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El inquietante secreto de Estado que Calvo-Sotelo encontró en la caja fuerte de Moncloa
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La trastienda de la Transición

El inquietante secreto de Estado que Calvo-Sotelo encontró en la caja fuerte de Moncloa

Un libro recupera las poesías de Leopoldo Calvo-Sotelo, el presidente que sustituyó a Suárez tras el 23-F. Tenía fama de aburrido y poco carismático, pero era un intelectual irónico. La vida oculta de un conservador de otra época

Foto: Leopoldo Calvo-Sotelo, con una cámara tras una entrevista en la Moncloa. (Getty/Cover/Aurora Fierro)
Leopoldo Calvo-Sotelo, con una cámara tras una entrevista en la Moncloa. (Getty/Cover/Aurora Fierro)

Sábado Santo de 1977. El Gobierno Suárez anuncia de tapadillo la legalización del Partido Comunista de España. Crujir de dientes en el 'establishment'. Leopoldo Calvo-Sotelo, ministro de Obras Públicas, viaja en un tren Galicia-Madrid con su familia. Calvo-Sotelo se encuentra a Manuel Fraga en el tren. Fraga está que trina con la legalización del PC. Calvo-Sotelo le invita a cenar en su compartimento para limar asperezas; pronto se arrepentirá. Fraga entra en el compartimento —donde están la mujer, la madre y los ocho hijos de Calvo-Sotelo— y procede a lanzar una interminable filípica contra la legalización de los comunistas…, ante el estupor de grandes y pequeños.

Tremendo rapapolvo de don Manuel.

Así lo recordó Calvo-Sotelo en ‘Memoria viva de la Transición’:

“Nos encerramos, pues, con Fraga, mi mujer, mi madre, mis ocho hijos y yo por un plazo mínimo de hora y cuarto. Imprudencia temeraria (...) Fraga descargó sobre mi persona la vehemencia jupiterina que iba a hacerle famoso en la tribuna del Congreso. Su excitación fue en aumento (...) ‘Con una desgraciada decisión administrativa —tronaba Fraga— habéis hecho retroceder 40 años la historia, habéis arruinado la pacificación de España, habéis provocado al Ejército, habéis abierto a la incertidumbre el futuro de nuestros hijos’. Y señalaba a los míos, que asistían asombrados a su primera lección de política española”.

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Esta anecdotaza nos muestra algo que todos los españoles saben (que Manuel Fraga tenía un carácter levantisco) y algo que casi ningún español conoce: que Leopoldo Calvo-Sotelo, el presidente más aburrido de la democracia según la leyenda, fue en realidad el presidente con mayor retranca, sentido del humor (y profundidad intelectual).

Una doble vida

La imagen pública de Calvo-Sotelo fue la del político sin carisma y previsible, pero era una caja de sorpresas, como demuestra su libro ‘Poesía en la tangente’ (que publica ahora Sial Pigmalión). “Mi padre nos recordó antes de morir que tenía unos poemas que podríamos publicar. Durante el confinamiento revisamos sus carpetas y nos salieron 100 páginas de poemas mecanografiados”, cuenta Pedro Calvo-Sotelo, hijo del expresidente.

Escritos entre 1942 y 2002, de los 16 a los 66 años, los poemas basculan, según su hijo, “entre los versos satíricos/políticos y los intimistas/familiares”.

Versos del tipo:

“El vapor jadea/ la rueda castiga y el carril aguanta./ La sórdida Renfe va desperezando/ por la geografía de la pobre España/ su decimonónica/ su vieja chatarra”.

Pío, Pío / Cabanillas, / no me fío / que me pillas / cuando subes / a las nubes; / cuando bajas, / cuando atajas, / o rodeas, / te peleas / o te rajas, / cuando chillas, / o te quejas / siempre dejas / Cabanillas, / en la Xunta / la pregunta / ¿con su lío y sus follones / qué coj... / querrá Pío?”.

"Mi padre tenía un humor del noroeste de España, galaico, irónico y autoirónico. Pero su imagen pública era otra"

“Como dice en la introducción del libro Pedro de Silva [expresidente socialista de Asturias y escritor], mi padre tenía un humor del noroeste de España, galaico, irónico y autoirónico. Pero su imagen pública era otra”, explica Pedro Calvo-Sotelo.

En efecto, en contraste con el vertiginoso Adolfo Suárez, al que sustituyó tras el 23-F, la imagen de Calvo-Sotelo era la del tecnócrata gris, emparedado entre la caída de Suárez y el auge de Felipe González, condenado al rol de presidente olvidado de la democracia.

