Este español trabaja en la NASA y te explica dónde puede haber vida más allá de la Tierra
El astrobiólogo de la NASA Alfonso Dávila estudia los 'mundos oceánicos' y cree que la vida es un fenómeno común en el espacio, pero que la vida compleja es extremadamente rara
Alfonso Dávila (Manresa, Barcelona, 1978) trabaja desde 2006 en el Centro de Investigación Ames de la NASA, ubicado en California. Desde hace cinco años, lo hace como empleado de la agencia espacial. Antes, pasó por el SETI Institute, entidad que se dedica a estudiar cualquier signo biológico en el universo, incluyendo la inteligencia extraterrestre. Cuando este astrobiólogo llegó a EEUU, el interés por buscar vida fuera de la Tierra era mínimo, pero en los últimos años el cambio ha sido radical: desde el punto de vista científico, parece verosímil encontrar formas de vida básica, como microorganismos, sin salir del Sistema Solar; desde el punto de vista político, hasta el Congreso de EEUU se toma en serio los ovnis, al celebrar una audiencia invitando a militares para dar su testimonio.
En esencia, el trabajo de Dávila no ha cambiado en los últimos lustros, pero su foco de interés ha ido variando con el tiempo. Antes analizaba ambientes terrestres extremos, desérticos y fríos, donde podrían desarrollarse formas de vida análogas a las que pudieran existir en Marte. En cambio, ahora está centrado en el estudio de los llamados mundos oceánicos, aquellos que albergan agua líquida, especialmente Encelado (luna de Saturno) y Europa (luna de Júpiter). Estos ambientes son ideales para la existencia de algún tipo de organismo. No obstante, sobre la investigación del astrobiólogo español planea una pregunta más teórica: ¿cuál es la mejor estrategia para buscar vida extraterrestre? En una entrevista concedida a El Confidencial, analiza esta cuestión y reflexiona sobre nuestra soledad en el universo.
“Cuando yo empezaba, la idea de buscar vida en otros planetas, incluso en Marte, solo se mencionaba como un objetivo general a largo plazo, pero la verdad es que poca gente se la tomaba en serio”, afirma. Sin embargo, “a medida que hemos aprendido más sobre la diversidad de mundos potencialmente habitables, ha habido una explosión de interés en estos últimos años”, basada en “la posibilidad real de encontrar vida en las próximas décadas”. Ahora, las misiones espaciales ya mencionan específicamente esa meta. El problema es que “estamos en mitad del debate científico sobre qué buscar y qué no buscar, y todavía no hay un consenso, aunque empezamos a confluir en una misma dirección”, asegura.
¿Queda vida en Marte?
Sin duda, Alfonso Dávila tiene mucho que aportar tras pasarse años buscando y analizando vida microbiana casi inverosímil en los lugares más inhóspitos de la Tierra. En particular, estudió dos “sistemas análogos” a Marte, el desierto de Atacama (Chile) y los valles secos de la Antártida. La idea era que si había formas de vida capaces de resistir en esas condiciones, quizá también podrían estar presentes en el planeta rojo o, más bien, haber estado en el pasado. “Era como una ventana en el tiempo, porque Marte evolucionó climáticamente de ser un planeta húmedo que permitía la existencia de lagos, y quizás océanos, hace unos 3.500 millones de años, a ser un planeta extremadamente seco y frío”, explica.
Así que su trabajo era analizar los microbios que sobreviven en ambientes extremos para “entender cómo pudo haber existido vida en la superficie de Marte, qué tipo de organismos pudo haber, sobre qué sustratos y en qué abundancia”. Si nuestro planeta vecino tuvo un “periodo de transición hasta ser inhabitable”, pero en el que se mantuvo algún tipo de vida, “es probable que aún podamos hallar biomarcadores o evidencias de esa vida que queden preservados en los suelos y las rocas”. Así, “entenderemos mejor dónde hay que ir, qué hay que buscar, con qué tipo de instrumentos o si tenemos que perforar”.
