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Jóvenes y drogadictos: de 'Trainspotting' a 'Kids in Crime'
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Jóvenes y drogadictos: de 'Trainspotting' a 'Kids in Crime'

Filmin estrena 'Kids in Crime', una serie entre 'Trainspotting' y 'Euphoria' que vuelve a traer el tándem jóvenes y drogas

Foto: Los protagonistas de 'Kids in Crime'. (Filmin)
Los protagonistas de 'Kids in Crime'. (Filmin)

Los noruegos están de la olla. Me encantan los noruegos. Su pasión por el death metal está a la altura del sórdido potencial en el que bucean. Son herederos directos de los vikingos y no suelen levantarse demasiado católicos. Su ADN está salpimentado por la temeridad y el fatalismo vital. Véase para confirmar a Hamsun.

Digo yo que serán esas facilidades para asomarse al precipicio lo que les invita a pagar generosamente el diezmo de la desinhibición con un consumo nada discreto de alcohol y drogas. Quizá sean también el frío y la penumbra... Con la moquera helada y ese cielo de furgoneta blanca, ¿qué menos que darle unos buenos tientos a algo que anime? Pues básicamente de eso va la serie Kids in Crime, recién estrenada en Filmin.

Jóvenes y drogas. Un tándem de lo más común. Parece que hay una intimación catecista entre tener la papada tersa y el torrente sanguíneo perjudicado. De hecho, narrativas audiovisuales como Trainspotting o Euphoria ya son hitos de esta sacrosanta relación que diluye las responsabilidades en lágrima de amapola o en juegos de química extáticos. Pero antes de entrar en eso, veamos un poco más de qué va esta serie de noruegos en apuros benzodiacepínicos.

La serie empieza en 2001, en la cutrecity de Sarpsborg. El prota, un rubiete caucásico que habría puesto cachondo a Vidkun Quisling, está impedido de cumplir su sueño futbolístico por una lesión. Esto ya presenta un cuadro muy propicio para acabar lisérgico. Sin propósitos, o con ellos frustrados, olvidarse de uno mismo suele convertirse en el objetivo por excelencia. Es entonces cuando Tommy, el protagonista y también narrador, nos habla con cierta melancolía de esas jornadas de patio pasivo donde nunca pasa nada. Salvo en los recuerdos, cuando años después y caducadas mil movidas, te das cuenta de que ahí fuiste, mínimamente al menos, feliz. Luego todo se complica. Derrapas. Pasas demasiado tiempo despierto y acabas queriendo quedarte demasiado dormido. Exactamente, lo que acaba por sucederle a Tommy.

El protagonista entra en la droga y se marca la del anuncio de Pringles: “Cuando haces pop ya no hay stop”. Una vez descorchada la faena, empezamos a manejar nuevos personajes. Freddy Infiero, Pal Pot, Mónica la gitana... Ahí dices: atiza con los nombrecitos. La discreción en estado puro. El nombre hace al hombre, dice un proverbio en latín, y los de estos pimpollos no dan ninguna tranquilidad.

placeholder Otro momento de 'Kids in Crime'. (Filmin)
Otro momento de 'Kids in Crime'. (Filmin)

Hablando del protagonista real de la producción, es decir; las drogas, cabe agradecer que los dealers hayan mejorado la pigmentación de sus productos. Según vemos en la serie, las roofies (el rohypnol en pastillas de Kids in Crime) pintan los labios y la lengua de sus protagonistas del mismo color que un chupachups pitufo. Oh, y para quien tenga reparos nasales, no sé, una especie de pudor olfativo, que se mire mucho de darse un maratón. La nariz te duele solo de ver el speed polaco que se atizan caño arriba. Es más amarillo que un pollo y pedregoso como estalactita picada.

Son violentos estos noruegos. Más que los británicos. Cosa que parece mentira. Están jodidos y van de disfuncionales. Se desentienden bastante de las consecuencias de sus elecciones. En eso las drogas ayudan mucho. Al principio como un soplo de aire fresco, aunque al final asfixie por sobrecarga. Y cuando no es su consumo lo que hace peligrar la salud, es cuanto las rodea. Hasta en el antro más cutre e intestinal de Noruega hay zumbados que te arrancan un piño con unas cizallas por poca cosa. Eso convierte el relato de Kids in Crime en un reflejo bastante fidedigno de lo que es hundirse hasta el cuello en los estupefacientes; una peliaguda mezcla entre placer y una resaca luctuosa.

Foto: Foto: iStock.