Al contrario que Felipe y Suárez, Calvo-Sotelo fue un hombre sin carisma. Pero lo que cualquier otro hubiera ocultado por vanidad, él se dedicó a airearlo.

Foto: Todos los presidentes de la democracia Opinión

Su hijo recuerda que su padre le dijo a Jesús Hermida en una entrevista en 1992: “Con esta cara de botijo no necesito maquillaje”. O: “Estas gafas me costaron un millón de votos”, sobre su clásica montura gruesa de prohombre de orden de la Transición.

Leopoldo Calvo-Sotelo, en definitiva, era consciente de sus limitaciones carismáticas, y de que la nueva política, más volcada en la comunicación y en la imagen, se iba a llevar por delante a dinosaurios como él. "Hoy nadie espera de un ministro o de un diputado una pieza literaria, ni un argumento bien trabado, ni una lógica persuasiva. "¿Qué es lo que se espera entonces del hombre público? Se espera que comunique bien. ‘Felipe González es un buen comunicador’, hemos leído muchas veces en los últimos años. Y ¿qué comunica Felipe González? ¡Ah! Eso no importa. Lo importante no es lo que se comunique, sino que el político comunique bien", escribió Calvo-Sotelo en sus memorias políticas.

"Felipe González es un buen comunicador', hemos leído muchas veces en los últimos años. Y ¿qué comunica González? ¡Ah! Eso no importa"

Tras su dimisión en 1981, Suárez razonó así el dedazo calvosoteliano dentro de su partido: “En UCD hay hombres capaces de continuar la labor de gobierno con eficacia, profesionalidad y sentido del Estado”. Palabras interpretadas por Calvo-Sotelo a su manera: “Estos rasgos tenían que halagarme, pero indudablemente dibujan un perfil político más bajo que el del propio Suárez, sin el decisivo peso carismático de su personalidad. ¿Quién sabe si Suárez pensó que yo no duraría tres meses? No hubiera sido original ese pensamiento, que está en la prensa de los días siguientes a mi elección por el partido. Y si hay que creer a Rodolfo Martín Villa, Pío Cabanillas, por entonces ministro de la Presidencia, insinuaba que ‘el fuelle de su amigo Calvo-Sotelo no daría para mucho más allá del verano’. Pudo esperar Adolfo Suárez que yo iba a naufragar pronto y que entonces él volvería a encabezar las listas de una nueva UCD en unas elecciones anticipadas”, contó en 'Memoria viva de la Transición'.

“Suárez dejaba un pasado brillante y una herencia difícil. Yo me casé con una legislatura viuda, peor aún, desdeñada. Hay que arrancar de ese dato para entender bien mis años en la Moncloa”, añadió.

O el arte de quitarse importancia. El “candidato que se sabía sin carisma”, en sus propias palabras, y no tenía ningún problema en reconocerlo. El intelectual sin ínfulas en un mundo más de acción que de reflexión.

El intelectual y los otros

Mi padre tenía gran vocación de lector, pero, dentro de este perfil de hombre de letras, tenía una enorme admiración por las capacidades políticas carismáticas e intuitivas de Suárez”, recuerda José Calvo-Sotelo.

Foto: Aznar presenta sus 'Memorias' en Mdrid en 2012. Foto: J.J.Guillen/EFE

¿Hace falta ser leído para ser político? No, pero los contrastes están ahí. De Adolfo Suárez se decía que no había leído un libro en su vida y Mariano Rajoy se jactaba de que su lectura favorita era el ‘Marca’. Calvo-Sotelo era de otra pasta.

Llegado a la presidencia, los periodistas le preguntaron sobre su nueva vida en Moncloa. Su respuesta no gustó a Adolfo Suárez. “Aquí no se vive bien —les dije—. Hay muchos teléfonos y pocos libros’. La respuesta hirió, por lo visto, a Suárez —aunque bien sabe Dios que yo no pensaba en él: me salió del alma, porque no había podido llevarme a la Moncloa mis muchos libros, y los echaba de menos aunque no tuviese tiempo para leer. En Adolfo era visible, a veces, un candoroso complejo de estudiante mediano, frente al buen estudiante que fui yo; y aquella frase le había renovado su escozor. ¡Si él supiera cómo he envidiado yo la inteligente administración de su tiempo, cuando estudiante, que él empleaba en el trato con las gentes y yo perdía en el trato con los matemáticos y los filósofos! No ha sido la menor de mis desventajas en la política el hecho de haberlo aprendido casi todo en los libros. Pero la tentación de la cultura es grande en los políticos pragmáticos: recuérdense las citas, no siempre exactas, con las que se adorna Alfonso Guerra”, escribió en sus memorias.

