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El 'Grand Prix', fetiche de la nostalgia 'millennial'
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María Díaz

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El 'Grand Prix', fetiche de la nostalgia 'millennial'

El programa del abuelo y el niño regresa para resucitar los recuerdos de bonanza noventera

Foto: Ramón García en la segunda entrega del 'Grand Prix'. (RTVE)
Ramón García en la segunda entrega del 'Grand Prix'. (RTVE)
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Después de muchos años de rumores, por fin ha regresado el Grand Prix, El castillo de Takeshi español del verano. Capitaneado de nuevo por Ramón García, el concurso de pueblos se ha actualizado para ajustarse a la evocación millennial —público infantil de la primera generación— y a sus nuevas sensibilidades —menos muchachas con poca ropa y sin explotación animal de por medio—.

Con 11 años ininterrumpidos de emisión desde el verano de 1995, el Grand Prix es para muchos millennials el programa de sus veranos infantiles, un tótem inamovible en la memoria personal y colectiva como lo pueden ser las ferias de los pueblos o el sabor de los helados en la playa. Su vuelta a TVE este año, sin embargo, ha hecho que muchos duden de sus recuerdos. Al contrario, con recuperaciones culturales de otras décadas, donde los protagonistas del fenómeno original se quejan de que las cosas no son exactamente como eran; en este caso, los millennials no cuestionan el producto actual, sino su propia memoria que, quizás, haya edulcorado el pasado.

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Hace unos años, los artistas millennials Charli XCX y Troye Sivan lanzaron su himno nostálgico 1999, una oda al cambio de siglo cuyo videoclip recuperaba la estética de Matrix. En este tema, los cantantes hablan de lo magnífica que había sido la vida para ellos aquel lejano año 1999, en que ambos tenían siete y cuatro años respectivamente. La nostalgia millennial es, a diferencia de las que hemos visto en otras edades, el recuerdo tierno y distorsionado de la niñez: pura melancolía.

Durante las dos largas décadas de este siglo, los cuatro jinetes del apocalipsis económico y político han entrenado a una generación entera en la incertidumbre constante como forma de vida, un estado mental en el que la única certeza es la de estar crónicamente online —un tipo de experiencia en la que muchos otros pudieron sumergirse completamente durante la pandemia—. Esto ha formado el carácter, para bien y para mal, de un segmento de la población que ha pasado a la adultez de puntillas, discretos, haciendo lo que se puede con lo que hay. Como en un proceso de duelo, se ha pasado indolentemente por la sorpresa, la negación y el enfado hasta llegar a una madurez que permite vivir en paz sin caer en el olvido.

Hace ya mucho que los millennials no son esos jóvenes becados con una depresión forjada en Cuevana y BuzzFeed. El retrato estereotipado del millennial llorica que se consuela, como un bebé con el pulgar, gracias a brunchs de huevos benedictinos y tostadas de aguacate está más pasado de moda que los pantalones pitillos y los palos selfi. La gente es funcionaria, tiene hijos, monta negocios, se casa. Sí, a pesar de todo y de todos, la vida continúa, pero la memoria pervive. El recuerdo es, sin embargo, la advertencia de lo que pudo haber sido y no fue; no es, por lo tanto, un álbum de hazañas, es un relicario de promesas incumplidas.

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Cuando otras generaciones anteriores tienen una relación con la nostalgia que pretende preservar el pasado tal como se recuerda —las famosas polémicas sobre secuelas e infancias arruinadas así lo atestiguan—, los millennials prefieren la recreación performática, la búsqueda de la chispa perdida mediante la repetición constante. Mientras unos añoran el polleo, las noches veraniegas de mocedad y —por qué no decirlo— la favorecedora melena, los otros echan de menos la certeza y definición que tenía la realidad antes del 11 de septiembre.

Si, como dice la canción, el ejemplo último del amor está en cómo quiere el niño a su mañana y el hombre a su recuerdo, el regreso del Grand Prix es —a la vez que la explotación de nuestras infancias— casi un acto psicomágico de curación, un exorcismo colectivo de la memoria para recuperar la esperanza.

Después de muchos años de rumores, por fin ha regresado el Grand Prix, El castillo de Takeshi español del verano. Capitaneado de nuevo por Ramón García, el concurso de pueblos se ha actualizado para ajustarse a la evocación millennial —público infantil de la primera generación— y a sus nuevas sensibilidades —menos muchachas con poca ropa y sin explotación animal de por medio—.

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