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'La zona de interés': usted también podría ser un genocida
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'La zona de interés': usted también podría ser un genocida

Llega por fin a los cines españoles una de las mejores películas de 2023, ganadora del Premio Especial del Jurado y el Fipresci en el pasado Cannes y en la que Jonathan Glazer adapta la novela homónima de Martin Amis

Foto: Christian Friedel es Rudolf Höss, el gerifalte que dirigió Auschwitz durante más tiempo. (Elastica y Wanda)
Christian Friedel es Rudolf Höss, el gerifalte que dirigió Auschwitz durante más tiempo. (Elastica y Wanda)

Cuando Hannah Arendt acuñó aquello de "la banalidad del mal" —disculpen lo trillado de la referencia—, la comunidad judía se revolvió contra la idea de que la violencia y el exterminio, en el fondo, en el día a día, carecen de épica, de grandilocuencia, de altisonancia, de énfasis, y que se asemejan más bien a la rutina burocrática de estampar un sello en una hoja, a la trivialidad de arrancarse un padrastro, a un vídeo de mal gusto en TikTok. Eichmann no era una hidra de tres cabezas sedienta de sangre; Eichmann era un hombre mediocre, gris, insulso, que simplemente se adhirió a la corriente antisemita —que, recordemos, no se circunscribió solo a la Alemania nazi, por mucho que ahora los otros países disimulen— y que cumplió, a su parecer lo mejor que pudo, órdenes. Un engranaje más del sistema, una pieza sin una cara ni unos ojos especialmente llamativos, un mindundi como cualquiera de los otros que contribuyeron al Holocausto.

De Arendt dijeron que "odiaba su propia condición de judía" y buscaron demostrar que la autora de "un mal libro" debe ser, necesariamente, "una mala persona". El tiempo ha acabado de reparar su figura y la de su "banalidad del mal", que es el concepto que atraviesa cada fotograma de La zona de interés, la última película del británico Jonathan Glazer (Under the Skin, 2013), una mirada desdramatizada sobre el nazismo y el genocidio que adapta la novela homónima del también británico Martin Amis, publicada en 2014.

Observen el fotograma que ilustra más arriba esta crítica. Un hombre, de espaldas, que podría ser cualquiera —estilismos capilares nazis aparte—, observa los juegos de su prole en la piscina. Él va ataviado de blanco puro, inmaculado, de persona de bien. Los niños, inocentes, juegan en la piscina con sus amiguitos. Una institutriz los vigila —luego sabremos que es judía—. La piscina se encuentra en medio de un vergel de césped verde fuerte y flores exuberantes. Podría ser el patio de cualquier urbanización de Torrelodones. Pero observen al fondo, más allá del muro coronado por las tejas naranjas. La realidad se cuela en este oasis fabricado: no son nubes lo que vemos trepando la tapia; es el humo de uno de los trenes que transportan judíos al campo de exterminio de Auschwitz.

Todo lo que pasó a los libros de Historia ocurre fuera de cuadro en La zona de interés. Todo lo que queda fuera de cuadro en los libros de Historia aparece frente a la cámara de Glazer. Es la cotidianidad, la rutina de la familia de Rudolf Höss (Christian Friedel) —no confundir con Rudolf Hess—, un teniente coronel de las Schutzstaffel (SS), que fue el gerifalte que más tiempo estuvo al frente de Auschwitz. Junto a su familia, vivió en una casa pegada al campo de exterminio. Y es en las dinámicas absolutamente banales de la familia en lo que se centra el director. Pero siempre, inevitablemente, la realidad consigue abrirse paso por las grietas de esta ficción bucólica que se ha creado la familia para permanecer ajena al horror al otro lado del muro.

placeholder Sandra Hüller es Hedwig Höss, la matriarca de la familia. (Elastica y Wanda)
Sandra Hüller es Hedwig Höss, la matriarca de la familia. (Elastica y Wanda)

Glazer no quiere dirigir la mirada del espectador. Los planos son fijos y distantes, tanto, que tardamos en ver claramente los rostros de los protagonistas. Las cámaras no se mueven. Y digo cámaras, en plural, porque Glazer instaló varias microcámaras por toda la casa en la que rodó La zona de interés, situada también en la realidad junto a Auschwitz. Los actores interpretaron muchas veces sus escenas sin saber muy bien si se encontraban en plano, y mucho menos en qué tipo de plano. El resultado es el de la visión de una mosca en la pared: las acciones ocurren, pero no hay ningún énfasis ni se otorga importancia a ningún gesto. Todo es normal, todo es distendido y mundano. Hedwig (Sandra Hüller, en otro de los papeles que la han convertido en la actriz europea de moda, junto con el de Anatomía de una caída), la mujer de Rudolf, solo se preocupa por la imagen de estatus que proyecta su familia. Es decir, ella a través de su marido.

En un momento, se prueba un abrigo de visón frente al espejo. Y, de nuevo, en esa aparente imagen de frivolidad se filtra el horror. Ese abrigo de visón se lo ha traído su marido del campo. Ese abrigo de visón tuvo una dueña anterior. Esa mujer probablemente haya muerto en el horno crematorio. Hedwig ancla su realidad en el objeto, no en el contexto. Un abrigo, un jardín, una piscina. Lo mismo ocurre con su casa, una preciosa villa con piscina, la casa de sus sueños que nunca pensó llegar a habitar, un signo de estatus, de poder, de acuerdo con su condición de mujer aria, de acuerdo con su condición de esposa del Obersturmbannführer. En un momento de la película, hace un recorrido para enseñarle a su madre su nueva casa, orgullosa. Pero ella, madre modelo, útero del Tercer Reich, siempre útil, abnegada y atenta, de vez en cuando deja traslucir destellos de crueldad. Como un demente que fugazmente muestra destellos de lucidez, pequeños gestos y palabras demuestran la conciencia criminal de la mujer, que está salvaguardada por la ley, por el orden natural.

