Es noticia
Maria Callas, por los siglos de los siglos
  1. Cultura
ópera

Maria Callas, por los siglos de los siglos

El centenario del nacimiento de la diva la pone de actualidad en el Liceo y redunda en la vigencia de una artista absoluta cuyo misterio es tan atractivo como su dimensión hechicera

Foto: Maria Callas en 1958. (Getty/Erich Auerbach)
Maria Callas en 1958. (Getty/Erich Auerbach)

El mayor interés del espectáculo que Marina Abramovic ha dedicado a Maria Callas en el Liceu consiste en la actualidad de la diva. Y no por el centenario de su nacimiento —la epifanía se produjo hace un siglo—, sino por la vigencia de la artista y los esfuerzos por desenmascararla. La tarea resulta imposible. Más todavía si prevalece o media la megalomanía de la performer serbia. Estaba claro que Las siete muertes de Maria Callas era un pretexto de Abramovic para hablar de sí misma y de sus propios desgarros amorosos.

Le sucedió a Emir Kustirica con la película de Maradona. Un pretexto para hablar de sí mismo. Un ejercicio de egolatría encubierto que Abramovic no ha podido eludir en el ejercicio abrasador de las emulaciones. Maria Callas aniquila a quien se le acerca. Maria Callas se aniquiló a sí misma.

placeholder Un momento del espectáculo que Marina Abramovich le ha dedicado a Maria Callas en el Liceu de Barcelona. (EFE)
Un momento del espectáculo que Marina Abramovich le ha dedicado a Maria Callas en el Liceu de Barcelona. (EFE)

Maria Callas no fue la mejor soprano del siglo XX, porque ni siquiera fue soprano. No fue la mejor cantante de la centuria, porque fue mucho más que una cantante. Y sigue vendiendo más discos que nadie en 2023, porque su misterio y su humanidad nos abruman en la parcialidad del retrato.

Desaparecieron las fotografías que la retrataban con sobrepeso. Se malograron muchas películas que ella misma carbonizó. Y se han amontonado las biografías definitivas, como si cada cualquier intento de acercarnos a su orilla terminara alejándonos. Le sucedió a Elaine de Kooning cuando intentó retratar a John F. Kennedy. Posó para ella el presidente y concibió 38 versiones, pero ninguna satisfizo a la pintora. Le frustró que cada intento de aprehenderlo supusiera una frustración. No había forma de capturar el ánima ni el carisma del presidente americano. Ni la hay de capturar a Maria Callas. Tampoco es que lo intentara Albert Boadella en el espectáculo que itineró por los teatros españoles. Diva se titulaba. Y aludía a la agonía de la artista, viuda ya de Onassis. A la soledad. Al silencio.

Boadella se la imaginaba a la vera de su pianista. No ya pidiéndole compañía con el teclado en los recitales domésticos, sino constriñéndolo a comportarse como el propio Onnasis. Y haciendo de la vida el teatro. Y del teatro, la vida, en una mistificación que redunda en el misterio.

placeholder Albert Boadella, ante el cartel de su espectáculo 'Diva'. (EFE/Javier Cebollada)
Albert Boadella, ante el cartel de su espectáculo 'Diva'. (EFE/Javier Cebollada)

A Boadella le interesaba la voz de la Callas, pero también las manos. Grandes y expresivas. Arcaicas. Y descriptivas de una gestualidad que relacionaba a la cantante con las primeras actrices del teatro griego. Maria Callas se nos escapa cuando tratamos de definirla.Por eso resulta más asequible simplificarla. Tanto de un punto de vista sensacionalista como porque sus grabaciones —aparece en primer lugar la Tosca que grabó con De Sabata— fomentan un negocio discográfico que traspasa épocas y generaciones. Se equivocan los puristas cuando pretenden escrutarla como una simple manifestación vocal. Objetan sus problemas técnicos, le reprochan la fealdad ocasional de su voz, la someten a un análisis de laboratorio, ignorando que la personalidad de Maria Callas y su endiablado pathos convierten en anécdota cualquier impureza convencional.

Los discos son un documento inequívoco. Por un lado, resulta frustrante no experimentar la sugestión que incitaba su presencia escénica, pero las grabaciones proyectan su densidad y su magma creativo. Abruman y convierten al oyente en un cómplice necesario. Queremos decir que Maria Callas no permite que se le escuche contemplativamente. Te secuestra, te exige implicarte en su drama. Te hechiza.

placeholder Maria Callas y Aristóteles Onassis. (Cordon Press)
Maria Callas y Aristóteles Onassis. (Cordon Press)

Me contaba el viejo maestro Carlo Maria Gilulini sus diferencias con Maria Callas a propósito del desenlace de La Traviata en las funciones de la Scala que compartieron en 1955. Cada vez que sobrevenía el sobreagudo del aria final —Addio al passato—, la cantante se estremecía de tal forma que la nota se le calaba. Ocurría en los ensayos y sucedió en las funciones convencionales, pero el desliz vocal no deslucía el estremecimiento ni la congoja de los espectadores. Lo fomentaba, más o menos, como si hubieran escuchado e interiorizado las explicaciones que la diva opuso a las reclamaciones del maestro italiano: "Me estoy muriendo".

