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Al-Zawahiri, el hombre que susurraba al oído de Bin Laden y reinó en las ruinas de Al Qaeda
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Máximo dirigente de la organización

Al-Zawahiri, el hombre que susurraba al oído de Bin Laden y reinó en las ruinas de Al Qaeda

De familia acaudalada en El Cario, su radicalización alcanzó un punto sin retorno tras ser torturado por el régimen egipcio. Ahí comenzó su camino en la yihad, que le llevó a susurrar ideas al terrorista más popular del siglo

Foto: Osama Bin Laden junto a Ayman al-Zawahiri. (Getty Images)
Osama Bin Laden junto a Ayman al-Zawahiri. (Getty Images)

Aquel desfile de octubre de 1981 no había salido como estaba previsto. El presidente egipcio Anwar al-Sadat, luciendo un flamante uniforme negro con gorra de plato, saludaba a las tropas y los cazas de combate trazaban en el cielo los colores de la bandera nacional. Fue justo en ese momento cuando tres uniformados saltaron en marcha de uno de los camiones acorazados, corrieron hacia la tribuna y vaciaron los cargadores de sus armas en apenas 35 segundos. El presidente y una decena de cargos cayeron muertos en medio del caos.

Ayman al-Zawahiri fue arrestado poco después. Lo cierto es que no tenía nada que ver con el atentado, aunque este hubiera sido autorizado por la organización a la que pertenecía. Ya en comisaría, el jefe de policía le abofeteó. Zawahiri, para sorpresa de todos, respondió con otro bofetón. Acababa de ganarse su primer epíteto épico: "El hombre que devolvió el golpe".

Foto: El terrorismo yihadista nace a finales del siglo XX. (Cedido)

Aquel fue el primer acto violento que Zawahiri cometió en su vida. Había nacido en 1951 y era un niño empollón y retraído, que adoraba a su madre. Su familia venía de la clase media alta y no tenía ideas radicales en cuanto a la religión; dos características que, irónicamente, comparten las familias de muchos otros yihadistas. En la escuela, los profesores de Zawahiri se sorprendían de como aquel niño podía sistematizar y resolver cualquier problema con enorme facilidad.

Aquel cerebro tan bien dotado pronto se revelaría útil en el ámbito político y conspirativo. Cuando el Egipto del dictador Gamal Nasser, ya en 1967, se lanzó de cabeza a una guerra contra Israel que perdió en seis días —la fuerza aérea egipcia, directamente, fue fulminada en los hangares—, muchos egipcios comenzaron a tronar contra la ideología laica del régimen, exigiendo la implantación de un Estado teocrático.

Cuando el Egipto de Nasser se lanzó en una guerra contra Israel, muchos egipcios clamaban por acabar con el laicismo del régimen

Zawahiri, para entonces, era fundamentalista. Los fundamentalistas rechazan el Islam clásico medieval (con su larga tradición de pactos con otros cultos a fin de estabilizar la retaguardia), y proponen un credo más puro y reaccionario. Vicios como fumar, beber, escuchar música o permitir que las mujeres vivan su propia vida quedan totalmente prohibidos. Ahora bien, el fundamentalista de turno puede querer implantar sus ideas por la vía democrática y constitucional —en cuyo caso se hará islamista— o preferir hacerlo a golpe de kalashnikov, convirtiéndose así en yihadista.

Zawahiri se decantó por la yihad desde adolescente, formando una de tantas pandillas juveniles que conspiraban contra el régimen, siempre de boquilla, y que solían disolverse una vez sus miembros acababan el instituto. Lo cierto es que el yihadismo moderno no tenía apenas andadura: había sido teorizado en 1964 por un sufrido profesor llamado Sayyid Qutb, que había logrado encontrar la cuadratura del círculo para saltarse la prohibición del Islam acerca de alzar las armas contra otros musulmanes (en este caso, contra el gobierno egipcio). Qutb acabó siendo ahorcado en 1966. Antes de morir, le regaló un Corán a su abogado; precisamente, el tío del joven Zawahiri, al que este adoraba.