placeholder Christian Friedel es Rudolf Höss. (Elastica y Wanda)
Christian Friedel es Rudolf Höss. (Elastica y Wanda)

En su búsqueda del naturalismo, del no intervencionismo, Glazer ha evitado una fotografía dirigida: casi toda la luz es natural y diegética (se rodó en 6K y con una sensibilidad de 3200 ISO, para recoger hasta la luz de las velas, e intentando con las lentes y la obturación que todo estuviese siempre en foco). Y ese costumbrismo casi documental se rompe en algunas escenas casi oníricas, rodadas con cámara térmica, que rompen con ese realismo. Al rodar las secuencias de noche y sin luz, Glazer y el polaco Łukasz Żal —uno de los directores de fotografía con más personalidad hoy en día, nominado dos veces al Oscar por Ida (2014) y Cold War (2018)— optaron por registrar la temperatura con una cámara que normalmente utiliza el ejército. El contraste es brutal y, aunque Glazer evita la manipulación, en este caso se consigue un efecto muy dramático.

Precisamente, es la frialdad y el distanciamiento emocional de los personajes la firma de autor del cine de Glazer. Cineasta meticuloso y perfeccionista al estilo de Stanley Kubrick, sus películas se preocupan más por ahondar en algo así como la identidad colectiva humana que en los sentimientos de sus protagonistas. La mirada de Dios, externa, como el entomólogo que estudia el comportamiento de las hormigas en el hormiguero, a veces buñuelesca —por cierto, colaboró en su película Reencarnación (2004) con Jean-Claude Carrière, socio predilecto del de Calanda—, casi aséptica, que encuentra los patrones en la repetición de las rutinas. Así lo hace también en Under the Skin (2013), su drama de ciencia ficción convertido ya en un clásico moderno de culto, en el que un alienígena en el cuerpo de Scarlett Johansson devora a los hombres, como usted y yo devoramos un filete, hasta que se topa con el factor inesperado de la humanidad.

placeholder Hedwig le enseña la casa a su madre. (Elastica y Wanda)
Hedwig le enseña la casa a su madre. (Elastica y Wanda)

De vuelta a La zona de interés, el fondo de la cuestión se resume en que no hace falta un especial talento ni predisposición para ser un hijo de puta. Usted también puede ser un genocida. Y yo. Simplemente, hacen falta un contexto adecuado —el de un entorno que consiente— y el compromiso de convertir en acciones las ideas, la abstracción. También se puede ser un hijo de puta por obra o por omisión. En el ensayo Creyeron que eran libres, de Milton Mayer, publicado por primera vez en 1956 y reeditado en 2022 por la editorial Gatopardo, el autor, un periodista estadounidense de raíces judías, se entrevistó con una decena de alemanes corrientes y molientes para entender el porqué del auge del nazismo. Entre ellos había un profesor, un cartero, un panadero (si no recuerdo mal). Para sorpresa de nadie, más de un lustro después de la capitulación alemana, los ciudadanos de a pie seguían defendiendo que el problema del Tercer Reich había sido la estrategia de Hitler, no el nazismo en sí. Mantenían una ceguera selectiva frente a los crímenes contra los judíos, una abdicación moral en sus líderes, un antisemitismo autoindulgente.

La zona de interés es una película atemporal, que trasciende el ahora, aunque uno de sus planos conecta los años cuarenta de la Alemania nazi con el presente: unas limpiadoras pasan la aspiradora por un museo del Holocausto. Pilas de zapatos de muertos, de maletas, de abrigos. Miles de turistas visitan estos espacios, se retratan, a veces siquiera con las caras compungidas. Pose sexi en el memorial de Berlín. ¿Fetichización, vaciamiento de significado? ¿Es posible resistir al tiempo y a la posmodernidad y a la memeficación?

La importancia de La zona de interés —si es que el cine la tiene, más allá de su propio medio; la que escribe opina que sí— va más allá de los premios y las nominaciones —Premio Especial del Jurado y Fipresci en Cannes—, de la taquilla o el impacto en el público de masas. La zona de interés es una película en la que el discurso moral se lleva a lo formal de una manera radical. Y que se puede relacionar reiteradamente con los abscesos de purulencia que frecuentemente demuestra la humanidad. Es imposible hoy no encontrar la identificación con el genocidio en Gaza. La repetición, la paradoja, la ironía, el drama. El dentro de cuadro como el hormiguero en el que el espectador hace las veces de entomólogo de sí mismo, en un bucle vicioso infinito.

Cuando Hannah Arendt acuñó aquello de "la banalidad del mal" —disculpen lo trillado de la referencia—, la comunidad judía se revolvió contra la idea de que la violencia y el exterminio, en el fondo, en el día a día, carecen de épica, de grandilocuencia, de altisonancia, de énfasis, y que se asemejan más bien a la rutina burocrática de estampar un sello en una hoja, a la trivialidad de arrancarse un padrastro, a un vídeo de mal gusto en TikTok. Eichmann no era una hidra de tres cabezas sedienta de sangre; Eichmann era un hombre mediocre, gris, insulso, que simplemente se adhirió a la corriente antisemita —que, recordemos, no se circunscribió solo a la Alemania nazi, por mucho que ahora los otros países disimulen— y que cumplió, a su parecer lo mejor que pudo, órdenes. Un engranaje más del sistema, una pieza sin una cara ni unos ojos especialmente llamativos, un mindundi como cualquiera de los otros que contribuyeron al Holocausto.

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