Foto: Alfonso Guerra. (EC/EFE) Opinión

De natural prudente, el ministro Calvo-Sotelo no se privó de algunas maldades intelectuales: “Preocupado por la ignorancia de muchos ministros en materia microeconómica propuse un día al presidente Suárez un divertimento útil: que repartiera a todos en un consejo de ministros el balance sintético de una empresa industrial, y que recabara de cada ministro, tras un breve tiempo de examen, su opinión sobre la situación real de la empresa. Suárez rechazó riéndose mi sugerencia, que a él mismo le hubiera puesto en dificultad; creo que no más de un par de ministros hubiera aprobado el examen”.

Por si no tuviera suficiente con llegar a la presidencia al final de una legislatura turbulenta y sin la legitimidad de las urnas, Calvo-Sotelo tuvo que lidiar con la descomposición de la UCD. En sus memorias hay varias referencias ácidas a los desertores del partido, como Miguel Herrero de Miñón, captado por la Alianza Popular de Fraga. A Calvo-Sotelo le fascinó que Fraga y Miñón cenaran para sellar su alianza horas después del golpe de Estado de Tejero. “25 de febrero de 1981. Ni el golpe militar los desanima. Manuel Fraga cena con Herrero, Alzaga y Camuñas en el Casino de Madrid; las voces del bingo sirven de fondo a una conversación que es, según Fraga, ‘distendida, cara al futuro’. Solo los tránsfugas, o sus huéspedes, pueden tener una conversación distendida y esperanzada al día siguiente del golpe militar”.

placeholder Leopoldo Calvo-Sotelo, en la jura de su cargo presidencial. (EFE)
Leopoldo Calvo-Sotelo, en la jura de su cargo presidencial. (EFE)

Las perlas

Y ahora vamos con varios extractos de sus memorias que resumen el pensamiento político e intelectual calvosotelista.

Sobre su imagen de aburrido:

“Me acuso de aburrimiento en las reuniones de partido, en los comités provinciales y en los comités nacionales”.

Sobre su imagen de hombre con mala suerte:

“Algunos se han compadecido de mí pensando en mi mala suerte. La compasión era malévolamente humorística en Jaime Campmany, que me lanzaba desde sus crónicas, cuando la agonía de UCD, este bello endecasílabo: ‘Un alto pararrayos de desgracias’. Y era displicentemente amistosa en Alfonso Osorio, que daba de mí esta otra definición en prosa: ‘Un hombre serio con mala suerte ’[UCD tuvo el privilegio de gobernar en España durante la crisis económica más profunda y más larga del siglo. Mis dos años en la Moncloa —1981 y 1982— soportaron la peor parte del proceso: la que se ha llamado ‘segunda crisis del petróleo’]. ¿Mala suerte? No lo creo así. Si la situación objetiva no hubiera sido tan mala, Suárez no hubiera dimitido y yo no hubiera sido presidente”.

Sobre la relación entre la empresa privada, el Gobierno y el Estado:

"La expropiación de Rumasa fue una guinda de izquierdas con la que el Gobierno González quiso compensar su política económica de derechas"

“He dicho que las líneas generales de la política económica del PSOE coinciden con las de UCD: hay una misma escuela de economistas detrás de las dos (...) La expropiación de Rumasa fue una guinda de izquierdas con la que el Gobierno González quiso compensar su política económica de derechas”.

“Fernández Ordóñez y su reforma fiscal atrajeron sobre UCD las iras de la derecha económica: “Estáis haciendo política de izquierdas con los votos de la derecha”. El reproche nos siguió como la sombra al cuerpo desde 1978. Y no era justo: ni los votos de UCD eran (todos) votos de la derecha, ni la política económica de los Gobiernos Suárez o de los míos era (ni aún en parte) una política de izquierdas. Pero en el ámbito político ‘lo que parece, es’ —como le oí decir una vez en Lisboa a Oliveira Salazar, desmintiendo a Parménides. Y a partir de la ley del divorcio UCD le pareció a la derecha tradicional definitivamente escorada a la izquierda. Claro que Alianza Popular se empleó con eficacia en propagarlo”.

“Esa ambigüedad típica del empresario que pide libertad cuando es fuerte y pide intervención cuando es débil... Yo mismo había practicado ese doble juego mientras fui Consejero Delegado de Explosivos, pero no llegué a ser plenamente consciente de la doblez hasta que pasé del sector privado al público en diciembre de 1975. Esa doblez, muy conocida, tiene algo de la asimetría de Friedman: el empresario que por la tarde pide al Gobierno, en una mesa redonda pública, más libertad económica a la mañana siguiente, a solas con el ministro en su despacho, le pide con la misma vehemencia intervención sobre los mercados (...) El empresario que ha pedido, en un acto de la CEOE, rasgándose las vestiduras, una reducción del gasto público es el mismo que acaba de pedir al ministro una participación mayor del Estado”.