El propio Zawahiri estaba a punto de conocer, como Qutb, las delicias del sistema penal egipcio. Su tropilla adolescente, contra todo pronóstico, pervivió en el tiempo (Zawahiri era un organizador persistente y astuto), y acabó incrustada en una organización golpista aún mayor conocida como "Yihad Islámica Egipcia". Cuando esta autorizó el asesinato del presidente Sadat, en 1981, Zawahiri, como muchos otros, acabó en la cárcel; en particular, en la prisión cairota de La Ciudadela, regentada por la temida unidad 75 de la Inteligencia egipcia.

Foto: Imagen de un atentado de Al Qaeda en Burkina Faso. (EFE/Wouter Elsen)

El encarcelamiento y tortura no ya de conspiradores sino de cualquier tipo de disidente era moneda común para aquel régimen que ofrecía ventajas sociales a su pueblo pero que lo reprimía con mano de hierro al menor atisbo de discrepancia, y Zawahiri acabó en manos de los célebres torturadores del gobierno. Una vez salió de la cárcel en 1984, roto y resentido, su mentalidad había cambiado. Antes, solo buscaba dar un golpe de Estado. Ahora, deseaba ver muertos a los dirigentes de aquel régimen impío.

Quedarse en Egipto probablemente no habría sido buena idea, así que Zawahiri huyó a Afganistán, donde en aquellos momentos se estaba produciendo un tipo de guerra muy particular. En abril de 1978, los comunistas afganos habían tomado el poder mediante un golpe militar, matando en el proceso al presidente y a toda su familia. Trataron entonces de imponer un programa de reformas sociales con el que anteriores gobiernos ya habían experimentado (y que siempre había desatado la desconfianza de las tribus afganas, reaccionarias y dominantes en la inmensa mayoría del país). Dado que los comunistas, en un curioso ejercicio de anacronía, eran seguidores acérrimos de Stalin, resolvieron aquellas diferencias de opinión con una masacre de entre 30.000 y 50.000 personas en apenas año y medio. Esta cifra incluyó a no pocos comunistas, caídos en medio de purgas internas.

La respuesta a esto fue previsible. Las tribus afganas se rebelaron en masa a partir del verano de 1978. Y los soviéticos observaban todo esto con preocupación. Un Afganistán comunista suponía todo un regalo en términos de influencia geopolítica, y el Kremlin no deseaba perderlo en manos de una guerrilla tribal a cuenta del entusiasmo homicida de los comunistas afganos. Resueltos a actuar, los soviéticos enviaron al 40 Cuerpo del Ejército Rojo al país —con el pretexto de ayudar al gobierno de Kabul— y, rápidamente, la Unidad Alpha de la KGB asaltó el palacio presidencial, asesinando al máximo dirigente afgano. Un presidente títere fue colocado en su lugar.

Foto: El expreso de Guantánamo Yasin Basardah. (A. Requeijo)

Las tribus afganas giraron ahora sus cañones contra el invasor soviético. Lo que es más, gracias a una orden secreta firmada por el presidente americano Jimmy Carter el 27 de diciembre de 1979, las guerrillas contarían a partir de entonces con armas financiadas por americanos, paquistaníes, británicos y saudíes. Hasta la China comunista contribuyó a armarlas: la invasión soviética había sido una imprudencia estratégica que atemorizó a amigos y enemigos.

En la ciudad fronteriza paquistaní de Peshawar, mientras tanto, se había reunido un grupo algo distinto de apoyo a las guerrillas; una brigadilla árabe de fundamentalistas acaudillados por el palestino Abdullah Azzam. Estos ayudaban con la propaganda y la logística, pero su destino pronto iba a cambiar gracias al pupilo predilecto de Azzam: un joven acaudalado que era uno de los muchos hijos del principal magnate de la construcción de Arabia Saudí. Su nombre era Osama bin Laden.