¿Por qué habla en pasado? “Me quedaría muy sorprendido si encontrásemos vida activa hoy en día cerca de la superficie de Marte, en los primeros metros”, comenta, “es un ambiente demasiado seco y demasiado frío para que los microorganismos puedan existir”. No obstante, “en el subsuelo, si nos vamos a cientos de metros de profundidad, sí es posible, porque el calor geotérmino del planeta eleva la temperatura y puede haber zonas con agua líquida”. El problema es cómo acceder a ese corazón marciano. “Para hacerlo de forma robótica, aún no tenemos la tecnología necesaria, habría que viajar allí, hacer estudios de mineralogía, buscar recursos como el agua y analizar las posibilidad de vida; nos va a llevar décadas, no es algo cercano en el tiempo”, asegura.
Además, existe otra teoría fascinante: algunos científicos no descartan que haya organismos durmientes, esperando su oportunidad para revivir. “En los últimos 20 millones de años, el clima de Marte ha podido oscilar por cambios orbitales, como pasa en la Tierra con las épocas glaciales, y esas condiciones podrían haber permitido que algunos organismos estén en estado letárgico y se puedan volver a activar durante un tiempo en la próxima ventana temporal favorable”, explica. Sin embargo, “yo soy muy partidario de ese tipo de modelos, porque es un estilo de vida extremadamente difícil de sostener. En la Tierra vemos ese tipo de actividad, pero con escalas de tiempo de años o décadas, no de millones de años, porque incluso un organismo desactivado acumula daños por radiación y se degrada”.
Los mundos oceánicos y la generación de seres vivos
En cualquier caso, ahora está claro que resulta mucho más probable encontrar vida en las lunas de otros planetas. “Lo que me atrae de los mundos oceánicos es que ahí sí existen posibilidades reales, esos ambientes podrían soportar la vida hoy en día”, afirma Dávila, particularmente interesado en Encelado y Europa. Los datos recogidos por las sondas espaciales indican que es muy probable que bajo una corteza de hielo dispongan de abundantes cantidades de agua en estado líquido. “Lo que sabemos a través de las misiones es que existen las condiciones básicas para la existencia de seres vivos”, destaca.
Es decir, aunque es imposible saber si se ha generado vida en esos ambientes, los científicos sí están seguros de que las condiciones serían adecuadas para que se mantuviese: “Si enviásemos algunos organismos terrestres a la superficie de estos satélites, estarían en su hábitat, tendrían fuentes de energía y nutrientes, todo lo que necesitan para sobrevivir, crecer y reproducirse”. Si el ambiente análogo de Marte en la Tierra eran los desiertos fríos, el de estas lunas podrían ser las chimeneas hidrotermales de los fondos oceánicos o algunos lagos antárticos, aunque, en este caso, “es más difícil establecer paralelismos”, admite el astrobiólogo.
De todas formas, “no se puede confundir la habitabilidad con el origen de la vida”, advierte. Una cosa es que la vida se pueda mantener en un lugar y otra cosa es que se pueda originar. Por ejemplo, los humanos podemos vivir en la superficie de la Luna, pero la vida no se puede originar allí”. Por eso, “uno de los grandes interrogantes que tenemos en astrobiología es cuán fácil es que aparezca la vida en un ambiente”. Y muy relacionada con esta cuestión, otra de las grandes preocupaciones de esta disciplina es qué signos pueden confirmar su presencia. Hace apenas unas semanas, la detección de CO2 en la luna Europa reavivó las esperanzas de encontrar vida en este satélite de Júpiter. Lo mismo ocurrió recientemente con Venus, tras registrarse fosfina, un gas que en la Tierra puede producirse (aunque no solo) por descomposición de materia orgánica. Sin embargo, todas estas señales están muy lejos de ser los biomarcadores que ofrezcan una prueba definitiva.
“Siempre hay que buscar varias rutas de evidencia, no te puedes basar en una sola cosa”, asegura el científico de la NASA. En muchas ocasiones, la química “está muy bien para obtener contexto”, pero obtener una evidencia inequívoca es un reto mucho más complejo. “Hay millones de moléculas orgánicas”, así que “nosotros intentamos abordar el problema volviendo a pensar en el origen de la vida en la Tierra”. No obstante, incluso la bacteria más sencilla “es producto de 4.500 millones de años de evolución en un ambiente extremadamente bueno para la vida, porque nuestro planeta es un laboratorio ideal para que la vida pueda inventar cualquier tipo de solución a cualquier problema”. Entonces, ¿qué había al principio?