No se estaba muriendo Maria Callas. Se moría Violetta Valéry, pero su identificación con la agonía del personaje de Verdi le impedía finalizar el aria con un agudo tintineante e impecable. Se moría la Callas cada noche en la Scala. Se le quebraba la voz en el sobreagudo. Agonizaba.

La anécdota tiene interés transcurridos tantos años de aquellas memorables funciones, porque demuestra la imperfección y la verosimilitud de la artista. O la verosimilitud que se derivaba de la imperfección, haciendo de Violetta no solo un papel operístico ni un exorcismo verdiano, sino una mujer que se despedía del mundo con una plegaria descoyuntada, terrorífica.

Más era ella, más se acercaba a la heroína o a la mártir que le correspondía interpretar en la ferocidad de las pasiones. Moría siendo Violetta

Advirtió el prodigio Luchino Visconti, hasta el extremo de que la dramaturgia en blanco y negro de aquel histórico montaje se concibió como un patíbulo de Maria Callas. Ella ocupaba la escena. Le daba sentido. Bastaba revestirla con un sudario blanco en un decorado tenebroso y minimalista.

Maria Callas era la Traviata, la descarriada. Como fue la Medea de Cherubini y la Carmen de Bizet. Y como fue quien quiso sobre el escenario —y quien no quiso fuera de él—, pues la versatilidad apabullante de la cantante obedece a la mejor explicación que pueda aportarse sobre su fama de artista absoluta: para asumir la Brünnhilde de Wagner, la Rosina de Rossini o La Vestale de Spontini, Maria Callas tenía que ser… ella misma.

Foto: Cartel promocional de 'Diva' en los Teatros del Canal

Quiere decirse que Maria Callas eludía mimetizarse con los personajes en sentido imitativo. No era un camaleón, por mucho que frecuentara un centenar de papeles y sus discos nos trasladen una exhibición enciclopédica. Era ella. Y más era ella, más se acercaba a la heroína o a la mártir que le correspondía interpretar en la ferocidad de las pasiones. Por eso moría siendo Violetta. Y por la misma razón prevalecía la implicación personal, de tal forma que la realidad de la obra adquiría sentido a través de ella, percutiendo en las zonas más profundas y dolorosas de su naturaleza.

Se le rompió el corazón

Maria Callas nació en Nueva York en 1923. Ninguna ciudad podría identificar mejor su dimensión universal. Aunque fuera más griega que las cariátides. Y aunque muriera en París, igual que Violetta Veléry. No quedan claros los motivos. Ni puede hablarse categóricamente de una sobredosis de medicamentos. Ni de un suicidio. O sí puede hacerse, porque Maria Callas y sus misterios forman parte de un problema de actualidad que revisitamos una y otra vez desde la idolatría, desde la devoción o desde el morbo.

Sabemos que sufrió un infarto. Que se le rompió el corazón. E imaginamos que su plegaria al pasado terminaría malográndose, calándosele la voz en una tarde lluviosa. Como le dijo a Carlo Maria Giulini. “Porque me estoy muriendo, maestro, porque me estoy muriendo”.

Un nicho funerario la recuerda en el cementerio de Père Lachaise. Pueden depositarse flores y se puede rezar por el sufragio de su alma, pero los mitómanos y melómanos que acuden a visitarla saben que Maria Callas no se encuentra allí dentro. Sus cenizas se esparcieron en el mar Egeo, como si fueran las de Medea. Y el mar las meció como una barcarola por los siglos de los siglos.

El mayor interés del espectáculo que Marina Abramovic ha dedicado a Maria Callas en el Liceu consiste en la actualidad de la diva. Y no por el centenario de su nacimiento —la epifanía se produjo hace un siglo—, sino por la vigencia de la artista y los esfuerzos por desenmascararla. La tarea resulta imposible. Más todavía si prevalece o media la megalomanía de la performer serbia. Estaba claro que Las siete muertes de Maria Callas era un pretexto de Abramovic para hablar de sí misma y de sus propios desgarros amorosos.

Música clásica Música Ópera
El redactor recomienda