Zawahiri no dejaba de maquinar, y veía en Bin Laden la oportunidad para moldear una mente juvenil e idealista que financiara su proyecto

Zawahiri, era doctor de profesión, lo cual le permitía trabajar en las clínicas guerrilleras del lugar, y se presentó ante Bin Laden al término de una conferencia. Bajo aquella apariencia inocente, con grandes gafas de profesor y un turbante siempre blanco, Zawahiri no dejaba de maquinar, y veía en Bin Laden la oportunidad perfecta para moldear una mente juvenil e idealista a fin de utilizar la fortuna del saudí para financiar su propio proyecto yihadista contra El Cairo. La araña egipcia comenzó a tejer su tela, y pronto obtuvo resultados. Bin Laden, para horror de Azzam, llevó a sus árabes a primera línea de frente, sacrificándolos sin mucho tino contra las fuerzas soviéticas. Lo que es más, dejó de financiar a Azzam y comenzó a financiar a Yihad Islámica Egipcia. Zawahiri, mientras tanto, había ascendido hasta dominar esta organización.

Cuando los soviéticos se retiraron en 1988, el grupo de árabes se felicitó profusamente. Lo cierto es que estos nunca habían sido muchos (varios miles, de los cuales solo unos cientos estaban al mismo tiempo en el país), y la victoria realmente correspondía al cuarto de millón de guerrillas afganas. Los árabes se preguntaron qué hacer a partir de entonces. Azzam quería optar por la construcción de un gobierno islamista en Kabul, abandonando las armas. Bin Laden, cuya leyenda había nacido en medio de aquella guerra, quería seguir acaudillando una revolución yihadista por otros países árabes. Zawahiri tenía su propia agenda. El 24 de noviembre de 1989, el coche donde viajaba Azzam, camino de una mezquita en Peshawar, saltó por los aires.

Esto decidió la disputa. El grupo, que desde 1988 había sido bautizado como "la base", Al Qa´ida, en referencia a las palabras que remataban sus documentos internos, acabaría por desplazarse a Sudán, dado que el ambiente en Afganistán se había enrarecido: los diferentes caudillos guerrilleros se mataban ahora entre ellos. Sudán protegía a no pocos grupos terroristas —algo que Bin Laden se encargó de asegurar comprando la cosecha entera de algodón del país— y, para gozo de Zawahiri, compartía una larga frontera con Egipto, desértica y desprotegida.

Foto: El príncipe Carlos de Gales. (EFE)

El doctor iba a saber aprovecharla. Tanto su grupo como otras bandas egipcias, que orbitaban en torno a Al Qaeda como satélites interesados, se dedicaron a organizar atentados. El más espectacular se produjo en 1995. El presidente egipcio Mubarak había viajado a Addis Abeba, capital de Etiopía; un escenario ideal dado que allí estaba menos protegido que en El Cairo. Al pasar frente a la embajada palestina, su limusina se vio atrapada en un fuego cruzado. Pero el lanzacohetes le falló a los yihadistas, y la limusina logró girar 180 grados y dirigirse a toda carrera hacia el aeropuerto, donde el avión presidencial esperaba con los motores encendidos.

Todo esto fue demasiado para el régimen egipcio. Sus operativos de Inteligencia drogaron y sodomizaron al hijo de un dirigente de Yihad Islámica, un muchacho de 15 años, grabando la violación y utilizándola a modo de chantaje cuando este despertó. La operación fue repetida con el hijo del tesorero de Al Qaeda y ambos jóvenes fueron utilizados como agentes forzosos. Finalmente, los egipcios les dieron una bomba para acabar de una vez por todas con Zawahiri.

