirá, porque en muchos aspectos —no solo de la geopolítica, sino de nuestra vida cotidiana— estamos experimentando cambios enormes y constantes: de la manera en que trabajamos a la forma en que consumimos, de los canales por los que consumimos información y propaganda a las ideas que tenemos sobre la tecnología, el dinero y la democracia.
El desorden de nuestra época es hijo de cosas que sucedieron hace 10 o 15 años, como la crisis
Pese a ello, debemos evitar una de las tentaciones más habituales cuando el desconcierto es generalizado: pensar que algún día, en el futuro, resolveremos las tensiones existentes en una u otra dirección, y entonces podremos hablar de orden y del fin de la incertidumbre. Cada época tiene su desorden particular. La resolución de la Guerra Fría dio pie al caos en las partes del mundo que habían vivido bajo el comunismo. El final simbólico de la década del fin de la historia, la de los noventa, con los ataques a las Torres Gemelas, provocó una década de guerras. En muchos sentidos, el desorden de nuestra época es hijo de cosas que sucedieron hace 10 o 15 años, empezando con la crisis financiera y la manera en que Estados Unidos, Europa y China se enfrentaron a ella, pasando por un renovado miedo a la inmigración y lo que el politólogo estadounidense John Mearsheimer llamó "la tragedia de la política de las grandes potencias": el inevitable e interminable conflicto entre ellas. Ahora, nos encontramos más al final del principio de nuestra era que al principio del final.
El mundo siempre está desordenado. Incluso en los periodos que a 'posteriori' parecen comprensibles y relativamente estables, quienes los vivieron a menudo tuvieron la sensación de que a su alrededor las cosas se transformaban de manera constante y muchas veces imprevisible. Así fue durante la Guerra Fría; así fue en los aparentemente plácidos años noventa; y así fue, por supuesto, durante los años posteriores a 2001, dominados por la lucha contra el terrorismo islamista y las guerras de Irak y Afganistán.
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