Monegros Festival: las Barbies no pasarán
Exitoso 30 aniversario de esta exigente cita musical en el desierto aragonés, donde destacaron los grupos I Hate Models y Wu-Tang clan, y se impuso la estética sadomaso
Exportar arena del desierto es un negocio curioso y que no se le ocurre a todo el mundo. La arena, el polvo y las piedrecitas estaban ahí en medio de la nada aragonesa, y alguien pensó que, si organizabas un festival de música techno, miles de personas de todo el mundo vendrían a ver a sus grupos y djs machacones favoritos y en los zapatos, las gafas, la ropa, el móvil, los ojos y las cuencas de los ojos se llevarían de vuelta a Madrid, Roma o Varsovia la arena, el polvo y las piedrecitas de Huesca. Y así ha sido durante los últimos treinta años.
El Monegros Festival, aparte de una empresa de exportación de polvo y piedrecitas, es una prueba de resistencia a medio camino entre Mad Max y Black Mirror. Consiste en estar veinte horas seguidas, desde media tarde del sábado hasta las doce de la mañana del día siguiente, huyendo de algo. Se huye de la música buscando otra música, se huye del calor buscando otro calor, y se huye de uno mismo especialmente. Esta huida centrípeta, inútil, existencial y celebrativa es la esencia de este encierro voluntario a altas temperaturas y rodeado de desconocidos. En rigor, se trata de un retiro de silencio lleno de ruido, de un taller espiritual en medio del desierto donde no dormir y escuchar ritmos acelerados aboca necesariamente a mucho filosofar. No somos nadie, se concluye, iluminadoramente; una piedrecita en un erial.
Monegros Festival es una prueba de resistencia a medio camino entre 'Mad Max' y 'Black Mirror'
En Monegros, se habla mucho menos de escuchar música que de “aguantar”. Y quizá ese aguantar todos juntos (50.000 personas no te hacen compañía todos los días) inocula en este evento alucinado un buen rollo inaudito, apolítico, comunal, como de que estamos muy locos todos nosotros y en media hora empieza el set de Óscar Mulero. Se resiste contra un gran enemigo invencible (el calor, la vida; el cambio climático mismo), y se hace sin quejas, con gusto, desde la solidaridad, con hectolitros de agua y poca ropa, vagando en círculos por un desierto portátil.
300 policías
La cosa empieza por la mañana con miles de coches dirigiéndose a un lugar donde no había nada, y ahora hay once escenarios “temáticos” más o menos delirantes. Un pulpo, una catedral, un avión abandonado, un antiguo corral… Trescientos policías y la patrulla canina anti-narco controlan las entradas y la toxicología. Este dispositivo hace que en Monegros prácticamente no se drogue nadie durante veinte horas seguidas, sí.
El outfit para el festival ha cambiado bastante desde 2009, cuando fui por primera vez, particularmente en las chicas. ¿No notáis algo?, les preguntaba a mis compañeros periodistas. ¿Algo como qué?, contestaban. No sé, ¿algo como cinco mil chicas en plan sadomaso que no estaban aquí hace diez años? A veces la gente no quiere mirar y señalar lo evidente, no sea que lo cancelen por exceso de recreo visual.
El disfrute femenino del 'techno' aumentaba si acudías al concierto como a un club BDSM
Según entendí, el techno no se puede escuchar apropiadamente en vaqueros, falda o chándal, sobre todo si eres mujer. Alguien descubrió que el disfrute femenino del techno aumentaba si acudías al concierto como a un club BDSM (después de ir a un club BDSM, de hecho). Esto fue en los años 90 en Berlín. Techno y cuero sellaron su alianza marginal, quizá inspirados en la tortura que ambos pueden suponer para el cuerpo y la mente, y sólo desde la edición posterior a la pandemia (me dice una fuente fiable) Monegros entró en la modernidad de la escucha electrónica. Desde el año pasado, miles y miles de chicas acuden en bragas o tangas negros, con medias de red o transparencias también negras, con arneses, correajes, tachuelas y hebillas, y cadenas y flecos, todo muy potente a la vista, aunque un poco monótono. Bajo la premisa de ser especial, miles de personas visten exactamente igual, consiguiendo, con un gran esfuerzo, pasar a formar parte del montón.
Los chicos se limitan a quitarse la camiseta, como se ha hecho toda la vida.
Nada rosa
Con todo, la resistencia a la moda Barbie es en Monegros numantina: ni una prenda rosa, todo negro, todo sado, sin azúcar. Librarse de la mujer Barbie durante veinte horas da pistas sobre qué mundo sería ese donde la gente no vistiera de rosa plástico y no pusiera voz de muñeca global: un mundo mucho mejor, en cuero negro.
