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Sergio Ramos, el central inexplicable que dominó el Santiago Bernabéu y da la espalda a Arabia Saudí
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Líder absoluto en el Real Madrid

Sergio Ramos, el central inexplicable que dominó el Santiago Bernabéu y da la espalda a Arabia Saudí

El central aterriza en el Pizjuán para cerrar una dolorosa herida con el Sevilla y plantar a Arabia Saudí. Leyenda del Real Madrid, su fuego interior cimentó la época dorada blanca

Foto: El central vuelve para rescatar al Sevilla del fondo de la clasificación. (Reuters/Marcelo del Pozo)
El central vuelve para rescatar al Sevilla del fondo de la clasificación. (Reuters/Marcelo del Pozo)

Sergio Ramos nació en Camas, Sevilla, en el triángulo mágico del país andaluz tan dentro del Universo España que se confunde con su mismo corazón. Creció entre santos y mártires, convencido de que era de la raza elegida: esos hombres que salvan al mundo en el último fotograma, cuando ya todo está perdido. Llegó al Madrid procedente del Sevilla cuando tenía 19 años. En el equipo hispalense, jugaba subido a un caballo en llamas, emitía señales de peligro por todo el ancho y largo del campo. Era el verano de 2005 y el Madrid era un club envuelto en una crisis telúrica.

Crisis de valores, crisis de resultados, crisis en la misma idea del club que había refundado Florentino. Vino con la etiqueta del precio colgada: 27 millones de euros. Jamás se había pagado eso por un jugador de su edad, y menos por un defensa. Desde el momento en que pisó Chamartín, siempre fue titular. Desprendía aquello que tienen Raúl o Cristiano. Una actitud insolente para pisar la zona del campo que creyera adecuada. Actuaba como un colonizador. La misma violencia, el mismo desprecio por la muerte, una suficiencia que provocaba motines en las aficiones ajenas y el arrepentimiento al darse cuenta de que se había equivocado.

placeholder Ramos, leyenda del Real Madrid para siempre. (EFE/Andy Rain)
Ramos, leyenda del Real Madrid para siempre. (EFE/Andy Rain)

Entendió rápido la importancia de labrarse un hueco en el vestuario. Eso en aquel Madrid donde Raúl imponía normas morales con el silencio de su mirada, no era fácil. Ramos nunca perteneció a un clan que no fuera el suyo propio, y ese no se fundó hasta que cabeceó un sol en aquella final de Lisboa. Su juego abrasaba la banda derecha a la manera de Roberto Carlos, pero de forma más corajuda y azarosa. Sus centros de rosca solían encontrar la cabeza de Raúl, con el que se entendía en el campo sin mirarse.

Impacto inmediato en el Bernabéu

A veces dejaba a su espalda una pradera tan grande como los descampados de nuestra infancia. Se daba la vuelta y allá iba, desnortado y a lo loco para tapar sus propios errores de colocación. Era la llamada de la sangre, que le ofuscaba. Y llegaba tarde y arrasaba al delantero. Era penalti y expulsión. Ramos salía maldiciendo por lo bajo ante el silencio exasperado de la hinchada. Fue feliz en aquellos equipos de entreguerras: los años de Capello, Schuster y Juande Ramos. Se vivía al filo. Las remontadas eran la norma; el apretar los dientes, la ilusión de cada día. Sergio está hecho para eso y sobrepasa cualquier expectativa que se tenga sobre palabras gastadas: coraje, rabia, casta.

Era tremebundo y sobrevolaba el campo como un bombardero. El problema es que no se medía y en ocasiones golpeaba sus propias posiciones. Los fondos del Bernabéu, siempre atentos al subsuelo mitológico del Madrid, le adoraban. El resto, la gran masa circunspecta, arqueaba las cejas al verlo atacar el rancho enemigo como si fuera un siux en una película de vaqueros. Pero Ramos no era un bruto, no era tosco, no era alguien doblegado por su energía. Su trato con la pelota era el de los grandes. La llevaba cerca del pie, bien domesticada. Sus pases eran tensos, llenos de veneno. Y de rato en rato, surgía un misil de sus botas que rompía la portería por la mitad.

placeholder Los inicios no fueron sencillos. (EFE/Fernando Alvarado)
Los inicios no fueron sencillos. (EFE/Fernando Alvarado)

Se fue volviendo un jugador discutido (nunca por los entrenadores) por la hinchada y por los periodistas. No era consciente de sus limitaciones. Nacido libre podía titularse su autobiografía. Eso le llenó de tarjetas y de reproches que fueron a parar a su museo personal; pero eso también hace que devaste a los rivales cuando el valor es solo una palabra escrita por quien redacta la crónica a 100 kilómetros de la batalla. El andaluz siempre sale en la foto de lo peor del partido. Juega con una generosidad sin límites y lo acaba pagando.