Por cierto, esto del audiovisual nórdico te enseña muchas cosas que no sabías. Por ejemplo, que españoles y noruegos compartimos algo casi culturalmente orgánico; el mismo racismo endógeno a los gitanos. También te percatas de que el rollo que se llevan los de Kids in Crime se parece mucho a la estética a la que aspiran los kids españoles de hoy que van de crimes. En fin, coincidencias.

A decir verdad, y una vez concluida la serie noruega, acabas percibiendo que ese pleonasmo, jóvenes-drogas, se parece mucho se produzca donde se produzca. Claro, lo más importante es el poder adquisitivo y las condiciones de vida, pero las tramas apuntan a lugares similares. Se ponen hasta el culo, se lo pasan bien, luego lo pasan mal, se roban, se pelean entre ellos, uno casi mata al otro… Mismo perro, distinto collar.

Se ponen hasta el culo, se lo pasan bien, luego lo pasan mal, se roban, se pelean entre ellos, uno casi mata al otro…

Jaume Ripoll, cofundador de Filmin, y culpable de que servidor cayera en esta serie que tanto me ha recordado a la obra de Irvine Welsh, o mejor dicho a la interpretación de Danny Boyle, me da una palmadita destacando que esas similitudes no son tan claras. “Piensa por ejemplo en Yo, Cristina F”, me dice. “El tema de las narrativas juveniles respecto a las drogas depende de donde marquemos el punto de inicio. Yo, Cristina F es una película mucho más dura que Trainspotting. O piensa también en Réquiem por un sueño, al igual mucho más fuerte. Estas tres narrativas demuestran que hay viajes antagónicos unos de otros en cuanto al mundo de las drogas y la juventud. Kids in Crime tiene, por un lado, la parte festiva y, por otro, la parte reflexiva, lo cual la emparenta mucho más a Trainspotting. Se pasa de evocar la generación de los dos miles, a reflexionar sobre las consecuencias que tuvieron esos dos miles en la generación que los vivió”.

No puedo contradecir a Jaume. Si pienso en los dos ejemplos duros (por cierto, ambos adaptaciones de obras literarias de altura) no se me atraganta el mismo impulso que con los otros. En Kids in Crime, o incluso en la antes mencionada Euphoria, hay veces en qué he imaginado a sus personajes doblando el lomo en minas de sal y me salía una sonrisa. Menuda panda de merluzos rendidos a la desafección laboral. O a nada que no sea la evasión.

Foto: Imagen de 'Trainspotting 2'.

De hecho, diría que son series perfectas para los antinatalistas. No me cuesta imaginar en la cara B de estas producciones a los defensores del control demográfico. Una vez catadas, querer un hijo suena a bastoncillo sin lubricante incrustado en la uretra. No digamos ya a un posadolescente, que tampoco suele ser el caprichito de nadie, pero menos aún al finiquitar estas ficciones tan sacadas de la realidad.

Cambiando de perspectiva, después de verlas tampoco sabes muy bien si ponerte a lo Nancy Reagan y su "just say no", o a lo Marilyn Manson y su "I Don't Like The Drugs (But The Drugs Like Me)". Para el cofundador de Filmin, si le pregunto por eso de la apología de las drogas, Ripoll lo tiene claro: “Creo que el público es lo suficientemente adulto como para entender que no hay una apología. El espectador tiene una visión crítica de las cosas y es muy consciente de las consecuencias del consumo que aparece en esta serie a fecha de 2023”.

Jaume Ripoll: "Creo que el público es lo suficientemente adulto como para entender que no hay una apología de las drogas"

Aquí le llevo la contraria a Jaume. A mí sí me resultan series un pelín peligrosas, según hasta dónde llegues. Te invitan a exprimir los límites, aunque al mismo tiempo te informan de la debacle que se avecina. Primero te dan ganas de consumir. Luego te dan ganas de hacerte camello. Y hasta de hacerte gánster. Luego se te quitan las ganas de hacerte gánster. Y las de hacerte camello. Y, al final, se te quitan hasta las ganas de consumir. Bien pensado, parece una fórmula redonda.

Drogas y juventud, juventud y drogas… Una pareja que no ha parado de dejar producciones artísticas icónicas. Algunas seductoras. La mayoría sin mucho glamour, pero con un gran fondo. Sea como fuere, imprescindibles y, sobre todo, inevitables.

Los noruegos están de la olla. Me encantan los noruegos. Su pasión por el death metal está a la altura del sórdido potencial en el que bucean. Son herederos directos de los vikingos y no suelen levantarse demasiado católicos. Su ADN está salpimentado por la temeridad y el fatalismo vital. Véase para confirmar a Hamsun.

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