"Me acuso de preferir la mano visible del Estado a la mano invisible de Adam Smith"

“Me acuso de preferir, más de la cuenta, la mano visible del Estado a la mano invisible de Adam Smith; porque eso era lo que me pedía el cuerpo cuando empresario, y eso lo que me pedían los empresarios cuando ministro”.

Sobre por qué los ministros nunca hablan claro (y sobre por qué él eligió hablar y escribir claro durante sus mandatos):

“El ministro vive crónicamente cansado y sin tiempo. Recibe a diario demasiada información: periódicos, audiencias, teléfono, cartas, notas; si el jefe de gabinete filtra mucho, acaba mandando mucho; si no filtra bastante, le falta al ministro tiempo para mandar. Frecuentemente la improvisación inevitable, seguida por el sostenella y no enmendalla, mete al ministro en jardines sin salida como el ‘Jardín de los senderos que se bifurcan’ que pensó Borges. Cuando ya tarde, a veces a altas horas de la noche, se levanta la sesión del consejo de ministros, los ministros cansados aflojan la tensión súbitamente, se quieren marchar y ya no son capaces de dictar ni una línea. Los ministros no se quieren comprometer en un texto escrito y no suelen estar conformes con ninguna versión clara que se proponga. Cualquier borrador pasa de mano en mano y el texto se mecha de adverbios en mente, de incisos, de mala retórica vacía”.

“Pocos ministros se preocupan no ya de escribir con alguna voluntad de estilo, sino simplemente de redactar poniendo en buen orden sujeto, verbo y predicado. Casi ninguno tiene de verdad amor al lenguaje. En mis años de gobierno tuve un vago afán, que no perdí nunca, de hablar y de escribir correctamente. Ahora aquel cuidado me parece enfático e ingenuo: pero entonces no podía soportar que la voz del gobierno fuera imprecisa o incorrecta, y no pasaba por la mala sintaxis de las notas que hacían algunos ministros; la corrección última me traía trabajo y disgustos”.

Foto: Adolfo Suárez y Felipe González en 1977 (EFE)

“Comprendo ahora que mi insistencia en el cuidado formal de las notas oficiales fue excesiva, y comprendo también que desatara contra mí el humor de los ministros. A Pío Cabanillas le parecía una imprudencia y un disparate expresar con claridad la opinión del Gobierno. Muchas horas sobre textos matemáticos me habían acostumbrado a la claridad y a la concisión, virtudes que están muy contraindicadas en el ejercicio de responsabilidades públicas. Ahora pienso que Pío tenía razón. Porque hay que decir que si los políticos no cuidan el lenguaje, tampoco los electores les piden ese cuidado. Ni los electores ni, apenas, los comentaristas".

Sobre la falta de partido y el carisma de Suárez:

“En 1981 y en 1982 me faltó el apoyo de un partido. UCD no era, no había llegado a ser, un verdadero partido (...) El propio Adolfo Suárez confiaba más en sí mismo, en su carisma, en su dominio de la televisión, en su simpatía desbordante, que en la base sustentadora de una organización política. Estábamos aún muy cerca del caudillismo y la decidida opción democrática de Adolfo Suárez no era incompatible con su inclinación al ejercicio de una especie de democracia directa, con los modos antiguos de persuasión política que vinculan a los ciudadanos con un líder sin utilizar necesariamente el cauce de un partido”.

Foto: El teniente coronel Antonio Tejero, cuando irrumpió, pistola en mano, en el Congreso de los Diputados durante la segunda votación de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como presidente del Gobierno. (EFE)

Sobre el intento de golpe de Estado:

El 23-F había tenido tres minutos dramáticos y diecisiete horas grotescas. La opinión pública percibió esa ambigüedad, mejor dicho, ese triunfo de lo grotesco sobre lo dramático. El ojo de la televisión, que se había quedado milagrosamente abierto sobre el hemiciclo, hizo ver a los españoles el escenario de la tejerada, les hizo asistir al asalto del Congreso y le quitó a la escena el misterio esencial de cualquier drama. He escrito escenario y escena, y no es metáfora: aquello fue una representación teatral, a la que el tricornio, el bigote y la pistola aportaron el eficacísimo apoyo de la guardarropía de repertorio. Era otra vez la España de los esperpentos, la España de Merimée que Antonio Machado había creído definitivamente muerta. En el extranjero se vio aquello, efectivamente, como una vuelta a la tradición perdida, como una ‘prueba más de que España seguía siendo diferente”.