Antes de ser un arquetipo, fue un estereotipo. Un cliché que levantó el antimadridismo con la ayuda inestimable de los exquisitos que juzgan en la penumbra del Bernabéu. Desde la otra orilla se reían de su acento andaluz, de sus atrabiliarias ruedas de prensa (Ramos habla siempre para la historia, como una Miss con tendencia a lo trascendental), de sus errores garrafales, de sus tarjetas rojas, de sus ademanes exagerados. Y tomaban sus accesos violentos como una expresión de lo autoritario que duerme en las entrañas de los blancos. Un central del Madrid tiene una carga político-social nada desdeñable.

Pero Sergio es tenaz, persiste en su carácter y logra darle la vuelta y convertir sus defectos en virtudes abrasadoras, y convencernos de que no tiene limitaciones, puesto que su fe es siempre infinita. Esa es la clave de este Madrid contemporáneo. La línea que une a Cristiano con Ramos, dos futbolistas que acabaron convenciendo al mundo de que su verdad era la única posible.

Mourinho disparó su madurez

Llegó José Mourinho y le invitó a jugar de central. Nacía la pareja Pepe-Ramos, una marea de piedra contra la que chocaban las esperanzas de los delanteros. Pepe y Ramos representaban un límite físico y otro mental. Ninguna pareja de centrales anterior a ellos devastó una extensión tan enorme de terreno; ninguna era tan rápida corriendo hacia atrás y hacia los lados. Alguna fue igual de expeditiva, pero estos juntaban crueldad, rapidez y una estética futurista. La gente se paraba ante el televisor para ver el espectáculo. Tenían la belleza de una batalla antigua.

Está el famoso 5-0 en el Camp Nou, donde Ramos furioso se lía a patadas con todo aquel que sale a su paso y es expulsado. Un corazón indomable. Jorge Valdano, tan pendiente de la imagen del Madrid, le obliga a salir a pedir disculpas. Apenas se le entiende. Es un momento de humillación. Pide perdón: ¿por qué?, ¿por existir?, ¿por ser del Madrid?, ¿por no ocultar sus emociones?

placeholder Ramos y Casillas felicitan al portugués. (EFE/Roberto López)
Ramos y Casillas felicitan al portugués. (EFE/Roberto López)

Es una lección. Ramos en el futuro se calmará y comprenderá lo que es ser capitán del Madrid y sus obligaciones corporativas; pero no volverá a disculparse. Por lo menos, con la camiseta del Real. Llega Ancelotti, baja la velocidad del equipo y la ansiedad que inundaba al club. Ramos va teniendo un poso que se le nota en el ademán, a veces todavía demasiado crispado, pero ya cargado de poder. Empieza a tener cosas de Hierro. Cuando comete un penalti aparatoso, se dirige a su víctima reprendiéndole con gesto flamenco y acto seguido mira fijo al juez de línea para indicarle lo que debe pitar. No siempre cuela.

Ramos ejerce de pivote en la salida del balón. Sigue igual de abrasivo que siempre, en ciertas noches nadie puede acercársele, y eso es algo significativo en un defensa. No solo guarda su parcela. Intimida. Los contrarios se lo piensan antes de meter el pie, antes de adentrarse en los dominios del gran depredador. Son asombrosas sus salidas al ataque. Parece guiado por el principio del deseo y arrastra consigo toda la afición. Ramos se viene arriba y el Bernabéu respira con dificultad. Eso fascina al viejo estadio y también le aterra. Todos saben que puede llegar la pérdida, el fallo monumental o la patada desde atrás que dejará al equipo con diez.

Una Champions imborrable

En los córneres proyecta su locura de una forma sistemática. Cuanto más profundo es el atolladero donde está el Madrid, más irracional es el cabezazo de Ramos. Al Bayern de Múnich, semifinales de la Champions, mayo de 2014, Ramos lo tumba a cabezazos. Ahí todos comprenden que es un hombre con un sentido colosal de su propia leyenda.

Se acerca la final contra el Atlético. En los himnos, Ramos se proyecta hacia arriba en silencio, como si fuera a salir un haz de luz para transportarlo al sitio que le está prometido. Llegan los últimos minutos. Ramos oye algo y se dirige al área. Es un córner, quizá la última esperanza que tiene el Madrid de empatar el duelo contra el Atlético. El balón lo pone Modric, está suspendido en el aire un siglo entero y por detrás se ve la sombra gigante del andaluz, lanzado contra la pelota como si intentara romper un acantilado a cabezazos. Es gol, entra picado en la base del poste, el único sitio que quedaba virgen en la portería de Courtois.

Desde entonces, el madridismo comenzó a pedir estatuas ecuestres de Ramos cabeceando un córner en cada plaza de España. Los niños sueñan con que su habitación arde y entra Sergio y los saca en brazos. Pocas veces se había visto un jugador que esculpiera de forma tan consciente su propio mito. Desde ese momento, su juego se hizo más pausado y con una densidad superior. Sin Ramos, el Madrid estaba desahuciado; con Ramos, siempre quedaba un recurso argumental para el último plano.

