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Historia de un golpe de Estado: los 25 días más salvajes que llevaron al 23-F
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40 AÑOS DEL ASALTO AL CONGRESO

Historia de un golpe de Estado: los 25 días más salvajes que llevaron al 23-F

El 23-F fue la fecha clave. Pero el golpismo venía de lejos. Nadie escuchó el ruido de sables desde la dimisión de Suárez. Fueron los 25 días más terribles de la democracia española

Foto: El teniente coronel Antonio Tejero, cuando irrumpió, pistola en mano, en el Congreso de los Diputados durante la segunda votación de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como presidente del Gobierno. (EFE)
El teniente coronel Antonio Tejero, cuando irrumpió, pistola en mano, en el Congreso de los Diputados durante la segunda votación de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como presidente del Gobierno. (EFE)

Todos los golpes de Estado contra la democracia tienen, al menos, tres lugares comunes. Por un lado, suelen presentarse como la única solución para salvar, precisamente, la propia democracia. La segunda característica aparece como un eximente en todos los códigos militares: la obediencia debida, una figura jurídica que a menudo es esgrimida por los implicados para librarse de la condena judicial. El tercer lugar común es un clásico en toda regla: es el pueblo quien lo pide y los golpistas, siempre atentos a las demandas de los ciudadanos, no son más que salvadores de la patria.

La sentencia de Campamento (15 meses después de la intentona golpista) desmontó uno a uno todos los argumentos. En primer lugar, la democracia se defiende por los cauces constitucionales y no con proclamas militares; en segundo lugar, no puede haber obediencia debida cuando no había un “superior jerárquico” (el famoso elefante blanco) que pudiera obligar a los golpistas a asaltar el Congreso de los Diputados, y, en tercer lugar, el pueblo se pronuncia a través de las urnas, y, por lo tanto, nadie está autorizado para interpretar su posición política.

Lo que no pudo analizar aquella sentencia, lógicamente, porque no le correspondía, es lo que pasó antes del 23-F. O, lo que es lo mismo, cuál era el contexto político inmediatamente anterior al asalto, y que refleja una democracia todavía débil, incluso muy vulnerable, acosada desde todos los ángulos: terrorismo, profunda crisis económica y social, descomposición interna de la Unión de Centro Democrático (UCD) y, por supuesto, militares ultras que querían retrasar el reloj de la historia a noviembre de 1975, cuando muere el dictador.

Aunque está demostrado que prácticamente desde el día siguiente a la legalización del PCE (9 de abril de 1977) el búnker militar conspiró a favor de un golpe de Estado (ahí están la operación Galaxia o las presiones sobre Gutiérrez Mellado), hay una fecha que marca un antes y un después, y que el tribunal que condenó a los golpistas no identificó con precisión en la sentencia.

placeholder El entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez (i), intenta socorrer al vicepresidente y teniente general Gutiérrez Mellado (2i), zarandeado por un grupo de guardias civiles en presencia del teniente coronel Tejero. (EFE)
El entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez (i), intenta socorrer al vicepresidente y teniente general Gutiérrez Mellado (2i), zarandeado por un grupo de guardias civiles en presencia del teniente coronel Tejero. (EFE)

Asalto al Congreso

En un día no determinado de julio de 1980, es decir, siete meses antes del 23-F, se reunieron en Valencia Antonio Tejero, Juan García Carrés, dirigente del sindicato vertical franquista, y el entonces teniente coronel Pedro Mas Oliver, a la sazón ayudante de Milans del Bosch, por entonces capitán general de Valencia. Fue en aquella reunión donde se decidió el asalto al Congreso. Tejero sería el encargado de la logística.

Para hacer una evaluación cabal del contexto político en el que se celebró el encuentro de los golpistas, hay que tener en cuenta que tras aprobarse la Constitución en diciembre de 1978, el célebre consenso de la Transición languidecía.