Esta vez, sin embargo, fue la Inteligencia sudanesa la que se adelantó y arrestó a los muchachos. Zawahiri, abochornado, le pidió a Sudán que le dejara interrogar brevemente a los detenidos. En vez de esto, los hizo fusilar sin contemplaciones enfrente de sus padres. Esto marcó el principio del fin. A los sudaneses no les agradó el engaño, y echaron a los egipcios del país. Bin Laden fue expulsado al año siguiente: a esas alturas, las presiones internacionales pesaban demasiado sobre Jartum. Fue así como Al Qaeda volvió a Afganistán, con su líder prácticamente arruinado. El gobierno sudanés, de paso, aprovechó para apropiarse de todos los negocios que Bin Laden dejara en el país.

placeholder La imagen de Osama Bin Laden sigue siendo un reclamo. (EFE)
La imagen de Osama Bin Laden sigue siendo un reclamo. (EFE)

Zawahiri recorrió medio mundo tratando de obtener dinero para su guerra santa contra Egipto, pero no tuvo éxito. Se libró por poco de acabar sus días en una cárcel chechena. A regañadientes, hubo de volver junto a Bin Laden y unirse a su proyecto. Este, precisamente, iba a dar un nuevo giro. En 1996, Bin Laden anunció ante el mundo la llamada "teoría del enemigo lejano". Si el objetivo de los yihadistas, hasta entonces, solían ser los gobiernos árabes hostiles, ahora lo sería Occidente; con el propósito de forzarle a dejar de apoyar a esos gobiernos. Suponía cortar "la cabeza de la serpiente", en palabras de Bin Laden, "y no sus múltiples cabezas".

Cuando los talibán se hicieron con el poder ese mismo año (habían nacido en 1994, como guerreros de la pureza frente al desorden guerrillero), Bin Laden se congració con ellos a base de darles dinero y tropas, e hizo la promesa —más bien risible— de que no organizaría ataques ni propaganda desde Afganistán. Los talibán pecaron por primera vez en su vida, y lo hicieron de ingenuos: Bin Laden iba a montar una de las mayores campañas de publicidad del mundo fundamentalista y, por primera vez, Al Qaeda preparó sus propios atentados en vez de apoyar los de terceros: saltaron las embajadas americanas en Kenia y Tanzania en 1998 y, entre otras cosas, el destructor USS Cole fue destripado, como una inmensa lata de sardinas, en las aguas del puerto de Adén donde repostaba.

En la mayoría de estos atentados, Al Qaeda utilizaba una técnica muy particular: el atentado suicida. A pesar de violar la prohibición coránica respecto de quitarse la propia vida, el atentado suicida era muy práctico: minimizaba las pérdidas (al sacrificar solo a uno o dos peones en vez de arriesgar a varios) y maximizaba los daños. Había sido inaugurado en los años ochenta, en Líbano, por la banda armada Hezbolá, que en sus inicios hacía las veces de brazo ejecutor local para el Irán de los Ayatolás. Precisamente, había sido de Hezbolá de donde lo aprendieron los egipcios de Zawahiri en su día, cuando ambos grupos se encontraran en la siempre acogedora Sudán.

Foto: Un Tomahawk BGM-109 (Wikipedia)

Ante esto, Washington respondió en una ocasión con una lluvia de misiles Tomahawk, pero en general no se atrevía a mover ficha: la opinión pública americana consideraba que el terrorismo era ya cosa del pasado, una mera excusa para que políticos malvados y ambiciosos controlaran a la población mediante el miedo. La realidad era exactamente la contraria, pero poco se podía hacer: los servicios de Inteligencia habían perdido gran parte de su financiación con el fin de la Guerra Fría

Al Qaeda alcanzaba así su cénit. El grupo de Zawahiri, por el contrario, se desangraba tras sus fracasos en Egipto y el impacto de una "teoría del enemigo lejano" que sus miembros no compartían para nada. En un último intento por recuperar notoriedad, lo que quedaba de las bandas egipcias envió, el 17 de noviembre de 1997, a un comando de seis terroristas con bandas rojas atadas a la frente para ametrallar y acuchillar a los sesenta turistas y dos guardias que poblaban el monumental Templo de Hatshepshut, en Luxor, convertido así en una ratonera de antigüedad milenaria. Pero aquella carnicería, que llegó a cobrarse la vida de una niña de cinco años, causó más repulsa que entusiasmo, y sus autores hubieron de negar cualquier relación con la misma.