El ADN como 'invento' terrestre
“Hace miles de millones de años, la química orgánica del planeta estaba formada por los compuestos que más tarde generarían las primeras formas de vida, proteínas primigenias y ácidos precursores del ADN o del ARN, pero que ya tienen capacidades para hacer cosas”, explica. Es decir, que “algo se estaba cocinando”, aunque no sabemos si se formaron espontáneamente en este planeta o si llegaron en meteoritos. Aun así, esa realidad nos deja una pista esencial: “Todos los organismos terrestres usamos los mismos 20 aminoácidos para formar proteínas, desde el ser humano a la bacteria más sencilla”, destaca Dávila. “De ellos, 10 solo existen en la bioquímica terrestre y otros 10 los encontramos en meteoritos o los podemos hacer en el laboratorio. Eso nos dice que nuestra bioquímica tiene dos fuentes, una prebiótica, heredada del mundo que existía antes del origen de la vida, y otra que hemos ido completando a través de la evolución para solucionar los problemas de la vida en la Tierra”, relata.
Ante esa dicotomía entre el mundo prebiótico y la evolución, el astrobiólogo español propone una idea muy clara: “Si queremos buscar vida en otros lugares, tenemos que enfocarnos en aspectos de la vida que heredamos del mundo prebiótico, no en los que inventamos a través de la evolución, porque eso es idiosincrático de la Tierra y no tiene por qué haber sido igual en otros ambientes”, afirma. El mejor ejemplo es el ADN, “una invención terrestre para resolver un problema terrestre, así que no es algo que vayamos a encontrar necesariamente en Marte o en Encélado”, afirma.
En el mundo de la astronomía, especialmente desde que se han empezado a encontrar exoplanetas (planetas fuera del Sistema Solar), hace menos de tres décadas, se utilizan con frecuencia conceptos como “zona habitable” o “condiciones para la vida”. Sin embargo, ¿cómo estamos seguros de que otras formas de vida tienen las mismas necesidades que la nuestra? “Hemos aprendido de la vida terrestre que es capaz de adaptarse a casi todas las condiciones extremas, pero hasta un límite”, afirma el experto. Ambientes como el de las lunas de Júpiter y Saturno son tan parecidos al de nuestro planeta que “si encontramos algo allí, nos va a resultar familiar”.
Pero ¿qué ocurre con planetas mucho más alejados? Aunque los científicos no descartan sorpresas, consideran que “todas las formas de vida en el universo empiezan más o menos igual, porque tenemos las mismas cartas”. Dávila se refiere a ese mundo prebiótico de los 10 aminoácidos que podemos encontrar incluso donde no hay vida, ya que surge de operaciones sencillas, “con hidrógeno, CO2, reacciones de la atmósfera y las rocas”. Es decir, que “es muy posible que ese ambiente se repita en Marte o en Europa, y que sea algo muy común en el universo”. Sin embargo, si esos compuestos están dando origen a algún sistema biológico, “tienen que tener cualidades distintas, que entendemos y que podemos medir”. En ese sentido, un signo de vida puede ser la alteración en la distribución de los aminoácidos, ya que “la vida los usa para sus necesidades”. Según el investigador del Centro Ames, esto nos puede permitir distinguir entre ambientes “abióticos, prebióticos y claramente biológicos”, según las diferentes fases del proceso de evolución en las que se encuentre cada cuerpo celeste.
La rareza de la vida inteligente
En ese sentido, Dávila es muy optimista con respecto a las posibilidades de encontrar vida más allá de la protección de nuestra atmósfera, pero muy escéptico con respecto al grado de complejidad que haya podido alcanzar. “Creo que la vida en el universo es un fenómeno común, pero que la vida compleja y la inteligencia son extremadamente raras”, afirma, dejando claro que se trata de su impresión personal. “Si les preguntas a 100 astrobiólogos, encontrarás todo un abanico de opiniones, de un extremo al otro”, pero “el razonamiento con el que más sintonizo es que es extraordinariamente improbable que haya vida inteligente”, o más bien, matiza, “que es muy improbable que haya suficiente vida inteligente en el universo como para que la podamos detectar”.