Los conciertos empezaron simultáneamente en los once escenarios. El público probablemente no sería capaz de distinguir la sesión de un DJ de la sesión que viene luego con otro DJ, salvo porque han cambiado a la persona que hace como que hace música. Los Djs ganan mucho dinero por hacer como que hacen música.
Los raperos hacen más música, incluso demasiada. En Monegros comparecieron los españoles Midas Alonso y Fernando Costa. El primero tenía mucho calor y no pocos fans (casi todos hombres). Aunque se atrancaba en sus propias letras y no dejaba de quejarse del calor entre canción y canción, dio un concierto primitivo y aproximado bastante reconocible. Bombardeó al público con camisetas promocionales y botellas de agua. Nadie salió herido.
Los Djs ganan mucho dinero por hacer como que hacen música. Los raperos hacen más música, incluso demasiada
Fernando Costa rapeó en banda. Esto de que los raperos se presenten con banda a algunos no les gusta. A mí me parece un detalle freudiano: en realidad, no quieren a un DJ poniendo ritmos, quieren más música, más espectáculo, más compañía. Por momentos, de tanta banda como trajo Costa (la guitarra), parecía Rage against the machine. Le fallaba la voz, pero se levantaba de vez en cuando la camiseta sin mangas para que viéramos que estaba muy bueno.
La estrella del festival entero era Wu-Tang clan. Tocaron cuando tocan las estrellas: de noche, ante una masa inmensa de gente y con todo el aparato luminotécnico a su servicio. También iban de banda, con muchos músicos y mucho despliegue sobre el escenario. Fue un concierto grandioso. “¿A cuántos de vosotros os gusta el rap auténtico?”, preguntaba el líder cada diez o quince minutos. Su concierto fue un homenaje a su propia trayectoria y a diversos iconos trágicos del hip hop americano (Tupac, The Notorius B.I.G.). Seguramente Wu-Tang clan es el artista musical que más veces pronuncia su propio nombre sobre el escenario. Han convertido esas tres sílabas (wu, tang, clan) en una suerte de conjuro o himno de guerra, y la tribu responde guerreramente.
Caída ya la noche, el festival latía con toda su fuerza infantil. Pasear por él según avanzaba la madrugada, se parecía mucho a sentirse desorientado de niño en una feria de pueblo.
Aunque se tiene la idea de que este festival son veinte horas de baile ininterrumpido, en realidad la gente muestra mucha inclinación por estar triste, cavilosa o abstraída. Hay que ser una bestia para que tanta fiesta y exceso no te lleven precisamente a pensar en el otro extremo del cordel, donde tira con fuerza la desgracia o la fatalidad.
Me gustaba ver a la gente como derrotada, con la mirada perdida y muchas cosas en la cabeza, mientras a sus espaldas resplandecían Las Vegas del techno.
Lo mejor de la noche fue I Hate Models. “Odio a las modelos” era un tipo sin camiseta que hacía como que hacía música mejor que nadie. A veces uno tiene el móvil en modo vibración y pegado al cuerpo y vibra, y por el pecho te corretea cierta taquicardia tecnológica. I Hate Models era como tener del pecho entero cubierto de móviles en modo vibración, y vibrando sin parar durante dos horas, y no es tu madre la que llama. Es un acreedor.
La tralla de I Hate Models levantaba las piedrecitas, el polvo y la arena del propio suelo, como en algunas escenas carismáticas de Bola de dragón; también ahuyentaba el mundo Barbie y ratificaba las correas y los arneses de cinco mil dominatrices. Me hizo gracia que en una máquina expendedora del mismo festival se vendieran tapones para los oídos. Me hizo gracia que uno de los chóferes que llevaba a la prensa y los artistas de un lado a otro recordara que un DJ le había felicitado por tener la radio sintonizada en una emisora de música clásica.
Exportar arena del desierto es un negocio curioso y que no se le ocurre a todo el mundo. La arena, el polvo y las piedrecitas estaban ahí en medio de la nada aragonesa, y alguien pensó que, si organizabas un festival de música techno, miles de personas de todo el mundo vendrían a ver a sus grupos y djs machacones favoritos y en los zapatos, las gafas, la ropa, el móvil, los ojos y las cuencas de los ojos se llevarían de vuelta a Madrid, Roma o Varsovia la arena, el polvo y las piedrecitas de Huesca. Y así ha sido durante los últimos treinta años.
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