Sobre el verdadero peligro que le acechaba tras el 23-F:

“El ruido que me preocupa no es de sables —dije en marzo del 81 a una prensa incrédula— sino de tenedores en los restaurantes donde conspira UCD y fantasean periodistas”.

Foto: El escritor Javier Cercas. (EFE/Javier Cebollada)

Sobre la decisión de quitar épica a su discurso de investidura presidencial tras escabullirse en los asientos del hemiciclo el 23-F:

“El rubor que me hubiera producido cantar desde la tribuna un himno heroico a la libertad, ante los mismos escaños que nos habían dado refugio escasamente heroico unas horas antes”.

En efecto, si Calvo-Sotelo se había tirado al suelo como (casi) todos los demás diputados cuando los Tejero Boys se liaron a tiros, no era plan fardar. O el hombre que se sabía sin carisma y no quería darse importancia, pero tenía la lengua afilada (contra los demás y contra sí mismo).

Epílogo

“Mi padre veía su figura política con distancia”, asegura José Calvo-Sotelo.

La distancia irónica, en efecto, es la principal característica de ‘Memoria viva de la Transición’, donde Calvo-Sotelo desmitificó el PODER con elegante ironía británica, una rara avis de los libros de memorias presidenciales, que tienden al estilo plano o asilvestrado, y donde los expresidentes exageran logros, minimizan errores y se dan pábulo y trascendencia. No así Calvo-Sotelo.

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Ejemplo: el 27 de febrero de 1981, Calvo-Sotelo estrenó su despacho en Moncloa como presidente. Con pompa y circunstancia un capitán de fragata le entregó la llave de una caja fuerte que había detrás del sillón presidencial, disimulada dentro de un armario, cuya existencia desconocía Calvo-Sotelo. Intentaron abrirla, pero no pudieron, porque faltaba la combinación, lo que aumentó la expectación sobre los secretos de Estado que sin duda ocultaba la caja. “Mis ayudantes iniciaron una retirada respetuosa: les movía el temor religioso al secreto de Estado. Porque ¿dónde van a estar los secretos de Estado si no es en la caja fuerte del Presidente del Gobierno?”, escribió Calvo-Sotelo.

El nuevo presidente pidió la combinación de la caja, pero nadie en Moncloa parecía tenerla. ¿Había olvidado Adolfo Suárez dejar la combinación? Podría ser, al fin y al cabo, durante su aparatosa dimisión, Suárez había tenido cosas más importantes en las que pensar, como en la asonada de Tejero, la traición de Armada, los desplantes del Rey o los navajazos en la UCD. El caso es que no había ni rastro de la combinación.

“Confieso que empezaba a picarme la curiosidad: nada la estimula tanto como una puerta cerrada”, según Calvo-Sotelo, que llamó al ministro del Interior. Poco después, un funcionario de Interior llegó a Moncloa y procedió a forzar la caja fuerte. Lo logró. Dentro había una cuartilla doblada. Calvo Sotelo leyó el contenido con perplejidad. Atentos, que van a temblar los cimientos de la democracia: “Extraje el papel. Ahí estaba el secreto de Estado. Al parecer, era uno solo: tal vez la causa de la dimisión de Suárez, o del último destino de Armada. Traje el papel a mi mesa y lo desdoblé cuidadosamente. El papel tenía una breve fórmula algebraica con números y letras: el número de la caja fuerte”.

Puede que a los expresidentes del Gobierno les guste tirarse el pisto sobre la cantidad de información confidencial sobre el Estado que guardan para sí mismos; Calvo-Sotelo no era uno de ellos.

Sábado Santo de 1977. El Gobierno Suárez anuncia de tapadillo la legalización del Partido Comunista de España. Crujir de dientes en el 'establishment'. Leopoldo Calvo-Sotelo, ministro de Obras Públicas, viaja en un tren Galicia-Madrid con su familia. Calvo-Sotelo se encuentra a Manuel Fraga en el tren. Fraga está que trina con la legalización del PC. Calvo-Sotelo le invita a cenar en su compartimento para limar asperezas; pronto se arrepentirá. Fraga entra en el compartimento —donde están la mujer, la madre y los ocho hijos de Calvo-Sotelo— y procede a lanzar una interminable filípica contra la legalización de los comunistas…, ante el estupor de grandes y pequeños.

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