El andaluz se hace capitán del Madrid. El Real no necesita el patriotismo constitucional de Casillas. Su nuevo capitán es un káiser jondo que viene de la prehistoria. Ramos tiene una banda a su alrededor: su clan. Con su hermano a la cabeza, cada año piden aumento de sueldo llamando a las puertas de la prensa amiga, filtrando las negociaciones y haciendo de Sergio víctima, mártir y compás del madridismo. Y el madridismo ama a Ramos, pero detesta esa canción.

En Madrid con el gusto que hay por las tramas subterráneas y las formas escuetas, las mascaradas veraniegas de Ramos son entendidas como una ruptura de la escena, una manipulación en la que el argumento queda al servicio de la platea, que silba a su gusto. Todos pierden. El uno es tachado de pesetero; el otro (el club) tiene excesiva querencia por los extranjeros. Y la institución es arrastrada por el fango a cámara lenta y con todo lujo de detalles.

La desaparición en la Selección

En la final de Champions de 2018, disputa un balón dividido con Mohamed Salah, la gran estrella del Liverpool y lo lesiona en la caída. Los comentaristas insinúan que fue a posta. El partido sigue y, en un momento dado, le deja uno de sus recados al portero del equipo inglés. Tras un córner abre ligeramente el brazo y el codo impacta con ternura en la cara de Allison Becker. No parece gran cosa, pero Allison queda tocado. Benzema le burla un balón absurdo y mete un gol que es un delirio para los chavales y poco después, Bale, dispara desde medio kilómetro ante el pasmo del portero y sus manos blandas, por las que resbala la pelota estúpidamente. Al acabar el encuentro, Klopp, el entrenador rival, le echa la culpa a Ramos de todo lo que pasó.

De la lesión de Salah, de la ceguera de su portero, del desastre medioambiental y de la guerra de Abisinia. Ramos es ya un arquetipo, y su imagen aparece a caballo por los campos de batalla, provocando desmayos antes incluso de tocar la pelota. En la temporada 2020/2021, Ramos le pide un favor a Luis Enrique, seleccionador nacional: jugar un partido intrascendente con la roja para tener el récord histórico de internacionalidades. El asturiano accede y Ramos se lesiona. Se pierde todo el final del curso en el Madrid y no vuelve a aparecer por la Selección. Son las cosas del sevillano. Entre lo genial y lo inoportuno, siempre a un paso del desastre. Termina contrato ese año y espera hasta el final para renovar. Vieja táctica. Pero se confunde de fecha y cuando da el sí a la propuesta de renovación del Madrid, ésta ha caducado.

placeholder La Selección, herida abierta para Sergio Ramos. (EFE/Julio Muñoz)
La Selección, herida abierta para Sergio Ramos. (EFE/Julio Muñoz)

Florentino es inflexible y le abre la puerta con una sonrisa. Ramos agacha su lomo plateado y sin quejarse, se va al PSG. Son dos años sin música ni leyenda donde solo juega al fútbol. Es el final de su carrera. Nadie sabe su estado físico porque nadie ve los partidos del PSG, solo interesan los highlights de Mbappé. Tiene una oferta desde Arabia. Son 20 millones. Más de lo que ha ganado nunca en su carrera. De Ramos nadie dijo que era un romántico. Esos adjetivos se los ponen los periodistas a jugadores de equipos pequeños, o a extranjeros que se pasan la vida en un solo club. Ramos siempre fue llamado pesetero, aunque siendo el segundo grande del Real Madrid siempre tuvo a varios por delante en sueldo y prebendas.

Ya nadie cree en las pasiones genuinas. Todos se han vuelto cínicos. Es el dinero lo que mueve el mundo, dicen. Nadie perdona un solo euro. Arabia se lo llevará todo tal y como Europa secuestró a Sudamérica. Pero hay una excepción. Lo descubrieron historiadores venidos del futuro. Un jugador, todavía en pleno dominio de sus facultades, que en el verano de gracia de 2023 renunció a un sueldo 20 veces más alto por tener una última temporada que coser junto a su infancia.

Fue Sergio Ramos. Junto a Paqui, su madre, firmando por un Sevilla arruinado, para acabar su carrera sobre la misma tierra que la empezó. En los mismos campos abrasados por el sol, para cumplir una promesa hecha en la intimidad. Un jugador que no se movía por dinero, que se bajó de la estatua para desandar el camino de su vida. Y además, pidió perdón a toda la afición. Otra vez. Nadie sabe por qué ni a qué venía eso, pero Ramos es así. Sus gestos —como el lenguaje de los maya— se entenderán dentro de varias generaciones. Ahora queda disfrutarlo, aunque para un madridista, va a ser tarea complicada.

Sergio Ramos nació en Camas, Sevilla, en el triángulo mágico del país andaluz tan dentro del Universo España que se confunde con su mismo corazón. Creció entre santos y mártires, convencido de que era de la raza elegida: esos hombres que salvan al mundo en el último fotograma, cuando ya todo está perdido. Llegó al Madrid procedente del Sevilla cuando tenía 19 años. En el equipo hispalense, jugaba subido a un caballo en llamas, emitía señales de peligro por todo el ancho y largo del campo. Era el verano de 2005 y el Madrid era un club envuelto en una crisis telúrica.

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