“Aunque reduzcas el concepto de inteligencia a cosas básicas, como la inteligencia de una paloma, estamos ante un sistema extraordinariamente complejo en estructuras y en funciones”, explica, un sistema que “surge, básicamente, de la capacidad de algunos organismos terrestres de extraer una gran cantidad de energía del ambiente”. Algunos científicos consideran que la evolución de la inteligencia en la Tierra ha sido posible gracias a las células eucariotas, una teoría con la que Dávila está de acuerdo. Los animales, las plantas y los hongos tenemos este tipo de células, frente a bacterias, arqueas o algas, que cuentan con células procariotas. La diferencia es que las células eucariotas tienen un núcleo que contiene el material genético (ADN), mientras que en las procariotas está disperso en el citoplasma. “Ese momento, a partir del cual la inteligencia se hizo posible”, señala el astrobiólogo, “ocurrió hace 2.500 millones de años, cuando una célula bacteriana fue atrapada por una arquea y se formó una relación simbiótica entre esos dos organismos. Con el tiempo, la célula bacteriana se convirtió en la mitocondria”, el orgánulo de la célula que genera la energía.
“Hasta llegar ahí tuvieron que pasar muchas cosas distintas y en 4.500 millones de años de historia de vida en la Tierra solo ha ocurrido una sola vez, lo cual sugiere que es una cosa altamente improbable”, comenta. La evolución ha inventado 30 veces de forma independiente un órgano tan complejo como los ojos, y la capacidad de volar, cinco veces. Sin embargo, la simbiosis que dio lugar a las células eucariotas y, por consiguiente, a la inteligencia, es un episodio único. Si trasladamos esa escasa probabilidad al conjunto del universo, “esto nos sugiere que ha podido pasar muy pocas veces y que habrá, si la hay, muy poca vida inteligente”.
Cualquier posición seria con respecto a este tema “se basa en ejercicios de lógica”, admite, porque hay muy pocos datos, pero si la vida inteligente es realmente escasa en el universo, ¿qué probabilidades hay de que seres inteligentes nos visiten o de que nos podamos comunicar alguna vez con ellos? “Son milagros que añadir a una lista de milagros que ya es bastante extensa. Hay tantas cosas improbables que tienen que ocurrir para que podamos detectar vida inteligente, desde los aspectos más básicos de la bioquímica hasta los aspectos más complejos de la tecnología y la comunicación, que es difícil que eso ocurra”, insiste.
Aun así, hay prestigiosos científicos que tienen ideas opuestas. Uno de los mejores ejemplos es el de Avi Loeb, astrofísico de la Universidad de Harvard, que no solo defiende la existencia de la vida extraterrestre, sino que la busca activamente en nuestro propio planeta, pensando incluso que una nave alienígena puede haber acabado en el fondo del Pacífico. “Durante décadas, la astrobiología ha sido un parque de recreo para todo tipo de ideas, unas locas y otras racionales”, afirma Dávila al ser preguntado por esta cuestión. “Creo que se ha abusado de la flexibilidad que proporciona esta disciplina para proponer todo tipo de cosas, muchas de ellas con solamente una pátina superficial de lógica científica”, añade.
Esa tolerancia “ha sido útil para sacarnos de nuestra limitación de entender la vida en función de la vida terrestre”, pero llevada al extremo no conduce a nada. Para entenderlo mejor, pone un ejemplo más básico: “Hay gente que ha propuesto que puede existir vida en los lagos de metano de Titán, basándose únicamente en el hecho de que ese metano es líquido. Si fuera tan fácil, podría haber vida hasta en el núcleo de Júpiter”, argumenta. “¿Vida extraterrestre en la Tierra? Dame los datos, dime qué buscamos exactamente, por qué llegaría aquí o cuáles son las probabilidades. No puedes proponer una cosa que suena interesante, pero no cuenta con una estructura lógica por debajo, porque no es una forma eficiente de hacer ciencia”, afirma.
Alfonso Dávila (Manresa, Barcelona, 1978) trabaja desde 2006 en el Centro de Investigación Ames de la NASA, ubicado en California. Desde hace cinco años, lo hace como empleado de la agencia espacial. Antes, pasó por el SETI Institute, entidad que se dedica a estudiar cualquier signo biológico en el universo, incluyendo la inteligencia extraterrestre. Cuando este astrobiólogo llegó a EEUU, el interés por buscar vida fuera de la Tierra era mínimo, pero en los últimos años el cambio ha sido radical: desde el punto de vista científico, parece verosímil encontrar formas de vida básica, como microorganismos, sin salir del Sistema Solar; desde el punto de vista político, hasta el Congreso de EEUU se toma en serio los ovnis, al celebrar una audiencia invitando a militares para dar su testimonio.