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La paradoja de los festivales o por qué todos (pobres y ricos) terminamos haciendo lo mismo
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La paradoja de los festivales o por qué todos (pobres y ricos) terminamos haciendo lo mismo

Como el sushi, los viajes a Asia o los Funkos, el éxito de los festivales señala que no hay nada como normalizar algo para que todo el mundo quiera hacerlo, le guste o no

Foto: Muchas chicas rubias. (EFE/Kiko Huesca)
Muchas chicas rubias. (EFE/Kiko Huesca)
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En la presentación madrileña del muy recomendable Macrofestivales. El agujero negro de la música (Península), su autor, el periodista Nando Cruz, recordaba que lo que mueve a todas esas personas que se han incorporado al público de los festivales no es la música, sino una combinación de "norias, tirolinas y muchas chicas rubias". Entiéndase las muchas chicas rubias como una metáfora de deseabilidad. Sensualidad, estilo, tíachulisismo, lujo silencioso, gafitas de sol y purpurina en los ojos. Sin embargo, eso no explica qué hacen las "muchas chicas rubias" ahí.

He pasado los últimos cuatro fines de semana en respectivos festivales, cada uno de su padre y de su madre (el pequeño festi temático creado ad hoc en un barrio de Madrid, el macrofestival a todo trapo, el festival veterano con público fiel y el festival en proceso de decrecimiento) y creo que no existe fenotipo humano que no haya visto como parte de su público.

De acuerdo que hay un perfil de festivalero que todos tenemos en la cabeza, esa versión evolucionada de la despedida de soltero, clases creativas con camisa de flores, pulseritas roñosas acumuladas en la muñeca y exceso de cerveza de grifo en las venas, pero solo hace falta darse un paseo por stories de Instagram y estados de WhatsApp (entre los mayores) para ver que quien más y quien menos por debajo de los 50 años ha encontrado su propia opción de consumo festivalero.

placeholder El Drogas en el Azkena. (EFE/L. Rico)
El Drogas en el Azkena. (EFE/L. Rico)

Como todos esos padres de familia (euskaldunes) que llenaron el jueves del Azkena coreando las canciones del Drogas de Barricada con sus hijos a hombros, esos que en unos años se convertirán en el nuevo público festivalero. Una experiencia iniciática como llevar a tu hijo a ver la nueva entrega de Star Wars.

Un español, un voto y un festival. Ese ha sido el principal objetivo del sector durante los últimos años: captar a todo el público posible o, en otras palabras, que todos hayamos aceptado que ir a un festival de música es parte natural de la experiencia veraniega, como en su día alquilar un apartamento en la playa. Dentro de eso, lo más fascinante es cómo pasaron de estar dirigidos a cuatro colgados jóvenes a convertirse en otra casilla que marcar cada verano.

Lo excepcional y minoritario pasa a ser la norma cuando se convierte en un negocio

Cuenta Cruz en su libro que aunque se ha producido un encarecimiento de los festivales, es el precio de los mismos lo que determina su público. O como escribe con más gracia, hay festivales para pijos y festivales low cost y "unos y otros aclaran cuál es su público objetivo el día que ponen sus abonos a la venta". Lo importante, en este caso, es que prácticamente cualquier persona puede encontrar su propio festival, ya no solo por su cartel musical (que en la mayoría de casos suele ser un único cabeza de cartel que nos gusta mucho), sino por el rollito que transmite su identidad visual, las fotos de promoción o el lenguaje que usa en redes sociales. Esa identidad intangible.

Esta naturalización de los festivales recuerda a lo que ocurrió con otros hitos de la cultura contemporánea como los tatuajes, El señor de los anillos, los funkos, el sushi o irse de viaje a un país asiático. Cosas que hace apenas unas décadas les habría parecido impensables a nuestros padres y que no solo están aceptadas, sino que además forman parte de una normalidad cool que casi se da por hecha. Lo excepcional y minoritario pasa a ser la norma cuando se convierte en un negocio rentable.

placeholder Primero el Sushi, luego el Mad Cool. (EFE/Pilar Salas)
Primero el Sushi, luego el Mad Cool. (EFE/Pilar Salas)

Pero, ¿de dónde ha salido toda esa gente? Para que millones de españoles hayan decidido gastarse su dinero en un festival se ha producido un doble movimiento: por un lado, una elitización asociada a su encarecimiento (que para muchos es lo mismo que un aumento de valor, pero ya saben la frase de Machado) y por otra, la masificación vía aceptabilidad. Ambas cosas se retroalimentan: la gente va a los festivales porque los pijos lo hacen y los pijos van porque a ellos les gusta sentirse parte de todo, pero con más comodidades.

Lejos quedan aquellos tiempos de los primeros Festimad, FIB o Espárrago Rock que aspiraban a llegar a un reducido público de nicho conformado por aficionados a la música, que a los ojos de los demás eran cuatro pirados medio guarros que se rebozaban en el barro para ver a grupos de melenudos. Hoy el festival es algo aceptable y deseable, y como todo lo aceptable y deseable, está lleno de gente de 30 a 40 años de cierto poder adquisitivo y un gusto aparentemente alternativo, pero en realidad, más homogéneo aún que en los tiempos de la radiofórmula.