Foto: Felipe VI recibe Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón (d), ponente constitucional, este lunes en el Palacio de la Zarzuela. (EFE)

Suárez había ganado sus segundas elecciones y había logrado salvar la moción de censura que en mayo de 1980 le había presentado Felipe González, pero el presidente del Gobierno estaba más solo que nunca —y mira que era difícil— en medio de una crisis económica galopante (segundo choque petrolífero) y de un terrorismo verdaderamente brutal (incluido el siempre extraño comportamiento del Grapo en los momentos más delicados para la democracia). Por lo tanto, un caldo de cultivo verdaderamente propicio para una intentona golpista.

placeholder Tejero irrumpe en el hemiciclo del Congreso de los Diputados. (EFE)
Tejero irrumpe en el hemiciclo del Congreso de los Diputados. (EFE)

Es en este contexto en el que se celebra un almuerzo que a la postre iba a alumbrar —aún lo hace— todo tipo de teorías de la conspiración. Aquel almuerzo se celebró el 22 de octubre de 1980 —apenas tres meses después de la reunión de Valencia para preparar el golpe y cuatro meses antes del 23-F—, en el domicilio del alcalde socialista de Lleida, Antoni Siurana, y entre los asistentes estaban el también dirigente socialista Enrique Múgica y el general de división Alfonso Armada, a la sazón gobernador militar de la provincia. También acudió Joan Reventós, primer secretario del PSC.

Un extraño Gobierno de concentración

De lo que se habló allí se han escrito ríos de tinta que podrían colapsar la biblioteca del Vaticano, y el propio Múgica ha dicho hasta la saciedad que allí nadie planteó un Gobierno de civiles de amplio espectro presidido por un militar. Nadie ha demostrado lo contrario.

Pero lo cierto es que a partir de entonces los acontecimientos políticos se precipitan. Y aunque, como dicen los economistas, correlación no significa causalidad, lo relevante es que entre aquel encuentro y el 23-F se aceleran los preparativos del golpe, y Suárez, para los insurrectos, es el problema para imponer una 'solución militar'. Como se ha dicho, está acreditado judicialmente que el 10 de enero de 1981 se reunieron en Valencia, como precisa la sentencia, Armada, Milán del Bosch y un grupo de coroneles golpistas. Justo una semana después de que el rey despachara con Armada (antiguo preceptor del rey y apartado por Suárez) en Baqueira, donde necesariamente tuvo que ser informado del clima en los cuarteles. Y justo el mismo día en que, según algunas versiones, el rey se presentara en Moncloa de improviso para hablar con Suárez, de quien empezaba a alejarse políticamente.

Es más, tan sólo unos días después, el 18 de enero, ya en Madrid, se vuelven a encontrar los mismos asistentes al encuentro de Valencia, pero en esta ocasión se suma a la reunión el general de división Torres Rojas, antiguo jefe de la Acorazada Brunete —una unidad de intervención inmediata— y en ese momento gobernador militar de A Coruña. El 29 de enero, sin embargo, ocurre algo que determinaría la fecha del golpe y aceleraría los preparativos.

El suceso inesperado fue, sin duda, la dimisión en aquel contexto de ruido de sables de un Suárez abandonado por todos

El suceso inesperado fue, sin duda, la dimisión en aquel contexto de ruido de sables de un Suárez abandonado por todos y, sobre todo, por muchos dirigentes de su propio partido.

Unos preparaban su aterrizaje en el PSOE (el ala socialdemócrata) y otros (los democristianos) pensaban que la democracia había ido demasiado lejos, incluyendo las discusiones dentro de UCD sobre la legalización del divorcio, lo que supuso casi la excomunión de Fernández Ordóñez. Y sobrevolando todo, una enorme crisis económica. En el primer trimestre de 1981, la tasa de paro era equivalente al 13,4% de la población activa, lo que a la luz de los ojos actuales puede parecer, incluso, moderado (el desempleo está hoy en el 16,4%), pero hay que tener en cuenta que en el segundo trimestre de 1977, cuando se celebraron las primeras elecciones tras la dictadura, el paro representaba el 4,78%, lo que refleja el dramático empeoramiento de la situación económica.