Un año antes, en 1996, un yihadista de gran renombre e ideas algo megalómanas llamado Khalid Sheikh Mohammed —que junto con su sobrino, ya había intentado derribar las Torres Gemelas con un camión bomba en 1993— se presentó ante Bin Laden, y le sugirió un macroatentado: lanzar diez aviones contra los edificios más emblemáticos de EEUU, cinco por cada costa. Bin Laden se negó, dado que aún estaba tratando de llevarse bien con los talibanes. A finales de 1998, sin embargo, se decidió a dar luz verde al plan, aunque redujo el número de aviones a cuatro. El secreto operativo fue máximo: solo una decena de yihadistas sabía lo que iba a ocurrir, aunque los rumores sobre un ataque contra América fueran algo común en los campos de entrenamiento. Zawahiri, pese a lo mucho que se ha dicho estos días, nunca formó parte de aquel grupo de planificadores. De hecho, si atendemos a lo que dice la transcripción de los interrogatorios que se le practicaron a Khalid Sheikh Mohammed el 9 de enero de 2004 —una vez capturado—, Bin Laden ni siquiera informó a Zawahiri de la operación hasta junio del 2001, una vez el doctor había accedido a fusionar su organización con Al Qaeda.

"Si Al Qaeda quería mantener una impresión de fuerza debía franquiciarse"

Tras perpetrar los macroatentados, Al Qaeda alcanzó la cima de su fama; pero pronto se despeñó por la pendiente de la misma. Todo servicio de Inteligencia que quisiera colaborar con EEUU hubo de unirse a la cacería contra la banda, y los propios americanos, que habían pasado de la abulia al acaloramiento en términos de lucha antiterrorista, iban haciendo matar a los líderes del movimiento uno a uno. Si Al Qaeda quería mantener una impresión de fuerza, debía imitar a McDonald's; debía franquiciarse. Durante los primeros años del siglo XXI, forjó alianzas con grupos yihadistas locales —más potentes que ella—, que pasaban a llamarse Al Qaeda en Irak, Al Qaeda en el Magreb, etc. De esta forma, Al Qaeda se apuntaba como suyos los ataques que cometieran, y estos se beneficiaban de su branding para conseguir fondos y reclutas.

Pero las franquicias nacieron rebeldes. "Al Qaeda en Irak", que había despuntado gracias a la reciente invasión americana contra ese mismo país, se dedicaba a masacrar musulmanes —a la minoría chií, en particular— en muchísima más cantidad que infieles. Bin Laden regañaba a sus líderes sin mucho éxito. En 2006, Al Qaeda en Irak cambió su nombre a "Estado Islámico de Irak"; el ISI, por sus siglas en inglés. El grupo estaba solamente a una consonante de la fama.

Siete años después, se produjo el cisma. Bin Laden, para entonces, ya estaba muerto, abatido por los disparos de un comando americano, y fue a Zawahiri, que era un líder mucho menos carismático (y mucho menos habituado a exponerse al público) a quien le tocó resolver la situación. Esta era la siguiente: el ISI iraquí, que andaba debilitado, había enviado una brigada para combatir en la guerra civil de Siria, una fuerza expedicionaria llamada Al-Nusra, y esta brigada había logrado grandes ganancias de territorio. Celoso de sus éxitos, el ISI anunció, en mayo del 2013, que ambos grupos quedaban fusionados en un Estado Islámico de Irak... y al-Sham, Levante. El llamado ISIS.