La vida premium, la vida low cost

Sandra Sabater, bajista de Ginebras, se quejaba la semana pasada de la mala educación de parte del público del O Son Do Camiño de Santiago de Compostela, uno de los festivales más grandes de España. Como explicaba, el público que estaba esperando a la actuación de Aitana no mostró reparo en ignorarlas, haciendo ruido y dando la espalda al escenario. Más que señalar al público, yo señalaría a qué diablos pinta Aitana como cabeza de cartel en un festival, supuestamente "una experiencia para compartir, descubrir y celebrar", como decía Sabater. Algo que probablemente era así hace 20 años; hoy, los festivales sirven sobre todo para vender cantidades ingentes de la cerveza patrocinadora.

La presencia de Aitana encabezando el cartel es la mejor muestra de esa normalización de lo alternativo. No es que el mainstream y el underground hayan borrado sus fronteras, es que el primero ha devorado al segundo disfrazándose de él y canibalizando sus espacios, lo que explica por qué hace 20 años habría sido imposible que algo así ocurriese en el concierto de un grupo como Ginebras. Lo peor de todo ello es que eso ha terminado generando la sensación, tan del siglo XXI, de que incluso los fans de Aitana son especiales. Al menos los antiguos seguidores de la radiofórmula no pensaban que su gusto tuviese nada de excepcional.

Esta aceptabilidad y deseabilidad se alcanzan consiguiendo que abunde entre la población la idea de exclusividad y comunidad, elitismo y masificación, al mismo tiempo. No hay nada como ver que los demás hacen algo para que uno se plantee hacerlo. Principalmente, en Instagram u otras redes audiovisuales (TikTok), herramienta perfecta para convertir el producto festival en forma de vida. Las "muchas chicas rubias".

Los festivales parecían culturalmente elitistas pero económicamente despreciables

El periodista recuerda con cierta frecuencia que los festivales son cada vez más caros, y aunque no le falta razón, en cierta forma es percibido como una forma de ocio más asequible que unas vacaciones reales. Algo así como un equivalente a la vieja casa rural o la escapadita de fin de semana. Más caro que una terraza, mucho más barato que irse al Caribe. Uno puede gastarse mil euros en un festival si se lo propone, pero también optar por su versión low cost en esos "macrofestivales para jóvenes de clase trabajadora con artistas más baratos, infraestructuras endebles y abonos a precios de saldo". La democratización del consumo de masas.

Todos terminamos haciendo lo mismo, sea en sus versiones low cost o en sus versiones premium, las dos caras de la misma moneda de la aceptabilidad cultural. Un buen día, alguien que jamás se imaginó a sí mismo en un festival decidió que tal vez no sería tan mala idea tras ver una foto de sus amigos en el Mad Cool de turno, y ahí empezó todo. La experiencia de nicho, que en su día parecía al mismo tiempo culturalmente elitista (¿quién conoce a esos grupos?) y económicamente arrastrada (¿pero qué clase de gente va a ir a eso?), de repente se convirtió en otro producto, el más importante, de nuestro repertorio del ocio aceptable.

placeholder El típico público del Mad Cool. (EFE)
El típico público del Mad Cool. (EFE)

Es el colmo de la cultura del eventillo, esa que incluye calçots en febrero, verbenas en verano y Halloween en octubre, solo que en su versión más evolucionada. Los festivales de hoy no dejan de ser una digievolución ultracapitalista del espíritu de las verbenas de verano con bocatas de gallinejas y baile en la plaza del pueblo, que muestran que todo puede ser comercializado si se consigue que sea lo suficientemente aceptable, ni siquiera deseable. Cada fin de semana de verano, miles de personas se concentran en festivales por toda España, y casi con total seguridad habrá un momento en el que todas y cada una de ellas se pregunte "¿cómo he terminado aquí?".

No hay nada más fascinante en el capitalismo moderno que su capacidad de convertir en aceptable lo minoritario, eso que era repudiado. Así es como funciona, consiguiendo que todos terminemos haciendo lo mismo, incluso aquello que pensábamos que nunca haríamos. La gran victoria de la industria de los festivales es haber conseguido meter en un festival a gente que nunca se lo habría planteado hace unos años.

En la presentación madrileña del muy recomendable Macrofestivales. El agujero negro de la música (Península), su autor, el periodista Nando Cruz, recordaba que lo que mueve a todas esas personas que se han incorporado al público de los festivales no es la música, sino una combinación de "norias, tirolinas y muchas chicas rubias". Entiéndase las muchas chicas rubias como una metáfora de deseabilidad. Sensualidad, estilo, tíachulisismo, lujo silencioso, gafitas de sol y purpurina en los ojos. Sin embargo, eso no explica qué hacen las "muchas chicas rubias" ahí.

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