Foto: El escritor Javier Cercas. (EFE)

Lo que ocurrió entre la tarde del 29 de enero de 1981, cuando Suárez, en una comparecencia ante la radiotelevisión pública, anunció su dimisión como presidente del Gobierno, y las 18:23 del 23 de febrero, cuando un pelotón de guardias civiles al mando del teniente coronel Tejero entra en el Congreso de los Diputados, precisamente cuando se celebraba la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo y el diputado socialista Manuel Núñez Encabo iba a dar un no que a la postre iba a ser el más sonoro de la democracia, fue un momento irrepetible en la historia del España. Sin duda, los 25 días más difíciles —al margen del horroroso crimen de los abogados de Atocha— de una democracia todavía cogida con alfileres en la que el propio Rey —capitán general— era vilipendiado por muchos militares.

Errores de bulto

Y es que el golpe, como a veces se ha querido hacer creer, no cayó del cielo. Se había dejado crecer un caldo de cultivo que lo hacía, de alguna manera, inevitable. O, al menos, previsible en un clima político irrespirable. Aunque la historia de la Transición salió bien, y en definitiva es lo que cuenta para un país políticamente atribulado durante dos siglos y con dificultades para construir el Estado-nación, el camino estuvo plagado de errores de bulto que propiciaron o, al menos, no fueron útiles para acabar con la amenaza golpista, cuyos promotores estaban infiltrados en el aparato franquista. En buena medida, por aquella época, todavía incólume.

Fueron poco más de tres semanas. Un total de 25 días —600 horas— que vinieron precedidos de, al menos, tres fechas clave

Fueron poco más de tres semanas. 25 días —600 horas— que vinieron precedidos de, al menos, tres fechas clave. La ya citada del 22 de octubre de 1980 (reunión en Lleida de Armada con los dirigentes socialistas), las del 10 y el 18 de enero (encuentros en Valencia entre Tejero, Milans del Bosch y Armada para hacer los preparativos del golpe) y la del 6 de febrero de 1981, cuando comienza en Palma de Mallorca el congreso de UCD (precedido de una huelga de controladores aéreos) que a la postre mostraría cómo el partido en el Gobierno se abría en canal en público. O lo que es lo mismo, cómo las luchas internas dentro de UCD le habían hecho perder el sentido de la realidad. Al menos, y como dijo en su día Martín Villa, lo que enseñó aquel golpe más propio del XIX que de la segunda mitad del XX era que carecía de todo apoyo popular. Nunca se demostró que hubiera una verdadera trama civil.

Retar al Rey

El 4 de febrero, dos días antes del Congreso de Palma, que ya era en sí mismo un polvorín, diputados de Herri Batasuna (segunda fuerza política en el País Vasco) habían entonado el Euko Gudariak ante el rey Juan Carlos en la Casa de Juntas de Guernica provocando un formidable revuelo político. No era para menos, por la carga simbólica que tiene el lugar para el nacionalismo vasco y, sobre todo, por lo que suponía retar al Rey en medio de los zarpazos del terrorismo.

placeholder El rey Juan Carlos durante la emisión de su mensaje a la nación difundido por radio y televisión, en el que ordenó el mantenimiento del orden constitucional tras el asalto del coronel Tejero al Congreso de los Diputados durante la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo.(EFE)
El rey Juan Carlos durante la emisión de su mensaje a la nación difundido por radio y televisión, en el que ordenó el mantenimiento del orden constitucional tras el asalto del coronel Tejero al Congreso de los Diputados durante la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo.(EFE)

No hay que olvidar que unos días antes, el 29 de enero, ETA había secuestrado a José María Ryan, ingeniero de la central nuclear de Lemóniz, a quien asesinaría unos días después, el 6 de febrero, coincidiendo, precisamente, con el congreso de UCD, lo que supuso un auténtico mazazo para la España de entonces, en buena medida, similar al del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Lo que pedía ETA a cambio de salvar la vida del ingeniero era parar las obras de construcción de Lemóniz. Tan solo en 1980, ETA asesinó a 93 personas.