Foto: Paul Rogers. (Cedida)

Al-Nusra no vio con buenos ojos que sus antiguos jefes quisieran repartirse la tarta que con tanto esfuerzo se había ganado. Y apeló a Zawahiri para que arbitrara como líder máximo, un título que a esas alturas sonaba ciertamente optimista. Fue entonces cuando Zawahiri cometió un grave error. Temiendo, quizás, la fuerza de un ISIS unificado, le dio la razón a Al-Nusra. El ISIS replicó que entre obedecer el mandato de Dios y el de "aquel que lo contradice", escogían a Dios.

Pero el ISIS hizo más que responder con palabras. Su número dos, un viejo zorro de la Inteligencia de Saddam, había pasado meses preparándose para ese enfrentamiento más bien previsible, enviando espías y entrenando tropas (ocultas bajo ropajes negros) que solo le fueran leales a su organización. El ISIS se extendió como un tumor negruzco e imparable.

Zawahiri y, con él, la propia Al Qaeda, habían pasado a disolverse en la irrelevancia. Bien es cierto que sus franquicias siguieron combatiendo en cada país, pero nadie las relacionaba ya con la estructura central de Al Qaeda. Zawahiri era un rey entre ruinas. Un superviviente, si acaso, y aun eso estaba a punto de cambiar.

"Era un rey entre ruinas. Un superviviente, si acaso, y aun eso estaba a punto de cambiar"

La CIA, a esas alturas, había intentado localizarle y matarle varias veces. Una de ellas ocurrió a mediados de los 2000. Otra se produjo cuando Kate Matthews, miembro del equipo de analistas femeninas que llevaban persiguiendo obsesivamente a Al Qaeda ya desde los años noventa, se reunió en la base afgana de Camp Chapman, en Khost, con un alto cargo yihadista que se había convertido en su topo y ofrecía revelar el lugar donde se escondía el doctor. La reunión se convirtió en una sorpresa algo inesperada cuando el contacto —que era un agente doble— se inmoló en medio del comité de recibimiento.

Viendo que los talibán tomaban nuevamente el control de Afganistán en 2020, Zawahiri debió pensar que aquel era un buen lugar para mudarse. El clan Haqqani, que ahora controlaba el Ministerio del Interior afgano, había hecho siempre de enlace entre Al Qaeda y los talibán. Fue así como Zawahiri acabó afincado en una casa de Kabul, situada en pleno centro del barrio de las embajadas.

placeholder Vista aérea del barrio donde se refugiaba el dirigente yihadista. (Reuters)
Vista aérea del barrio donde se refugiaba el dirigente yihadista. (Reuters)

Al menos, hasta el 31 de julio del 2022. La CIA había reparado en que su familia se había trasladado hasta allí, y lo había hecho en secreto; señal inequívoca de que iban a reunirse con el líder. Sus operativos localizaron la casa para abril. El presidente Biden fue informado en mayo. Dos meses después, un dron lanzó un misil tan preciso —quizás un Hellfire R9X, que carece de carga explosiva pero que se abre en una corona de cuchillas al caer— que mató al doctor sin rozar siquiera a su familia.

Ayman al-Zawahiri, aquel hombre de eternas gafas de búho que viviera un ascenso y caída dignos de la mejor obra de Shakespeare, cerró aquel día su periplo aliterativo: había pasado, primero, de la intriga a la irrelevancia, y finalmente, de la irrelevancia a la inexistencia.

Aquel desfile de octubre de 1981 no había salido como estaba previsto. El presidente egipcio Anwar al-Sadat, luciendo un flamante uniforme negro con gorra de plato, saludaba a las tropas y los cazas de combate trazaban en el cielo los colores de la bandera nacional. Fue justo en ese momento cuando tres uniformados saltaron en marcha de uno de los camiones acorazados, corrieron hacia la tribuna y vaciaron los cargadores de sus armas en apenas 35 segundos. El presidente y una decena de cargos cayeron muertos en medio del caos.

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