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La 'Tosca' al modo de Gomorra de Villalobos escandaliza en el Liceu
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La 'Tosca' al modo de Gomorra de Villalobos escandaliza en el Liceu

El director irrita la platea con una producción pasoliniana y fallida, aunque el verdadero problema se aloja en la inexpresiva y rígida lectura musical de Nánási

Foto: Karl Foster, en 'Tosca'. (Liceu)
Karl Foster, en 'Tosca'. (Liceu)

Una papisa en cuya túnica blanca se reconoce una calavera. Muchachos desnudos que pasean como perros evocando Saló y los 120 días de Sodoma. Un sacerdote que ejerce la pederastia. Una alusión explícita al maximalismo de Mussolini. Y un alter ego de Pier Palolo Pasolini que atraviesa la escena como alegoría del artista represaliado...

Debe sentirse Rafael R.Villalobos satisfecho de haber formado un lío en el Liceu con las funciones de Tosca. El ambiente de escandalera y de jaleo que agita las sesiones demostrarían que ha cumplido el objetivo de zarandear la polémica en los tendidos. Y de enfrentar a los espectadores entre carcas y modernos, de tal manera que la ópera de Puccini tanto exacerba los abucheos como logra la adhesión de los melómanos vanguardistas. Sucedió en el estreno. Ocurre cada noche. Y seguirá sucediendo hasta que desfallezca el telón el próximo 21 de enero.

Pensará Villalobos que ha logrado irritar a los conservadores con su planteamiento escénico. Y que la extrapolación de Tosca al universo atormentado de Pasolini justifica la analogía del artista incomprendido o abucheado. La sociedad italiana organizó un exorcismo al cineasta transgresor. La Iglesia y la política represora conspiraron para depurarlo, más o menos como les sucede a los personajes libertarios que deambulan en el dramón pucciniano. Su época no es la de Pasolini, pero el contexto de la esperanza napoleónica frente a la ferocidad del Ancien Régime explica que Villaobos haya encontrado la clave de la extrapolación y las soluciones iconoclastas para escandalizar a la platea con una Tosca gomorrista.

Versión fallida

No es suficiente la algarabía para definir un éxito. La versión transgresora de Villalobos resulta fallida no por los desnudos ni porque retrate al barón Scarpia en la República de Saló, sino porque descuida la dirección de actores, perfila superficialmente a los personajes de Tosca y Cavaradossi, caricaturiza la maldad y no deja fluir la partitura. Especialmente el segundo acto, cuyo catálogo de perversiones e inventario de escenas sadomasoquistas impide reparar en vuelo de la música. No escucha Villalobos a Puccini. Elude la ópera. Y, a cambio, divaga con una escena que reúne a Pasolini y su presunto asesino, Mario Pelosi, en el descampado romano donde se produjo el crimen. Suena de fondo la canción Portofino. Y se precipita un monólogo extemporáneo sobre la integridad del artista, el derecho a provocar, el zarpazo de la censura, el honor de los libertarios.

Foto: 'Judith', Santiago Ydáñez, 2021. Opinión
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Sobrevino entonces la diatriba de los tendidos del Liceu. Y le convino al maestro Henrik Nánási que la polémica se concentrara en la escena, precisamente para sustraerse él mismo a la mediocridad de su lectura.

El verdadero escándalo de esta nueva producción de Tosca no estriba tanto en la provocación de la dramaturgia como en la desgracia de la interlocución musical. Nánási dirige con preservativo. Tiraniza la partitura con el metrómono. Y la despoja de la fluidez, del apasionamiento.

El verdadero escándalo de esta nueva producción estriba en la desgracia de la interlocución musical. Nánási dirige con preservativo

La rigidez permite identificar los compases uno a uno, como si no tuvieran relación entre sí. Y como si el maestro húngaro antepusiera el control y la seguridad al peligro de abandonarse a las emociones. Toda la sangre que identifica el montaje de Rafael R. Villalobos se corrige con la asepsia hospitalaria de Nánási. Un Puccini dirigido con guantes de látex.

Se explica así mejor la situación de abandono de los cantantes, arrinconados como están entre los extremos de la perversión escénica y la higiene musical. La Tosca de Maria Agresta es suficiente, pero no arrebatadora. El Scarpia de Zelkjo Lucic conserva la nobleza vocal tanto como se resiente de los clichés del personaje. Y la prometedora intervención de Michael Fabiano en el acto inaugural se malogró en el descanso porque las secuelas de una gripe forzaron la sustitución de Antonio Corianò, cuyas prestaciones en el desenlace —“E lucevan le stelle”…— revistieron mayores aplausos por el mérito de resolver la emergencia que por el resultado artístico mismo.

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Redundaba el accidente en el mal agüero de un montaje cuyos primeros esbozos alertaron a Roberto Alagna y Aleksandra Kurzak. El tenor franco-siciliano y la soprano croata habían sido reclutados como estrellas del acontecimiento, pero decidieron escapar de la Tosca barcelonesa porque recelaron de las ideas de Villalobos y no quisieron encomendarse a la batuta de Nánási. Hicieron bien en tomar tantas precauciones, aunque podría decirse a beneficio del Liceu que asumir los riesgos de una producción fallida es más interesante que concebir una Tosca de incienso y telarañas.

De hecho, la divagación dramatúrgica de Villalobos y el repertorio de provocaciones efectistas no contradice el interés del espacio escénico, tanto por la arquitectura de Emmanuele Sinisi una estética posmussoliniana inquietante y aséptica— como porque las magníficas pinturas expresionistas de Santiago Ydáñez demuestran que la ópera aspira al arte total.

Una papisa en cuya túnica blanca se reconoce una calavera. Muchachos desnudos que pasean como perros evocando Saló y los 120 días de Sodoma. Un sacerdote que ejerce la pederastia. Una alusión explícita al maximalismo de Mussolini. Y un alter ego de Pier Palolo Pasolini que atraviesa la escena como alegoría del artista represaliado...

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