La propia sentencia de Campamento (el acuartelamiento en el que se celebró el juicio) habla de que incluso una semana antes del 23-F, el día 16, se reunieron en Madrid Armada, el coronel Ibáñez y Tejero. Por entonces, ya era público que el candidato a sustituir a Suárez sería Calvo-Sotelo, con Alberto Oliart como ministro de Defensa. Todo estaba preparado para asaltar el Congreso el viernes, 20 de febrero, pero Tejero dijo que siendo fin de semana tendría dificultades para reclutar guardias civiles.

En esa reunión, alguien dijo que como en primera instancia Calvo-Sotelo no saldría elegido presidente, la votación se repetiría el lunes, 23

Fue en esa reunión cuando alguien dijo que, como en primera instancia Calvo-Sotelo no saldría elegido presidente, la votación se repetiría el lunes, 23. Y así fue. En aquel fin de semana anterior al asalto del Congreso, se multiplicaron las reuniones, con viajes a Valencia. Nadie vio nada raro. Ni siquiera cuando en la mañana del 23-F, sobre las 11, Tejero se presentó en el Parque de Automovilismo de Madrid para reclutar guardias civiles. Se trataba, dijo Tejero, de “servir al Rey”. Una patraña como cualquier otra.

Es evidente que la inesperada dimisión de Suárez en ese contexto solo podía dar lugar a todo tipo de teorías de la conspiración. Entre otras razones, porque en aquellos días (a poco más de una semana del congreso de su partido), el propio presidente del Gobierno, en sus alocuciones públicas, nunca dio explicaciones convincentes sobre las razones que le llevaron a tomar esa decisión. Un verdadero vacío de poder que se hizo más evidente cuando el 31 de enero, dos días después de la dimisión de Suárez, el secretario general del PSOE, Felipe González, planteó al Rey la posibilidad de articular una salida a la crisis de gobierno en torno a su partido, solución trazada por la ejecutiva socialista como alternativa a UCD y para evitar elecciones anticipadas.

Foto: El general Armada sale del Congreso el 24 de febrero de 1981.

Es verdad que el ruido de sables nunca llegó a dejar de escucharse durante los momentos clave de la Transición, y por eso la salida de Suárez sin explicaciones convincentes, más allá de las puramente personales vinculadas a su cansancio físico tras casi cuatro años agotadores, no era más que una mentira piadosa. Sobre todo a la luz de la profunda división sectaria dentro de UCD y en unos momentos en que comenzaba, tras la aprobación de la Constitución, del despliegue de las autonomías, un auténtico trágala para los militares que nunca aceptaron la Constitución.

No es de extrañar, por lo tanto, que la dimisión de Suárez se vinculara a la amenaza golpista. Entre otras cosas, porque los servicios de inteligencia debían estar al tanto de aquellos encuentros entre militares que añoraban el franquismo, alguno de ellos, como el propio Tejero, implicado ya en la operación Galaxia. El propio ministro de Defensa, Agustín Rodríguez-Sahagún, tuvo que salir a desmentir presiones militares, lo que era una manera de decir que, efectivamente, el ruido de sables se podía escuchar con solo afinar el oído. Nadie, que se sepa, y con capacidad de mando, lo hizo.

Todos los golpes de Estado contra la democracia tienen, al menos, tres lugares comunes. Por un lado, suelen presentarse como la única solución para salvar, precisamente, la propia democracia. La segunda característica aparece como un eximente en todos los códigos militares: la obediencia debida, una figura jurídica que a menudo es esgrimida por los implicados para librarse de la condena judicial. El tercer lugar común es un clásico en toda regla: es el pueblo quien lo pide y los golpistas, siempre atentos a las demandas de los ciudadanos, no son más que salvadores de la patria.

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